La
casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo.
JORGE LUIS BORGES,
La casa de Asterión
El
laberinto es la patria del que vacila.
WALTER BENJAMIN, Parque central
1.
Cabe pensar que la construcción del Laberinto de Cnossos fue sucesiva, como lo fue la de la Muralla China, cuya crónica relata Kafka. Así, apenas nacido y comprobada su condición monstruosa, la decisión de encerrar de por vida a Asterión, ese vástago híbrido y adulterino, habrá sido tomada por Minos e iniciado así un proceso de licitación o contratación, para el que (probablemente el proceso estaba amañado desde el comienzo o, más simplemente, esas salvaguardas burocráticas no operan en los regímenes autoritarios) Dédalo era el candidato único. Tras elegir el emplazamiento, cerca del Palacio, aplanar el suelo, excavar los cimientos y acabar por diseñar la complejísima estructura (ah, esos blueprints), el inicio de los trabajos tuvo lugar en el centro geométrico exacto del terreno, y la primera estancia se terminó con gran celeridad. Era un cuarto cuadrado, de dimensiones muy modestas, en el que se procedió a ubicar la cuna en la que dormía el pequeño Minotauro recién nacido. Las nodrizas acudían para alimentarlo y sufrían en sus pechos la voracidad de ese hocico de bestia. Sólo paulatinamente fueron añadiéndose otras habitaciones, pasadizos, escaleras, cuartos de servicio, armarios, grandes corredores, aparadores, pozos, terrazas, azoteas y barandales, en un número grotescamente creciente, y en una disposición sólo aparentemente caótica, pues respondía al esquema que Dédalo había trazado y los capataces habían ejecutado escrupulosamente.
2.
La construcción exigió largos años. Al principio, el Minotauro infante apenas gateaba y no podía ir muy lejos de su cuarto, explorando decidido las estancias contiguas, hasta toparse con alguna puerta cerrada o un muro sin abertura discernible. Poco a poco, el joven Asterión fue alcanzando mayor vigor y aprendiendo otros muchos itinerarios, en su movimiento incesante y jovial. Es cierto que muchas veces se extraviaba y le costaba largo rato recuperar la posición inicial, ese centro místico en el que se recordaba desde siempre. Pero el Minotauro no podía considerarse extraviado, pues ese espacio era inequívocamente suyo en toda su extensión, no compartido por nadie, ni siquiera por los operarios que trabajaban en una periferia inimaginable para él, o por los servidores que, sin ser percibidos, dejaban caer su comida por las rejillas del techo, siempre en un lugar diferente. Simplemente el Minotauro vivía en el Laberinto y para él eso era el mundo.
3.
El hogar del Minotauro consiste en una serie de ángulos, rectos o agudos y en una serie de curvas. Es un laberinto techado que impide la elaboración de un calendario. Los muros son sólidos, pero su materia no es tan homogénea como para no ofrecerle puntos de referencia (grietas, pequeños desprendimientos, tonalidades de la arenisca, manchas de humedad) que le permiten ubicar en todo momento en qué punto de la vasta estructura se encuentra. La memoria y la costumbre hacen el resto: la sucesión de esos elementos puede almacenarse en la mente para que se pueda repetir en otros momentos. El Minotauro no se extravía en su Laberinto. Pero el Minotauro desconoce el mapa del Laberinto. No podría dibujarlo, o lo haría de una manera inepta y parcial. Transcribiría en el espacio del papel una línea continua que sería la de su transcurrir: primero el rincón donde está mi lecho, luego la segunda puerta, que conduce a una zona extrañamente fría, ahí la mancha de la pared que se parece a los dedos de mi mano, entonces, el lugar donde crece musgo... Es decir, el Minotauro dibujaría el tiempo de su trayecto. No sabe de puntos cardinales o proyecciones geométricas. Ni siquiera tiene conciencia de la dimensión de su territorio, o de la existencia de un inconcebible exterior. Para hacer un mapa hay que ver las cosas desde arriba, o proveerse de brújulas e instrumentos de agrimensura. Para hacer un mapa hay que estar fuera. Desde dentro, el espacio del Minotauro es su tiempo.
