Fragmentos para un relato
Que sean muchas las mañanas de
verano
en que llegues —¡con qué placer y
alegría!—
a puertos nunca vistos.
C.P.
CAVAFIS, Ítaca
1.
La
historia ya se ha contado en otro lugar.
En
el lobby de un hotel hay una mesa
larga con sillas. Un viajero, ya de noche, baja y se sienta en ella a escribir
en una Moleskine negra. Sobre la mesa, tres, cuatro libros, alguno en
italiano.
Es
el 4 de enero de 2012. La ciudad es Trieste.
El
viajero soy yo.
2.
El
4 de enero de 2012 estuve por primera vez en Duino. El 21 de enero de 1912,
casi exactamente cien años antes, cuando paseaba por el sendero que hoy lleva
su nombre, en las inmediaciones del Castillo de la Princesa Thurn und Taxis, al
borde de las falesie que rodean la
bahía de Trieste, Rilke cree oír los primeros versos de sus Elegien, que le llevará diez años
concluir. Quién si yo gritara...
Enfebrecido, durante los próximos días, concluye las dos primeras elegías y
esboza algunas más.
Es
posible que nadie en los órdenes angélicos le escuchase, sí, pero al menos una
de esas voces le alcanzó, fulminándolo. Nada podría ser igual desde entonces.
3.
En
enero de 2012 mi vida es realmente complicada, sobre todo, pero no
exclusivamente, por motivos familiares, que vienen perfectamente al caso, pero
que no revelaré aquí. El verano anterior tuve que cancelar apenas un par de
días antes un viaje a Múnich y Viena, que acabaría realizando en el verano de
2012. No me moví de Madrid toda la segunda mitad del annus horribilis que fue 2011, salvo para un viaje a Ronda, en
busca de lo que fuera que encontró allí Rilke. Un viaje sombrío y también
luminoso, en ese paisaje vertical. Escribí muchos poemas esos días en mi
Moleskine negra, la que luego viajaría conmigo a Trieste. Tuve miedo y estaba
triste. Pero también vislumbré un camino que finalmente se me abrió esa mañana
tan fría de enero, con ese cielo tan encapotado, mientras sorteaba mi vértigo
para caminar por las huellas de Rilke.
Ésta
es, pues, la historia de una resurrección. Para resucitar hay que estar muerto.
Los
resucitados, inevitablemente, vuelven a morir. Pero aún no estamos en eso.
3.
Hay
un momento concreto en el autobús de vuelta que me retorna a Trieste después de
mi peregrinaje al Castillo de Duino en que siento, dentro de un cansancio
infinito, una alegría distinta. La
alegría de haber concebido y ejecutado con éxito un plan demencial, casi
absurdo, la celebración privada y clandestina del centenario de un
acontecimiento mágico y decisivo, against
all odds. El miedo sigue, sigue la tristeza, pero ahora las anotaciones en
las libretas, que en realidad nunca han cesado, orientan sus puntas de flecha
en otra dirección, acumulan un impulso que irá desarrollándose en los siguientes
años.
Nos
damos cuerda. De vez en cuando nos damos cuerda. Somos juguetes mecánicos, y
nuestra hojalata está ya un poco oxidada.
Quiero
pensar que fueron tus manos las que me dieron cuerda. Pero no, fue otra cosa.
Fue la niebla.
4.
Llamé
a mi amiga H. en ese viaje del bus,
que concluía en la Estación de Autobuses de Trieste, un lugar obscuro y gris,
al menos entonces. Le conté que lo había conseguido. Había conseguido que la
palabra arcana que fue Duino cuando
la leí por primera vez, entonces en la edición de las Elegías de Cátedra a cargo de Eustaquio Barjau (deben de ser los
primeros noventa), se convertiera en un lugar en el espacio, en un momento
en el tiempo. De las propiedades de la
Princesa Marie von Thurn und Taxis se dice que son esas Elegías, y yo venía de esas propiedades,
exhausto, abatido, pero en cierto modo renovado, agarrándome a la esperanza de
la literatura, que tan a menudo me había resultado aciaga, que había prácticamente
abandonado durante años.
