viernes, 24 de mayo de 2024

Figurantes




La luz también da sombras, pero sombras azules.

LUIS CERNUDA

1.

Ganin, el protagonista de Mary, la primera novela de Nabokov (publicada en 1926, en Berlín, en ruso, con el título de Mashenka y bajo el pseudónimo habitual de Nabokov en aquellos días, V. Sirin), ha trabajado, aunque nosotros todavía no lo sabíamos, como extra cinematográfico en las producciones de la floreciente industria alemana del momento, como tantos otros émigrés, por una pura cuestión de supervivencia.

En una novela que juega continuamente con la inestable, peligrosa relación entre los seres humanos y sus imágenes, incluyendo las imágenes mentales que nos hacemos los unos de los otros, la escena, que se sitúa más bien al comienzo, cuando estamos apenas conociendo al grupo de exiliados que comparten pensión con Ganin, nos impacta.

Ganin ha llevado al cine a su amante, Lyudmila y a la amiga de ésta, Klara, compañera de pensión de Ganin y enamorada no tan secretamente de él, a una película cualquiera. Él se ha colocado entre ellas, pero Lyudmila no cesa de inclinarse hacia Klara para comentarle cualquier cosa, lo que irrita a Ganin. Entonces, ocurre algo inesperado.

Suddenly Ganin sensed that he was watching something vaguely yet horribly familiar. Ganin se ha visto en la pantalla.

2.

Un émigré más en la ciudad en la que los exiliados rusos tras la Revolución se agolparon por miles, Berlín, Nabokov también fue extra. El interés por el cine de VN ha sido estudiado profusamente. Aparentemente no había sólo razones de pura subsistencia material, el autor entonces conocido como Sirin, estaba realmente interesado en el nuevo medio de expresión (son los años veinte, todo está estallando en el séptimo arte), pero, sobre todo, le encanta ver películas, y eso es algo que no dejará nunca de hacer.

La escena que Nabokov relata en Mary es aparentemente autobiográfica, aunque nunca se sabe con el amigo Vladimir. Así, en una de las películas en las que ejerció de figurante, se trataba de mostrar un asesinato en plena representación de una ópera en un gran teatro. Según parece, el terno inglés que Nabokov conservaba de su tiempo en Cambridge y su espigada figura le hacían especialmente adecuado para figurar como parte del auditorio. No está identificado el film ni tan siquiera comprobada la veracidad del relato, pero lo cierto es que justamente eso es lo que le había pasado a Ganin, Ganin estaba igualmente de extra en esa película en la que Nabokov estaba, en ese teatro, y nos parece tan apropiadamente nabokoviano este encuentro del autor y su creación.

3.

Es famoso el hecho de que Fabrice del Dongo participa en la batalla de Waterloo sin enterarse muy bien qué batalla es, qué ocurre en ella y qué papel ha de jugar él, de apenas diecisiete años, en ese complejo entramado, del que él es simplemente un figurante. Así nos lo muestra irónicamente Stendhal en su Chatreuse. A Nabokov, a Ganin, les pasa algo similar, pues, disciplinados comparsas, ni siquiera se preguntan en qué película concreta están actuando. Ganin tampoco ha mirado el título al entrar en la sala, pero aunque lo hubiera hecho probablemente ni siquiera habría sido consciente de su diminuto papel en ella.

Nabokov nos lo cuenta, es decir, Ganin recuerda, y Nabokov nos dice lo que recuerda: las filas de sillas, los técnicos trabajando, los actores con su vistoso vestuario, los rostros maquillados and those innocent exiles, old men and plain girls who were banished far to the rear simply to fill in the background. Habiendo caído en descrédito en inglés la palabra extra, el término correcto es background actors. Actores del fondo.

Y entonces, Ganin, forzando su mirada, con un repentino escalofrío de vergüenza, se reconoce, entre esas personas que aplauden. En la película, la trama principal se muestra, hay un espectáculo en el escenario, una prima donna ejecutando un aria que ha de ser forzosamente muda (estamos aún en el cine mudo). Pero en la otra película, la del recuerdo de Ganin, la del recuerdo de Nabokov, no es necesario que todo eso esté ocurriendo: el montaje empalmará la actuación invisible para los figurantes y su reacción entusiasta a la misma, proponiendo una continuidad espuria, en un tiempo manipulado y provisional.

Ganin recuerda, viéndose, cómo habían de aplaudir cuando se les ordenaba, y mantener una mirada de gran atención hacia un escenario imaginario, donde, en vez de la prima donna, un pelirrojo gordo en mangas de camisa, desde una plataforma, les gritaba como un poseso por un megáfono.

La magia del cine.

4.

Ganin’s doppelgänger also stood and clapped. Nabokov emplea el término sagrado y consagrado, sin ahorrarse el umlaut, él, que renegó siempre del alemán, dijo no hablarlo ni leerlo, temeroso en aquellos años de que su preciado ruso se perdiera en el nuevo ámbito lingüístico al que había sido arrojado. Luego vendría el inglés.

Doppelgänger. El doble, pero no corpóreo y amenazante como William Wilson o emanado de la propia carne, como Hyde, sino plateado, bidimensional, breve en su parpadeante existencia. Un doble cinematográfico. Un extra. Pero ahí, ahí de manera incontrovertible. Qué espanto.

Por eso Ganin, además de vergüenza (¿por qué? ¿Quién iba siquiera a advertirlo allí, en esa masa efímera de la pantalla? No, desde luego, Lyudmila o Klara, que estaban a lo suyo) dice sentir a sense of the fleeting evanescence of human life. La fugitiva, la fugaz evanescencia, paradójicamente preservada por la química, apta para una continua resurrección, dotada, en su descorporeización, del beneficio de la ubicuidad, pues cuántos Ganin no habrá, acaso en ese mismo instante, en otras ciudades de Alemania, del mundo entero, aplaudiendo en la escena vacía de su figuración, en las miríadas de copias que la reproducción mecánica ha hecho posible.

‘We know not what we do’, Ganin thought with repulsion, unable to watch the film any longer. Es comprensible.

5.

Mary no es, obviamente, la más memorable de las muchas novelas de Nabokov, pero ese pequeño pasaje vale por muchos de los de otros títulos más conocidos. Por la sencillez con la que introduce una mise-en-abyme insondable, por la facilidad con la que nos enfrenta a la cuestión irresoluble de la identidad. Claro que Ganin (claro que Nabokov) sabía que había hecho una película, pero no sabía siquiera si salía en ella, los directores no les enseñan a los extras las tomas, los dailies, y mucho menos les permiten la entrada a la sala de montaje. Ganin ni siquiera sabía en qué película actuaba, iba, o le llevaban, acaso a las afueras de Berlín, le daban sandwiches y unos marcos que necesitaba. Ganin no sabe a qué película se ha metido. Estas condiciones de contorno son decisivas para la epifanía de la propia imagen. A partir de ahí todo bascula, todo oscila.

Ahí, nos dice Nabokov que piensa Ganin, su imagen se mezcla con las otras figuras en un gray kaleidoscope, en un caleidoscopio que contiene apenas los (infinitos, bien entendu) matices del blanco y negro. Mucho más adelante, en la penúltima página de la novela, mientras espera un tren en una estación, una estación que abandonará antes de la llegada de ese tren, con su pasajera, la pasajera de la que ha visto las fotos de una forma igualmente inesperada, imprevisible, Ganin volverá a acordarse de these flickering, shadowy doppelgängers, the casual Russian film extras, y esos dos adjetivos, que traducen a medias las palabras parpadeantes o umbríos, definen tan bien, no a los actores, no a los figurantes, no a los exiliados rusos, sino a todos nosotros.