4.
La clave es que el Laberinto ha crecido en torno al Minotauro. No hubo un antes en el que el niño Asterión tuviera un cuarto de juegos en el Palacio: el rey no lo hubiera permitido. No hubo un traslado desde un afuera, donde luce la luz del sol y cae la lluvia. El Laberinto del Minotauro no es una prisión o un recinto de penitencia: es su casa. Cuando, cansado de sus carreras por los largos pasillos y saciado por el alimento que consume sin preguntarse por la causa de su aparición periódica (¿por qué preguntarse por una cosa que siempre ha ocurrido del mismo modo?), se tiende en el camastro para dormitar, seguramente dice (si el Minotauro pudiera hablar, si hubiera desarrollado un lenguaje que no fuera meramente individual e intraducible): estoy bien, estoy a gusto, ésta es mi casa. Mi vida es buena.
5.
El Laberinto es, por lo tanto, y sobre todo, acogedor, pues está basado en dos leyes. La primera es su absoluta estabilidad. Puede ser intrincado, pero siempre es igual a sí mismo: nos perderemos, sin duda, por sus recovecos, y a veces nuestra angustia nos hará concebirlo cambiante, móvil, incomprensible. Pero no: su existencia es de una absoluta monotonía. El tiempo no puede penetrar sus habitaciones. A la derecha de esa puerta siempre está el mismo corredor. Al final de ese corredor siempre hay otra puerta. Es verdad que hay muchos corredores que se parecen (es más: hay corredores que parecen idénticos), pero no se intercambian entre ellos, no aparecen y desaparecen. Los trabajos de construcción ya concluyeron, las brigadillas de obreros fueron disueltas y Dédalo se encaminó hacia otro reino para intentar venderles un nuevo laberinto a los soberanos locales. O no: eso no importa y es bueno que los mitos se contradigan entre sí. Lo único cierto es que el Minotauro puede decir siempre he vivido en esta Casa y reconocer sus rincones y no asistir nunca a la experiencia, sin duda perturbadora, de la aparición de algo nuevo, del cambio.
6.
La otra ley del laberinto está inevitablemente ligada a su invariancia (y a su finitud, por más vasto que sea): es la repetición. Son incontables las variantes, y abundantísimas las posibilidades de paseo del Minotauro, pero al final las cosas se repiten. En la cámara del lecho hay dos puertas. Digamos (pero este afán de ubicarnos en una cuadrícula, de invocar los puntos cardinales es espurio) la de la derecha y la de la izquierda. Algunos días Asterión sale por la de la derecha. Sabe qué hay detrás de ella, qué otras puertas o bifurcaciones puede encontrar. Sigue avanzando. A veces le vence el cansancio y renuncia a volver a su cuarto, tendiéndose en cualquier rincón. Pero inevitablemente acaba volviendo a su jergón y a los lugares en donde aparece el alimento. Otros días (día implica una salida y una puesta de un sol que el Minotauro no sabría identificar: este documento está escrito en nuestro lenguaje, no en el suyo, infinitamente más rico que el nuestro en materia de laberintos) toma la puerta de la izquierda y encuentra las cosas que hay a la izquierda (por el lado de la casa de Swann o por el lado de Guermantes, y, sí, los dos lados acaban por ser el mismo). No importa: a la larga hay una absoluta seguridad del retorno, de que no va a haber nada que suponga realmente un cambio. El espacio del Laberinto, sus muros, permanecen en su lugar, incontrovertibles: estoy bien aquí, estoy en casa.
7.
