La luz también da sombras, pero
sombras azules.
LUIS
CERNUDA
1.
Ganin,
el protagonista de Mary, la primera
novela de Nabokov (publicada en 1926, en Berlín, en ruso, con el título de Mashenka y bajo el pseudónimo habitual
de Nabokov en aquellos días, V. Sirin), ha trabajado, aunque nosotros todavía
no lo sabíamos, como extra cinematográfico
en las producciones de la floreciente industria alemana del momento, como
tantos otros émigrés, por una pura
cuestión de supervivencia.
En
una novela que juega continuamente con la inestable, peligrosa relación entre
los seres humanos y sus imágenes, incluyendo las imágenes mentales que nos
hacemos los unos de los otros, la escena, que se sitúa más bien al comienzo,
cuando estamos apenas conociendo al grupo de exiliados que comparten pensión
con Ganin, nos impacta.
Ganin
ha llevado al cine a su amante, Lyudmila y a la amiga de ésta, Klara, compañera
de pensión de Ganin y enamorada no tan secretamente de él, a una película cualquiera. Él se ha colocado entre
ellas, pero Lyudmila no cesa de inclinarse hacia Klara para comentarle
cualquier cosa, lo que irrita a Ganin. Entonces, ocurre algo inesperado.
Suddenly Ganin sensed that he was watching something vaguely yet horribly familiar. Ganin se ha visto en la pantalla.
2.
Un
émigré más en la ciudad en la que los
exiliados rusos tras la Revolución se agolparon por miles, Berlín, Nabokov también fue extra. El interés por el
cine de VN ha sido estudiado profusamente. Aparentemente no había sólo razones
de pura subsistencia material, el autor entonces conocido como Sirin, estaba
realmente interesado en el nuevo medio de expresión (son los años veinte, todo
está estallando en el séptimo arte),
pero, sobre todo, le encanta ver
películas, y eso es algo que no dejará nunca de hacer.
La escena que Nabokov relata en Mary es aparentemente autobiográfica, aunque nunca se sabe con el amigo Vladimir. Así, en una de las películas en las que ejerció de figurante, se trataba de mostrar un asesinato en plena representación de una ópera en un gran teatro. Según parece, el terno inglés que Nabokov conservaba de su tiempo en Cambridge y su espigada figura le hacían especialmente adecuado para figurar como parte del auditorio. No está identificado el film ni tan siquiera comprobada la veracidad del relato, pero lo cierto es que justamente eso es lo que le había pasado a Ganin, Ganin estaba igualmente de extra en esa película en la que Nabokov estaba, en ese teatro, y nos parece tan apropiadamente nabokoviano este encuentro del autor y su creación.
3.
Es
famoso el hecho de que Fabrice del Dongo participa en la batalla de Waterloo
sin enterarse muy bien qué batalla es, qué ocurre en ella y qué papel ha de
jugar él, de apenas diecisiete años, en ese complejo entramado, del que él es
simplemente un figurante. Así nos lo
muestra irónicamente Stendhal en su Chatreuse.
A Nabokov, a Ganin, les pasa algo similar, pues, disciplinados comparsas, ni
siquiera se preguntan en qué película concreta están actuando. Ganin tampoco ha
mirado el título al entrar en la sala, pero aunque lo hubiera hecho probablemente
ni siquiera habría sido consciente de su diminuto papel en ella.
Nabokov
nos lo cuenta, es decir, Ganin recuerda, y Nabokov nos dice lo que recuerda: las
filas de sillas, los técnicos trabajando, los actores con su vistoso vestuario,
los rostros maquillados and those
innocent exiles, old men and plain girls who were banished far to the rear
simply to fill in the background. Habiendo caído en descrédito en inglés la
palabra extra, el término correcto es
background actors. Actores del fondo.
Y
entonces, Ganin, forzando su mirada, con un repentino escalofrío de vergüenza, se reconoce, entre esas personas que
aplauden. En la película, la trama principal se muestra, hay un espectáculo en
el escenario, una prima donna
ejecutando un aria que ha de ser
forzosamente muda (estamos aún en el cine mudo). Pero en la otra película, la
del recuerdo de Ganin, la del recuerdo de Nabokov, no es necesario que todo eso
esté ocurriendo: el montaje empalmará la actuación invisible para los
figurantes y su reacción entusiasta a la misma, proponiendo una continuidad
espuria, en un tiempo manipulado y provisional.
