sábado, 27 de julio de 2024

Léxico



El contacto y el hábito de Tlön han desintegrado este mundo. Encantada por su rigor, la humanidad olvida y torna a olvidar que es un rigor de ajedrecistas, no de ángeles.

JORGE LUIS BORGES, Tlön, Uqbar, Orbius Tertius

Cierro los ojos y veo una bandada de pájaros. La visión dura un segundo o acaso menos; no sé cuántos pájaros vi. ¿Era definido o indefinido su número? El problema involucra el de la existencia de Dios. Si Dios existe, el número es definido, porque Dios sabe cuántos pájaros vi. Si Dios no existe, el número es indefinido, porque nadie pudo llevar la cuenta. En tal caso, vi menos de diez pájaros (digamos) y más de uno, pero no vi nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres o dos pájaros. Vi un número entre diez y uno, que no es nueve, ocho, siete, seis, cinco, etcétera. Ese número entero es inconcebible; ergo, Dios existe.

JORGE LUIS BORGES, El hacedor

 

A(rgumentos).

De las asignaturas que cursé en mi periodo escolar, sin duda las dos de Filosofía (3º de BUP y COU) se cuentan entre las más decisivas, hasta el punto de poder haber inclinado definitivamente la balanza hacia los estudios de letras, que acabaron derrotados, ya se sabe, por la Física. Pero en la elección de la Física había también una apuesta por la Filosofía, como la había por la poesía, ya que de lo que se trataba era, en última instancia, veladamente o no, de resolver, o al menos explorar, la pregunta metafísica del ser frente al noser, territorio este último en el que quizás a menudo me soñaba mejor asentado, no en la aniquilación o en la inexistencia, sino justamente en el terreno de las potencialidades, de las otras posibilidades, del juego.

No es de extrañar, pues, que, al menos entonces, y desde luego también en otros muchos periodos de mi vida, me haya interesado sobremanera la Filosofía medieval, que recorrí con placer y denuedo, y que me introdujo, por un lado, en los cristalinos mundos de la Lógica (ah, esos modos del silogismo), y por otro en la incipiente ciencia, que empezaba a adoptar un aristotelismo que fue anatematizado pese a los esfuerzos del Aquinate, y en el que los discursos sobre la caída de los graves iban complicándose, hasta permitir vislumbrar el nacimiento de la formulación decisiva de la Mecánica moderna que, por supuesto, debemos a Galileo: la inercia, esa criatura del pensamiento escurridiza y tirana, inescapable en nuestra conciencia, fuertemente corporal, de que you can’t always get what you want.

Pero, en el trono de esa época subyugante para la historia de la Filosofía, se situaba, claro está, la Teología Escolástica, que llegué a estudiar con cierto rigor, y que me introdujo en ese mundo fantástico en el que se podía discutir en largos volúmenes sobre los atributos de seres imaginarios, elaborando así una construcción laberíntica y arriesgadamente vertical, pero plena al mismo tiempo de rincones y recovecos.

Muchos siglos de historia han obligado a los pensadores, al menos a los de nuestro ámbito cultural, occidental y judeocristiano, a gastar litros de saliva y galones de tinta en dilucidar una cuestión probablemente mal formulada, si invocamos a Wittgenstein: la de la existencia de Dios, o de un constructo mental que se pueda adaptar más o menos a la horma del Dios católico. En aquel 3º de BUP, con mi atrabiliario profesor de Filosofía, se me hizo partícipe entonces de los gloriosos intentos del Medioevo de suplementar lo que no debería necesitar más sustentación, si de verdad lo fuera, es decir, la fe, con argumentos del raciocinio, pues ya se sabe aquello de ancilla Theologiae y estamos en unos siglos en que otras alternativas, como el materialismo atomístico de Demócrito o Epicuro, simplemente se habían eliminado de la discusión.

Así, supe de las cinco vías aristotélicas, incorporé conceptos como el de la causa incausada o el del motor inmóvil. Disfruté, y la palabra es justa, con la querella de los universales, y en todo momento supe que lo que estaba en juego era, como acuñó Michel Foucault en el título de uno de sus libros decisivos, la relación entre las palabras y las cosas. De lo que se trataba era del discurso, de las premisas mayor y menor, de barbara celarent darii ferio, de quaestiones cuya formulación resonaba en las paredes de una Sorbonne que uno imaginaba iluminada por velas, llena de humo y de olor a cera y sudor de los tonsurados en sus bastos hábitos.

De entre todos esos juegos del pensamiento, tomados demasiado en serio como para no revelar una inquietud subyacente, un Gran Miedo a que las cosas no fueran como deberían (el mismo temor que hacía que los templos se hicieran cada vez más monumentales, esto es, mayores, esto es, más vacíos, más alejados de la dimensión humana, diminuta en sus caricias), mi favorito era el llamado argumento ontológico de Anselmo de Canterbury. Sólo después conocí la Epistola ex nihilo et tenebris de Fredegiso de Tours, que acaso acertó definitivamente en la formulación de la pregunta original: ¿es la Nada? Y si es, ¿de qué modo es, existe la Nada? (Por no hablar del argumentum ornithologicum de un bromista Borges, que espera entre bastidores para hacer su entrada aquí en un momento.)

¿Qué nos propone Anselmo? Bueno, en su día llegué a leerme el Proslogion (no en latín, claro, pero cuánto amé el latín en aquella juventud que retrocede cada vez más en ese relato que se llama, por abreviar, vida), pero voy a tratar de expresarlo aquí como se lo contaron a aquel Agus de los dieciséis años (abusando, pues, de esa especie de apócrifa simplificación poética que está en la base de no pocos ensayos de Borges). El argumento ontológico, que es una reductio ad absurdum, vendría a decir: Dios es el ser más perfecto que se pueda concebir, debe reunir en él todos los atributos que consideramos como buenos y deseables. Ahora bien, si Dios no existiera, si entre esos atributos no pudiera contarse la existencia (tomada así como buena, una de las muchas flaquezas del argumento que no dejaron de señalarse en su día), siempre podríamos pensar en otro ser diferente que reuniera todas las cualidades de Dios y además existiera.

Ergo, Dios existe.

Sí, así es como funciona la confianza irredenta en las palabras.

 

A(ñagazas).

Borges, y muchos otros además de él, han señalado la flaqueza fundamental del argumento: su nula capacidad de convicción. Es decir, aunque el argumento se tomara como irrefutable (cosa que no es), al estilo de las aporías eléatas, lo cierto es que no nos proporciona ninguna sensación de que por ello, por una adecuada elección y concatenación de palabras, algo pueda llegar a existir. Hay ahí un salto en el vacío entre dos órdenes de realidad, el de lo verbal (que es, al cabo, el de la formulación del deseo) y el de lo físico, lo tangible, con su irrevocabilidad ajena al que enuncia: deberías ser no significa eres. Quiero que existas no te acerca un ápice a la existencia.

No podemos acariciarnos por más que en cada relato, en cada poema, convoquemos al fantasma y busquemos a tientas su humo en el thin air.

Los idealistas nos dirían que justamente el dato de los sentidos es lo último que cabría invocar para probar o refutar nada. Sí, hemos jugado a esos juegos también, pero lo cierto es que no hay consuelo alguno en esas elevaciones de la apuesta a la estratosfera de los entes etéreos: lo que precisamos es ese no retirarse del tacto de la otra mano que señalaba Rilke en su pregunta a los amantes. Lo que necesitamos es que las cosas sean, independientemente de nuestras disquisiciones, que las cosas, que las personas, estén, que vengan, que no se vayan.

Ah, pero no comparecen, y entonces, como es sabido, escribimos. Es decir, inventamos. Inventamos mundos, y luego, con paciencia, y una destreza adquirida en décadas de soledad, los amueblamos, los parcelamos en una brillante geodesia, los cartografiamos, los dibujamos, nos los repetimos, hasta que nos vence el sueño.

Y entonces los soñamos.

 

A(bominaciones).

Lejos, pues, del tacto; exiliados, pues, del país de la piel, nos adentramos en los subyugantes edificios de las palabras, que disponen de diferentes pisos o sótanos, y muchos pasadizos y puertas condenadas. Es decir, nos hacemos Borges.

Así, Borges nos cuenta (nos contó un día, y podríamos decir, con las palabras de un Nietzsche impostado por Borges, que por ese momento soportamos el eterno retorno) que debe a la conjunción de un espejo y una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar, y entonces todo se pone en marcha, cerramos las ventanas del cuerpo y nos disponemos a jugar la Partida Infinita de la que estas líneas son sólo una jugada ulterior de las innumerables que se originaron en ese instante inaugural en el que, antes incluso que del Dios de palabras de Anselmo, yo supe de Tlön.

