viernes, 17 de mayo de 2024

Los retornos

 Fragmentos para un relato

 

Que sean muchas las mañanas de verano

en que llegues —¡con qué placer y alegría!—

a puertos nunca vistos.

C.P. CAVAFIS, Ítaca

 

1.

La historia ya se ha contado en otro lugar.

En el lobby de un hotel hay una mesa larga con sillas. Un viajero, ya de noche, baja y se sienta en ella a escribir en una Moleskine negra. Sobre la mesa, tres, cuatro libros, alguno en italiano.

Es el 4 de enero de 2012. La ciudad es Trieste.

El viajero soy yo.

 

2.

El 4 de enero de 2012 estuve por primera vez en Duino. El 21 de enero de 1912, casi exactamente cien años antes, cuando paseaba por el sendero que hoy lleva su nombre, en las inmediaciones del Castillo de la Princesa Thurn und Taxis, al borde de las falesie que rodean la bahía de Trieste, Rilke cree oír los primeros versos de sus Elegien, que le llevará diez años concluir. Quién si yo gritara... Enfebrecido, durante los próximos días, concluye las dos primeras elegías y esboza algunas más.

Es posible que nadie en los órdenes angélicos le escuchase, sí, pero al menos una de esas voces le alcanzó, fulminándolo. Nada podría ser igual desde entonces.

 

3.

En enero de 2012 mi vida es realmente complicada, sobre todo, pero no exclusivamente, por motivos familiares, que vienen perfectamente al caso, pero que no revelaré aquí. El verano anterior tuve que cancelar apenas un par de días antes un viaje a Múnich y Viena, que acabaría realizando en el verano de 2012. No me moví de Madrid toda la segunda mitad del annus horribilis que fue 2011, salvo para un viaje a Ronda, en busca de lo que fuera que encontró allí Rilke. Un viaje sombrío y también luminoso, en ese paisaje vertical. Escribí muchos poemas esos días en mi Moleskine negra, la que luego viajaría conmigo a Trieste. Tuve miedo y estaba triste. Pero también vislumbré un camino que finalmente se me abrió esa mañana tan fría de enero, con ese cielo tan encapotado, mientras sorteaba mi vértigo para caminar por las huellas de Rilke.

Ésta es, pues, la historia de una resurrección. Para resucitar hay que estar muerto.

Los resucitados, inevitablemente, vuelven a morir. Pero aún no estamos en eso.

 

3.

Hay un momento concreto en el autobús de vuelta que me retorna a Trieste después de mi peregrinaje al Castillo de Duino en que siento, dentro de un cansancio infinito, una alegría distinta. La alegría de haber concebido y ejecutado con éxito un plan demencial, casi absurdo, la celebración privada y clandestina del centenario de un acontecimiento mágico y decisivo, against all odds. El miedo sigue, sigue la tristeza, pero ahora las anotaciones en las libretas, que en realidad nunca han cesado, orientan sus puntas de flecha en otra dirección, acumulan un impulso que irá desarrollándose en los siguientes años.

Nos damos cuerda. De vez en cuando nos damos cuerda. Somos juguetes mecánicos, y nuestra hojalata está ya un poco oxidada.

Quiero pensar que fueron tus manos las que me dieron cuerda. Pero no, fue otra cosa. Fue la niebla.

 

4.

Llamé a mi amiga H. en ese viaje del bus, que concluía en la Estación de Autobuses de Trieste, un lugar obscuro y gris, al menos entonces. Le conté que lo había conseguido. Había conseguido que la palabra arcana que fue Duino cuando la leí por primera vez, entonces en la edición de las Elegías de Cátedra a cargo de Eustaquio Barjau (deben de ser los primeros noventa), se convertiera en un lugar en el espacio, en un momento en el tiempo. De las propiedades de la Princesa Marie von Thurn und Taxis se dice que son esas Elegías, y yo venía de esas propiedades, exhausto, abatido, pero en cierto modo renovado, agarrándome a la esperanza de la literatura, que tan a menudo me había resultado aciaga, que había prácticamente abandonado durante años.

No hubo ángel para mí, y si lo hubo habló en una frecuencia que sólo pude entender después. Hubo, sí, los árboles a los que Rilke se abrazó, los acantilados. Hubo una extraña sensación de desintegración, de despersonalización, que resultó, a la larga, sanadora.

Hubo un café, más anotaciones, una cierta paz.

Pero todo esto ya se ha contado en otro lugar. Puede leerse allí.

 

5.