6.

Extra es una palabra que pertenece en origen al vocabulario técnico de la fotografía espiritista. El extra es lo de más que aparece una vez revelado el cliché, esa indecisa forma, que se pretende con los rasgos de la hija muerta, del padre fallecido. Sentados, corpóreos, en su bulto, los donantes, los que han requerido de la asistencia de la médium, de las artes del fotógrafo de lo oculto. En otra sesión, antes o después, igualmente corpóreos, apenas evanescentes entonces, los espíritus han sido registrados en la misma placa. Los milagros de la doble exposición. Otros trucos, como el empleo de láminas y cuadros (cómo olvidar las fotografías de hadas que subyugaron a los victorianos y que Conan Doyle, tan crédulo siempre, quiso desenmascarar), o esas materias blanquecinas que salían de los labios de la oficiante y que se dieron en llamar ectoplasma, han sido diseccionados a lo largo de los años, y constituyen un apasionante capítulo de la historia de la fotografía, es decir, de la historia de la Óptica.

Quienes hayan leído Morgana en Duino saben que hay un buen tramo de la novela en la que nos sumergimos en el mundo de la fotografía espiritista y de manera general en el comercio con fantasmas que tan à la mode estaba en el cambio del siglo XIX al XX (esas séances de Rilke con la Princesa en Duino...). La idea vuelve a ser la misma: la imagen existe, existe quizás en un grado superior al cuerpo, la imagen, por ello, apela, y es, en buena medida, independiente de su génesis, del hecho de que el fantasma requiera de un modelo.

Ahí está realmente el meollo de la cuestión. Antes del invento del espejo la realidad era una, dice en uno de sus aforismos Rafael Pérez Estrada. ¿Qué decir, entonces, de esas imágenes móviles, resistentes, inverosímilmente rotundas a pesar de la fragilidad de su constitución? En mi infancia, lo recuerdo bien, en una televisión escasísima, pero abundante y generosa en el cine, había un espacio en el UHF que se titulaba Sombras recobradas y estaba consagrado al cine más antiguo, al cine mudo. Sombras recobradas, renuentes a todo deterioro, más allá del de su inevitable soporte, pero aptas para todo tipo de transferencias, de cambios de formato, supervivientes, por tanto, como sin duda habrá sobrevivido, si es que alguna vez existió, esa película en la que había un crimen en la Ópera y en la que Nabokov, o quizás Ganin, aplaudía desde la platea.

7.

Mientras, paradójicamente, nosotros, los modelos del fantasma, nos morimos. Nos agostamos, devenimos otros, nuestros rostros son apenas incapaces herederos de unos rasgos que quedaron congelados en tanta foto, en tanta película. Cuando Deckard va a intentar retirar a su primer replicante, Leon, éste le coge por sorpresa y le tiene a su merced, en el suelo. Leon, obsesionado, como sólo puede estarlo una criatura viviente con su mortalidad, con el hecho de ser perecedero, le pregunta al blade runner: ¿cuánto voy a vivir? Deckard contesta cuatro años y Leon entonces replica more than you! Ahí, justamente ahí, es cuando Rachael le vuela la cabeza.

Brion James, que interpretaba a Leon Kowalski en Blade Runner, murió en 1999. Sean Young, que fue Rachael, vive, pero tiene, inconcebiblemente, 64 años. No hablemos de Harrison Ford. Y sin embargo, esa escena sigue ahí. Primero la vimos en una pantalla de cine (y tantas otras veces, después). Luego la tuvimos en VHS o DVD. Ahora podemos requerirla en las plataformas de streaming, ya tan incorpóreas como las propias figuras de la película (película es algo que siempre se quiso tan fino: una pielecita, algo que es pura superficie, sin volumen): siguen ahí. Han pasado mucho más de cuatro años. Han pasado más de cuarenta. ¿Qué es eso que hace el cine, que el cine nos hace? ¿Qué es esa locura de la supervivencia in effigie?

Sí, more than you! nos dice orgullosamente el extra de nuestra fotografía espiritista. Y esta película, añade, sería otra si yo no estuviera en ella, incluso si se me ve apenas en una esquina, en penumbra, en un parpadeo. Formo parte de la isla de Morel. Tú, mientras, eres un náufrago.

8.

Figurante, el que figura. Figúrate nos decimos para que la otra persona construya en su cabeza la escena, la historia que le estamos contando. Es algo figurado, y entonces la metáfora estalla, todo es pero no, todo es como si. Funciona, la que estalla entonces es nuestra cabeza. Si hacemos caso a la Wikipedia, un figurante con frase es en francés una silhouette. Mejor todavía.

De este lado, en el patio de butacas, somos carne, y sudor. Caducamos. Del otro lado, en la silver screen, hay teléfonos blancos, como en The purple rose of Cairo. No hay modo de competir: por eso nos montamos películas. Por eso, en nuestros guiones más desaforados, en ese Kinopalast de nuestros sueños, tú sales tanto. Una forma de supervivencia. No hay muchas más, tu sais.

En Der Himmel über Berlin se está rodando una película, dentro de la película. Es un film de nazis que se rueda on location en ese Berlín de caleidoscopio gris del entremuros que acabará estallando en el color del abrazo del ángel. El protagonista es Peter Falk, lieutenant Columbo. Le escuchamos pensar. Se pasea por el stage, se prueba sombreros. En una de las interminables pausas se sienta con los figurantes y los dibuja en una libretita (figura de figura de figura). Su pensamiento dice, en el inglés que le corresponde: Extras are so patient. They just sit. Esas sombras, esos fantasmas, esperan el acción, el a primera, están caracterizados como perseguidos, como presos, tienen rostros infinitamente tristes. Extras, these humans are extras, extra humans.

Columbo termina el sketch y se lo enseña a la figurante, que entonces tiene frase: es un dibujo muy bonito. Se ha convertido en silueta.

9.

Gerardo Lizarraga, el pintor español, estuvo presente en la toma de Barcelona por el ejército sublevado, al final de la Guerra Civil, y como tantos otros tuvo que marchar al exilio a pie, cruzando la frontera francesa, para ser internado en campos de refugiados más o menos improvisados en el litoral mediterráneo. Lejos, su mujer, Remedios Varo, acompañada de su pareja de entonces, Benjamin Péret, el gran poeta surrealista, desconoce cuál ha sido su destino. Es 1939. Muy poco después los nazis pasearán por París.

En un cine, en un newsreel se muestran las actualités del momento. La noticia es España, la guerra de España. Hay fotógrafos y cineastas que se han desplazado al terreno para captar imágenes que se difunden a todo el mundo en los noticiarios. En el campo de Argelès, alguien filma a un hombre que escribe. Es Lizarraga. En la sala de cine, unas semanas después, Remedios lo ve. Va a la cabina del proyeccionista, le pide el fotograma. Empieza el proceso para poder sacar a Gerardo de allí.

