[Este blog cumple misiones diversas. Una es, claro está, servir de acicate para obligarme a elaborar textos nuevos, generalmente ensayísticos o en ese territorio híbrido en el que me gusta situarme. Otra, más prominente al principio, es la de sacar a la luz algunos de los muchos textos que he ido acumulando a lo largo de los años y que no tienen en principio otra salida clara. Nunca le he puesto muchas ganas a eso de intentar publicar, por mis ambivalencias respecto de la explotación comercial de la literatura, pero lo cierto es que esos depósitos enormes de mis cuadernos deben airearse de vez en cuando para que todo ese material no acabe convirtiéndose en más rancio de lo que ya es. La pieza que traigo aquí es algo en sí mismo insólito dentro de mi producción literaria, pues se trata de una obra de teatro breve, que escribí en un tiempo en el que estuve bastante metido en el mundo teatral, y con el fin de que fuera representada en una de las salas de microteatro que tanto auge tuvieron en Madrid en esos días. Mi amistad con diversas amigas actrices, como María de Rada y Noelia Iglesias, es el punto de partida para elaborar, entre los tres, un pequeño montaje que finalmente no llegó a puerto. Con María antes y con Noelia después llegué a trabajar en otros proyectos y quién sabe si, especialmente ahora que dispondré de más tiempo, pueda retomarse esa actividad. Para dar, pues, a conocer un texto que en mi opinión no carece de mérito, y que no deseo que se pierda definitivamente en el olvido, me valgo de este canal de difusión, poniendo en pausa de este modo las nuevas creaciones, que se retomarán en breve, tanto en lo que se refiere a los laberintos como a cualesquiera otros temas y formatos. Y quizás entre los y las lectores y lectoras haya alguien que encuentre que este texto, que no es más que una parte pequeña de lo que significa un espectáculo teatral, puede ser susceptible de representación y acabar así teniendo una verdadera vida en las tablas. Nada me haría más feliz.]
Personajes:
María
La Otra
En el centro de la
escena, una estructura que evoca un peep-show o el locutorio de una prisión,
que también es el de un convento, o acaso una simple mesa con dos sillas
enfrentadas y una lámina de vidrio en medio que es al mismo tiempo un espejo.
Del lado de la luz, a
la derecha de los espectadores, un pequeño attrezo compuesto por un florero, un
cuadro anodino o una jarra con agua. Del lado de la sombra, ningún objeto,
salvo un grueso álbum de fotos apoyado en la mesa y un flexo, apagado.
La comunicación entre
los personajes se realiza mediante algún tipo de dispositivo. Quizás un
micrófono que hay que accionar por turnos, de tal modo que las voces,
especialmente la de La Otra suene metálica y distante. Quizás
un teléfono que hay que descolgar y mantener en la oreja mientras se produce la
conversación.
También puede
prescindirse de todo, contar apenas con una mesa en la que la lámina de vidrio
o el espejo son sólo convenidos por los gestos de las actrices. En esa
disposición de puro enfrentamiento, acaso nos sirvamos de un reloj de ajedrez,
de esos que hay que pulsar cada vez que la jugada se ha consumado, y en el que
dos tiempos paralelos corren en dos esferas distintas, una de cada lado de la
línea de sombra.
Al fondo del
escenario, una cortina negra.
Cuando la obra
comienza, La Otra ya se encuentra sentada en su
silla, en penumbra. El lado de la derecha está iluminado con una luz plana, muy
blanca, una luz de consulta médica. Cuando se encienda el flexo, en el lado de
la izquierda la luz será más tenue, más amarilla, luz de interior.
La Otra y
María deben
tener edades semejantes, pero no tienen por qué ser físicamente parecidas. Las
dos van vestidas de un modo muy sencillo, con una camiseta y unos vaqueros. La
camiseta de La Otra es blanca, porque está en el lado
de la sombra. La de María es negra, porque está en el lado
de la luz. Cada una lleva la ropa que destaca sobre su fondo.
María
entra por su lado del escenario, como viniendo del exterior de la sala. Puede
llevar un bolso, un foulard u otros objetos que indican que viene de la calle.
Se los quita, los deja aparte y se sienta. Se mira al espejo, y se arregla
levemente el pelo y la pintura de los labios, en silencio.
La primera en hablar,
siempre con un tono dulce, es La
Otra.
La Otra.― Hola, María.
María.― Hola.
La Otra.― Hacía mucho tiempo
que no venías. Tenía muchas ganas de verte.
María (Mucho
más seca que La Otra, pero en un tono que quiere ser
cordial) ― Sí, he estado muy liada.