Ganin
recuerda, viéndose, cómo habían de
aplaudir cuando se les ordenaba, y mantener una mirada de gran atención hacia
un escenario imaginario, donde, en vez de la prima donna, un pelirrojo gordo en mangas de camisa, desde una
plataforma, les gritaba como un poseso por un megáfono.
La magia del cine.
4.
Ganin’s doppelgänger
also stood and clapped. Nabokov emplea el término
sagrado y consagrado, sin ahorrarse el umlaut,
él, que renegó siempre del alemán, dijo no hablarlo ni leerlo, temeroso en
aquellos años de que su preciado ruso se perdiera en el nuevo ámbito lingüístico
al que había sido arrojado. Luego vendría el inglés.
Doppelgänger.
El doble, pero no corpóreo y amenazante como William Wilson o emanado de la propia carne, como Hyde, sino
plateado, bidimensional, breve en su parpadeante existencia. Un doble
cinematográfico. Un extra. Pero ahí,
ahí de manera incontrovertible. Qué
espanto.
Por
eso Ganin, además de vergüenza (¿por qué? ¿Quién iba siquiera a advertirlo
allí, en esa masa efímera de la pantalla? No, desde luego, Lyudmila o Klara,
que estaban a lo suyo) dice sentir a
sense of the fleeting evanescence of human life. La fugitiva, la fugaz
evanescencia, paradójicamente preservada por la química, apta para una continua
resurrección, dotada, en su descorporeización, del beneficio de la ubicuidad,
pues cuántos Ganin no habrá, acaso en ese mismo instante, en otras ciudades de
Alemania, del mundo entero, aplaudiendo en la escena vacía de su figuración, en
las miríadas de copias que la reproducción mecánica ha hecho posible.
‘We know not what we do’, Ganin thought with repulsion, unable to watch the film any longer. Es comprensible.
5.
Mary no
es, obviamente, la más memorable de las muchas novelas de Nabokov, pero ese
pequeño pasaje vale por muchos de los de otros títulos más conocidos. Por la
sencillez con la que introduce una mise-en-abyme
insondable, por la facilidad con la que nos enfrenta a la cuestión irresoluble
de la identidad. Claro que Ganin (claro que Nabokov) sabía que había hecho una
película, pero no sabía siquiera si salía
en ella, los directores no les enseñan a los extras las tomas, los dailies,
y mucho menos les permiten la entrada a la sala de montaje. Ganin ni siquiera sabía en qué película actuaba,
iba, o le llevaban, acaso a las afueras de Berlín, le daban sandwiches y unos marcos que necesitaba.
Ganin no sabe a qué película se ha metido.
Estas condiciones de contorno son decisivas para la epifanía de la propia imagen. A partir de ahí todo bascula, todo
oscila.
Ahí, nos dice Nabokov que piensa Ganin, su imagen se mezcla con las otras figuras en un gray kaleidoscope, en un caleidoscopio que contiene apenas los (infinitos, bien entendu) matices del blanco y negro. Mucho más adelante, en la penúltima página de la novela, mientras espera un tren en una estación, una estación que abandonará antes de la llegada de ese tren, con su pasajera, la pasajera de la que ha visto las fotos de una forma igualmente inesperada, imprevisible, Ganin volverá a acordarse de these flickering, shadowy doppelgängers, the casual Russian film extras, y esos dos adjetivos, que traducen a medias las palabras parpadeantes o umbríos, definen tan bien, no a los actores, no a los figurantes, no a los exiliados rusos, sino a todos nosotros.
6.
Extra
es una palabra que pertenece en origen al vocabulario técnico de la fotografía
espiritista. El extra es lo de más que aparece una vez revelado el
cliché, esa indecisa forma, que se pretende con los rasgos de la hija muerta,
del padre fallecido. Sentados, corpóreos, en su bulto, los donantes, los que han requerido de la asistencia de la médium, de las artes del fotógrafo de lo
oculto. En otra sesión, antes o después, igualmente corpóreos, apenas
evanescentes entonces, los espíritus han
sido registrados en la misma placa. Los milagros de la doble exposición. Otros
trucos, como el empleo de láminas y cuadros (cómo olvidar las fotografías de hadas que subyugaron a
los victorianos y que Conan Doyle, tan crédulo siempre, quiso desenmascarar), o
esas materias blanquecinas que salían de los labios de la oficiante y que se
dieron en llamar ectoplasma, han sido
diseccionados a lo largo de los años, y constituyen un apasionante capítulo de
la historia de la fotografía, es decir, de la historia de la Óptica.