Los surréalistes, tan aficionados al hasard objectif, podrían exhibir este acontecimiento como prueba de ese orden subterráneo, de esas misteriosas correspondencias. Lizarraga estaba en Argelès-sur-Mer, pero sus Doppelgänger (no es precisa la s si el plural es en alemán) se repartían por toda Europa, por todo el mundo. Uno de ellos salió al encuentro de la mirada de Varo (¿o fue al revés?). Lo que había en la pantalla era un hombre envejecido, escuálido, encorvado sobre un papel.

Un refugiado. Una víctima de la guerra. ¿Les suena?

10.

La inflación de las imágenes nos ha hecho insensibles a ellas. Ahora ya no sería un milagro que nos viéramos en cualquier cine, en cualquier pantalla: lo sorprendente sería que no nos encontrásemos nunca con nuestros miles de simulacros que impunemente hemos producido. Eso ha devaluado el valor de cada una de esas efigies y nos ha permitido aceptar cualquier testimonio de crueldad, cualquier manifestación del dolor, con poco más que una mueca de desagrado, y un conveniente scroll.

Pero esas imágenes siguen siendo verdad, y son igualmente recalcitrantes. Y nos sobreviven. Figurantes involuntarios, acaso apareceremos en futuros archivos de la ignominia, acaso se nos señalará como habitantes de un sinsentido que se prolonga y se prolonga. O acaso no habrá ya dedos u ojos. Ellas, las imágenes, esperarán, incorruptibles en sus bytes, resistentes como sólo puede serlo un fantasma.

Cuando éramos pequeños mi hermano y yo, nuestro padre nos sacó en algunas (pocas) películas de súper-8, de las que se tomaban con el tomavistas. Desconozco dónde están esas películas, no sé si habrán sido destruidas, probablemente, no dispondría ya de proyector alguno con que mostrarlas. Recuerdo que nos hacía mucha gracia (éramos pequeños, todo aquello era nuevo) que se le pudiera dar para atrás e invertir así el tiempo de dentro de la película (diegético, acabamos por decir un día). Las figuras son inmunes a esos procedimientos. Si se vuelve a dar para adelante retoman la carrera.

Hace muchos años participé como actor en varios cortos de amigos y amigas. No he vuelto a ver la mayor parte de ellos, algunos ni siquiera los llegué a ver nunca. Supongo que sobrevivirán, en obscuras cintas magnéticas o convenientemente digitalizados. No sé qué ocurriría en mí si un día, como Ganin, me viera inesperadamente en la pantalla de un cine. Sería divertido, sin duda. Y también terrible. Porque aquello está lleno de muertos, empezando por mí.

O mejor dicho, es al revés, es esto lo que está lleno de muertos. Las imágenes gozan del don de la juventud eterna.

11.

Una vez, hace mucho tiempo, cuando todavía merecía la pena ir a la FNAC a ver libros, yo iba todo el tiempo. Un día, sin darme cuenta, entré mientras estaban rodando una película. Me puse a mirar mis libros sin advertir nada. La persona que había frente a mí en la mesa de novedades me dijo algo así como “no mires a cámara” o “silencio”. Sólo entonces fui consciente de que, en el otro extremo de la planta estaba ocurriendo algo anormal. Álex Angulo, o, si se quiere, el Padre Berriatúa, estaba robando el libro del Profesor Cavan.

No salgo en la escena, como cabía esperar, estaba del otro lado, me parece. O si salgo es imposible de apreciar. Ni siquiera sé si ésa fue la toma buena. En cuanto escuché el corten me fui a la planta de arriba y luego ya no volví por allí. Pero, aunque fuera de un modo absurdo, aunque esté fuera de campo, fui un extra de El día de la bestia, de Álex de la Iglesia.

Es una película que termina en la estatua al Ángel Caído que hay en el Parque del Retiro de Madrid. El sueño de infancia más antiguo que recuerdo era sobre esa estatua (de niños íbamos mucho al Retiro).

Me parece, pues, apropiado.

12.

He perdido muchas fotos. Otras están en trasteros ilocalizables (o no), en discos duros propensos al borrado, en disquetes de imposible reproducción. Desde hace un tiempo produzco imágenes que difundo por las llamadas redes sociales. Algunas imágenes mías no las he visto nunca, fueron tomadas por otras personas con sus cámaras fotográficas, con sus móviles. Desconozco, por tanto, la extensión exacta de esa prole de simulacros que me sobrevivirá.

En algunas de esas fotos estamos juntos. Colocadas una al lado de la otra, enarbolan un relato. Un mero cambio de orden, el escamoteo de algunas, el súbito descubrimiento de una caja de zapatos perdida en alguna mudanza, puede alterar drásticamente ese relato. Todo es, por supuesto, mentira, pero al mismo tiempo es seguramente más cierto que el otro relato, el de las células, el de la carne, el del espectador, el del modelo del fantasma.

En el comienzo de Persona, de Bergman, en esa sucesión aparentemente caótica de imágenes, el niño se enfrenta a una pantalla en blanco, que toca con su mano, violando así la distancia que requiere el visionado. En la pantalla vemos como emergen, primero desenfocados, los rostros de Bibi Andersson y Liv Ullman. Se suceden, se confunden en uno. Acabarán superponiéndose, mitad con mitad, en el final de la película. Esa labilidad, esa posibilidad de fusión, de un continuo desvanecerse y recobrarse, me parece que es lo decisivo.

En tanto que imágenes no sólo prevalecemos, sino que podemos igualmente oscilar, podemos convertirnos en oleajes, podemos convivir en infinitos avatares, podemos permitirnos el lujo de ser falsos, de ser ficticios.

Ya que buscamos perdurar, renunciemos a toda existencia que no sea así: incorpórea, rotunda en su visualidad, desdeñosa, incólume. No hay muchas más opciones.

Y luego, simplemente, cerremos los ojos. Como si nos estuviéramos besando.

viernes, 17 de mayo de 2024

Los retornos

 Fragmentos para un relato

 

Que sean muchas las mañanas de verano

en que llegues —¡con qué placer y alegría!—

a puertos nunca vistos.

C.P. CAVAFIS, Ítaca

 

1.

La historia ya se ha contado en otro lugar.

En el lobby de un hotel hay una mesa larga con sillas. Un viajero, ya de noche, baja y se sienta en ella a escribir en una Moleskine negra. Sobre la mesa, tres, cuatro libros, alguno en italiano.

Es el 4 de enero de 2012. La ciudad es Trieste.

El viajero soy yo.

 

2.

El 4 de enero de 2012 estuve por primera vez en Duino. El 21 de enero de 1912, casi exactamente cien años antes, cuando paseaba por el sendero que hoy lleva su nombre, en las inmediaciones del Castillo de la Princesa Thurn und Taxis, al borde de las falesie que rodean la bahía de Trieste, Rilke cree oír los primeros versos de sus Elegien, que le llevará diez años concluir. Quién si yo gritara... Enfebrecido, durante los próximos días, concluye las dos primeras elegías y esboza algunas más.

Es posible que nadie en los órdenes angélicos le escuchase, sí, pero al menos una de esas voces le alcanzó, fulminándolo. Nada podría ser igual desde entonces.

 

3.