Borges dice que Borges estaba con Bioy Casares (y Bioy, seguramente mira regocijado por encima del hombro de Borges mientras Borges escribe) en una quinta de la calle Gaona, en Ramos Mejía (pero el relato, lo sabemos al final, no se escribe allí, o al menos no se fecha ahí, sino en Salto Oriental y 1940), una quinta extrañamente dotada en su menaje de una abundante enciclopedia, la primera de las varias que se enseñorean de la narración. Dice Borges que Bioy formuló y Borges escuchó, y Borges lo anota, una frase memorable, según la cual uno de los heresiarcas (en el espacio lateral que ocupan, justo al borde de una corriente de ortodoxia que no llevará más que a los sitios previsibles) del fantasmal territorio de Uqbar considera que los espejos (que a lo largo de la vida del ciego progresivo que fue Borges siempre tienen algo monstruoso) y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres.

Bioy declara que esa cita, inexacta, proviene justamente de la entrada Uqbar de una, así llamada The Anglo-American Cyclopaedia, reimpresión pirata de la gloriosa Encyclopedia Britannica, cuyos tomos, en el mundo fabuloso del relato, están, mágicamente, en esa quinta alquilada donde pasa su velada con Borges y también en su propia casa, donde justamente el tomo XLVI (misteriosamente transmutado unas líneas más adelante en el XXVI por mor de una errata insoportablemente resiliente al cabo de las décadas) termina por exponer, sucintamente, los datos fundamentales de esa región mediooriental de Uqbar. Ah, pero, y ahí empieza el enigma, eso ocurre sólo en el ejemplar de Bioy. En el de la calle Gaona no existe la tal entrada Uqbar, y el tomo 46 acaba en Upsala y el 47 empieza hablándonos de las lenguas uraloaltaicas.

El relato tiene, al menos al principio, y como tantos otros cuentos borgianos, una estructura de novela policial: se ha enunciado un misterio y es preciso dilucidarlo. Las peripecias de la trama no se mostrarán aquí, cualquiera puede acceder a esa pieza memorable que es Tlön, Uqbar, Orbius Tertius, que encabeza Ficciones, acaso el libro decisivo entre los de Borges. Bastará revelar lo esencial para el argumentum que estoy intentando construir en esta entrada: en Uqbar los literatos sitúan sus historias no en la tierra real (la tierra real de ese lugar inventado que es Uqbar en un relato inventado por Borges), sino en dos territorios ilusorios: Mlejnas (del que no volvemos a saber nada) y Tlön que, como promete el título, es uno de los elementos decisivos de nuestra pesquisa.

Las breves cuatro páginas de la Cyclopaedia se convierten, inesperadamente, y en base a una dinámica que tiene mucho de onírica, en todo un volumen de otra enciclopedia. La Primera Enciclopedia de Tlön, en cuyo onceno tomo se nos revelan innumerables detalles de ese mundo ficticio (como si alguno no lo fuera) que es Tlön.

Alguien (¿quién, quiénes?) ha decidido escribir un planeta, y hacerlo, no en una novela fantástica o en una pulp fiction vagamente utópica: alguien, algunas personas, muchas personas, a lo largo de los años, de las décadas (los detalles, ya digo, no importan) ha decidido escribir una enciclopedia detallada, rigurosa, plena, ordenada alfabéticamente, de un mundo que no existe. Para que exista.

Y, obediente, nos cuenta Borges que nos cuenta Borges, la realidad, tan agotada ya, tan cuarteada, cede. Y entonces el mundo, entonces Tlön existe.

 

A(rquitecturas).

En Tlön hay tigres transparentes, pero ya contaremos eso otro día. También hay, en el acendrado idealismo ancestral de sus escuelas filosóficas, la extraña posibilidad de que los objetos del pensamiento se materialicen (los sabios de Tlön sonreirían ahora con condescendencia: no hay nada material, todo es pensamiento). Así, esos objetos que uno ha perdido, que uno desea, que uno necesita encontrar (mi madre se los pedía a San Antonio Bendito) pueden acabar apareciendo de puro deseo. Dos personas buscan un lapiz (lo buscan en el Tlön de ese segundo piso de la irrealidad en que lo sitúa el relato): uno lo encuentra y no dice nada. Un poco después el otro encuentra también el lápiz. El mismo lápiz, u otro lápiz (en Tlön esas distinciones son básicamente inexistentes). El segundo lápiz (segundo apenas en virtud de una cronología que no es relevante) es un objeto nuevo, un hron. Los hrönir también se pueden perder y entonces cabe la posibilidad de que aparezcan hrönir de segunda y superiores especies. El mero deseo, sin conexión con una cosa preexistente, puede generar la presencia de algo que no estaba antes: un ur.

Sí, por ahí, de fondo, se escucha el oleaje de Solaris, pero tendremos que dejar para otro momento esa discusión, para no perder el hilo de ésta.

En Tlön, pues, vivimos en el orden de las palabras, vivimos en el lugar donde un argumento produce (¡pop!) una deidad, en el lugar donde el contacto de la otra mano (ach! Was hilfts) es suficiente, el lugar donde el anhelo engendra (abracadabra) la presencia.

Todo es falso, por supuesto, pero el lugar llamado Tierra, el lugar llamado Madrid,  las teclas que reaccionan a algo que yo creo que es el contacto de mis dedos, son también falsos. Y duelen más.

Así pues, es provechosa esa arquitectura ilusoria (no efímera, nunca efímera, justamente aquí, en este territorio es donde las cosas se substraen a la usura del tiempo y se postulan para una eternidad inviolable que nos trasciende) y no es de extrañar que las generaciones se afanen en la redacción de los incontables artículos de la Segunda Enciclopedia de Tlön, que habrá de venir escrita ya en uno de los idiomas de Tlön.

Y entonces, sí, finalmente, sí, gozosamente, el Universo será Tlön.

 

A(nticipaciones).

Que el mundo había empezado a ser Tlön lo sabemos porque nos lo cuenta Borges en su postdata de 1947. El que el relato original se publicara, con esa postdata en él, en la memorable Antología de la literatura fantástica, que Georgie compuso con Bioy y Silvina Ocampo, en 1940, parece un detalle ya irrelevante, ahora que hemos optado por substituir la fatigosa y agotada cronología terrestre por la de nuestro flamante brave new world. La anticipación, ese otro nombre de la ansiedad, estuvo siempre en la base del juego. Se trataba de componer las reglas intrincadísimas de nuestro solitario para que ocurriera, para que lo que esperábamos (ay, con tan poca esperanza) ocurriera.

No escatimamos esfuerzos, y, si es preciso, podemos componer decenas de Encyclopedies, como aquella vasta (el término es borgiano) Espasa de la infancia, en aquella biblioteca de barrio, donde encontré hace más de cuatro décadas en el primer tomo a Abraxas. Lo que está en juego es demasiado importante como para dejarse derrotar por la haraganería (Borges es quien formula, de nuevo): se trata de vencer al dolor. Es más, se trata de vencer para siempre al dolor, se trata de ejecutar el Gran Juego de Manos, la substitución de las cosas por las palabras, entrar en el inefable territorio de la theoria, agotarnos en la contemplación gozosa de lo apenas vislumbrado en nuestros sueños más faustos.

Y, sí, a eso nos dedicamos, desde tan siempre. Véase, si no.

 

A(cogidas).

El muy borgiano (y gran narrador balcánico) Danilo Kiš escribió, en la década de los setenta un cuento no menos memorable que Tlön (y eso es mucho decir). Lo leí hace mucho tiempo, en esa bella edición de tapas de cartón gris y morado de la Alfaguara de entonces, que aún atesoro. Se llama Enciclopedia de los muertos. La peripecia, de nuevo, no es muy relevante, y el final parecería restar escalofrío, haciendo retroceder la ficción al territorio del sueño (aunque bien habría también la posibilidad de una Enciclopedia de los sueños en la que anotar, por ejemplo, el de la última noche, en el que nos abrazábamos).

La Enciclopedia de los muertos es una obra inabarcable, producto del amor y la morosa dedicación. En sus incontables tomos, que agotan los estantes de una biblioteca sueca (no me parece baladí esa resonancia con el Upsala del tomo XLVI), habitada durante una larga noche por la narradora, se registran, exhaustivamente, los detalles de las vidas de todas las personas. O, por mejor decir, se registran los detalles (así nos dice Kiš) de aquellos que no figuran en las otras enciclopedias, que no son célebres y por ello no son rememorados en monumento alguno, porque la vida de todos, de todas, es única, y merece ser recordada.