Quienes
hayan leído Morgana en Duino saben
que hay un buen tramo de la novela en la que nos sumergimos en el mundo de la
fotografía espiritista y de manera general en el comercio con fantasmas que tan
à la mode estaba en el cambio del
siglo XIX al XX (esas séances de
Rilke con la Princesa en Duino...). La idea vuelve a ser la misma: la imagen existe, existe quizás en un
grado superior al cuerpo, la imagen, por ello, apela, y es, en buena medida, independiente de su génesis, del
hecho de que el fantasma requiera de un modelo.
Ahí
está realmente el meollo de la cuestión. Antes
del invento del espejo la realidad era una, dice en uno de sus aforismos
Rafael Pérez Estrada. ¿Qué decir, entonces, de esas imágenes móviles, resistentes, inverosímilmente
rotundas a pesar de la fragilidad de su constitución? En mi infancia, lo
recuerdo bien, en una televisión escasísima, pero abundante y generosa en el
cine, había un espacio en el UHF que
se titulaba Sombras recobradas y
estaba consagrado al cine más antiguo, al cine mudo. Sombras recobradas, renuentes a todo deterioro, más allá del de su
inevitable soporte, pero aptas para todo tipo de transferencias, de cambios de formato, supervivientes, por tanto,
como sin duda habrá sobrevivido, si es que alguna vez existió, esa película en
la que había un crimen en la Ópera y en la que Nabokov, o quizás Ganin,
aplaudía desde la platea.
7.
Mientras,
paradójicamente, nosotros, los modelos
del fantasma, nos morimos. Nos agostamos, devenimos otros, nuestros rostros
son apenas incapaces herederos de unos rasgos que quedaron congelados en tanta
foto, en tanta película. Cuando Deckard va a intentar retirar a su primer replicante, Leon, éste le coge por sorpresa y
le tiene a su merced, en el suelo. Leon, obsesionado, como sólo puede estarlo
una criatura viviente con su
mortalidad, con el hecho de ser perecedero, le pregunta al blade runner: ¿cuánto voy a vivir? Deckard contesta cuatro años y Leon entonces replica more than you! Ahí, justamente ahí, es
cuando Rachael le vuela la cabeza.
Brion
James, que interpretaba a Leon Kowalski en Blade
Runner, murió en 1999. Sean Young, que fue Rachael, vive, pero tiene,
inconcebiblemente, 64 años. No hablemos de Harrison Ford. Y sin embargo, esa
escena sigue ahí. Primero la vimos en una pantalla de cine (y tantas otras
veces, después). Luego la tuvimos en VHS o DVD. Ahora podemos requerirla en las
plataformas de streaming, ya tan
incorpóreas como las propias figuras de
la película (película es algo que siempre se quiso tan fino: una pielecita, algo que es pura superficie,
sin volumen): siguen ahí. Han pasado mucho más de cuatro años. Han pasado más
de cuarenta. ¿Qué es eso que hace el cine, que el cine nos hace? ¿Qué es esa locura de la supervivencia in effigie?
Sí, more than you! nos dice orgullosamente el extra de nuestra fotografía espiritista. Y esta película, añade, sería otra si yo no estuviera en ella, incluso si se me ve apenas en una esquina, en penumbra, en un parpadeo. Formo parte de la isla de Morel. Tú, mientras, eres un náufrago.
8.
Figurante,
el que figura. Figúrate nos decimos
para que la otra persona construya en su cabeza la escena, la historia que le
estamos contando. Es algo figurado, y entonces la metáfora estalla, todo es
pero no, todo es como si. Funciona, la que estalla entonces es nuestra cabeza.
Si hacemos caso a la Wikipedia, un figurante con frase es en francés una silhouette.
Mejor todavía.