En enero de 2012 mi vida es realmente complicada, sobre todo, pero no exclusivamente, por motivos familiares, que vienen perfectamente al caso, pero que no revelaré aquí. El verano anterior tuve que cancelar apenas un par de días antes un viaje a Múnich y Viena, que acabaría realizando en el verano de 2012. No me moví de Madrid toda la segunda mitad del annus horribilis que fue 2011, salvo para un viaje a Ronda, en busca de lo que fuera que encontró allí Rilke. Un viaje sombrío y también luminoso, en ese paisaje vertical. Escribí muchos poemas esos días en mi Moleskine negra, la que luego viajaría conmigo a Trieste. Tuve miedo y estaba triste. Pero también vislumbré un camino que finalmente se me abrió esa mañana tan fría de enero, con ese cielo tan encapotado, mientras sorteaba mi vértigo para caminar por las huellas de Rilke.

Ésta es, pues, la historia de una resurrección. Para resucitar hay que estar muerto.

Los resucitados, inevitablemente, vuelven a morir. Pero aún no estamos en eso.

 

3.

Hay un momento concreto en el autobús de vuelta que me retorna a Trieste después de mi peregrinaje al Castillo de Duino en que siento, dentro de un cansancio infinito, una alegría distinta. La alegría de haber concebido y ejecutado con éxito un plan demencial, casi absurdo, la celebración privada y clandestina del centenario de un acontecimiento mágico y decisivo, against all odds. El miedo sigue, sigue la tristeza, pero ahora las anotaciones en las libretas, que en realidad nunca han cesado, orientan sus puntas de flecha en otra dirección, acumulan un impulso que irá desarrollándose en los siguientes años.

Nos damos cuerda. De vez en cuando nos damos cuerda. Somos juguetes mecánicos, y nuestra hojalata está ya un poco oxidada.

Quiero pensar que fueron tus manos las que me dieron cuerda. Pero no, fue otra cosa. Fue la niebla.

 

4.

Llamé a mi amiga H. en ese viaje del bus, que concluía en la Estación de Autobuses de Trieste, un lugar obscuro y gris, al menos entonces. Le conté que lo había conseguido. Había conseguido que la palabra arcana que fue Duino cuando la leí por primera vez, entonces en la edición de las Elegías de Cátedra a cargo de Eustaquio Barjau (deben de ser los primeros noventa), se convertiera en un lugar en el espacio, en un momento en el tiempo. De las propiedades de la Princesa Marie von Thurn und Taxis se dice que son esas Elegías, y yo venía de esas propiedades, exhausto, abatido, pero en cierto modo renovado, agarrándome a la esperanza de la literatura, que tan a menudo me había resultado aciaga, que había prácticamente abandonado durante años.

No hubo ángel para mí, y si lo hubo habló en una frecuencia que sólo pude entender después. Hubo, sí, los árboles a los que Rilke se abrazó, los acantilados. Hubo una extraña sensación de desintegración, de despersonalización, que resultó, a la larga, sanadora.

Hubo un café, más anotaciones, una cierta paz.

Pero todo esto ya se ha contado en otro lugar. Puede leerse allí.

 

5.

Había niebla y el mar era gris. La niebla permite substituir unas figuras por otras. La niebla es moldeable como el barro. Pero es tirana, pues es ella la que dicta lo que puede y no puede ser visto. La perspectiva de la bahía era un arcoíris de grises, blancos, azules obscuros, negros. Esa era la paleta que se me ofrecía, y yo la acepté.

Busqué mejor. Sí, allí estaba.

Gracias por la niebla.

 

6.

En la soledad, a veces, los dioses nos son propicios y nos otorgan presentes, por más que cualquier presente de los dioses sea una caja de Pandora que desparrame los vientos por toda nuestra existencia. Aquello ya estaba allí. No abrí el regalo hasta más tarde, tuve que volver a Duino dos años después para extraer todas esas cuentas de vidrio y reunirlas en un collar. Los ángeles de esa segunda visita veraniega y mucho más consciente entonaban otros himnos. También sirvieron, aunque no había ya ninguna niebla en la que pudiera cobijarse una epifanía.

Sirvió, sirvió de todos modos. Por eso desde entonces y ya para siempre mi imagen es la del árbol de Duino. Por eso mis simulacros deshojados siguen allí y me reconocen cuando vuelvo.

Había sido todo un puro juego, una pura mise-en-scène, para hacerme el interesante: lector de Rilke, súbito peregrino, engolado cronista. Sí, sí, todo eso es verdad. Pero también fue verdad lo otro, aunque no se pueda expresar, por más que uno escriba libros enteros.

Y de lo que no se puede hablar es preciso callar, acaso. Pero hoy, aquí, yo les sigo contando.

 

7.

No creo que a H. le dijera todas estas cosas en el trayecto del bus, entonces todo resultaba más primario. Si releo las notas de esos días (no lo hago, no quiero hacerlo, no quiero documentarme para esta entrada, tiene que salir así, del tirón) lo que estaba en juego era lisa y llanamente el fin del mundo. Se trataba de elegir el traje para el Juicio Final y de orientarse bien en la rave del Apocalipsis. Y todo eso en medio de una fatiga apisonadora.

Es lo que tienen los fines del mundo: son puntuales, nunca faltan a su cita. Y luego, inevitablemente, el mundo sigue.

 

8.

No recuerdo realmente los detalles de esa tarde del 4 de enero, a la vuelta de Duino. Sólo sé que en algún momento entré en la librería Achile, una librería de viejo que se cuenta entre los lugares más emblemáticos de Trieste (y eso es mucho decir). La recorrí, eso sí lo recuerdo, morosamente, ya en ese estado de ligereza y de contento que me había proporcionado el hecho de haber salido airoso de mi misión autoimpuesta. Encontré (es una librería italiana) la traducción francesa de la curiosa memoir de Magda von Hattinberg, Benvenuta, donde narra, muy a su modo, la extraña (cuál no lo es) historia de amor entre ella y Rilke. Es una edición de 1947. No conocía realmente entonces bien la historia de Benvenuta. Luego, con el correr de los años, llegué a escribir todo un ensayo sobre las cartas que Rilke la había dirigido (en paralelo con las cartas a Felice, de Kafka, ya he hablado de eso por aquí).

Compré otro libro. Era mi primer libro de Claudio Magris, creo. Cuando decidí que iría a Trieste (ni siquiera supe que Duino estaba al lado de Trieste hasta muchos años después de aquella primera lectura de las Elegías) aprendí que Trieste no es cualquier lugar en el mapa europeo, que ha sido una verdadera encrucijada y que hay muchos autores literarios, triestinos o no, que están ligados a esa ciudad sorprendente. Magris es, sin duda, uno de ellos. Estábamos condenados a encontrarnos. 

El libro se titula Itaca e oltre. La Odisea, definitivamente, nos alcanza.

 

9.

Junto a su libreta negra, uno de los libros del viajero es ése de Magris. Es la segunda edición de Garzanti, de noviembre de 1982, pero la primera es apenas de septiembre de 1982. La portada es, adecuadamente, azul. En dos tonos. Uno más claro, el del mar de verano. Otro, muy obscuro, el del mar nocturno.

En esa portada, bajo el título (que significaría Ítaca y más allá) puede leerse I luoghi del ritorno e della fuga in un viaggio attraverso alcuni grandi temi della nostra cultura. Es una colección de ensayos, que muestra la vastedad de los conocimientos de Magris y su límpido estilo literario.

Retornos. Fugas. En ello estábamos. En ello estamos.

No lo hago nunca, pero ese día era inevitable: feché la adquisición en la primera página: Trieste, 4.1.2012. Arriba, un número, sin duda el número de registro de la homérica Librería Achile: 164. Apenas un nueve en medio, y sería el año de mi nacimiento, hace sesenta años.