La Otra.― Claro.
María.― Es verdad.
La Otra.― No tienes por qué
justificarte. Puedes venir cuando quieras, ya lo sabes. Siempre me alegra mucho
verte.
María.― No me estoy justificando. (Intenta evitar sonar airada, hace una
pequeña pausa.) Te he mandado fotos.
La Otra.― Sí, las tengo aquí.
Las he colocado en el álbum. Son preciosas.
María.― Te hubiera mandado más, pero es
verdad que se me ha ido complicando todo...
La Otra.― Son suficientes, no
te preocupes.
María.― No me preocupo.
La Otra.― ¿Qué te ocurre,
María? ¿Por qué estás así?
María.― ¿Cómo estoy?
La Otra.― Agitada, incómoda.
Pareces a disgusto.
María.― No, no estoy a disgusto. (Pausa.) No sé, tenía ganas de venir, de
verdad, a mí también me gusta venir a conversar contigo, pero, al mismo
tiempo...
La Otra.― Te daba apuro.
María.― Sí.
La Otra.― Te daba miedo.
María.― No, miedo no. (Pausa.) Sí, supongo que sí, me daba
miedo.
La Otra.― No te preocupes,
eso acaba pasando siempre. Al principio os resulta muy fácil venir, pero poco a
poco os vais sumergiendo en vuestras vidas, en vuestros afanes, y ya no
encontráis un hueco, va pasando el tiempo, cada vez es más difícil. Le pasa a
todo el mundo. Nos cogéis miedo.
María.― No, pero no es por ti. A ti no
te tengo miedo.
La Otra.― No tienes por qué.
Nos conocemos desde siempre.
María.― Es verdad.
La Otra.― Me acuerdo mucho de
cuando eras pequeña. Eras una niña preciosa. Cuando tu padre te traía aquí y te
dejaba en la puerta corrías a sentarte en la silla. Casi tenías que trepar a
ella y luego las piernas te colgaban y no dejabas de moverlas. Eras tan
inquieta. ¿Te acuerdas?
María (Más
dulce, evocando.).― Claro.
La Otra.― Te quedabas mirando
muy fijamente al espejo, sin moverte, como intentando abrir un agujero en él
con tu mirada. A muchos niños les cuesta aprender a ver el otro lado, pero tú
lo supiste hacer desde el principio. ¡Y cuánto te gustaba hablar conmigo! Me
contabas todas tus cosas. Eras una niña encantadora.
María.― Hace mucho tiempo de eso.
La Otra.― Tu padre te traía
casi todas las semanas, y cuando volvía a buscarte, después de haber terminado
él en su cuarto, no querías irte. Éramos buenas amigas.
María.― Cuando mi padre me despertaba
para ir al colegio no había modo de levantarme. Era muy perezosa. Pero venir
aquí me gustaba, me levantaba de un salto.
La Otra.― Siempre venías con
esos vestiditos. Y las trenzas. (Se ríe.)
María (riéndose
también).― ¡Sí, las trenzas! ¡Madre mía, qué batalla con
las trenzas! (Las dos siguen riéndose,
cada vez en un tono más amistoso.)
La Otra.― A muchos niños no
les gusta venir a ver a su muerte, no la entienden, no saben qué hacer, se
aburren. Y cuando se hacen mayores y ya no les traen sus padres dejan de venir.
María.― A mi hermano no le gustaba.
Muchas veces se ponía tan pesado que mi padre le dejaba en casa y nos veníamos
solos.
La Otra.― Sí, eso pasa muchas
veces. Visitar a tu muerte es como visitar a una tía mayor que vive en un piso
viejo que huele raro, o como cuando luego uno tiene que ir con un par de
compañeros de la oficina a ver a otro al hospital, porque ha tenido un
accidente o le han operado de apendicitis.
María.― Y le llevas bombones. O una
tarjetita.
La Otra.― Ponte bueno.
María.― Que te mejores. (Se ríen otra vez.)
La Otra.― Sí, son cosas que uno sabe que debe hacer y
hace, sin más preguntas, sin excesivo placer o enojo. Pero con nosotras era
distinto.
María.― Sí, es verdad.
La Otra.― Me contabas de tus
novios.
María.― Calla, calla.
La Otra.― Y de tus viajes. Me
traías fotos preciosas.
María.― Siempre te he traído fotos. Y
cuando no he podido venir te las he mandado. (Algo más seria.)
La Otra.― Claro que sí. Son
cosas que hay que hacer. Todos lo sabemos.
María.― Por eso.