Había niebla y el mar era gris. La niebla permite substituir unas figuras por otras. La niebla es moldeable como el barro. Pero es tirana, pues es ella la que dicta lo que puede y no puede ser visto. La perspectiva de la bahía era un arcoíris de grises, blancos, azules obscuros, negros. Esa era la paleta que se me ofrecía, y yo la acepté.

Busqué mejor. Sí, allí estaba.

Gracias por la niebla.

 

6.

En la soledad, a veces, los dioses nos son propicios y nos otorgan presentes, por más que cualquier presente de los dioses sea una caja de Pandora que desparrame los vientos por toda nuestra existencia. Aquello ya estaba allí. No abrí el regalo hasta más tarde, tuve que volver a Duino dos años después para extraer todas esas cuentas de vidrio y reunirlas en un collar. Los ángeles de esa segunda visita veraniega y mucho más consciente entonaban otros himnos. También sirvieron, aunque no había ya ninguna niebla en la que pudiera cobijarse una epifanía.

Sirvió, sirvió de todos modos. Por eso desde entonces y ya para siempre mi imagen es la del árbol de Duino. Por eso mis simulacros deshojados siguen allí y me reconocen cuando vuelvo.

Había sido todo un puro juego, una pura mise-en-scène, para hacerme el interesante: lector de Rilke, súbito peregrino, engolado cronista. Sí, sí, todo eso es verdad. Pero también fue verdad lo otro, aunque no se pueda expresar, por más que uno escriba libros enteros.

Y de lo que no se puede hablar es preciso callar, acaso. Pero hoy, aquí, yo les sigo contando.

 

7.

No creo que a H. le dijera todas estas cosas en el trayecto del bus, entonces todo resultaba más primario. Si releo las notas de esos días (no lo hago, no quiero hacerlo, no quiero documentarme para esta entrada, tiene que salir así, del tirón) lo que estaba en juego era lisa y llanamente el fin del mundo. Se trataba de elegir el traje para el Juicio Final y de orientarse bien en la rave del Apocalipsis. Y todo eso en medio de una fatiga apisonadora.

Es lo que tienen los fines del mundo: son puntuales, nunca faltan a su cita. Y luego, inevitablemente, el mundo sigue.

 

8.

No recuerdo realmente los detalles de esa tarde del 4 de enero, a la vuelta de Duino. Sólo sé que en algún momento entré en la librería Achile, una librería de viejo que se cuenta entre los lugares más emblemáticos de Trieste (y eso es mucho decir). La recorrí, eso sí lo recuerdo, morosamente, ya en ese estado de ligereza y de contento que me había proporcionado el hecho de haber salido airoso de mi misión autoimpuesta. Encontré (es una librería italiana) la traducción francesa de la curiosa memoir de Magda von Hattinberg, Benvenuta, donde narra, muy a su modo, la extraña (cuál no lo es) historia de amor entre ella y Rilke. Es una edición de 1947. No conocía realmente entonces bien la historia de Benvenuta. Luego, con el correr de los años, llegué a escribir todo un ensayo sobre las cartas que Rilke la había dirigido (en paralelo con las cartas a Felice, de Kafka, ya he hablado de eso por aquí).

Compré otro libro. Era mi primer libro de Claudio Magris, creo. Cuando decidí que iría a Trieste (ni siquiera supe que Duino estaba al lado de Trieste hasta muchos años después de aquella primera lectura de las Elegías) aprendí que Trieste no es cualquier lugar en el mapa europeo, que ha sido una verdadera encrucijada y que hay muchos autores literarios, triestinos o no, que están ligados a esa ciudad sorprendente. Magris es, sin duda, uno de ellos. Estábamos condenados a encontrarnos. 

El libro se titula Itaca e oltre. La Odisea, definitivamente, nos alcanza.

 

9.

Junto a su libreta negra, uno de los libros del viajero es ése de Magris. Es la segunda edición de Garzanti, de noviembre de 1982, pero la primera es apenas de septiembre de 1982. La portada es, adecuadamente, azul. En dos tonos. Uno más claro, el del mar de verano. Otro, muy obscuro, el del mar nocturno.

En esa portada, bajo el título (que significaría Ítaca y más allá) puede leerse I luoghi del ritorno e della fuga in un viaggio attraverso alcuni grandi temi della nostra cultura. Es una colección de ensayos, que muestra la vastedad de los conocimientos de Magris y su límpido estilo literario.

Retornos. Fugas. En ello estábamos. En ello estamos.

No lo hago nunca, pero ese día era inevitable: feché la adquisición en la primera página: Trieste, 4.1.2012. Arriba, un número, sin duda el número de registro de la homérica Librería Achile: 164. Apenas un nueve en medio, y sería el año de mi nacimiento, hace sesenta años.