 

10.

Escribí mucho esa noche en la mesa del lobby del hotel NH Trieste. (Otra premonición: NH sería decisiva poco después para mi carrera literaria, si hay tal cosa: también les he contado eso ya.) Escribí incluso un poema que titulé Erste Elegie. No hubo nunca una segunda. No era necesaria.

Pero también leí mucho, seguí allí sentado muchas horas. La luz en mi habitación era muy pobre. Allí, en cambio, junto a la recepción, junto a los sillones en los que se sentaban ocasionalmente algunos otros viajeros como yo, se estaba bien, se estaba a salvo. Puede que no fuera estrictamente la primera vez que hacía algo así, pero lo cierto es que algo también se estaba inaugurando entonces: mi isla, mi burbuja de Solaris, mi refugio. Escribir fuera de casa, en cafés, en hoteles, en trenes. Ahí, de ese modo, expuesto a todas las radiaciones de ese cosmos paralelo de la literatura. Les parecerá una broma, pero yo llevo siendo escritor toda la vida, y aún así, sólo entonces, sólo en esos años de tanta zozobra, me decidí a serlo del todo, a serlo de veras. La noche del 4 de enero de 2012, quien se sentaba en esa silla del NH Trieste era ya un escritor. Y se notaba.

 

11.

Ese escritor, ese viajero, sí, leyó mucho en esa extraña madriguera en la intemperie de un salón de hotel. Leyó a Magris. En italiano. Ensayo tras ensayo: son piezas muy cortas la mayoría, de tres, cuatro páginas. Me subyugó: me descubrió que así también podía escribirse. Yo no había apenas intentado escribir así, era un poeta, un escritor de fragmentos, a ratos algún extraño relato aparecía, a veces el relato era micro y hasta me hacía ganar algún premio. Pero realmente nunca había escrito ensayos.

Quiero decir, ensayos como éste. Gracias por la niebla. Gracias, Magris.

 

12.

Ahí podría haber quedado todo, con toda su épica melancólica, con toda su exageración de cronista al que no le han pasado grandes aventuras que narrar en la Mesa Redonda de los paladines. Pero no. Todo eso pasó y fue decisivo. Y pasó algo más.

Lo que pasó es que se plegó el tiempo, que se dobló la esquina del libro de cuentas del transcurso. A veces ocurre. A veces uno, de repente, es consciente de las bifurcaciones. Alza la mano y ve esa matrix de venas que no son las suyas, sino las del acontecer. La ve, en su profundísima contingencia. Lo había anunciado la sensación de la mañana en el Sendero Rilke: esa forma gozosa de no existir. Esa forma gozosa de habernos vueltos ficticios.

 

13.

Es inútil relatar. Como en toda experiencia mística, apenas cabe fechar: como Pascal. El 4 de enero de 2012, mis infinitos dobles deshilachados estaban presentes, comparecían levemente luminosos, brevemente animados. Había en mí tal deseo de romper que rompí el tiempo. Y la niebla recolocó los objetos. Y hubo otro contaje. El partido siguió perdiéndose, irremediablemente, pero habíamos cambiado la ronda. Y las vueltas atrás ya serían para siempre a otro lado.

Al pasado. Al otro pasado. A los otros pasados. Igualmente inexistentes todos. Igualmente ficticios todos. Aptos para arder en la gozosa hoguera de la literatura.

En esta hoguera.

 

14.

Arribo aquí... y ya saben cómo sigue, si son borgianos, y cómo no serlo.

Releí el otro día, porque me rondaba ya esta entrada, El jardín de los senderos que se bifurcan. El cono de luz y el cono de sombra se afacetan, se hilan y se deslíen en múltiples combinaciones. Todo es inútil, pero todo es súbitamente glorioso. Todo resuena.

Todo rima. Esa noche rimamos. No sé explicarlo de otro modo.

 

15.

Volví a Trieste, ya lo he dicho arriba, dos años después, en el 2014. Para entonces ya tenía claro que volver era la opción, volver era la oportunidad de que aquello que arrancó esa noche de enero germinara en una obra literaria que mereciera tal nombre. Pero no volví al mismo hotel. Fui a otro, igualmente decisivo, muy cerca de la Achile.

Es cuento largo, y ya está contado. No hace falta repetirlo aquí.

 

16.

Sólo en 2019, cuando realmente ya habían pasado muchas cosas, cuando las hojas del libro que soy habían sido reescritas muchas veces desde ese enero de 2012, volví a alojarme en el NH Trieste. En 2019 soy más viejo, más sabio, estoy más tranquilo. He perdido casi todo lo que entonces ostentaba, esos objetos disonantes con los que ejecutaba mi torpe rutina de malabarista, así que todo es más fácil, todo está más desnudo.

El retorno está lleno de significado. Soy el superviviente, el explorador que vuelve al territorio que los cartógrafos han nombrado con su apellido. Y, sí, llevo una libreta, que ya no es Moleskine, sino Leuchturm, y sí, llevo muchos libros, y compro otros tantos.

Es por puro juego, porque ya podría escribir en la habitación, pero de algún modo quiero homenajear al viajero aquel, que tanto temblaba en ese enero de casi ocho años antes. Acarreo todos esos fetiches y me planto en la mesa del lobby dispuesto a leer y escribir hasta que el cuerpo aguante.

Es curioso cómo funcionan los retornos. Mi recuerdo del lugar era claro, lo sigue siendo, pero la perspectiva era falsa. O quizá los años que habían pasado habían conllevado una remodelación del espacio, una recolocación de los muebles. Me parece que estoy orientado de otro modo, en otro ángulo.

En Look at the Harlequins!, la última novela que publicó Nabokov, el narrador es incapaz de desandar en su mente un camino imaginado, no sabe girar en su memoria. Parece que la topología de los recuerdos es inestable. O tal vez lo sea la de la “realidad”, que Nabokov aconsejaba escribir siempre con comillas.

¿Te acuerdas tú mejor de qué lado estaba la mesa?

Es lo mismo. Todo me lo tomo a bien. Estoy contento en ese viaje de 2019, todo es ya más sencillo. Escribo, sí. Escribo sobre un fascinante crepúsculo que me ha sido dado observar desde el tren que me traía desde Venecia esa tarde. Los naranjas. Escribo sobre Torcello, donde he estado esa misma mañana, antes de coger ese tren.

Todo vuelve a empezar. No ejecutamos los mismos gestos, nos han cambiado la escenografía, estamos ya resabiados, tenemos ya demasiados trucos de actores viejos. Y sin embargo, funciona.

El tiempo se pliega, y cuando el tiempo se pliega se puede volver. Se puede volver incluso al futuro.

A este futuro. Ese día ya estaba escribiendo esto, como el 2012 ya estaba escribiendo lo que escribí en 2014, o en 2019. Estábamos todos allí, en el NH Trieste, el 4 de enero de 2012, ¿te acuerdas?

Todo vuelve a empezar.

 

17.

El 28 de diciembre de 2019 (el 28 de diciembre es la fecha de nacimiento de mi padre, que ha muerto en 2018, que estaba tan presente en mi cabeza en 2012) compro en La Feltrinelli de Trieste otro libro de Magris, Tempo curvo a Krems. Entre medias he leído bastante a Magris, es como un viejo amigo ya. Este libro es una colección de cinque racconti que ha aparecido apenas unos meses antes, en abril.