La Otra.― Tu padre te educó
bien, no te preocupes. Siempre fuiste muy formal. Tu álbum es estupendo.
María.― ¿Le quedan aún muchas páginas?
La Otra (repentinamente
seria).― Sabes que no debes preguntarme esas cosas.
María.― ¿Por qué?
La Otra.― María, lo sabes
perfectamente. (Severa.) Parece
mentira.
María.― Me parece injusto. Me parece
injusto que tú seas la que conserva el álbum, la que guarda mis fotos. La que
llena esas páginas.
La Otra.― El álbum es para
ti. Yo lo guardo aquí, lo cuido, aquí no se estropea.
María.― Y no me dejas tocarlo, como
cuando mi padre no me dejaba que cogiera aquella enciclopedia de la estantería,
porque decía que la estropeaba con mis dedos manchados de chocolate.
La Otra.― ¡Cuánto te gustaba
el chocolate! (El tono ha vuelto a
suavizarse.)
María.― Me sigue gustando. Pero ya no
lo como.
La Otra.― Un día te sacaste
un bombón del bolsillo del abriguito aquel que tenías, y con mucho misterio le
quitaste el papel de plata y me lo ofreciste.
María.― Y tú no lo cogiste.
La Otra.― Claro.
María.― ¿Nunca has probado el
chocolate?
La Otra.― ¡Qué cosas tienes,
María! ¡Claro que no!
María.― Es algo que nunca he entendido.
La Otra.― ¿El qué? ¿El que no
coma bombones?
María.― No. El que no comas. El que no
respires. El que no te muevas. El que estés siempre ahí, sentada, en la
penumbra, esperándome, mirando el álbum. El que no hagas otra cosa, el que todo
lo que haces y lo que eres dependa de mí.
La Otra.― María, no es justo que
me hables así.
María.― ¡Es verdad! ¡Es verdad! (Cada vez más airada.) Al principio eras
como una amiga misteriosa, como mi fantasma particular. Cuando hablaba con las
otras niñas del colegio, las visitas a su muerte les parecían pesadas.
Muchas ni siquiera iban a verla nunca, sus padres no eran creyentes. Pero a mí
me contabas historias maravillosas.
La Otra.― Eras tú la que
contabas historias maravillosas. Era a ti a la que se le ocurrían. Yo sólo te
escuchaba,
María (Repentinamente perpleja.).― ¿Sí? ¿Es verdad eso? No lo recuerdo
así.
La Otra.― Claro que sí. Yo
escribía esas historias en el álbum. Están todas aquí. Seguro que ya no te
acuerdas de ellas.
María.― Me acuerdo de una. Era de una
niña que estaba siempre muerta de frío porque vivía en una cueva donde nunca
lucía el sol.
La Otra.― Esa niña era yo.
Estabas contando mi historia.
María.― Tú nunca fuiste una niña.
Siempre tuviste el mismo aspecto. Tú nunca cambias.
La Otra.― Siempre tengo el
mismo aspecto, pero no tengo la misma edad. Yo era una niña cuando tú eras una
niña. Nací contigo y me iré contigo. Somos gemelas. (La dulzura de su voz se ha ido convirtiendo en tristeza. Se para un
momento. Recobra fuerzas, se recompone, adopta de nuevo el tono inicial, más
animoso.) Soy tu memoria, tu compañera. A mí no se me olvida nada, todo
está a salvo aquí.
María.― En el álbum.
La Otra.― Claro. En el álbum.
María.― ¿Cuántas páginas le quedan al
álbum?
La Otra.― María...
María.― Tienes que decírmelo, por
favor. Es muy importante.
La Otra.― No puedo, María. No
debo. Tú no debes saber esas cosas. Para eso estoy yo. Estate tranquila, no
pienses en el álbum, no pienses en la última página. Ese pensamiento te
paraliza como la mirada de una Gorgona. Sé lo que me digo. Hay otros a los que
les ha pasado. Hay muertes descuidadas que han revelado sin querer sus
secretos. Y la vida se hace entonces imposible. Tú tienes que vivir.
María.― Vivir... (Con un tono de desesperación o hastío.)
La Otra.― Es por eso por lo
que cogéis miedo a venir aquí. Os dais cuenta de que cada vez quedan menos
visitas. También dejasteis un día de ir a ver a aquella tía mayor del piso
viejo. Dejasteis de ir porque, simplemente, se murió.
María.― Sí. Uno hace muchas cosas
nuevas cada vez, pero en realidad lo que pasa es que va dejando de hacer cada
vez más y más cosas.
La Otra.― Eso es.