No
hubo ángel para mí, y si lo hubo habló en una frecuencia que sólo pude entender
después. Hubo, sí, los árboles a los que Rilke se abrazó, los acantilados. Hubo
una extraña sensación de desintegración, de despersonalización, que resultó, a
la larga, sanadora.
Hubo
un café, más anotaciones, una cierta paz.
Pero
todo esto ya se ha contado en otro lugar. Puede leerse allí.
5.
Había
niebla y el mar era gris. La niebla permite substituir unas figuras por otras.
La niebla es moldeable como el barro. Pero es tirana, pues es ella la que dicta
lo que puede y no puede ser visto. La perspectiva de la bahía era un arcoíris
de grises, blancos, azules obscuros, negros. Esa era la paleta que se me
ofrecía, y yo la acepté.
Busqué
mejor. Sí, allí estaba.
Gracias
por la niebla.
6.
En
la soledad, a veces, los dioses nos son propicios y nos otorgan presentes, por
más que cualquier presente de los dioses sea una caja de Pandora que desparrame
los vientos por toda nuestra existencia. Aquello ya estaba allí. No abrí el regalo hasta más tarde, tuve que volver
a Duino dos años después para extraer todas esas cuentas de vidrio y reunirlas
en un collar. Los ángeles de esa segunda visita veraniega y mucho más
consciente entonaban otros himnos. También sirvieron, aunque no había ya
ninguna niebla en la que pudiera cobijarse una epifanía.
Sirvió,
sirvió de todos modos. Por eso desde entonces y ya para siempre mi imagen es la
del árbol de Duino. Por eso mis simulacros deshojados siguen allí y me reconocen
cuando vuelvo.
Había
sido todo un puro juego, una pura mise-en-scène,
para hacerme el interesante: lector de Rilke, súbito peregrino, engolado
cronista. Sí, sí, todo eso es verdad. Pero también fue verdad lo otro, aunque no se pueda expresar,
por más que uno escriba libros enteros.
Y
de lo que no se puede hablar es preciso callar, acaso. Pero hoy, aquí, yo les
sigo contando.
7.
No
creo que a H. le dijera todas estas cosas en el trayecto del bus, entonces todo resultaba más
primario. Si releo las notas de esos días (no lo hago, no quiero hacerlo, no
quiero documentarme para esta
entrada, tiene que salir así, del tirón) lo que estaba en juego era lisa y
llanamente el fin del mundo. Se
trataba de elegir el traje para el Juicio Final y de orientarse bien en la rave del Apocalipsis. Y todo eso en medio
de una fatiga apisonadora.
Es
lo que tienen los fines del mundo: son puntuales, nunca faltan a su cita. Y
luego, inevitablemente, el mundo sigue.
8.
No
recuerdo realmente los detalles de esa tarde del 4 de enero, a la vuelta de
Duino. Sólo sé que en algún momento entré en la librería Achile, una librería
de viejo que se cuenta entre los lugares más emblemáticos de Trieste (y eso es
mucho decir). La recorrí, eso sí lo recuerdo, morosamente, ya en ese estado de ligereza y de contento que me había proporcionado el hecho de haber salido
airoso de mi misión autoimpuesta. Encontré (es una librería italiana) la
traducción francesa de la curiosa memoir de Magda von Hattinberg, Benvenuta, donde narra, muy a su modo,
la extraña (cuál no lo es) historia de amor entre ella y Rilke. Es una edición
de 1947. No conocía realmente entonces bien la historia de Benvenuta. Luego, con el correr de los años,
llegué a escribir todo un ensayo sobre las cartas que Rilke la había dirigido (en paralelo con las cartas a
Felice, de Kafka, ya he hablado de eso por aquí).