La narradora ha perdido a su padre. Busca, con avidez, desplazándose por las salas de la biblioteca, cada una de las cuales acoge los tomos correspondientes a una letra, la de la M. Allí localiza la entrada, que se extiende por páginas y páginas, consiguiendo aunar lo que parece de imposible maridaje: lo exhaustivo y lo sucinto (estamos en un sueño, el sueño que una M. contó a Kiš, si aceptamos lo que él apunta en el Epílogo). Así, todos los acontecimientos de esa vida, desde la primera infancia, van siendo recorridos por la narradora, que, a su vez, los transcribe para nosotros. No es una vida de las que consideraríamos memorable, aunque transita todos los complejos avatares de un siglo XX pródigo en violencias y trastornos, pero justamente por eso el relato es aterradoramente enternecedor. Es nuestra vida la que se cuenta allí, porque nosotros también estamos en algún lugar de la enciclopedia de los muertos, y es toda una vida (como reza la segunda mitad del título del relato) lo que contienen esas páginas que uno se imagina acaso de doble columna, cuerpo 8 o 10, con alguna negrita, alguna versalita, no pocas ilustraciones y notas al pie.

Volví a leer recientemente el relato, lo he hecho muchas veces, a lo largo de los años, en paralelo, supongo, al crecimiento de la extensión de mi propia entrada en una Enciclopedia que acaso está en una mina de sal de Utah, pues verdaderamente los mormones (o eso dice la leyenda, y eso nos recuerda de nuevo Kiš en el epílogo) recopilan toda la información disponible de todos los vivos, para que al atareado contable de la resurrección no se le pase ninguno. La emoción permanece, y eso, de alguna manera, apunta a una posible eternidad que no se mide en años o en leguas, sino justamente en la repetición de la piel de gallina.

Yo, que me imaginaba, como Borges, el Paraíso bajo la forma de una biblioteca, que fatigué los anaqueles de tantas bibliotecas reales en busca de tomos que apenas podían sostener mis manos de niño, me puedo imaginar tan bien (ah, ése sí sería un sueño fausto) esas estancias que almacenan las palabras del estar vivo. De todos. También las tuyas. Las nuestras. Para que quien sea, quien quiera, recorra amorosamente, con sus ojos las líneas, pase acariciándolas las páginas, durante un tiempo ya definitivamente interminable.

 

A(notaciones).

En toda enciclopedia, en todo lexicon, en toda obra de referencia, es imprescindible establecer un tejido de alusiones. Ahora, acostumbrados a la pantalla y al azul de los hipervínculos (que proyectan rizomas en espacios de dimensiones infinitas) nos hemos ido olvidando de ese deporte del levantarse de la silla a buscar otros tomos, donde se encontraban las voces que habían salido en la conversación con la voz anterior, para reunir información de un suceso, de un personaje, de un vocablo cuyo sentido se nos escapaba.

Q.v. o vid. o véase o cf., todos esos signos y otros más, en su latín superviviente, nos invitaban a mirar, a buscar, a inaugurar nuevas líneas de fuga. Algunas veces era algo más simple, una flecha, la flecha eléata que no alcanza su blanco porque cada blanco es el comienzo de un nuevo vuelo. Así: ->.

Ah, ese glosario infinito, interminablemente ramificado, que me gustaría componer y recomponer a cada paso, a cada palabra que incorporo a textos como éste. Danilo Kiš (->) y entonces se sabría que había que ir al índice (un índice que puede ser un tomo aparte, o muchos tomos, qué delicia) a buscar a Kiš, y en esa entrada se hablaría acaso de la influencia de Borges (->) sobre él y todo volvería a empezar, sobre todo porque la entrada de Borges sería enorme, y llena de referencias cruzadas, un vórtice o un manantial de nuevas trayectorias, en ese objeto fractal en que habríamos convertido al universo con nuestra quête.

Sí, una gran casa llena de libros y una raza de pájaros que volasen grácilmente (los pájaros de los sueños han de volar grácilmente) de un volumen a otro, o unos trapecistas que en la obscuridad dejasen las trazas luminosas de su arrojarse para componer un texto que proviene de un paisaje interminable de fuentes. He soñado alguna vez cosas parecidas. No quiero dejar de soñarlas.

 

A(rqueros).

Repaso un tomo al azar de las decenas que he encontrado en esa biblioteca sueca. Es increíble, no falta nada. Cosas de las que yo mismo apenas me acordaba. La forma en que mojaba las galletas en el café antes de irme a la Universidad, cuando todavía vivía con mis padres, y mi madre era mi madre (y se registra la marca de las galletas, y cuántas había en cada paquete, y la forma en que colocaba los papeles en la carpeta que llevaba bajo el brazo, y la frecuencia de los metros en la estación de Campamento, y la información meteorológica de aquel invierno, y las canciones que canturreaba en mi camino hasta la Facultad). Los aeropuertos de los que salí y a los que llegué, sin olvidar ninguno. Los números de vuelo, las características de las aeronaves, los minutos totales perdidos en retrasos, el tiempo que tardó en llegar aquella vez el equipaje perdido a su lugar de destino, cuándo dormí en el avión y qué libros leí en cada trayecto.

Hojeo un rato más: la temperatura y la fase de la luna junto a una estación de metro en una ciudad del extranjero, una noche en la que se nos hizo tarde. Lo que llevaba puesto y el libro que había comprado esa misma tarde en una librería del centro. Lo que me costó dormirme, y lo que soñé esa noche (sí, también se registran los sueños en esta Enciclopedia del haber vivido). Lo que escribí al día siguiente, y dos días después, y tres, cuando todo se complicó tanto.

Estos párrafos quieren remedar, muy imperfectamente, el relato de Kiš. En mi vislumbre son párrafos que no he escrito yo, ni tampoco Kiš (aunque quién sabe si los escribió Nabokov, que es, al fin y al cabo, el Autor). Omito los detalles, omito los nombres. Pero lo cierto es que esas páginas están llenas de flechitas. Que cada vez que sales hay un q.v. que lleva a otra Enciclopedia, a la tuya, en donde, irrevocablemente, estoy, señalado por flechitas que me llevan de vuelta aquí, a esta vida, a este sueño.

Porque hay sucesos, banales o decisivos, remotos o inminentes, en los que nuestros destinos se han cruzado, y por eso ya somos inevitables, por eso, desde nuestra atalaya, tensamos nuestros arcos y nuestro existir, que no es tan potente como el de los terribles ángeles rilkianos, pero sí es terco en su conatus, se proyecta, teje, tupe y, si caemos (cuando caemos) hay una red que acoge blandamente nuestros cuerpos de trapecistas sempiternamente torpes, de tímidos ángeles a medio hacer.

Échale un ojo a tus libros, busca en tus volúmenes, dime qué hay en esas páginas, dime lo que fue, cómo era, como de ninguna manera pude ser.

 

A(lteraciones).

El gran Roland Barthes escribió, alcanzado por el rayo, un extraño y maravilloso libro de amor en forma de léxico. Para poder nombrar el país nuevo en el que nos adentramos cuando nos enamoramos, un país apenas presentido, lleno de cosas familiares súbitamente trocadas, es preciso definir un nuevo vocabulario, establecer un nuevo lenguaje, pleno en alusiones privadas, pero también universal, pues simplemente repetimos lo que ya tantos otros han vivido, único cada vez, inevitable.

Los Fragments d’un discours amoureux se disponen siguiendo un orden alfabético que empieza por s’abîmer, que no sé si traduciría tan bien el abismarse teresiano, pero que indudablemente suscita ondas en el estanque místico. Incorpora entradas como angustia, drama o insoportable, pero también fête, o nuit o union. Mezcla lo abstracto, lo erudito, con lo sorprendentemente personal. Están Werther y el buffet de la estación de Lausanne.

Abrumado, sidéré, por el amor, Barthes construye Tlön. Enarbola una gloriosa Escolástica. Le entiendo completamente.

 

B(esos).