María.― Cada vez las fotos se parecen
más. Cada vez hay menos fotos que mandar.
La Otra.―
Sí.
María.― Pero el álbum se llena
igualmente.
La Otra.― Sí, María. Se
llena. Pero no pienses en ello.
María.― ¡No pienses en ello! Parece
mentira...
La Otra.― ¿El qué parece
mentira?
María.― Tanto que dices conocerme, tan
perceptiva que dices que eres, y no te das cuenta de nada. (La tensión aumenta. María se levanta de la
silla, busca algo en el bolso, lo deja otra vez. Permanece de pie.)
La Otra.― María, tranquila,
por favor, siéntate. Cuéntame qué te pasa.
María.― No entiendes nada, no entiendes
nada... (Se sienta. Adopta un tono muy
cortante durante el parlamento, avanzando la cabeza hacia el espejo.) No
tengo miedo porque queden pocas hojas en el álbum. ¡Me aterra el que queden
muchas! No aguanto más, no puedo seguir así. No quiero estar más de este lado,
quiero entrar ahí, quiero ser tú, quiero pasar las páginas del álbum y ver las
fotos, y ver la última página, y firmar en ella, y que se acabe todo. No
soporto, no soporto vivir. Estoy cansada, estoy agobiada.
La Otra (Muy compungida, intenta tocarla, avanza su mano hacia ella, pero no
puede atravesar el espejo.).― María...
María.― Necesito saber qué hay ahí, qué hay del otro lado, no soporto esta angustia de la espera. No me interesa nada
de lo de aquí. Estoy harta de todo, del amor, de los trabajos, del dinero, de
toda esta mierda.
La Otra.― No sabes lo que
dices.
María.― ¿Por qué? ¿Por qué no sé lo que
digo? ¡Tú qué sabes! No tienes ni idea, no tienes ni idea de lo que es esto. A
ti todo te parece dulce, bonito, te acuerdas de mis cosas de niña, de mis tonterías
de adolescente, pero ya no soy así, ya no soy una niña, me han pasado muchas
cosas.
La Otra.― Podías haber
seguido contándomelas.
María.― ¿Para qué? Tú no me dices nada,
me escuchas y repites mis palabras, como un eco, sólo tienes lo que yo pongo en
ti. Es un truco muy viejo. Tú no tienes vida. No sabes nada de la vida. Joder,
eres la muerte.
La Otra.― No soy la muerte,
María. Soy tu muerte. (Muy dulce.) La
tuya.
María (Extremadamente seca.).― Sí, mi hermana. Mi gemela. A la mierda. (Se levanta y da la espalda al espejo. Pasan
unos segundos. La mirada de La Otra es muy triste. Sigue avanzando sus manos
hacia María, inútilmente. María se calma, se
vuelve a sentar, le habla con más ternura.) Perdona.
La Otra.― No pasa nada.
María.― De verdad, necesito saberlo.
Necesito terminar con esto. Necesito encontrar un sentido a todo este lío.
La Otra.― No hay ningún
sentido. La vida es así.
María.― Por eso mismo. Por eso mismo
tienes que ayudarme. Dime cómo es morir. Dime cómo es estar muerta.
La Otra.― Yo no sé esas
cosas. Y aunque las supiera no te las podría decir.
María.― Me da miedo. Me da tanto miedo.
Pienso tantas veces en morir, pero me aterra el sufrir, el no saber qué pasará
luego.
La Otra.― No tengas miedo de
eso.
María.― Dímelo, dímelo, por favor.
La Otra.― Te prometo que no
lo sé. Apenas he oído algunas cosas. Para mí también es un misterio.
María.― Pero es absurdo. Tú tienes que
saberlo. Tú eres la muerte. Si no, ¿para qué sirve toda esta comedia?
La Otra.― No soy la muerte,
María. Soy tu muerte. Soy tu pasado, tu memoria, las cosas que has vivido, las
hojas que han caído de ti. Soy los días que te quedan. Soy tus viejas miradas,
las canciones que te enseñaron en el colegio, soy tu primer beso. Soy los
secretos que nunca contaste a nadie. Soy todo lo que va a dejar de ser cuando
dejes de ser, cuando dejemos de ser. Eres tú la que has depositado todo eso en
mí, yo soy tu guardiana, yo te pienso todo el tiempo, para que no te borres,
para que no nos borremos. Y si dejas de venir a verme todo eso se irá
perdiendo, todo se desvanecerá. Tienes que acordarte de la muerte para seguir
viviendo, la muerte no es lo que te espera, es lo que te acompaña desde el
principio, desde el primer día.
María.― Memento mori.