Compré
otro libro. Era mi primer libro de Claudio Magris, creo. Cuando decidí que iría
a Trieste (ni siquiera supe que Duino estaba al lado de Trieste hasta muchos
años después de aquella primera lectura de las Elegías) aprendí que Trieste no es cualquier lugar en el mapa europeo,
que ha sido una verdadera encrucijada y que hay muchos autores literarios,
triestinos o no, que están ligados a esa ciudad sorprendente. Magris es, sin duda, uno de ellos. Estábamos condenados a encontrarnos.
El
libro se titula Itaca e oltre. La
Odisea, definitivamente, nos alcanza.
9.
Junto
a su libreta negra, uno de los libros del viajero es ése de Magris. Es la
segunda edición de Garzanti, de noviembre de 1982, pero la primera es apenas de
septiembre de 1982. La portada es, adecuadamente, azul. En dos tonos. Uno más
claro, el del mar de verano. Otro, muy obscuro, el del mar nocturno.
En
esa portada, bajo el título (que significaría Ítaca y más allá) puede leerse I
luoghi del ritorno e della fuga in un viaggio attraverso alcuni grandi temi
della nostra cultura. Es una colección de ensayos, que muestra la vastedad
de los conocimientos de Magris y su límpido estilo literario.
Retornos.
Fugas. En ello estábamos. En ello estamos.
No
lo hago nunca, pero ese día era inevitable: feché la adquisición en la primera
página: Trieste, 4.1.2012. Arriba, un
número, sin duda el número de registro de la homérica Librería Achile: 164.
Apenas un nueve en medio, y sería el año de mi nacimiento, hace sesenta años.
10.
Escribí
mucho esa noche en la mesa del lobby del
hotel NH Trieste. (Otra premonición: NH sería decisiva poco después para mi carrera literaria, si hay tal cosa:
también les he contado eso ya.) Escribí incluso un poema que titulé Erste Elegie. No hubo nunca una segunda.
No era necesaria.
Pero
también leí mucho, seguí allí sentado muchas horas. La luz en mi habitación era
muy pobre. Allí, en cambio, junto a la recepción, junto a los sillones en los
que se sentaban ocasionalmente algunos otros viajeros como yo, se estaba bien,
se estaba a salvo. Puede que no fuera
estrictamente la primera vez que hacía algo así, pero lo cierto es que algo también
se estaba inaugurando entonces: mi isla, mi burbuja de Solaris, mi refugio.
Escribir fuera de casa, en cafés, en
hoteles, en trenes. Ahí, de ese modo, expuesto a todas las radiaciones de ese
cosmos paralelo de la literatura. Les parecerá una broma, pero yo llevo siendo
escritor toda la vida, y aún así, sólo entonces, sólo en esos años de tanta
zozobra, me decidí a serlo del todo,
a serlo de veras. La noche del 4 de enero de 2012, quien se sentaba en esa
silla del NH Trieste era ya un escritor. Y se notaba.
11.
Ese
escritor, ese viajero, sí, leyó mucho en esa extraña madriguera en la
intemperie de un salón de hotel. Leyó a Magris. En italiano. Ensayo tras
ensayo: son piezas muy cortas la mayoría, de tres, cuatro páginas. Me subyugó:
me descubrió que así también podía escribirse. Yo no había apenas intentado
escribir así, era un poeta, un escritor de fragmentos, a ratos algún extraño
relato aparecía, a veces el relato era micro
y hasta me hacía ganar algún premio. Pero realmente nunca había escrito
ensayos.
Quiero
decir, ensayos como éste. Gracias por la niebla. Gracias, Magris.
12.
Ahí
podría haber quedado todo, con toda su épica melancólica, con toda su
exageración de cronista al que no le han pasado grandes aventuras que narrar en
la Mesa Redonda de los paladines. Pero no. Todo eso pasó y fue decisivo. Y pasó
algo más.