De
este lado, en el patio de butacas, somos carne, y sudor. Caducamos. Del otro
lado, en la silver screen, hay
teléfonos blancos, como en The purple
rose of Cairo. No hay modo de competir: por eso nos montamos películas. Por eso, en nuestros guiones más
desaforados, en ese Kinopalast de
nuestros sueños, tú sales tanto. Una forma de supervivencia. No hay muchas más,
tu sais.
En
Der Himmel über Berlin se está rodando
una película, dentro de la película. Es un film
de nazis que se rueda on location en
ese Berlín de caleidoscopio gris del entremuros
que acabará estallando en el color del abrazo del ángel. El protagonista es
Peter Falk, lieutenant Columbo. Le
escuchamos pensar. Se pasea por el stage,
se prueba sombreros. En una de las interminables pausas se sienta con los
figurantes y los dibuja en una
libretita (figura de figura de figura). Su pensamiento dice, en el inglés que
le corresponde: Extras are so patient.
They just sit. Esas sombras, esos fantasmas, esperan el acción, el a primera, están caracterizados como perseguidos, como presos,
tienen rostros infinitamente tristes. Extras,
these humans are extras, extra humans.
Columbo termina el sketch y se lo enseña a la figurante, que entonces tiene frase: es un dibujo muy bonito. Se ha convertido en silueta.
9.
Gerardo
Lizarraga, el pintor español, estuvo presente en la toma de Barcelona por el
ejército sublevado, al final de la Guerra Civil, y como tantos otros tuvo que
marchar al exilio a pie, cruzando la frontera francesa, para ser internado en
campos de refugiados más o menos improvisados en el litoral mediterráneo.
Lejos, su mujer, Remedios Varo, acompañada de su pareja de entonces, Benjamin
Péret, el gran poeta surrealista, desconoce cuál ha sido su destino. Es 1939.
Muy poco después los nazis pasearán por París.
En
un cine, en un newsreel se muestran
las actualités del momento. La
noticia es España, la guerra de España. Hay fotógrafos y cineastas que se han
desplazado al terreno para captar imágenes que se difunden a todo el mundo en
los noticiarios. En el campo de Argelès, alguien filma a un hombre que escribe.
Es Lizarraga. En la sala de cine, unas semanas después, Remedios lo ve. Va a la cabina del
proyeccionista, le pide el fotograma. Empieza el proceso para poder sacar a
Gerardo de allí.
Los
surréalistes, tan aficionados al hasard objectif, podrían exhibir este
acontecimiento como prueba de ese orden subterráneo, de esas misteriosas
correspondencias. Lizarraga estaba en Argelès-sur-Mer, pero sus Doppelgänger (no es precisa la s si el plural es en alemán) se
repartían por toda Europa, por todo el mundo. Uno de ellos salió al encuentro
de la mirada de Varo (¿o fue al revés?). Lo que había en la pantalla era un
hombre envejecido, escuálido, encorvado sobre un papel.
Un refugiado. Una víctima de la guerra. ¿Les suena?
10.
La
inflación de las imágenes nos ha hecho insensibles a ellas. Ahora ya no sería
un milagro que nos viéramos en cualquier cine, en cualquier pantalla: lo
sorprendente sería que no nos encontrásemos nunca con nuestros miles de
simulacros que impunemente hemos producido. Eso ha devaluado el valor de cada
una de esas efigies y nos ha permitido aceptar cualquier testimonio de
crueldad, cualquier manifestación del dolor, con poco más que una mueca de
desagrado, y un conveniente scroll.
Pero
esas imágenes siguen siendo verdad, y son igualmente recalcitrantes. Y nos sobreviven. Figurantes
involuntarios, acaso apareceremos en futuros archivos de la ignominia, acaso se
nos señalará como habitantes de un sinsentido que se prolonga y se prolonga. O
acaso no habrá ya dedos u ojos. Ellas, las imágenes, esperarán, incorruptibles en sus bytes, resistentes como sólo puede serlo un fantasma.