La Otra.― Claro, María, memento mori, recuerda que has de morir,
recuerda que te estás muriendo, llévame contigo a todos los sitios a los que
viajas, acariciame en todos los cuerpos a los que te abrazas, bébeme en cada
copa, escríbeme, llena tu álbum, llenémoslo juntas. Soy tu hermana.
María.― Mi gemela.
La Otra.― Cuando el álbum
esté lleno te lo mostraré, será lo último que veas. Cuando uno muere pasan ante
él las imágenes de su vida. Imágenes que reconoce perfectamente pero que había
olvidado. Una selección, extraña, acaso, porque hay cosas que no están aunque nos
parecieron importantes, y otras que nos sorprenden, porque fueron fugaces y sin
importancia aparente. Pero si están en el álbum es porque deben estar en él, no
lo dudes. Te lo digo yo, yo cuido del álbum, yo lo miro y lo ordeno y sé lo que
dicen esas fotos.
María.― ¿Es así como funciona?
La Otra.― Sí, es así como
funciona. Y no me pidas que te diga más, ya te he dicho demasiado. (Se calla, bruscamente, después del crescendo de las últimas frases. Ambas quedan en
silencio. El gesto de María se suaviza también. Cuando vuelve a hablar,
casi lo hace susurrando.)
María.― ¿Sabes por qué me gustaba tanto
venir aquí cuando era pequeña? Porque me imaginaba que eras mi madre.
La Otra.― ¿Tu madre?
María.― Sí. Murió tan pronto que apenas
recordaba nada de ella, pero la echaba de menos todo el tiempo. Mi padre era
estupendo y siempre estaba pendiente de mí, pero a mí me gustaba contarte las
cosas que le contaría a mi madre, por eso no me quería ir cuando venía a
buscarme.
La Otra (Emocionada.).― Nunca me habías dicho nada semejante.
María.― Se supone que no tenía que
decirte esas cosas. Se supone que tú te dabas cuenta de todo...
La Otra.― No es así, y lo
sabes... (Con lágrimas en la voz.)
María.― ¿Está mi madre en el álbum? ¿La
voy a ver cuando me muera?
La Otra.― Claro. Todo el
mundo ve a su madre al morir.
(Largo silencio. Ambas se secan las lágrimas,
se recomponen. María se levanta, coge el bolso, se coloca el
foulard.)
María.― Me marcho. Siento haberme
puesto así.
La Otra.― No te preocupes. Ya
sabes que no tienes que preocuparte por eso.
María.― Me gustaría darte un abrazo.
Siempre he querido darte un abrazo. Meterme en el espejo, y encontrarme
contigo.
La Otra.― No digas esas
cosas. Ya sabes que eso no es posible.
María.― Sí, ya lo sé. Hasta luego.
La Otra.― Adiós, María.
Vuelve pronto.
(María
sale por su lado del escenario. La
Otra se queda sentada, en
silencio. Abre el álbum y empieza a pasar las páginas despacio, sonriendo al
ver las fotos. Entonces, entrando del lado de la sombra, María
aparece a su espalda. Viene ya sin bolso ni foulard, sólo con la camiseta y los
vaqueros. Se acerca y la toca levemente en el hombro. La Otra se sobresalta, se pone en pie de un salto y la mira asombrada.)
María.― Hola.
La Otra.― ¡María! Pero...
¿qué haces aquí?
María.― Ya sabes. He encontrado el
camino.
La Otra.― ¿Sabes lo que esto
significa?
María.― Por supuesto. ¿Tienes miedo? (Su voz suena ahora muy firme. Es La Otra la que parece temblorosa. Sonríe levemente, con dulzura.)
La Otra.― Un poco...
María.― Ven aquí.
(Comienza
a sonar la música. “The cold song”, por Klaus Nomi, por ejemplo. La Otra avanza hacia María y ambas se abrazan estrechamente, durante
un tiempo muy largo, moviéndose levemente, como bailando, hasta que poco a poco
La Otra empieza a derrumbarse, desmayada. María la sostiene mientras se desploma y la
deposita en el suelo con cuidado. Entonces, empieza a quitarle la camiseta.
Ella también se quita la suya y las intercambia. Se sienta y empieza a hojear
el álbum. Se apagan las luces. La
Otra se escabulle por las cortinas
y aparece unos segundos después por el lado de la luz del escenario, con el
bolso y el foulard. Se sienta y repite los gestos que hizo María
al comienzo de la obra. Entonces, desde el lado de la sombra, María
enciende el flexo.)
María.― Hola, María.
La Otra.― Hola.
(Telón.)
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