Ninguno de los besos se ha perdido. Están todos anotados en la Enciclopedia. Y junto a cada ellos una flecha lleva al beso de la otra Enciclopedia. El beso es la referencia cruzada por excelencia. Podemos encontrarnos por las calles, podemos convivir o ir a la misma clase, podemos coincidir en un café o asistir juntos al mismo velatorio, podemos vislumbrarnos detrás de la ventanilla del tren en la vía de al lado. Ahí, en cada uno de esos casos, nuestras historias se sincronizan, nuestros relatos se entrelazan. La página 1104 del tomo 21 de mi Enciclopedia remite a la página 847 de tu tomo 16. Pero las escenas se contemplan desde perspectivas diferentes, hay detalles que uno registrará y otro no. En los besos no hay duda. Porque en los besos se cierran los ojos y el espacio se abole, porque en los besos se abre una negrura virgen que los trapecistas corren a poblar con sus estelas plateadas, porque en los besos estamos en el hic et nunc incontrovertible del estar vivos al mismo tiempo, juntos.

Es posible que los besos se olviden, y nunca vuelvan a repetirse. Es posible que uno u otro se confunda en la contabilidad, traspapele los labios, se descuide en la sintaxis. Es lo mismo: los besos son justamente irreparables, no pueden no haberse dado, no pueden no haber sido, no pueden ya no ser, incluso, sobre todo, aunque nosotros no seamos.

No creo que en este sueño vaya a encontrar el camino a la biblioteca, ni probablemente me toparé contigo ni con nadie más, y con toda seguridad mi recuerdo será precario, deslavazado, y me obligará a fabular para acabar componiendo mal que bien un relato. No creo que me sirva para llenar las horas muertas del seguir viviendo, para amueblar la casa del futuro, para colocar con cuidado en los cajoncitos del armario de la habitación del hotel la ropa de los próximos días. No creo siquiera que este sueño pueda encender las débiles bombillas de incandescencia del tercer sótano del parking del cuerpo.

Pero este sueño sirve para hacer señales de humo. De su estofa, que he hecho arder con mi deseo, se eleva una confusa masa gris que parece deshilacharse como si fuera la vida de una persona. Y sus hebras se pierden poco a poco en un firmamento glauco en el que los fosfenos anuncian que la apertura de los párpados es ya inminente. Y del otro lado del país del sueño, en la otra orilla del Océano de Solaris, alguien mira y ve las señales, alguien las anota en su cuaderno, en un alfabeto inconcebible para mí, alguien cierra entonces los ojos y sueña su sueño y en ese sueño estoy yo, y el carrusel de los besos puede empezar a girar de nuevo, porque en ese universo de felpa los planetas son caballitos y la gravedad suena como las campanas de una feria.


domingo, 14 de julio de 2024

Papeles



...una casa del tesoro puramente imaginaria, sólo existente en el interior de su cabeza, y únicamente accesible mediante las letras de sus escritos.

W.G. SEBALD, Los anillos de Saturno

 

I.

W.G. Sebald comienza sus Anillos de Saturno en el hospital. En el continuo entrevero entre biografía y ficción que son sus obras, eso obedece a un ingreso real en la habitación 21 del Norfolk and Norwich Hospital, donde fue internado el 9 de agosto de 1993 aquejado de fuertes dolores de espalda, producto al parecer de una hernial discal (y relacionados, sin duda, con las largas caminatas por la costa de Suffolk del año anterior, que forman la base del libro), y donde fue intervenido finalmente el 25 de agosto.

Al iniciar la redacción de la obra, que gira en torno, sí, al astro de la Melancolía, evoca a dos personas queridas para él, compañeros en la University of East Anglia, de la que Sebald fue profesor muchos años. El primero, Michael Parkinson, que murió misteriosamente, como producto, al parecer, de una intoxicación, voluntaria o no, con una droga anti-malárica. La segunda, Janine Rosalind Dakyns, amiga muy cercana de Parkinson, y que falleció muy poco después, de una enfermedad que destrozó su cuerpo en un tiempo mínimo, nos dice Sebald. Puesto que Dakyns fue una persona real, se pueden indagar sus avatares vitales, y la tal enfermedad fue un cáncer de mama, pero no cabe descartar, como apunta Sebald, el que la pérdida de Parkinson fuera determinante para el desenlace.

II.

Dakyns era una especialista en Flaubert, un autor obsesionado con la precisión, que podía sudar literalmente tinta para encontrar una frase o una palabra perfecta. Dice Sebald que Janine atribuía esa creciente dificultad de Flaubert a un embrutecimiento progresivo e incontenible que se estaba ya propagando por su cabeza, como si se estuviera hundiendo en la arena.

La arena lo conquistaba todo, Flaubert, a decir de Janine, veía el Sahara entero en un grano de arena oculto en el dobladillo de un vestido de invierno de Emma Bovary. La arena se extendía por la obra del francés, imparable, eliminando contornos, nivelándolo todo con su máxima entropía, ella, estadio último de la disgregación de una materia que un día se quiso orgullosamente sólida.

En el vaso de horas esperamos, aplastados por una gravitación invencible, el descenso de la arena del reloj, que marca el paso de un tiempo ajeno a toda compasión. Cada vez nos resulta más difícil alzar los brazos, y sentimos una sequedad cada vez más molesta en los ojos, que hace que parpadeemos sin resultado, que hace que viajen por nuestra mirada sombras huidizas pero persistentes. A Sebald también le pasaba.

III.

Y entonces, justo ahí, Sebald ejecuta uno de esos gestos maestros que caracterizan su prosa, de rara fluidez y de rara densidad (atributos contradictorios que de algún modo se maridan en las obras del alemán) y nos describe el despacho que Janine ocupa en la Universidad, donde esa arena que pervade y sepulta, móvil y quieta, se transforma en una masa ingente de papeles.

Había, dice Sebald, tal cantidad de apuntes de clase, cartas y escritos de todo tipo, que uno podía imaginarse en medio de un aluvión de papel. El papel había comenzado por acaparar todo el espacio de la mesa de trabajo, para extenderse luego por otras mesas, sillas, por el suelo, de modo que había surgido un verdadero paisaje con montañas y valles, que, entretanto, como un glaciar cuando alcanza el mar, se rompía en sus bordes, formando sobre el suelo en derredor nuevos sedimentos que a su vez se deslizaban imperceptiblemente hacia el centro de la habitación.

Esa geografía sobrevenida tiene su reflejo incluso en las paredes, que estaban atestadas de folios y documentos aislados, sujetos por una esquina con una chincheta y en parte unos sobre otros sin apenas espacio entre sí. Todos los huecos disponibles, también en las estanterías, sobre los libros, han sido ocupados por sucesivas generaciones de esa especie, no invasora, pues éste es su hábitat por derecho. Estamos en el país del papel y en él reina en un sillón más o menos emplazado en el centro del cuarto, Janine, inclinada hacia delante garabateando sobre una carpeta que sostenía en las rodillas o bien recostada y sumida en sus pensamientos.

IV.

Aunque el hilo conductor de Los anillos de Saturno es el deambular del narrador por ciertos territorios de Inglaterra, lo cierto es que las diversas partes del libro son independientes una de otra y que, incluso dentro de cada capítulo, lo narrado es tan variado, y las referencias literarias y culturales que se manejan son tan abundantes, que casi podría concebirse la obra como una Enciclopedia, algo que, me parece, no le habría disgustado al propio Sebald, que no en vano evoca a Thomas Browne justo después de pasar a presentar sus respetos a Janine, en ese santuario ya póstumo de su despacho rompeolas de papel, ahora ya inmortal por mor de la magia literaria de su compañero de Universidad.

Pero, si tuviéramos que encontrar la clave de lectura que hace que esa materia compleja, infinitamente ramificada, acabe por cuajar en una obra inolvidable, la elección obvia desde el mero título es la de la melancolía. Saturno, el planeta de los artistas y los afectados por el exceso de la atra bilis (son, somos, la misma cosa) preside, masivo, la danza circular de los incontables fragmentos producidos por el desmantelamiento de un viejo satélite demasiado cercano, devenidos entonces anillos: round and round we go.

Y, de hecho, Sebald no nos deja que dudemos al respecto. Contemplando a su Señora de los Papeles, que habría de morir con apenas 55 años, un par menos de los que alcanzaría Sebald, éste recuerda que en una ocasión le dijo a Janine que entre sus papeles se parecía al ángel de la “Melancolía” de Durero, resistiendo inmóvil entre los instrumentos de la destrucción.

Sí, ese ángel enorme y sus esferas, compases, cuadrados mágicos, vencido por una fuerza negra que apenas le deja espacio para una escritura circular, para la contemplación, con su mirada en sombra, de unos lejos cuyos barcos no sabrá abordar. 

V.