En uno de los relatos, el que da título al conjunto, Magris cuenta una curiosa historia en una primera persona con fuertes sobretonos autobiográficos (aunque todo es ficción, porque somos ficticios). Nos dice que él, insigne germanista como es, ha ido a Klosterneuburg, en las cercanías de Viena, a dar una conferencia sobre Kafka. Kafka murió en Kierling, que es básicamente un distrito de Klosterneuburg, en la clínica del Doctor Hoffmann.

Murió el 3 de junio de 1924. En poco más de dos semanas hará cien años. Otro centenario.

Releí el cuento el otro día. Ahora vuelvo a ser otro distinto, en cada acto un personaje. Ahora soy el blogger que escribe ensayos como éste. Al blogger le empezó a resonar todo. Klosterneuburg, l’Escorial viennese, habla de los Habsburgo, que hablan de Joseph Roth, que andaba justamente por ahí, y en esos días yo leía todo el rato cosas sobre Austria, y hay un pasaje de Vértigo (ay, el vértigo) de Sebald en el que éste, de un modo similar a lo que hacía Carl Seelig con Robert Walser (el paralelismo lo refuerza la inclusión en el texto de la fotografía de Walser con su paraguas, si bien recortada para que no aparezca el rostro), saca de su manicomio en Klosterneuburg, para dar un paseo juntos, al poeta Ernst Herbeck (yo también leía y escribía sobre locos entonces, sobre Canetti). En Klosterneuburg estuvo unos meses trabajando como jardinero Wittgenstein, lo que me llevaba a Viena de nuevo, y me conducía inevitablemente a esa brutal construcción literaria que es el Corrección de Thomas Bernhard, que tanto me impresionó cuando la leí hace ya sus buenos treinta años, y que releí las semanas pasadas.

Y ésa iba a ser la entrada, un ensayo à la Magris en la que iba pasando de un autor a otro, hilando una historia, arbitraria como todas, para mayor lucimiento del ensayista con esa tendencia a la pedantería que ustedes a estas alturas ya conocen tan bien.

Pero no. Ésa no debía ser la entrada. No se trataba de erudición ahora, había que ir más a la raíz. Lo intento, una última vez.

 

18.

En Tempo curvo a Krems (Krems es otra ciudad austriaca, al borde de ese Danubio que Magris nos llevó a recorrer con tanta maestría en, quizás, su libro más famoso), en la cena ofrecida al conferenciante, una mujer menciona a una supuesta conocida de Magris, que él identifica como una compañera de la escuela, de la que él estaba enamorado, como el resto de los chicos. No voy a reproducir el relato, les invito a que lo lean (hay ahora traducción al castellano en Anagrama, y también otra más reciente al catalán en Edicions de 1984): en él Magris se extiende sobre la cuestión del tiempo, no temiendo adentrarse en algunos territorios de la Física, con mayor o menor acierto.

Lo decisivo, lo que me conmovió entonces, en ese lobby del NH, en 2019, lo que cerraba el círculo de ese Itaca y más allá de casi ocho años antes, es que en el cuento se abordaba la incongruencia de las memorias compartidas, la posibilidad de que los recuerdos de los otros protagonistas de nuestra historia no coincidan con los nuestros, de que nuestros pasados se solapen, pero no se superpongan, lo que hace que la cronología salte por los aires, que el tiempo se desdibuje, que el relato admita, bruscamente, de repente, todas sus posibles bifurcaciones, como en la novela de Herbert Quain, como en el libro del casi inextricable Ts’ui Pên.

La transparencia: las venas de la sucesión mostrándose en el contraluz del gesto. Un pliegue dentro de otro pliegue, en un libro que contiene, como todos los libros, todos sus antepasados.

Sí, había llegado, en esos años, a Ítaca, y la había sobrepasado. La Odisea nos alcanza. Hay, como nos auguraba Cavafis, muchas Ítacas, muchas playas a las que arribar al amanecer.

Somos afortunados.

 

19.

La inseguridad del pasado, su labilidad, nos salva. Nos permite vislumbrar otros relatos, deshacer algunos agravios, compensar algunas tristezas. Al menos en el papel del libro, en la historia que intercambiamos en las cartas, en las conversaciones en el lobby de un hotel de una ciudad adriática, en algún café de Madrid, de París, de Barcelona, de Roma. Es bueno que el pasado sea falso, que sea lo más falso que hay, porque de ese modo en el presente puede haber Ítacas, puede haber fotografías de Ítaca, trucadas gloriosamente, puede haber nuevos poemas de Cavafis, que nunca fueron escritos, pero con los que bien podemos soñar. El pasado es una losa demasiado pesada como para que no saludemos con alborozo su repentina inconsistencia, su transformación en una hoja que mueve el viento, la hoja del árbol aquel de Duino, que ya no es el mismo, pero nunca fue el mismo. Nunca nada fue el mismo, lo mismo.

Y es así como se retorna, como se burla la vigilancia de la Aduana del Presente. En los libros, en las lecturas, en las libretas.

Es todo ficticio, pero así es todo: ficticio.

 

y 20.

Éste no es el relato que había que contar, apenas he acumulado aquí algunos fragmentos de un relato que, con toda probabilidad, nunca será escrito, pero al que se podrá volver siempre, cuando se quiera, como se quiera. En ese relato estamos todos, nadie ha muerto, todo vuelve a empezar.

La noche del viajero, la noche del escritor, se repite. Imperfectamente: la vida carece de imaginación y por eso es una plagiaria más bien torpe. Pero no importa.

El domingo 15 de enero de 2023, otro viajero, ahora sentado en el cuarto de escribir de su casa (ese otro lobby de hotel, en el que de igual modo, a veces, la burbuja aparece y entonces todo el alrededor se diluye, gracias por la niebla) decide que ha llegado la hora y coloca la fotografía de un brindis. Todo vuelve a empezar: ahora se llama Pálido juego, y es un lugar al que todos estamos invitados.

Ésta es la entrada 100. Tenía que ser especial. Espero que lo haya sido.

sábado, 11 de mayo de 2024

 


Yo me salvé escribiendo

después de la muerte de Jaime Gil de Biedma.

JAIME GIL DE BIEDMA

 

En el capítulo 14 (siempre el catorce) de esa bellísima autobiografía que es Speak, memory, de manera completamente inesperada, Vladimir Nabokov deja de mirarnos a los lectores a los que nos está contando los episodios de su vida y tuerce la cara hacia un lado, buscando a su esposa Véra (a quién la obra, como todas las demás, está dedicada) y le dice, a propósito de un problema de ajedrez (Nabokov fue siempre muy aficionado a esos juegos y produjo un buen número de ellos) que está usando como metáfora: All of a sudden, I felt that with the completion of my chess problem a whole period of my life had come to a satisfactory close. Everything around was very quiet: faintly dimpled, as it were, by the quality of my relief. Sleeping in the next room were you and our child. Y ese you nos coge desprevenidos y cambia el curso de la lectura.