Cuando
éramos pequeños mi hermano y yo, nuestro padre nos sacó en algunas (pocas) películas de súper-8, de las que se tomaban
con el tomavistas. Desconozco dónde
están esas películas, no sé si habrán sido destruidas, probablemente, no
dispondría ya de proyector alguno con que mostrarlas. Recuerdo que nos hacía
mucha gracia (éramos pequeños, todo aquello era nuevo) que se le pudiera dar para atrás e invertir así el tiempo de dentro de la película (diegético,
acabamos por decir un día). Las figuras
son inmunes a esos procedimientos. Si se vuelve a dar para adelante retoman la carrera.
Hace
muchos años participé como actor en varios cortos
de amigos y amigas. No he vuelto a ver la mayor parte de ellos, algunos ni
siquiera los llegué a ver nunca. Supongo que sobrevivirán, en obscuras cintas
magnéticas o convenientemente digitalizados. No sé qué ocurriría en mí si un
día, como Ganin, me viera inesperadamente en la pantalla de un cine. Sería
divertido, sin duda. Y también terrible. Porque aquello está lleno de muertos,
empezando por mí.
O mejor dicho, es al revés, es esto lo que está lleno de muertos. Las imágenes gozan del don de la juventud eterna.
11.
Una
vez, hace mucho tiempo, cuando todavía merecía la pena ir a la FNAC a ver
libros, yo iba todo el tiempo. Un día, sin darme cuenta, entré mientras estaban
rodando una película. Me puse a mirar mis libros sin advertir nada. La persona
que había frente a mí en la mesa de novedades me dijo algo así como “no mires a
cámara” o “silencio”. Sólo entonces fui consciente de que, en el otro extremo
de la planta estaba ocurriendo algo anormal. Álex Angulo, o, si se quiere, el
Padre Berriatúa, estaba robando el libro del Profesor Cavan.
No
salgo en la escena, como cabía esperar, estaba del otro lado, me parece. O si
salgo es imposible de apreciar. Ni siquiera sé si ésa fue la toma buena. En
cuanto escuché el corten me fui a la
planta de arriba y luego ya no volví por allí. Pero, aunque fuera de un modo
absurdo, aunque esté fuera de campo, fui un extra
de El día de la bestia, de Álex
de la Iglesia.
Es
una película que termina en la estatua al Ángel Caído que hay en el Parque del
Retiro de Madrid. El sueño de infancia más antiguo que recuerdo era sobre esa
estatua (de niños íbamos mucho al Retiro).
Me parece, pues, apropiado.
12.
He
perdido muchas fotos. Otras están en trasteros ilocalizables (o no), en discos
duros propensos al borrado, en disquetes
de imposible reproducción. Desde hace un tiempo produzco imágenes que difundo
por las llamadas redes sociales.
Algunas imágenes mías no las he visto nunca, fueron tomadas por otras personas
con sus cámaras fotográficas, con sus móviles. Desconozco, por tanto, la
extensión exacta de esa prole de
simulacros que me sobrevivirá.
En
algunas de esas fotos estamos juntos. Colocadas una al lado de la otra,
enarbolan un relato. Un mero cambio de orden, el escamoteo de algunas, el
súbito descubrimiento de una caja de zapatos perdida en alguna mudanza, puede
alterar drásticamente ese relato. Todo es, por supuesto, mentira, pero al mismo
tiempo es seguramente más cierto que el otro relato, el de las células, el de
la carne, el del espectador, el del modelo del fantasma.
En
el comienzo de Persona, de Bergman, en
esa sucesión aparentemente caótica de imágenes, el niño se enfrenta a una
pantalla en blanco, que toca con su mano, violando así la distancia que
requiere el visionado. En la pantalla vemos como emergen, primero desenfocados,
los rostros de Bibi Andersson y Liv Ullman. Se suceden, se confunden en uno.
Acabarán superponiéndose, mitad con mitad, en el final de la película. Esa
labilidad, esa posibilidad de fusión, de un continuo desvanecerse y recobrarse, me parece que es lo
decisivo.
En
tanto que imágenes no sólo prevalecemos, sino que podemos igualmente oscilar,
podemos convertirnos en oleajes, podemos convivir en infinitos avatares,
podemos permitirnos el lujo de ser falsos, de ser ficticios.
Ya
que buscamos perdurar, renunciemos a toda existencia que no sea así:
incorpórea, rotunda en su visualidad, desdeñosa, incólume. No hay muchas más
opciones.
Y luego, simplemente, cerremos los ojos. Como si nos estuviéramos besando.