Y, sin embargo, Janine era capaz de encontrar sin esfuerzo en esa masa ingente de papeles un artículo, una carta, el item particular que buscara, el individuo concreto de esa raza no parasitaria, pero sí colonizadora que ocupaba su despacho. Me contestó que el aparente caos de sus cosas representaba en realidad algo así como un orden perfecto o que aspiraba a la perfección.

¿Qué se hizo de los papeles de Janine cuando Janine sucumbió, en ese 1994 en el que Sebald compuso Los anillos de Saturno, al cáncer o a la tristeza? ¿Quién vació el despacho de Janine, soltera, sin descendencia, que había perdido poco antes a Michael Parkinson, su amigo más cercano? ¿Qué profesor la sucedió, que personal de limpieza se afanó en el amontonamiento, en el desalojo de todo ese conocimiento acuñado, codificado en páginas no desprovistas de filos? Nada de eso sabemos, y sin embargo hubo con toda seguridad manos que fueron descolgando los carteles y pasquines y fotografías de la pared, chincheta por chincheta, manos que alisaron la orografía de ese paisaje propicio a la fluencia de los glaciares, y a las cordilleras.

Nada de eso sabemos, y tal vez nada haya que contar que merezca la pena. Sabemos que poco después otro compañero de Sebald y de Michael y de Janine coordinó un volumen en homenaje a los dos últimos, un gesto común en las Universidades para los que se retiran y que aquí se convirtió en un acto doblemente luctuoso, pues ambas muertes fueron tan próximas.

No importa, en realidad, dónde fueron los papeles, ni siquiera lo que contenían. Lo que importa, lo que nos importa al menos aquí, ahora, lo que me importa a mí, es que todo, inevitablemente, acaba en un desmantelamiento.

VI.

Los papeles de Sebald se conservan, me parece, en Marbach, en una institución oficial. Otros muchos papeles de otros muchos escritores ilustres pueblan los anaqueles de Universidades, acaso estadounidenses, o sótanos de cámaras acorazadas, ya lo sabemos. Los legados son valiosos, también en lo crematístico. Los embalsamadores de las carpetas, en este caso, procuraron que no se perdiera ni la hoja más pequeña, y que todo estuviera etiquetado con códigos formados por letras, guiones, números.

Pero no, no los papeles de Sebald, o los de Canetti, o los de Bolaño, o los de Borges, o los de Nabokov: ¿qué se hizo de los papeles de Janine Dakyns? ¿De las notas de sus clases, de los apuntes para su libro sobre la Edad Media en la literatura francesa de la segunda mitad del siglo XIX? Esos papeles, que no valen en realidad nada, que no sirven ya para nada, pero que fueron capaces de una tectónica poderosa, que asombraba a un escritor tan fino y tan atento a esas dinámicas como Sebald.

Somos hijos del papel, todavía lo somos, todavía lo soy. Crecí con revistas académicas ocupando estanterías de hemeroteca, anales e índices que consultar en gruesos tomos de tipo minúsculo y páginas delgadísimas, fotocopiadoras para producir réplicas en papel de otro papel, lápices, marcadores, cuadernos rebosantes de notas manuscritas. Había ya ordenadores (hablo de mediados de los ochenta), pero la ciencia se hacía a partir del papel, y uno acumulaba, acumulaba cajas archivadoras que llamamos, con afán totalizador A-Z (alfa y omega, se dirá en los archivos áticos). Uno trazaba a mano las ecuaciones cuando aún no se disponía de procesadores de texto preparados para ellas, recortaba las gráficas para pegarlas en el hueco dejado en el texto, encerraba todo ello (tres, cinco copias) en sobres acolchados, y lo enviaba, por correo postal, a las editoriales de publicaciones científicas que estaban en América. Y de ahí respondían con otros sobres, que desencadenaban otros envíos.

Había, incluso unas pequeñas tarjetitas, generalmente de color malva, que se usaban para solicitar separatas, réplicas del paper (sí, los artículos científicos, que no son, claro, artículos de opinión, sino reportes de los resultados alcanzados y que constituyen la unidad de cuenta en la economía académica, se llaman papers) que se nos daba a los autores y que llegaban en cajas de cartón para nuestro solaz infinito.

Los ordenadores, luego, simplemente, repitieron eso, lo repitieron multiplicándolo por mil, siguió habiendo papers y correos y envíos, pero todo era ya incorpóreo, sutil, etéreo. En esas geografías, Dakyns, sin duda, se hubiera sentido mucho más incómoda que en su pantano de papeles. Y yo, me parece, también.

 


VII.

A veces, es verdad, las cosas acaban en derrumbe, o aniquilación. Al final, es verdad, todo acaba en legado o en olvido. Pero, antes, indefectiblemente, todo desemboca en un desmantelamiento. Nos mudamos, embalamos y desembalamos nuestras bibliotecas, como Walter Benjamin, nos cambiamos de trabajo, de despacho, acarreamos cajas, bultos. Cambiamos de compañía, de amores, de nombre incluso, y a cada transformación le precede un desmantelamiento, cada metamorfosis requiere la muerte de la pupa.

La semana pasada comenzó el desmantelamiento de mi despacho de la Facultad. Atestado de papeles, sin duda, pues cuatro décadas me contemplan en tanto que miembro de la comunidad universitaria, aunque este despacho es más reciente, heredero de otros desmantelamientos anteriores, de otras mudanzas. Lo que ocurre es que ahora es ya definitivo. Mi presencia en él tiene los días contados (lo cual es un motivo de gozo, entiéndaseme bien, soy yo el que he decidido jubilarme tan pronto), y es conveniente dejarlo expedito con cierta diligencia, en estos días ambiguos del final del curso.

Los papeles de mi despacho de la Facultad, paradójicamente, me importan poco. Me he ido desvinculando emocionalmente de mis tareas de investigación, a las que corresponden la mayoría de ellos. La interferometría, el procesado de imágenes, los sensores de fibra óptica, que tanto esfuerzo me requirieron, no me van a acompañar en mi nueva vida. Tampoco tienen ya valor las viejas listas de notas, los apuntes obsoletos de asignaturas que han ido desapareciendo, las carpetas llenas de papeleo: instancias, solicitudes, memoranda, actas, faxes, correos electrónicos impresos, pues todo se imprimía también, órdenes de pago de proyectos de investigación ya extintos.

Se saca un A-Z, se vacía, los montones se definen: vale, no vale, acaso valga. Se llenan carros, bolsas de basura. Pasan las horas, los días: todavía queda bastante. Es agotador. Y liberador. Y terrible.

 


VIII.

Mi despacho siempre mantuvo un orden razonable, su orografía era de escasa importancia si se compara con la de Janine. Pero cuando uno empieza a hacer descender las toneladas (resmas, cabría decir, con tan bello vocablo) de papel de su estabulación, cuando los montones empiezan a extenderse por las mesas, por el suelo, por las sillas, uno quizá puede recordar la arena de Flaubert. A mí me pasó: en cuanto me di cuenta de lo que estaba haciendo, ese ordenador de mi cerebro (¿mi corazón?) me hizo evocar Los anillos de Saturno, que tantas veces he releído y que abrí de nuevo al llegar a casa ese mismo día.

Hay pocas cosas del despacho de la Facu que guardaré. Sólo lo que tiene que ver con Historia de la Óptica, que fue eso que inventé para poder hacer otra investigación, una que me acercase a las letras de las que me exilié a los dieciocho años, cuando pedí definitivamente el ingreso en la iglesia científica. Llenaré unas cajas con esos cuadernos, con esos folios llenos de artículos. Las bajaré al trastero de mi casa, donde en realidad ya no caben. En el otro lado de la ciudad, el espacio que ostentaba mi nombre en la puerta estará convenientemente vacío, preparado él también para su nueva vida, para sus nuevos ocupantes.

Y aquí, en casa, mientras, la verdadera masa de papeles, ésa cuya destrucción acarrearía inmediatamente la mía propia, mis escritos, los miles de libros ordenados rigurosamente, esperan tenerme para ellos solos ya, esperan acogerme definitivamente, los años que nos separen aún de un desmantelamiento en el que ya no participaré.

Arena, sí. Pero esto es una playa, no un desierto.

IX.

También hay en mi despacho, como en el de Janine, cosas clavadas con chinchetas en la pared. Un plano del Metro para cronopios que inventé una vez, por ejemplo. O una banderita tricolor. O algunas fotos muy antiguas. Habrá que bajarlas de su pedestal, introducirlas en el recipiente adecuado. Todo eso ocurrirá la semana que viene. O la otra. O en septiembre, quizá, cuando ya sea un mero visitante.