Lo
que pasó es que se plegó el tiempo, que se dobló la esquina del libro de
cuentas del transcurso. A veces ocurre. A veces uno, de repente, es consciente
de las bifurcaciones. Alza la mano y ve esa matrix
de venas que no son las suyas, sino las del acontecer. La ve, en su profundísima contingencia. Lo había
anunciado la sensación de la mañana en el Sendero Rilke: esa forma gozosa de no existir. Esa forma gozosa de habernos vueltos ficticios.
13.
Es
inútil relatar. Como en toda experiencia mística, apenas cabe fechar: como
Pascal. El 4 de enero de 2012, mis infinitos dobles deshilachados estaban
presentes, comparecían levemente luminosos, brevemente animados. Había en mí
tal deseo de romper que rompí el tiempo. Y la niebla recolocó los objetos. Y hubo otro contaje. El partido siguió
perdiéndose, irremediablemente, pero habíamos cambiado la ronda. Y las vueltas atrás ya serían para siempre a otro lado.
Al
pasado. Al otro pasado. A los otros pasados. Igualmente inexistentes todos.
Igualmente ficticios todos. Aptos para arder en la gozosa hoguera de la
literatura.
En
esta hoguera.
14.
Arribo aquí... y
ya saben cómo sigue, si son borgianos, y cómo no serlo.
Releí
el otro día, porque me rondaba ya esta entrada, El jardín de los senderos que se bifurcan. El cono de luz y el cono
de sombra se afacetan, se hilan y se deslíen en múltiples combinaciones. Todo
es inútil, pero todo es súbitamente glorioso. Todo resuena.
Todo
rima. Esa noche rimamos. No sé
explicarlo de otro modo.
15.
Volví
a Trieste, ya lo he dicho arriba, dos años después, en el 2014. Para entonces
ya tenía claro que volver era la opción,
volver era la oportunidad de que aquello que arrancó esa noche de enero germinara
en una obra literaria que mereciera tal nombre. Pero no volví al mismo hotel. Fui a otro, igualmente decisivo, muy
cerca de la Achile.
Es
cuento largo, y ya está contado. No hace falta repetirlo aquí.
16.
Sólo
en 2019, cuando realmente ya habían pasado muchas
cosas, cuando las hojas del libro que soy habían sido reescritas muchas
veces desde ese enero de 2012, volví a alojarme en el NH Trieste. En 2019 soy más
viejo, más sabio, estoy más tranquilo. He perdido casi todo lo que entonces
ostentaba, esos objetos disonantes con los que ejecutaba mi torpe rutina de
malabarista, así que todo es más fácil, todo está más desnudo.
El
retorno está lleno de significado.
Soy el superviviente, el explorador que vuelve al territorio que los
cartógrafos han nombrado con su apellido. Y, sí, llevo una libreta, que ya no
es Moleskine, sino Leuchturm, y sí, llevo muchos libros, y compro otros tantos.
Es
por puro juego, porque ya podría escribir en la habitación, pero de algún modo
quiero homenajear al viajero aquel, que tanto temblaba en ese enero de casi
ocho años antes. Acarreo todos esos fetiches y me planto en la mesa del lobby dispuesto a leer y escribir hasta que el cuerpo aguante.
Es
curioso cómo funcionan los retornos. Mi recuerdo del lugar era claro, lo sigue
siendo, pero la perspectiva era falsa.
O quizá los años que habían pasado habían conllevado una remodelación del
espacio, una recolocación de los muebles. Me parece que estoy orientado de otro
modo, en otro ángulo.
En
Look at the Harlequins!, la última
novela que publicó Nabokov, el narrador es incapaz de desandar en su mente un
camino imaginado, no sabe girar en su
memoria. Parece que la topología de los recuerdos es inestable. O tal vez lo
sea la de la “realidad”, que Nabokov aconsejaba escribir siempre con comillas.