El Minotauro no desea salir del Laberinto: ni siquiera concibe en qué consiste salir del Laberinto, el propio verbo salir, para él, implica abandonar una habitación para pasar a la contigua, con la confianza absoluta de que, revirtiendo sus pasos, puede reaparecer en la habitación inicial cuando lo desee. El Minotauro vive en un interior permanente. No es que carezca de curiosidad. A veces se aventura por estancias que le parecen nuevas (pero no, simplemente hacía mucho tiempo que no pasaba por ese lado de la Casa), pero el Laberinto siempre se acaba. Sus muros exteriores son circulares, puede caminarse por la periferia interior cuanto se quiera. Al final vuelve a aparecer la mancha de humedad que se parece a nuestra mano. Y respiramos aliviados y damos gracias a los dioses del Laberinto, que son cálidos y obscuros.
8.
El Minotauro, por supuesto, se piensa (él diría se sabe) inmortal. No tiene memoria de un antes-del-Laberinto y su concienzudo registro de sus idas y venidas no puede sino hacerle concluir que la estabilidad del Laberinto y la recurrencia del tiempo interior en el que vive se seguirán manteniendo indefinidamente. El Minotauro no supo lo que es nacer (quién lo sabe, quién lo recuerda), no supo de la aberración de su linaje, no sabe de su hermana Ariadna, no sabrá nunca lo que es morir. La primera ley de la Física del Laberinto dice: el Laberinto es eterno e inmutable. Y el Minotauro cree con fervor en ella, y se da la vuelta en su lecho y duerme otro poco más.
9.
Es mentira que conozcamos nuestro mapa. Podemos, si nos empeñamos, eso sí, medir nuestro hilo. Nacemos desde una nada inabordable. Somos arrojados a una intemperie que siempre nos producirá escalofríos. Antes de saber nada ya han empezado los operarios a construir el Castillo en el que habremos de vivir. El Laberinto crece en torno a nosotros y no tenemos otra opción que permanecer en él, acostumbrarnos a sus encrucijadas y a la suave curvatura de sus paramentos. Estamos dentro. No sabemos lo que hay fuera. No hay fuera, en realidad: somos criaturas más imperfectas que el Minotauro y hemos desarrollado una funesta obsesión por plantearnos falsos problemas como ése. Nuestro laberinto está poblado de fotografías, y hay bibliotecas vastísimas en él. Es un laberinto atestado, convivimos con incontables habitantes que se van repitiendo unos a otros las mismas consejas, las historias de la tribu. Somos Minotauros escindidos y sólo una mitad de nosotros se sigue encontrando a gusto entre los frescos muros donde nos apoyamos para descansar de nuestras correrías. Sólo una mitad de nosotros venera la estabilidad de la fábrica de esos muros y la recurrencia de nuestros itinerarios. Sólo una mitad de nosotros ha aceptado por fin que el único modo de huir del tiempo es la repetición. La repetición de la misma frase en la boca del demente, que pregunta una y otra vez con el mismo ahínco la misma pregunta, y sonríe cada vez que se le contesta. Sí, así se acaba la angustia del tiempo: con la demencia. O no.
10.