Y entre esas imágenes, también, naturalmente, una reproducción del grabado de Durero, de la Melencolia I, con su ángel abatido. Es posible que las herramientas que compartimos no resuelvan finalmente ningún enigma, no confieran finalmente ningún sentido, pero lo cierto es que la búsqueda ha sido interesante. Y sigue siéndolo. Y hay búsquedas nuevas a cada paso. Hay ese movimiento de levantarse de la silla, acercarse al anaquel, extraer el libro, extraer Los anillos de Saturno, por ejemplo, localizar la cita, el pasaje. Estoy en buena compañía, este recinto está bien fortificado.

Librerías de viejo, museos de pequeñas ciudades, casas en las que ha muerto el propietario y ha dejado una biblioteca ingobernable, tiendas de barrio en las que hay de todo, cuartos de juguetes de niños ya ancianos: esos microcosmos atestados son propicios para el amor. Para el amor a eso que llamamos ficción, para el amor a la literatura. Para nuestro amor.

X.

Hay una estratigrafía en los papeles, sí, hay una arqueología posible: rara vez nos sorprende una datación, pero sí ocurre que de repente se exhume un cráneo inesperado, unos dedos. Trabajos emprendidos y abandonados por la vorágine de las deadlines y los horarios, declarando su disponibilidad, la potencialidad de sus promesas. Lucecitas que han seguido parpadeando todos estos años. Otros legajos que testimonian la pura zozobra de las épocas obscuras. Una biografía tridimensional, material, que puede desmigarse ya sin dolor: no es precisa elegía alguna.

Sólo cabe esto, pues: orbitar. Entre las miríadas de fragmentos de los anillos de Saturno hay objetos como para estrenar, esquirlas de espejos y hasta algún billet doux periclitado por falta de destinatario. Hay espacio suficiente para los dos, y para todos los otros doses que fuimos y seremos. En el cuarto de los trastos seguirán los trastos, y en la Gran Sala de la Biblioteca cundirá esa luz dorada que se reflejaba en los papeles de Janine, al decir de Sebald. Todo vuelve a empezar, y por eso todo es nuevo. 

La orquesta ataca el vals: ¿me concedes este baile?

sábado, 6 de julio de 2024

Evanescencia

 


He pasado una hora en el café sin decidirme a pisar de nuevo el primer peldaño de la escalera, quedarme ahí entre la gente que sube y baja, ignorando a los que me miran de reojo sin comprender que no me decida a moverme en una zona donde todos se mueven.

JULIO CORTÁZAR, Texto en una libreta

 

1.

Hay un chiste (entiendo que intencionado) que se me pasó las primeras de las incontables veces que he visto ya las que son, sin duda, mis dos series favoritas (si es que cabe contarlas como series diferentes), Breaking bad y Better call Saul. Cuando Walter White, Jesse Pinkman o Saul Goodman tienen que desaparecer (y en su, digamos, línea de negocio es frecuente llegar a ese punto en el que se hace completamente necesario y urgente salir de la escena, desvanecerse), hay un experto que por un precio nada módico se encarga de esa tarea con una profesionalidad insuperable. Ese personaje se llama Ed Galbraith y es interpretado por el tarantiniano (entre otras muchas cosas) Robert Forster, con la sobriedad que le caracteriza.

A Galbraith, al que se llega porque, ya se sabe, Saul knows a guy who knows a guy... se le ha de contactar por teléfono. La tarjeta corresponde a una tienda de repuestos de aspiradora y hay que preguntar por un modelo concreto. A partir de esa contraseña, el proceso se pone en marcha, irreversible (el default tiene consecuencias desastrosas, como bien experimenta en sus carnes el bueno de Jesse). En El camino, la secuela que Vince Gilligan enarboló en 2019 para darle un futuro precisamente a Jesse, éste localiza físicamente al huidizo Galbraith, y le aborda en su tienda de aspiradoras. Ésa es la tapadera, y no cabe dudar de que Ed tiene un perfecto conocimiento del parque de herramientas domésticas de limpieza y es un técnico competente y un vendedor honrado y eficiente. Que en sus ratos libres escamotea personas, como un prestidigitador.

El chiste es justamente que el negocio es de aspiradoras. Uno esperaría el tópico y consabido taller de coches, o incluso la tapicería del honesto padre de Nacho Varga. Se descuenta el ramo alimentario, que agota el ínclito Gustavo Fring. Pero no: aspiradoras. El técnico en aspirar aspira personas como si fueran el polvo de las alfombras, y esas personas, sí, se desvanecen, se evaporan. Pasan a un otrolado, en el reverso de la bolsa de los desperdicios, que puede acabar siendo una franquicia de más bien grasientos cinamon rolls en Omaha, Nebraska, por ejemplo (o Alaska, o New Hampshire: Galbraith parece privilegiar los climas fríos, acaso por contraste con el desértico Albuquerque).

Aspiradora es en inglés, claro, vacuum cleaner. El escamoteador trabaja con el vacío, genera vacíos, con su gesto de ahora lo ves, ahora no lo ves. Los espectadores, perplejos, sólo contemplan ya la ausencia de los idos. Que a veces retornan, bien es cierto. Pero otras veces no. Muchas veces no.

 


2.

El otro día me enteré por casualidad de que existe un término específico para señalar en Japón a los desaparecidos, en un país en el que se cuentan por decenas de miles cada año. Johatsu. Johatsu significa justamente evaporados. Al parecer, es un vocablo del uso común que se convirtió en jerga ya en los setenta, donde el número de desaparecidos voluntarios aumentó significativamente. Las causas son numerosas: la sociedad japonesa no tolera bien fracasos, abandonar relaciones o empresas no es asunto fácil, la presión cotidiana en los estudios o el trabajo es altísima. Algunos, muchos, japoneses se desvanecen, se evaporan. De un día para otro. De un segundo para otro. Asi, ahora me ves...

Es de mal gusto mencionar en Japón a los desaparecidos, como lo es hablar de los suicidas, no menos abundantes. Por otro lado, la legislación japonesa hace difícil la tarea de localización de los ausentes, a los que les asiste un derecho de privacidad casi inviolable. Salvo que se vean envueltos en crímenes o alborotos, lo cierto es que la policía no hace nada por buscarlos, asumiendo que ese haber sido tragados por la tierra es producto de su decisión personal, que ha de ser respetada a toda costa. La familia, los amigos, los compañeros, no pueden hacer mucho más. Se contrata a detectives. A veces se acaba sabiendo del suicidio del huido, o éste reaparece, o desarrolla una segunda vida clandestina, perdido en el anonimato de un archipiélago atestado, trabajando en negro, alojándose en cualquier agujero.

Quién podría volver, reconocer el egoísmo, asumir su derrota, o su culpabilidad como defraudador, enfrentarse a las represalias de los mafiosos cuando no se ha podido satisfacer una enorme deuda de juego. Es posible que el limbo no sea excesivamente confortable, pero gana por goleada al infierno, incluso en sus círculos superiores.

3.

Desde hace décadas, en ese eficiente y siniestro Japón, se han venido desarrollando, como consecuencia natural de la elevada demanda de evaporación, negocios y compañías que se encargan de todo, como nuestro amigo Galbraith, con su tienda de aspiradoras. En muchas ocasiones los fugitivos son modestos oficinistas, o adolescentes temerosos. En muchas ocasiones salen de casa como cada mañana y se les pierde el rastro en el tren o el ferry. Para siempre. Engrosarán el ejército de los defenestrados, acaso, o se las apañarán de cualquier manera, o su desvanecimiento será breve, de apenas unos días.

Pero en otros casos se trata de una operación cuidadosamente premeditada, que involucra una serie de aspectos técnicos complejos. Si uno busca por Internet johatsu (mi perfil de Google sigue enriqueciéndose: al menos esta vez no me han llegado mensajes de ¿está Ud. bien? ofreciéndome ayuda psicológica, como cuando busqué suicidios en el metro, para aquella otra entrada de Pálido juego) aparecen algunos vídeos. En uno de ellos, en inglés, una madre es ayudada a escapar, junto con su hijo y la abuela de éste, de un marido maltratador. Es desolador comprobar cómo la ineficiencia (o la desidia, o la complicidad, directamente) de la policía japonesa en estos asuntos de violencia machista lleva a las víctimas desesperadas a desaparecer de la faz de la tierra, y es preciso hacerlo en un abrir y cerrar de ojos.