 

10.

Escribí mucho esa noche en la mesa del lobby del hotel NH Trieste. (Otra premonición: NH sería decisiva poco después para mi carrera literaria, si hay tal cosa: también les he contado eso ya.) Escribí incluso un poema que titulé Erste Elegie. No hubo nunca una segunda. No era necesaria.

Pero también leí mucho, seguí allí sentado muchas horas. La luz en mi habitación era muy pobre. Allí, en cambio, junto a la recepción, junto a los sillones en los que se sentaban ocasionalmente algunos otros viajeros como yo, se estaba bien, se estaba a salvo. Puede que no fuera estrictamente la primera vez que hacía algo así, pero lo cierto es que algo también se estaba inaugurando entonces: mi isla, mi burbuja de Solaris, mi refugio. Escribir fuera de casa, en cafés, en hoteles, en trenes. Ahí, de ese modo, expuesto a todas las radiaciones de ese cosmos paralelo de la literatura. Les parecerá una broma, pero yo llevo siendo escritor toda la vida, y aún así, sólo entonces, sólo en esos años de tanta zozobra, me decidí a serlo del todo, a serlo de veras. La noche del 4 de enero de 2012, quien se sentaba en esa silla del NH Trieste era ya un escritor. Y se notaba.

 

11.

Ese escritor, ese viajero, sí, leyó mucho en esa extraña madriguera en la intemperie de un salón de hotel. Leyó a Magris. En italiano. Ensayo tras ensayo: son piezas muy cortas la mayoría, de tres, cuatro páginas. Me subyugó: me descubrió que así también podía escribirse. Yo no había apenas intentado escribir así, era un poeta, un escritor de fragmentos, a ratos algún extraño relato aparecía, a veces el relato era micro y hasta me hacía ganar algún premio. Pero realmente nunca había escrito ensayos.

Quiero decir, ensayos como éste. Gracias por la niebla. Gracias, Magris.

 

12.

Ahí podría haber quedado todo, con toda su épica melancólica, con toda su exageración de cronista al que no le han pasado grandes aventuras que narrar en la Mesa Redonda de los paladines. Pero no. Todo eso pasó y fue decisivo. Y pasó algo más.

Lo que pasó es que se plegó el tiempo, que se dobló la esquina del libro de cuentas del transcurso. A veces ocurre. A veces uno, de repente, es consciente de las bifurcaciones. Alza la mano y ve esa matrix de venas que no son las suyas, sino las del acontecer. La ve, en su profundísima contingencia. Lo había anunciado la sensación de la mañana en el Sendero Rilke: esa forma gozosa de no existir. Esa forma gozosa de habernos vueltos ficticios.

 

13.

Es inútil relatar. Como en toda experiencia mística, apenas cabe fechar: como Pascal. El 4 de enero de 2012, mis infinitos dobles deshilachados estaban presentes, comparecían levemente luminosos, brevemente animados. Había en mí tal deseo de romper que rompí el tiempo. Y la niebla recolocó los objetos. Y hubo otro contaje. El partido siguió perdiéndose, irremediablemente, pero habíamos cambiado la ronda. Y las vueltas atrás ya serían para siempre a otro lado.

Al pasado. Al otro pasado. A los otros pasados. Igualmente inexistentes todos. Igualmente ficticios todos. Aptos para arder en la gozosa hoguera de la literatura.

En esta hoguera.

 

14.

Arribo aquí... y ya saben cómo sigue, si son borgianos, y cómo no serlo.

Releí el otro día, porque me rondaba ya esta entrada, El jardín de los senderos que se bifurcan. El cono de luz y el cono de sombra se afacetan, se hilan y se deslíen en múltiples combinaciones. Todo es inútil, pero todo es súbitamente glorioso. Todo resuena.

Todo rima. Esa noche rimamos. No sé explicarlo de otro modo.

 

15.

Volví a Trieste, ya lo he dicho arriba, dos años después, en el 2014. Para entonces ya tenía claro que volver era la opción, volver era la oportunidad de que aquello que arrancó esa noche de enero germinara en una obra literaria que mereciera tal nombre. Pero no volví al mismo hotel. Fui a otro, igualmente decisivo, muy cerca de la Achile.

Es cuento largo, y ya está contado. No hace falta repetirlo aquí.

 

16.

Sólo en 2019, cuando realmente ya habían pasado muchas cosas, cuando las hojas del libro que soy habían sido reescritas muchas veces desde ese enero de 2012, volví a alojarme en el NH Trieste. En 2019 soy más viejo, más sabio, estoy más tranquilo. He perdido casi todo lo que entonces ostentaba, esos objetos disonantes con los que ejecutaba mi torpe rutina de malabarista, así que todo es más fácil, todo está más desnudo.