¿Qué ocurre con la otra mitad de nosotros, del ser demediado que somos? La otra mitad conoce la entropía. Sabe que es falso que el Laberinto haya existido siempre y haya siempre sido igual y vaya a seguirlo siendo interminablemente. Sabe que es falso que las paredes sean sólidas y se obstina en anotar cada desgaste, cada derrumbe, asustado ante la acumulación de los pequeños desperfectos que no sabe cómo reparar. Sabe, o intuye, aunque se niegue a aceptarlo, que esa usura del tiempo también le alcanza a él, a ella. Sabe, pues, que no somos inmortales, que el círculo perfecto del bucle, la elipse de la órbita, son figuraciones, pues todo es una trayectoria de caída, una espiral. A cada vuelta se pierde un poco de fuerza. Pasado un tiempo el viento que se cuela por las rendijas hace que nuestros aposentos sean incómodos, nos impide dormir. Pasado un tiempo mayor, nuestros pequeños viajes por el Laberinto se hacen más breves, nos falta el aliento, no nos animamos casi ya a partir. Pasado todo el tiempo nos tendemos y morimos. Todo se limita, pues, a un problema de geometría: la línea recta del descenso frente a la orgullosa curva cerrada. O no, mejor aún: todo se limita al problema de la geometría. La geometría postula justamente ese laberinto inmutable del ingenuo Minotauro, el gélido topos uranos inmune al tiempo y su mutabilidad. Por eso la Geometría es contraria a la vida. La Física quiere ser Geometría, pero entonces llega la entropía y nos dice: ¿te has fijado cómo se ha ido astillando ese triángulo? ¿Te has fijado en la herrumbre de las ruedas dentadas de tu reloj? Hay un modo infalible de escapar del Laberinto: dejar que el tiempo pase y la entropía haga su trabajo y los muros se derrumben todos, y entonces atravesar los montones de escombros hacia la salida. Claro que para eso hay que ser inmortales, así que el truco sigue sin servir. Pero, ¿quién quiere salir de su Laberinto?
11.
Danny Torrance es un joven Minotauro y para él el Laberinto es sobre todo gozo y protección. De la mano de su madre ha recorrido incontables veces (estamos en un lugar geométrico, es decir, un lugar preservado del tiempo) el Laberinto de setos del hotel Overlook. Las primeras veces se extraviaban y les llevaba un rato encontrar el Centro, pero eso apenas les provocaba risa, se reían de su torpeza (pero si ayer llegamos tan rápido...) y al mismo tiempo les complacía que el juego pudiera durar un poco más, aunque cada vez iba haciendo más frío. Para Danny eso no era un problema: dentro del hotel había otro laberinto, y él lo recorría incesantemente en su triciclo, disfrutando del modo en que el paso de las ruedas por las diferentes superficies producía un sonido distinto, una secuencia musical que le permitía orientarse a ojos cerrados. A cada giro, en cada esquina, se abría una nueva perspectiva que ya conocía. El placer no era descubrir, era que las cosas se repitieran. Los niños aman las repeticiones, juegan el mismo juego una y otra vez, siempre quieren que el cuento que se les cuenta sea el mismo, sin ninguna variación. Saben ya que ése es el modo de protegerse del tiempo.
12.
Jack y Wendy Torrance, los padres de Danny, han sido contratados para preservar la integridad del laberinto, para permitir que siga siendo plausible la ficción de que las cosas no cambian y para que la recurrencia nos salve del tiempo, y de la muerte (o al menos de la conciencia de la muerte). Es un trabajo contra la entropía. Se trata de combatir el desgaste, reparar las averías, contener el deterioro en ese lapso vacío en el que el Overlook está aislado en el espacio. Al margen. Se trata de que, cuando el calendario haga su trabajo y vuelva la primavera y se inicie la nueva temporada, el Overlook luzca exactamente igual, como si no hubiera pasado nada en todo ese tiempo. Los propietarios del hotel no son ingenuos como un joven Minotauro, ellos saben que la entropía exige un combate denodado, que hay que sacrificar peones para poner coto al avance del moho y el óxido. Saben que las cosas se caen, se rompen, que las cosas se gastan. Todos sabemos esas cosas, porque no somos jóvenes minotauros, sino asustados habitantes de laberintos en perpetua descomposición. Una vez, cuando éramos muy pequeños, se nos cayó algo y nunca más volvió a aparecer en nuestras manos. El llanto inconsolable que nos acometió es la primera formulación de la entropía.
13.