¿Te
acuerdas tú mejor de qué lado estaba la mesa?
Es
lo mismo. Todo me lo tomo a bien. Estoy contento en ese viaje de 2019, todo es ya
más sencillo. Escribo, sí. Escribo sobre un fascinante crepúsculo que me ha sido
dado observar desde el tren que me traía desde Venecia esa tarde. Los naranjas. Escribo sobre Torcello,
donde he estado esa misma mañana, antes de coger ese tren.
Todo vuelve a empezar.
No ejecutamos los mismos gestos, nos han cambiado la escenografía, estamos ya
resabiados, tenemos ya demasiados trucos de actores viejos. Y sin embargo, funciona.
El
tiempo se pliega, y cuando el tiempo se pliega se puede volver. Se puede volver incluso al futuro.
A
este futuro. Ese día ya estaba escribiendo esto, como el 2012 ya estaba
escribiendo lo que escribí en 2014, o en 2019. Estábamos todos allí, en el NH
Trieste, el 4 de enero de 2012, ¿te acuerdas?
Todo
vuelve a empezar.
17.
El
28 de diciembre de 2019 (el 28 de diciembre es la fecha de nacimiento de mi
padre, que ha muerto en 2018, que estaba tan presente en mi cabeza en 2012)
compro en La Feltrinelli de Trieste otro libro de Magris, Tempo curvo a Krems. Entre medias he leído bastante a Magris, es
como un viejo amigo ya. Este libro es una colección de cinque racconti que ha aparecido apenas unos meses antes, en abril.
En
uno de los relatos, el que da título al conjunto, Magris cuenta una curiosa
historia en una primera persona con fuertes sobretonos autobiográficos (aunque
todo es ficción, porque somos ficticios). Nos dice que él, insigne germanista
como es, ha ido a Klosterneuburg, en las cercanías de Viena, a dar una conferencia
sobre Kafka. Kafka murió en Kierling, que es básicamente un distrito de
Klosterneuburg, en la clínica del Doctor Hoffmann.
Murió
el 3 de junio de 1924. En poco más de dos semanas hará cien años. Otro
centenario.
Releí
el cuento el otro día. Ahora vuelvo a ser otro distinto, en cada acto un
personaje. Ahora soy el blogger que
escribe ensayos como éste. Al blogger
le empezó a resonar todo. Klosterneuburg, l’Escorial
viennese, habla de los Habsburgo, que hablan de Joseph Roth, que andaba
justamente por ahí, y en esos días yo leía todo el rato cosas sobre Austria, y
hay un pasaje de Vértigo (ay, el
vértigo) de Sebald en el que éste, de un modo similar a lo que hacía Carl
Seelig con Robert Walser (el paralelismo lo refuerza la inclusión en el texto de
la fotografía de Walser con su paraguas, si bien recortada para que no aparezca
el rostro), saca de su manicomio en Klosterneuburg, para dar un paseo juntos, al poeta Ernst
Herbeck (yo también leía y escribía sobre locos
entonces, sobre Canetti). En Klosterneuburg estuvo unos meses trabajando como
jardinero Wittgenstein, lo que me llevaba a Viena de nuevo, y me conducía
inevitablemente a esa brutal construcción literaria que es el Corrección de Thomas Bernhard, que tanto me
impresionó cuando la leí hace ya sus buenos treinta años, y que releí las
semanas pasadas.
Y
ésa iba a ser la entrada, un ensayo à la
Magris en la que iba pasando de un autor a otro, hilando una historia,
arbitraria como todas, para mayor
lucimiento del ensayista con esa tendencia a la pedantería que ustedes a
estas alturas ya conocen tan bien.
Pero
no. Ésa no debía ser la entrada. No se trataba de erudición ahora, había que ir
más a la raíz. Lo intento, una última vez.
18.