El documental, muy evidentemente guionizado, muestra a la dueña de la compañía de mudanzas montando el operativo, trasladándose a un lugar no mencionado, donde habita la también innominada solicitante de sus servicios, y procediendo, junto con sus empleados, a un traslado instantáneo de todos sus enseres, con destino igualmente desconocido. Una johatsu que ha de abandonarlo todo por temor. No siempre es el caso, ya decimos, pero lo cierto es que de un modo u otro, esta especie de salto a la nada, como alternativa al salto bien físico por la borda de un barco, o desde el alféizar de una ventana, es algo muy generalizado.

Las compañías fueron al principio, simplemente, negocios normales de mudanzas que empezaron a ocuparse de esas situaciones especiales. Por razones de seguridad y secreto, las mudanzas de los johatsu tendían a hacerse de noche. Así, publicitar mudanzas de noche comenzó a entenderse en ese sentido, siempre dentro del pacto de silencio de la sociedad japonesa, para la que, directemente, no existe nada de eso.

Mudanzas de noche, yonige ya, night movers. Así lo vi escrito por primera vez hace unos días y me resultó profundamente sugerente. Night movers, habitantes de la noche, sigilosos, acarreando bultos y personas, operando en las sombras. Sin duda hay una historia ahí. Esas historias se han escrito, hay al menos dos novelas francesas recientes que abordan el tema. Las he adquirido, no las he empezado a leer. Hay un libro-documento, un ensayo pleno de fotografías de otra autora, también francesa, que estoy recorriendo. El tema me subyuga, y lo cierto es que no sé por qué lo hace. Si estoy escribiendo la entrada es, en parte, para averiguarlo.

 

4.

La evaporación a la que se refiere el término johatsu parece estar ligada a la existencia de las estaciones termales de las faldas del monte Fuji, un lugar de acogida tradicional a los pasajeros clandestinos, que pueden encontrar allí empleos eventuales y no registrados, frecuentemente relacionados con la yakuza, que controla en buena medida el mundo de los yonige ya.

Me enteré de esta idea de evaporación, creo que en un tweet aleatorio, justamente cuando estaba leyendo una novela japonesa sobre una desaparición. Seguros azares.

De Kobo Abe ya hemos tenido ocasión de hablar aquí. Es un autor que conocí muy tardíamente, pero que me resulta cada vez más interesante. Se da la circunstancia de que en 2024 se está cumpliendo el centenario de su nacimiento. Hay una serie de obras de Abe traducidas al castellano. Siguiendo mi conocida táctica, basada exclusivamente en la ansiedad crónica que me aqueja, las tengo básicamente todas. Pero una cosa es tenerlas y otra cosa es ponerse a leerlas, claro. La dinámica de mis lecturas es complejísima, incluso, o sobre todo, para mí. El hecho es que hace un par de semanas, sin mediar provocación (o sin que yo, al menos, recuerde el motivo) me volvió a apetecer sumergirme en el particular (y kafkiano y beckettiano) mundo de Abe. Elegí, de nuevo contra pronóstico, El mapa calcinado, y apenas hace dos días la terminé, después de haberla devorado con apetito.

La novela no se dejaría describir aquí, y tampoco se trata de hacerlo. No estoy haciendo ahora crítica literaria, sino tratando de rastrear una resonancia. Para resumir (mucho): un detective, del que no se nos dice su nombre, y es quien cuenta la historia en primera persona, es contratado, como en un film noir, por una mujer para que investigue la desaparición súbita de su marido, del que hace meses que no sabe nada, después de que una mañana se fuera a su trabajo y nunca volviera. La trama se enreda considerablemente, y en todo momento nos encontramos en el mundo tan característico de Abe, con un pie en el lado de la vigilia y el otro (y tantas veces, los dos) del lado del sueño. El propio detective va perdiéndose en sus indagaciones y la cuestión de la identidad, que es clave en la obra del japonés, como lo es en la de los autores que le influyen y que he mencionado, acaba resultando perentoria. De hecho, al final del libro (no desvelaré detalles, para no chafar la experiencia a quienes sigan mi consejo de explorarlo), hay un giro verdaderamente lynchiano, con un swapping en el que estamos de repente del otrolado, y la historia anterior pasa a ser un recuerdo confuso, el recuerdo de un sueño, y Laura Palmer se ha convertido en quién sabe qué o quién, ya saben a qué me refiero.

¿Leyó Lynch a Abe? No me extrañaría lo más mínimo.

 


5.

Del mismo modo, pues, que el personaje Borges de Tlön, Uqbar, Orbius Tertius, relato del autor Borges, debía a la conjunción de un espejo y una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar, yo, más modesto (más haragán, podría decir el porteño), debo a la conjunción de uno de los innumerables libros postulantes de mi biblioteca gozosamente inexplorada y un tweet arrojado a mi timeline por los opacos, y decididamente perversos, algoritmos de un oligarca, el conocimiento de los johatsu, y deben Uds., dilectos y dilectas lectores y lectoras, a esa misma conjunción, la existencia de esta entrada, que, siguiendo mi inveterada costumbre (costumbre establecida porque ése es el juego, y es un juego, créanme, arriesgado, pero divertidísimo) voy desarrollando sobre la marcha sin saber muy bien cómo acabará o en qué momento descarrilará del todo, si es que aún vamos conducidos por rieles.

¿Qué hacer, pues, ante la inquietud, el desasosiego (placentero, pues entonces había juego) que hace unos días se instaló en mí, y al que debo hacer honor pues sé por experiencia que es así cómo nacen las historias? Pues documentarme, por supuesto. Al cabo, lo que soy es un investigador. Así pues, lo primero, gastarse dinero en libros franceses. Check. Lo segundo, buscar referencias literarias de entre las más cercanas a mi corazón. Lo tercero, ver películas (bueno, y algún documental asiático en YouTube, cada tema exige los medios oportunos). Paso a relatar, de manera sucinta, algunos hallazgos, o algunos reencuentros.

 


6.

En el bello y triste relato cortazariano (los tres adjetivos tienden a ir unidos, y el que lo probó lo sabe) Texto en una libreta, incluido en Queremos tanto a Glenda, del que ya sabemos tanto, lo primero que se nos muestra es el plano del metro. Bueno, a decir verdad, se nos muestra apenas una versión embrionaria del subte bonaerense, una línea que nos lleva de Primera junta a Plaza de Mayo, que yo tomé tantas veces en aquel primer viaje a Bs. As., y que es el laberinto lineal donde tiene lugar la historia.

La trama es igualmente sencilla, pero de resonancias muy profundas. Se decide hacer un estudio estadístico muy cuidado y riguroso para modelar los flujos humanos en las diversas estaciones. La cosa parecería inocente, pero la primera frase del cuento ya nos avisa de que nos vamos a adentrar en abismos, concretamente en abismos matemáticos, que son lugares por los que yo, por mi formación, me muevo a gusto y sin grandes temores, pero donde hay bastantes oquedades en las que acecha, sí, incontrovertible, el quienessomos que está en la raíz de toda identidad.

Lo del control de pasajeros surgió —es el caso de decirlo— mientras hablábamos de la indeterminación y los residuos analíticos.

La cosa es que, hechos los números, revisadas las cuentas, al cabo de los días, cuando el experimento ha acabado, falta gente. Hay más pasajeros entrantes que salientes, hay cuatro personas (indeterminadas, innominadas, innominables) que se han debido quedar por ahí, en los intersticios, en escondrijos recién inagurados por ellos, dentro de la vastedad laberíntica de un mundo subterráneo en el que nuestros instrumentos de medida no acaban de resultar suficientemente eficientes.

El investigador, pues, se ve en la obligación, en la necesidad, de investigar, como el detective con su mapa calcinado. Así acaba por saber lo que está ocurriendo: sí, hay gente que desiste, hay gente que un día baja las escaleras mecánicas de la estación, no sé, Plaza Once, o Avenida de Mayo, y ya no sube más, se borra del mundo de arriba, instaura un nuevo hábitat, precario, suficiente, y va palideciendo según pasan las semanas y sólo le alcanzan los rayos fríos de los fluorescentes.

No se puede hacer mucho, no se sabe más bien nada, lo cierto es que ocurre y el narrador, que elabora su informe, como buen detective, lo único que le va a poder comunicar al señor Intendente, o el jefe de policía es que

hay alguien allí abajo que camina, alguien que va por los andenes y cuando nadie se da cuenta, cuando solamente yo puedo saber y escuchar, se encierra en una cabina apenas iluminada y abre el bolso. Entonces llora, primero llora un poco, y después, señor Intendente, dice: “Pero el canario, vos lo cuidás, ¿verdad? ¿Vos le das el alpiste todas las mañanas, y el pedacito de vainilla?