Wendy es en realidad la única que hace el trabajo de mantenimiento. Pasa la aspiradora, baja al cuarto de calderas y anota en su planilla los niveles que aparecen en los diales de las máquinas, está al tanto del reporte meteorológico y contacta por radio con el afuera cuando se aproxima la gran tormenta. Wendy es una eficaz combatiente en la lucha infinita e imposible de ganar contra la entropía. No se trata de vencer, se trata de contener, de que la invasión sea la menor posible, para permitir seguir creyendo en la inmutabilidad del laberinto, para que Danny encuentre siempre las mismas cosas en las mismas bifurcaciones. ¿Se ocupa Wendy de los setos del Laberinto? ¿Utiliza unas grandes tijeras para podarlos? Cabe pensar que así es, porque, de lo contrario, los clientes estivales encontrarían un recinto invadido por la maleza, intransitable. La jardinería es una decidida apuesta contra el caos que supone la vida vegetal, un desafío a su proliferación. La jardinería es una ciencia de la muerte, como la geometría, de esa muerte transparente, transitable de los bucles y los ritornelos. La vida es un derramarse gratuito e imparable, penosamente ingobernable. Wendy lo sabe y se afana en que los ángulos sigan siendo rectos.
14.
En el interior del Overlook hay, famosamente, una maqueta del Laberinto. Es decir, en el laberinto de pasillos y habitaciones del hotel hay un lugar, un lugar propiamente central, en el que se ha depositado algo que se quiere réplica del Laberinto de setos que pertenece al hotel pero está fuera de él. Un laberinto en miniatura, un remedo. Jack, en él, ostenta la vista de pájaro. Se cierne y contempla sus calles, sus trampas. Contempla, mágicamente, a Wendy y Danny que en ese preciso instante están entregados a su particular juego del Laberinto, están de verdad en él. Nunca vemos a Jack en el Laberinto de setos. Nunca le vemos fuera del hotel. De su observación, que no dudamos obsesiva, de la maqueta puede obtener un conocimiento geométrico de la estructura del Laberinto. Dispone de un mapa, puede incluso ejecutarlo físicamente, en uno de los folios que usa para escribir en su máquina Adler. Eventualmente, uno pensaría que, armado con ese mapa, aventajaría a Danny y a Wendy en una competición por llegar antes al centro del Laberinto. Pero no, claro: él no sabe nada del Laberinto, porque nunca ha estado en él. Danny y Wendy lo conocen como lo conoce el Minotauro. Lo piensan como una línea, han estado dentro muchas veces y han memorizado referencias y opciones. El Laberinto forma parte de su vida. No es una maqueta, es un lugar habitable. Por eso el joven Minotauro Danny vence a su fondón y desquiciado Teseo, por eso Jack acaba congelándose en un recoveco ilocalizable del Laberinto. La Geometría tiene esa trampa: nos convierte en dioses, pero somos dioses incapaces y de una torpeza insoportable. Mas nos hubiera valido dejar de escribir, ponernos el abrigo y correr hacia los setos.
15.
Mise-en-abyme se llama esa figura. La maqueta substituye a una escala menor una estructura real. Como el hotel en sí también es un laberinto, la presencia de la maqueta produce una reduplicación que hace que no podamos olvidar que estamos atrapados allí. Todo esto tiene lugar en una película de 1980, The shining, dirigida por Stanley Kubrick. En el siguiente escalón del abismamiento nosotros estamos en una sala (o en nuestra casa) viendo la película. Ostentamos la vista de pájaro (concedida por Kubrick, y por lo tanto supeditados a su gobierno) sobre el hotel que contiene la maqueta. Estamos en otro laberinto, el nuestro, en el que a mano izquierda hay una puerta que lleva al cuarto de baño o en el que la línea 3 del Metro nos conduce a casa. (Muchas veces, lo hago casi como un ritual, veo The shining en un hotel.) Muchas personas a lo largo de los siglos han añadido otros escalones: un dios que nos mira mirar el hotel donde está el Laberinto, un dios que ha construido nuestro Laberinto, un Kubrick que nos dirige, un Nabokov que nos escribe. En un giro más, en un abismo paralelo y contiguo, hay que recordar que esos lugares, esos objetos han existido físicamente. Se construyeron decorados, se utilizó atrezzo. Hay una verdadera maqueta, yo la he visto en una exposición en el CCCB en Barcelona, en un momento muy particular de mi vida. He repetido el gesto de Jack Torrance y me he cernido sobre el Laberinto. Probablemente una cámara de seguridad me vigilaba para que no causara ningún daño. Suya era la vista de pájaro. El abismo, así, también tiene ramificaciones y bifurcaciones, y ni siquiera hay un sistema coherente de pisos y alturas. Los ascensores que llevan a un abismo pueden no llevar a otros. Eso al principio nos divierte, luego nos confunde y luego nos angustia. Mientras, Danny y Wendy, felices, llegan al centro.