El retorno está lleno de significado. Soy el superviviente, el explorador que vuelve al territorio que los cartógrafos han nombrado con su apellido. Y, sí, llevo una libreta, que ya no es Moleskine, sino Leuchturm, y sí, llevo muchos libros, y compro otros tantos.

Es por puro juego, porque ya podría escribir en la habitación, pero de algún modo quiero homenajear al viajero aquel, que tanto temblaba en ese enero de casi ocho años antes. Acarreo todos esos fetiches y me planto en la mesa del lobby dispuesto a leer y escribir hasta que el cuerpo aguante.

Es curioso cómo funcionan los retornos. Mi recuerdo del lugar era claro, lo sigue siendo, pero la perspectiva era falsa. O quizá los años que habían pasado habían conllevado una remodelación del espacio, una recolocación de los muebles. Me parece que estoy orientado de otro modo, en otro ángulo.

En Look at the Harlequins!, la última novela que publicó Nabokov, el narrador es incapaz de desandar en su mente un camino imaginado, no sabe girar en su memoria. Parece que la topología de los recuerdos es inestable. O tal vez lo sea la de la “realidad”, que Nabokov aconsejaba escribir siempre con comillas.

¿Te acuerdas tú mejor de qué lado estaba la mesa?

Es lo mismo. Todo me lo tomo a bien. Estoy contento en ese viaje de 2019, todo es ya más sencillo. Escribo, sí. Escribo sobre un fascinante crepúsculo que me ha sido dado observar desde el tren que me traía desde Venecia esa tarde. Los naranjas. Escribo sobre Torcello, donde he estado esa misma mañana, antes de coger ese tren.

Todo vuelve a empezar. No ejecutamos los mismos gestos, nos han cambiado la escenografía, estamos ya resabiados, tenemos ya demasiados trucos de actores viejos. Y sin embargo, funciona.

El tiempo se pliega, y cuando el tiempo se pliega se puede volver. Se puede volver incluso al futuro.

A este futuro. Ese día ya estaba escribiendo esto, como el 2012 ya estaba escribiendo lo que escribí en 2014, o en 2019. Estábamos todos allí, en el NH Trieste, el 4 de enero de 2012, ¿te acuerdas?

Todo vuelve a empezar.

 

17.

El 28 de diciembre de 2019 (el 28 de diciembre es la fecha de nacimiento de mi padre, que ha muerto en 2018, que estaba tan presente en mi cabeza en 2012) compro en La Feltrinelli de Trieste otro libro de Magris, Tempo curvo a Krems. Entre medias he leído bastante a Magris, es como un viejo amigo ya. Este libro es una colección de cinque racconti que ha aparecido apenas unos meses antes, en abril.

En uno de los relatos, el que da título al conjunto, Magris cuenta una curiosa historia en una primera persona con fuertes sobretonos autobiográficos (aunque todo es ficción, porque somos ficticios). Nos dice que él, insigne germanista como es, ha ido a Klosterneuburg, en las cercanías de Viena, a dar una conferencia sobre Kafka. Kafka murió en Kierling, que es básicamente un distrito de Klosterneuburg, en la clínica del Doctor Hoffmann.

Murió el 3 de junio de 1924. En poco más de dos semanas hará cien años. Otro centenario.

Releí el cuento el otro día. Ahora vuelvo a ser otro distinto, en cada acto un personaje. Ahora soy el blogger que escribe ensayos como éste. Al blogger le empezó a resonar todo. Klosterneuburg, l’Escorial viennese, habla de los Habsburgo, que hablan de Joseph Roth, que andaba justamente por ahí, y en esos días yo leía todo el rato cosas sobre Austria, y hay un pasaje de Vértigo (ay, el vértigo) de Sebald en el que éste, de un modo similar a lo que hacía Carl Seelig con Robert Walser (el paralelismo lo refuerza la inclusión en el texto de la fotografía de Walser con su paraguas, si bien recortada para que no aparezca el rostro), saca de su manicomio en Klosterneuburg, para dar un paseo juntos, al poeta Ernst Herbeck (yo también leía y escribía sobre locos entonces, sobre Canetti). En Klosterneuburg estuvo unos meses trabajando como jardinero Wittgenstein, lo que me llevaba a Viena de nuevo, y me conducía inevitablemente a esa brutal construcción literaria que es el Corrección de Thomas Bernhard, que tanto me impresionó cuando la leí hace ya sus buenos treinta años, y que releí las semanas pasadas.