El periodo que está narrando Nabokov en esos pasajes corresponde al momento en que, tras una primera huida de la Alemania nazi a Francia, justo antes de la ocupación de ésta, los Nabokov han de salir de Europa in extremis para alcanzar por fin los añorados Estados Unidos. Aunque Speak, memory apareció ya en la década de los cincuenta, contiene material que fue elaborándose y publicándose de manera discontinua y desordenada, incluyendo un capítulo que se había escrito originalmente en francés y publicado como un relato exento. No es que Nabokov se entregue a su pasión artística como a una especie de ocio despreocupado mientras todo arde alrededor: es que tiene que ganar dinero, y lo hace publicando todo lo que puede. De hecho, aún en Europa termina su primera novela en inglés, The real life of Sebastian Knight (y ahí tenemos el knight, que es también el caballo en el ajedrez), anticipándose a ese cambio de idioma que le convertirá en, indiscutiblemente, uno de los autores decisivos en inglés del siglo XX.

Speak, memory también está redactada en su nueva lengua literaria, y la mirada retrospectiva de Nabokov recorre toda su vida, desde su infancia rusa hasta ese momento final en el que, con su familia, están a punto de abordar el barco que les sacara del continente asediado. En todo momento la narración en primera persona se produce del modo convencional, como postulando una especie de auditorio invisible o un interlocutor anónimo y silente, nosotros, sus lectores. Por eso cuando irrumpe, ya casi concluido el trayecto, ese you tan sumamente íntimo en esa descripción de la escena familiar en la que Nabokov vela mientras su pequeño hijo y la compañera de su vida ya duermen, nos golpea y nos hace incluso sentir un súbito pudor, como si hubiésemos irrumpido sin autorización en esa habitación francesa que ofrece un refugio precario y efímero. El you, una vez aparecido, se enseñorea del capítulo final, el 15, en el que Nabokov le cuenta a Véra las cosas que han vivido juntos. Y habrá otros you en otras obras de Nabokov, de igual manera que habrá esas miradas a cámara, esa fuga a una insospechada tercera dimensión de la plana página: marcas de la casa.

¿Por qué escribir? ¿Para qué hacerlo? ¿Para quién hacerlo? Sentados en la habitación de escribir, en el café con Joseph Roth, en el tren, acaso ya muy tarde, de noche, cuando todo se ha aquietado, acaso llevados de un impulso irrefrenable, el impulso de denunciar una injusticia, de confesar un dolor, de compartir un asombro, acaso ya tan cansados, intentando un último truco, acaso para jugar, para seguir jugando, a todo trance, mientras dure, ¿quién es el que nos mira escribir? ¿Qué ojos son los que soñamos que recorran las líneas? ¿Qué nombre callamos o escribimos con una gran versal? ¿Quién está ahí, del otro lado? ¿Alguien, muchos, todos, nadie? Ah, es una palabra poderosa, es la aceptación de que hay un yo que no somos, la llamada a una comunicación acaso imposible, pero imprescindible. Decimos tú y el texto se polariza, las líneas se hacen verticales, todo se eriza. Y cuando somos (ah, quién lo fuera, quién lo hubiera sido) ese no podemos evitar sentir un escalofrío.

En la película de Jean Cocteau, Orphée, que parte de una dramaturgia anterior, pero que la modifica, haciendo uso de la capacidad inigualable del francés para generar poesía fílmica, hay una figura que, desde la primera vez que la vi, hace ya tantos años, me subyuga. El nombre del personaje es La Princesse y su intérprete es la gran María Casares. La Princesa, a pesar de lo rimbombante de su título y de su majestuosa elegancia, no es mucho más allá de una funcionaria que, ayudada por otros operarios como Heurtebise (que es nombre de ascensor, pero ya contaré eso en otro momento) y un par de motoristas, realiza el trasiego de los muertos de un lado a otro del espejo, transitando por ese obscuro paraje llamado la Zona, donde los vidrieros cantan su mercancía, sopla continuamente el viento frío del otro lado y las sombras deambulan desvaídas. El comercio de La Prisionera con Orfeo, que ansía recuperar a su perdida Eurídice, la lleva a transgredir la rigurosa normativa del Hades y por ello debe ser juzgada, junto con su cómplice Cégeste, por el tribunal de Minos. Una vez depuesta la declaración de Cégeste, el presidente de la corte solicita que venga la segunda persona. La Princesa es la Segunda Persona, la que acompaña siempre, la sombra. La Princesa, es decir, la muerte, es la Segunda Persona.

Escribí hace tiempo que nada podía desear más que en el momento de mi muerte, mi Daena, la que me viniera a buscar, tuviera los ojos verdes de María Casares. De algún modo ronda por aquí, mientras escribo, apoya levemente su mano en mi hombro (¿o es el ángel Cassiel mientras leo en la biblioteca de Berlín?). No estoy solo, esa presencia me es familiar desde antes de recordarme. la enuncia siempre, por supuesto, eso va de suyo. Puedo decir lo ves, María, puedo callar y de repente decir sigues aquí, María. Ella no va a responder, el al que escribimos no responde, no debe, no puede hacerlo. Pero escucha. Pero lee.

Me cuesta escribir en la primera persona del singular. Aquí, menos, aquí en el blog de un tiempo a esta parte está ocurriendo un hecho curioso: me permito lo confesional, lo memorial. Hablo de mí, sin más máscaras o impostación que las imprescindibles de este ejercicio, tan mentiroso en el fondo. Pero he tendido a hacer una literatura del nosotros, en la que las preocupaciones metafísicas que alentaban a los poemas, o las declaraciones más o menos apocalípticas que solían adornar ensayos o relatos, siempre aparecían en una especie de plural, no tanto mayestático como colectivo, arrogándome un papel de portavoz que, obviamente, no me correspondía, pero al que accedía convencido de que mis inquietudes, mis temores, mis deseos, mis alegrías no eran en el fondo diferentes de las de todos los demás, pues todos compartimos esta deriva, esta perplejidad del estar vivos, este no saber muy bien qué hacer con las manos, con la boca. Estamos solos diría, y así estaríamos juntos. Estamos aquí, decía,  y así hacía señales. Ya nos vamos, y sobrevendría un silencio que sería sólo mío, y alguien, cualquiera, podría seguir con la frase.

Sí, es compleja la dinámica de las personas del verbo. Esas terceras personas del narrador omnisciente caído en descrédito hace ya siglo y pico, ese yo que no puede evitar mezclar la ficción con la otra ficción que es contar la verdad, esas Lisi o Beatrice que ponían nombre a una imagen eterna y se convertían así en intercambiables, y por ello en inmortales, en vigentes. Y, sí, los de los no me dejes, de los te echo de menos, de los te quiero. Los vosotros aquí no funcionan, salvo que uno se invista de la túnica del predicador, o se dirija a no se sabe qué comunidad de antepasados. En este diálogo recoleto, de acceso tan restringido, que es la lectura, el singular es obligatorio. Pero todo eso es sabido. Lo que, me parece, resta por dilucidarse es siempre lo mismo: mientras tecleo, ahora, mientras callo ese nombre o lo transformo en otro, mientras cuento una historia y le pongo calles y trajes y ojos azules o marrones o, por qué no, verdes, quién apoya su mano en mi hombro. Quién veré si paro un momento y giro la cabeza. ¿Sonríe? ¿Duerme? ¿Es plural y hasta a lo mejor infinito? ¿Tiene, siquiera, un rostro, un rostro que podamos imaginar en una estampa, o en un bosquejo que otra mano, pues somos diestros (y ahí está el nosotros, pues esto le pasa a todos, nos pasa siempre) sólo escribiendo, no pintando, ejecuta, tal vez a la caída de la tarde?