16.
Mientras Wendy cuida del hotel, mientras Danny recorre los pasillos en su triciclo, ¿qué hace Jack? Jack escribe. Al ser contratado ha dicho que justamente necesitaba un largo periodo de aislamiento para ejecutar su nuevo proyecto literario. Parece claro que en ningún momento su intención es de verdad trabajar como encargado, u ocuparse de la familia. Lo que desea, con un furor obsesivo, es ubicarse en su particular centro-de-laberinto, asentar allí su instrumento, una máquina de escribir, y teclear en ella quién sabe qué, acaso una larga novela. Ah, cuánto mejor le hubiera ido a Jack Torrance si en vez de novelista fuera poeta. En ciertos crepúsculos, que cada día ocurrirían un poco más temprano, escuchando un viento que se va haciendo más fuerte, contemplando los primeros copos de nieve, qué fácil habría sido ejecutar un poema que hablase de la inmensidad, o de la fugacidad, o del modo en que la luz de la luna ilumina el Laberinto. Acabado el poema, escrito a mano, habría tiempo para hacer la ronda por las calderas, o ayudar a Wendy en la limpieza, o charlar con Danny y jugar con él a lanzarle la pelota que Jack lanza interminablemente a la pared. Y cenar juntos, y dormir, y esperar al poema del día siguiente, que a lo mejor no viene, pero no importa. Y a terminar el invierno con un bello poemario que podría titularse Poemas de la soledad en el Hotel Overlook, o The darkening.
17.
Pero no, Jack opta por añadir un escalón más a la mise-en-abyme y se propone elaborar otro laberinto, el de una novela, que ha de reposar inevitablemente en una geometría, que ha de oponerse a la entropía, que ha de surgir de largas horas de labor. En su trono de rey Minos, frente a la Adler, Jack, inasequible al desaliento, al menos mientras la realidad no empieza a descuadrarse, teclea y teclea disciplinadamente hora tras hora. Es, sin duda, una forma de vida, una forma de consuelo, un modo de aceptar que no somos, que ya no seremos nunca jóvenes minotauros: escribir. Esto, escribir. Así, teclear. Disciplinadamente. Teclear para llegar al siguiente capítulo, para acabar la entrada, para poder publicarla en el blog, para que empiece a correr el tiempo hasta la próxima entrada, para generar así una recurrencia, ficticia pues sabemos que existe la entropía, pero suficiente como para poder decir, cuando nos tendemos en el lecho, como minotauros fatigados, se está bien aquí.
18.
En Internet puede conseguirse el libro de Jack Torrance, su capolavoro. En varias versiones, de hecho, publicado por diferentes editoriales. El título puede variar, pero por lo general se llama All work and no play. El texto puede parecer repetitivo, puede mostrarnos lo que juzgaríamos como una escritura propiamente recurrente, en la que una única frase se repite incesantemente: All work and no play makes Jack a dull boy. Pero no, justamente no. Largas planas de líneas regulares en las que el texto se reproduce con perfección son fácilmente imaginables. Es más, son fácilmente ejecutables, especialmente ahora que disponemos de ordenadores. Puedo escribir al comienzo de la página All work and no play makes Jack a dull boy, y seleccionar el texto y darle a Ctrl+Ins (esto significa, 1. que uso el malhadado Windows de Microsoft y 2. que tengo tantos años que uso el atajo de teclado previo a Ctrl + C) y luego darle a Shift+Ins (ya les digo) y seguir dando esa misma combinación de teclas una y otra vez hasta completar todas las líneas. Si no ocurre nada raro con el software o con la impresora, el texto será preciso, insuperable. Pero no, justamente no, porque Jack teclea en una máquina de escribir, como nosotros tecleábamos en una máquina de escribir que no tenía corta-y-pega, y la repetición de las líneas es manual, artesanal, y la precipitación o la desatención o la incipiente (no tanto, ya venía de serie) locura hacen que nos trabuquemos, que nos saltemos letras o las repitamos, que a veces cometamos errores o faltas, que simplemente, por puro juego, cambiemos el interlineado, la alineación del texto, los márgenes. Es entonces cuando de verdad nace nuestra novela.