Y ésa iba a ser la entrada, un ensayo à la Magris en la que iba pasando de un autor a otro, hilando una historia, arbitraria como todas, para mayor lucimiento del ensayista con esa tendencia a la pedantería que ustedes a estas alturas ya conocen tan bien.

Pero no. Ésa no debía ser la entrada. No se trataba de erudición ahora, había que ir más a la raíz. Lo intento, una última vez.

 

18.

En Tempo curvo a Krems (Krems es otra ciudad austriaca, al borde de ese Danubio que Magris nos llevó a recorrer con tanta maestría en, quizás, su libro más famoso), en la cena ofrecida al conferenciante, una mujer menciona a una supuesta conocida de Magris, que él identifica como una compañera de la escuela, de la que él estaba enamorado, como el resto de los chicos. No voy a reproducir el relato, les invito a que lo lean (hay ahora traducción al castellano en Anagrama, y también otra más reciente al catalán en Edicions de 1984): en él Magris se extiende sobre la cuestión del tiempo, no temiendo adentrarse en algunos territorios de la Física, con mayor o menor acierto.

Lo decisivo, lo que me conmovió entonces, en ese lobby del NH, en 2019, lo que cerraba el círculo de ese Itaca y más allá de casi ocho años antes, es que en el cuento se abordaba la incongruencia de las memorias compartidas, la posibilidad de que los recuerdos de los otros protagonistas de nuestra historia no coincidan con los nuestros, de que nuestros pasados se solapen, pero no se superpongan, lo que hace que la cronología salte por los aires, que el tiempo se desdibuje, que el relato admita, bruscamente, de repente, todas sus posibles bifurcaciones, como en la novela de Herbert Quain, como en el libro del casi inextricable Ts’ui Pên.

La transparencia: las venas de la sucesión mostrándose en el contraluz del gesto. Un pliegue dentro de otro pliegue, en un libro que contiene, como todos los libros, todos sus antepasados.

Sí, había llegado, en esos años, a Ítaca, y la había sobrepasado. La Odisea nos alcanza. Hay, como nos auguraba Cavafis, muchas Ítacas, muchas playas a las que arribar al amanecer.

Somos afortunados.

 

19.

La inseguridad del pasado, su labilidad, nos salva. Nos permite vislumbrar otros relatos, deshacer algunos agravios, compensar algunas tristezas. Al menos en el papel del libro, en la historia que intercambiamos en las cartas, en las conversaciones en el lobby de un hotel de una ciudad adriática, en algún café de Madrid, de París, de Barcelona, de Roma. Es bueno que el pasado sea falso, que sea lo más falso que hay, porque de ese modo en el presente puede haber Ítacas, puede haber fotografías de Ítaca, trucadas gloriosamente, puede haber nuevos poemas de Cavafis, que nunca fueron escritos, pero con los que bien podemos soñar. El pasado es una losa demasiado pesada como para que no saludemos con alborozo su repentina inconsistencia, su transformación en una hoja que mueve el viento, la hoja del árbol aquel de Duino, que ya no es el mismo, pero nunca fue el mismo. Nunca nada fue el mismo, lo mismo.

Y es así como se retorna, como se burla la vigilancia de la Aduana del Presente. En los libros, en las lecturas, en las libretas.

Es todo ficticio, pero así es todo: ficticio.

 

y 20.

Éste no es el relato que había que contar, apenas he acumulado aquí algunos fragmentos de un relato que, con toda probabilidad, nunca será escrito, pero al que se podrá volver siempre, cuando se quiera, como se quiera. En ese relato estamos todos, nadie ha muerto, todo vuelve a empezar.

La noche del viajero, la noche del escritor, se repite. Imperfectamente: la vida carece de imaginación y por eso es una plagiaria más bien torpe. Pero no importa.

El domingo 15 de enero de 2023, otro viajero, ahora sentado en el cuarto de escribir de su casa (ese otro lobby de hotel, en el que de igual modo, a veces, la burbuja aparece y entonces todo el alrededor se diluye, gracias por la niebla) decide que ha llegado la hora y coloca la fotografía de un brindis. Todo vuelve a empezar: ahora se llama Pálido juego, y es un lugar al que todos estamos invitados.

Ésta es la entrada 100. Tenía que ser especial. Espero que lo haya sido.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola Agus!Un abrazo.
No dejes de escribir!!

AGCano dijo...

Gracias! No te preocupes, seguiré haciéndolo. ;-)

Anónimo dijo...

Gracias por compartir.
Un beso,
Alicia

AGCano dijo...

Gracias a ti. Besos

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