Así pues, en la constelación de las personas del verbo, ninguna llamada resulta impune. Cualquier palabra desencadena, como en ese bello y triste texto de Poe, The power of words, trenes de onda que viajan hasta los confines del sin confín. Por eso, mantener así el tono, cuidar la métrica, establecer una sólida estructura, combinar incluso dos o tres trucos, dos o tres trampas, no sirve de mucho, pero si entonces, en medio de ese discurrir calmo y casi anodino, simplemente paro

paro

y levanto la cabeza y digo: esto es para ti. Digo here’s looking at you, kid. Si digo ven, digo (dice Jaime) Imagínate ahora que tú y yo muy tarde en la noche hablemos de hombre a hombre finalmente. Si del mazo de la baraja extraigo la carta del , que tiene tantas siluetas, entonces, ¿qué? ¿Qué haremos para evitar ser aniquilados?

Cuando Jaime Gil de Biedma publica en 1975 la primera versión de su poesía reunida, ese manojo tan breve pero tan exquisito de poemas que constituyen, sin discusión posible, una de las cumbres de la poesía española del siglo XX (y menudo siglo es ése para la poesía española) decide hacerlo bajo el título de Las personas del verbo. Ignoro el motivo. Detecto, sí, algunos juegos. Persona es palabra resonante, ya lo sabemos. Conocemos la máscara que encierra, hemos visto a Bibi Andersson fundirse con Liv Ullmann, hemos aprendido ya tan antes la conjugación, incluido el modo potencial o el pretérito anterior. Y por ahí, inevitablemente, esa adivinanza geométrica que nos contaron de tan niños, sobre tres cosas que son sólo una. Porque el verbo puede ser el Verbo y las personas pueden ser las Personas, y esa divinidad triangular se convierte en una especie de raro caleidoscopio cuando el que asciende por la escala de luz del Paradiso la contempla. O, más sencillamente, sabemos que no somos uno, que cada verbo que sale de nuestros labios tiene muchos sujetos que lo pronuncian, concordes o disonantes, y nuestro drama en gente se viene desarrollando desde siempre y aún no tenemos claro siquiera la lista de las dramatis personae.

Comparativamente con otros autores, singularmente los de la generación del 27, que el niño poeta leía ávidamente desde casi cuando echó los dientes, Gil de Biedma llegó tarde a mi vida, ya metido en la veintena. Fue un impacto. Guardo con veneración la edición de Seix Barral de Las personas del verbo, que no es, claro, la primera, sino que reproduce la de 1982, con algunas variaciones respecto de la princeps, pero igualmente delgada, igualmente intensa. A ratos se me olvida que me gusta tanto Gil de Biedma (queremos tanto a Jaime), pero cuando, por lo que sea (hoy, porque quería hablar de ti, es decir, del , de los tús) vuelvo a recorrer los poemas, recupero aquella emoción, me siento como en casa. Me va bien, aunque sea un rato, ese traje de dandi, esa pose melancólica pero burlona. En aquellos años yo intentaba componer un poemario (yo escribía mucha poesía entonces, sólo poesía, casi, y cada vez lo hago menos, cada vez más lo hago nunca) que había titulado Abrázame, con ese imperativo de elidido, con ese grito. Eran poemas póstumos, como los de Gil de Biedma, que se supo mortal, mortal sucesivas veces, irreparable, abocado a una vejez en la que el anhelo seguirá existiendo pero nos mantendremos sentados, bien erguidos, en la silla de la puesta de sol, mirando un poco menos de reojo los cuerpos de la playa, anotando en un buen papel con una buena pluma, dando otro sorbo.

Hay poemas de Gil de Biedma que no puedo leer sin escalofrío. Uno, muy conocido, me sirvió para cerrar Morgana en Duino. Otro, el que empieza De qué sirve me hace saber cosas que no puedo saber, pues yo no he buscado el amor en tantos cuerpos, aunque bien podría escribir también un poema que se titulase Contra Agustín González-Cano, pues he perdido tantas oportunidades de convertirme en un clavadista, de tenderme con los ojos cerrados en la arena, de disfrutar lo alcanzado, sin más, sin menos. Y en el poema póstumo por excelencia, Después de la muerte de Jaime Gil de Biedma encontré el concepto que encerraba de manera perfecta toda esa desolación, toda esa grandeza: El último verano de nuestra juventud. Todos los veranos fueron siempre el último. Lo siguen siendo, aunque la juventud se ha ido yendo ya tan lejos, tan atrás. Quiero creer que el último verano de mi juventud lo pasé contigo.

Contigo.

Y que lo que vino después, esto, es un otoño en el que, a ratos, hay días buenos y la luz se filtra entre las hojas irremediablemente doradas que forman pequeñas camerae obscurae y producen innumerables imágenes tuyas,

tuyas,

y mías,

abrazadas un poco más estrechamente, porque el invierno ya no puede tardar.

Esta mañana he abierto Las personas del verbo al azar, y me he topado con uno de los últimos poemas póstumos, de ese Gil de Biedma que había decidido pasar directamente de la juventud a la vejez, sin detenerse en ese territorio inane y lleno de dolores de cabeza de la edad adulta. El poema se titula Artes de ser maduro y habla de ese deseo que es aún rescoldo, de esa posible esperanza que se obstina cuando ya todos los naipes se han repartido, de ese seis que puede salir en la tirada de los dados. De ese catorce, en suma. Soldado de la guerra perdida de la vida, mataron mi caballo, casi no lo recuerdo. Y, a pie, ambos, Jaime y yo, y tú nos miras, nos encaminamos al doquiera diciendo envejecer tiene su gracia. Aunque no.

El tiempo tiene sus trampas. Queda poco para el verano. Cuando empiece el verano, en el preciso instante en que empieza el verano, cuando el día es el más largo del año, yo cumpliré sesenta. No es que eso cambie mucho desde los cincuenta y nueve, o, para el caso, desde los cuarenta y tres, porque hace mucho ya que fue el último verano de nuestra juventud, pero guardo aún algunas cartas en la manga. La bolita gira y gira y la ruleta va tan rápida que apenas pueden discernirse los números. Todo puede pasar. Todo nos puede pasar. Todo nos pasará, porque todo nos ha pasado. Estaría bien poder cambiar juntos de año.

El tiempo tiene sus trampas, y la poesía tiene más aún. Pero un día fuimos tahúres y burlamos la suerte. Un día en que abrimos por primera vez La realidad y el deseo y supimos cómo sonreía hacia el amor Daytona, y cómo el remordimiento viste siempre su traje de noche (ay, el remordimiento, ése sí que no duerme nunca). Un día en que escuchamos a Luis Cernuda escribir

Si no te conozco, no he vivido;

Si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido.

El poema comienza Si el hombre pudiera decir lo que ama, y pertenece al libro Los placeres prohibidos. Sí, si el hombre pudiera decir lo que ama.

Volvemos la página. Al empezar el capítulo 15 y último de Speak, memory, Nabokov invoca a Horacio y se lamenta de un tempus que fugit, inclemente (ah, pero el tiempo tiene sus trampas, créeme), y le dice a su

The years are passing, my dear, and presently nobody will know what you and I know.

Y ahí, finalmente ahí, está todo. Puesto que te conozco, he vivido. Puesto que nos hemos conocido, sabemos cosas. Y hay cosas que sólo

y

yo

sabemos.

 

Here’s looking at you. This one’s from the heart.