19.
La misma frase repetida sin ninguna variación es equivalente a la pregunta interminable del demente: inaugura un espacio exento del tiempo. Pero por eso mismo es ilegible, no contiene nada que nos apele. La repetición de las mismas palabras dos veces, o cien veces, o mil veces, o un número inabarcable de veces, es, en el interior de esa novela demencial, equivalente a la no repetición, a la simple enunciación de la frase inicial. La geometría es de una elegancia euclídea incontestable, pero no hay ninguna Física viable en ese espacio, no hay modo alguno de asentar la vida en esa mineralidad. Falta la entropía. Los dedos imprecisos de Jack siembran de semillas de vida el texto y ya no es relevante que la frase sea la misma, sino de qué modos minúsculos va variando. El Laberinto se hace navegable, porque entonces ya las paredes han comenzado a descascarillarse y han aparecido las primeras humedades. Hay una trama, hay tiempo. Hay muerte. He visto esas páginas en la exposición del CCCB: alguien, no Jack Torrance, no Jack Nicholson, alguien de producción las escribió de verdad. Es una visión escalofriante. No he tenido el valor de comprar alguna de las copias de la obra de Jack Torrance que se encuentran, por ejemplo, en Amazon, pero las he tenido a menudo en el carro de compra sin decidirme a dar tramitar el pedido. Temo atraparme en las sutiles gradaciones de un texto cabalístico que plantea, él sí, otra geometría ya decididamente no euclidiana. Temo no ser capaz de escribir más después de eso, reconocer, que, como en la Biblioteca de Babel, todos los libros están ya en ese libro.
20.
Existimos en tanto que
erratas. Es justamente la reproducción imperfecta del código
genético, incesantemente replicado en ese ejercicio sin sentido y sin objeto
que llamamos vida, lo que hace surgir
las mutaciones, las diferentes especies. Una réplica perfecta sostenida a lo
largo de los milenios nos habría dejado en el estado inicial, en el estado de
inmortalidad de los seres unicelulares, de los jóvenes minotauros. Las erratas
imponen una cronología a la tarea sisífea. Son los dedos chapuceros del Jack
Torrance demiurgo que escribe las instrucciones del replicado lo que hace que, tal vez
malhadadamente, la vida se diversifique, aparezcan laberintos nuevos, que no
respetan estabilidad alguna, cuyas paredes se cambian de sitio o desaparecen a
cada paso. All work and no play makes Jac
a dull boy y ya tenemos otra estancia nueva. Allwork and no play makes Jack a dull boy y ya tenemos otra. Copia
cien veces no volveré a molestar en clase,
y las líneas se van torciendo, y el margen izquierdo es cada vez más grande, y
estamos muy cansados y ya no cerramos las oes y entonces dice el profesor ya basta, y que te sirva la lección,
pero no sirve, porque qué otra cosa podemos hacer los jóvenes minotauros que
molestar en clase, que molestar incesantemente en una clase de la que no
sabemos muy bien cómo salir, porque somos nuevos en el colegio, y el colegio es
un edificio inmenso, lleno de pasillos y puertas, el colegio es el Laberinto.
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