 


7.

Inspirado sin duda por éste y otros relatos de Cortázar sobre el metro, Gustavo Mosquera, dirigió a los estudiantes de la Universidad del Cine de Buenos Aires en 1996 para que entre todos construyeran, como alucinante proyecto de fin de curso, una película brutal llamada Moebius, que se desarrolla en un onírico y retrofuturista metro porteño (no hay tal: ésa es la estética real del subte, pero en la película el metro ha crecido desmesuradamente, hasta hacerse topológicamente inestable).

Aquí no hay algunos transeúntes desaparecidos, sino todo un tren, escamoteado en una red ya decididamente ultradimensional, y un joven matemático que trata de dar con la clave. Con un presupuesto ínfimo, y una maestría y brillantez inesperadas, la película se convierte por derecho propio en una de las mejores que se han hecho nunca de entre las que se desarrollan en el metro. Un subgénero en sí mismo, que a mí me apasiona especialmente.

 

8.

De entre mis lecturas más antiguas, la otra que viene al caso (una de las muchas que cabría evocar) es La scomparsa di Majorana, del incomparable narrador siciliano Leonardo Sciascia. Este documento híbrido, bajo la forma de un relato, y con conocimientos exhaustivos de ensayo o informe judicial, se va deslizando entre los dedos de nuestros ojos lectores con la suavidad típicamente sciasciana, y nos cuenta los pormenores de uno de los sucesos más relevantes y misteriosos acaecidos en la Italia fascista: la desaparición del muy joven y muy prometedor físico teórico Ettore Majorana, discípulo de Fermi, y figura ya incontestada de una edad de oro de la física cuántica italiana.

Recorrí fascinado la novela en la edición española de Tusquets y luego la retomé, años después, en la versión original publicada en Gli Adelphi. Los hechos son verídicos y Sciascia intenta desentrañar cómo es posible que alguien se suba en un barco y ya no se baje, o se baje y no se sepa por dónde, hacia dónde. El suceso dio para muchas conjeturas, desde la que parece más obvia, la del suicidio (¿pero por qué?) a otras más alambicadas, como la abducción por los nazis, que lo querían en su equipo de investigadores de la física nuclear, tan evidentemente prometedora en el campo armamentístico. Un equipo, dicho sea de paso, en el que la figura descollante era el también aún muy joven Werner Heisenberg. Ya saben de quién les hablo, o al menos Walter White sí lo sabía. Say my name, les pedirá, amenazadoramente, y Uds. han de contestar: you’re Heisenberg. Y él replicará: you’re goddamn right.

Pero, retornando a Sciascia, y Majorana, lo cierto es que todo es incierto. Y que ahí, justamente ahí, en ese informe riguroso y bien redactado, está, me parece, la fascinación que ejerce la desaparición como tema literario: en su capacidad para bifurcar el tiempo y el espacio. El truco del prestidigitador, que nos hurta la realidad delante de nuestros ojos, lo que muestra es que justamente la realidad no es lo que se espera, no está nunca a la altura de nuestras expectativas, pues la queremos sólida, incontrovertible, indiscutible, fiable. Si ahora me ves, pero entonces ya no me ves, ¿cuándo estábamos en lo cierto? En el nuevo carril al que las agujas han conducido tu tren, ¿ya no podré volver a estar? ¿Ha sido el tuyo o el mío el que ha violado la sacrosanta tabla de horarios e itinerarios y se dirige, sin que haya conductor alguno que pueda revertir su trayecto, a la vía muerta en la que ya definitivamente no pasarán las cosas que pasaban, o que quisimos que pasaran, o que habrían pasado si todo hubiera pasado como cabía esperar?

Es ese potencial de infinito, que está indefectiblemente unido al potencial de nada, lo que hace estallar el escalofrío, especialmente porque se sabe que sí, que hay veces que eso pasa, que alguien desaparece, en el metro, en el barco, alguien deja de existir para nosotros, porque el mundo que nosotros llamamos nosotros se ha vuelto súbitamente (pero siempre lo fue) angosto. Y eso es algo ante lo que no podemos permanecer callados. Quiero decir, mis manos no pueden permanecer calladas, mis dedos se lanzan al teclado.

 

9.

Desde muy pronto para mí, desaparecidos fue una palabra que nombraba la situación más terrible que imaginarse pueda: la de los detenidos ilegalmente, la de los torturados en la Escuela de Mecánica de la Armada, la de los arrojados desde los aviones al Río de la Plata. En los regímenes dictatoriales hay un destino peor que el del ejecutado, al menos para los que esperan del otro lado, en casa: el de las víctimas infinitas, el de las muertes asintóticas. Por cercanía cultural y personal, la Argentina del proceso es algo que me marcó profundamente. Pero la evaporación a manos de las prolongaciones criminales del Estado no es, por desgracia, exclusiva de allí. Costa-Gavras reclutó a mi amado Jack Lemmon para interpretar al padre del periodista desaparecido en Chile tras el golpe de Pinochet. Missing, se llama la película. Missing: algo que nos falta.

El blanco deslumbrante de la ausencia tiene, pues, cuando nuestros ojos se acostumbran a él, tantas veces a base de lágrimas, muchos matices. A veces nos vamos, a veces abandonamos, a veces somos abandonados, a veces simplemente nos olvidamos, pasamos de largo. A veces nos secuestran y nos matan. En el lado de acá esperamos que aparezcan con vida los desaparecidos. Pero no siempre funciona. Casi nunca funciona.

 

10.

Simplemente tecleando en Filmin el tema desapariciones salen decenas de películas. Algunas, señeras, como L’avventura, de Antonioni, cuyo eco encontramos en uno de los episodios de Los errantes, el gran libro de la gran Olga Tokarczuk. Muchos policiales, mucho espionaje, películas de terror y extraterrestres. Harry Lime en las sombras de un portal de una Viena destruida, reaparecido para que su despistado amigo, el escritor interpretado por Joseph Cotten, entienda finalmente quién demonios era el tercer hombre (y acabamos por los subterráneos en una persecución inolvidable: lugares propicios para los desvanecidos).

Al comienzo de esa película decisiva que es París, Texas, un hombre polvoriento, macilento, devastado, camina desorientado por el desierto, con un traje, una gorra de béisbol y un bidón de agua: es Travis, que se perdió hace años y ahora ejerce de révenant encarnado magistralmente por Harry Dean Stanton. La película narra ese regreso y la búsqueda de la otra desaparecida, Jane, Nastassja Kinski. Cuando se encuentren, pero no se vean ni se toquen, sólo se hablen y se escuchen, sabremos cómo funcionan las evaporaciones, y cuanto dolor hay en ellas.

Porque a veces volvemos. Si es que se puede volver, si es que el que vuelve es el mismo que se fue. O el mismo que se quedó. Si es que alguna vez, itinerantes, errantes, sedentarios, somos el mismo, los mismos.

 

Epílogo

Plinio el Viejo se hace eco de una leyenda según la cual la pintura (o, por mejor decir, la skiagraphia, el arte de hacer siluetas) nació del anhelo de una joven por guardar la imagen de su amado ausente. Colocado contra la pared, iluminado por una vela, la enamorada fue trazando el contorno de su sombra la víspera de su marcha.

Escribimos sobre la ausencia. Ese sobre no enuncia únicamente el tema, sino que tiene un sentido profundamente arquitectónico: la ausencia es el basamento de la escritura, el cimiento sobre el que se asienta. La presencia nos colma, o nos ofusca. Las caricias se dan con las mismas manos con las que se agarra la pluma. No son compatibles.

Es luego, solos ya, desaparecidos unos y otros, cuando rememoramos, evocamos, inventamos, tejemos el canto para cubrir de algún modo la ominosa blancura de ballena blanca que es la ausencia. Aunque esa ausencia sea contingente, o falsa, aunque estemos a tiro de llamada telefónica, de mensaje de WhatsApp, de álbum de fotografías, de pesquisa detectivesca, aunque apenas haga falta esperar para que la banda de Möbius nos lleve al punto de antes, o nos traiga la inercia de los reencuentros, lo cierto es que sólo los johatsu escribimos como si nos fuera la vida en ello.

Y todos somos johatsu, puesto que no, definitivamente no, ya nunca, ya para nunca, nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.