En
Tempo curvo a Krems (Krems es otra
ciudad austriaca, al borde de ese Danubio que Magris nos llevó a recorrer con
tanta maestría en, quizás, su libro más famoso), en la cena ofrecida al
conferenciante, una mujer menciona a una supuesta conocida de Magris, que él
identifica como una compañera de la escuela, de la que él estaba enamorado,
como el resto de los chicos. No voy a reproducir el relato, les invito a que lo
lean (hay ahora traducción al castellano en Anagrama, y también otra más
reciente al catalán en Edicions de 1984): en él Magris se extiende sobre la
cuestión del tiempo, no temiendo
adentrarse en algunos territorios de la Física, con mayor o menor acierto.
Lo
decisivo, lo que me conmovió entonces, en ese lobby del NH, en 2019, lo que cerraba
el círculo de ese Itaca y más allá de
casi ocho años antes, es que en el cuento se abordaba la incongruencia de las memorias compartidas, la posibilidad de que
los recuerdos de los otros protagonistas de nuestra historia no coincidan con
los nuestros, de que nuestros pasados se solapen, pero no se superpongan, lo que
hace que la cronología salte por los aires, que el tiempo se desdibuje, que el relato admita, bruscamente, de repente, todas sus posibles bifurcaciones, como
en la novela de Herbert Quain, como en el libro del casi inextricable Ts’ui Pên.
La transparencia:
las venas de la sucesión mostrándose en el contraluz del gesto. Un pliegue
dentro de otro pliegue, en un libro que contiene, como todos los libros, todos
sus antepasados.
Sí,
había llegado, en esos años, a Ítaca, y la
había sobrepasado. La Odisea nos alcanza. Hay, como nos auguraba Cavafis,
muchas Ítacas, muchas playas a las que arribar al amanecer.
Somos
afortunados.
19.
La
inseguridad del pasado, su labilidad, nos
salva. Nos permite vislumbrar otros relatos, deshacer algunos agravios,
compensar algunas tristezas. Al menos en el papel del libro, en la historia que
intercambiamos en las cartas, en las conversaciones en el lobby de un hotel de una ciudad adriática, en algún café de Madrid,
de París, de Barcelona, de Roma. Es bueno
que el pasado sea falso, que sea lo más falso que hay, porque de ese modo en el
presente puede haber Ítacas, puede haber fotografías de Ítaca, trucadas
gloriosamente, puede haber nuevos poemas de Cavafis, que nunca fueron escritos,
pero con los que bien podemos soñar. El pasado es una losa demasiado pesada
como para que no saludemos con alborozo su repentina inconsistencia, su
transformación en una hoja que mueve el viento, la hoja del árbol aquel de
Duino, que ya no es el mismo, pero nunca fue el mismo. Nunca nada fue el mismo,
lo mismo.
Y
es así como se retorna, como se burla la vigilancia de la Aduana del Presente.
En los libros, en las lecturas, en las libretas.
Es
todo ficticio, pero así es todo: ficticio.
y 20.
Éste
no es el relato que había que contar, apenas he acumulado aquí algunos
fragmentos de un relato que, con toda probabilidad, nunca será escrito, pero al
que se podrá volver siempre, cuando
se quiera, como se quiera. En ese relato estamos todos, nadie ha muerto, todo vuelve a empezar.
La
noche del viajero, la noche del escritor, se repite. Imperfectamente: la vida
carece de imaginación y por eso es una plagiaria más bien torpe. Pero no
importa.
El
domingo 15 de enero de 2023, otro viajero, ahora sentado en el cuarto de escribir de su casa (ese otro lobby de hotel, en el que de igual modo,
a veces, la burbuja aparece y entonces todo el alrededor se diluye, gracias por
la niebla) decide que ha llegado la hora y
coloca la fotografía de un brindis. Todo vuelve a empezar: ahora se llama Pálido juego, y es un lugar al que todos
estamos invitados.
Ésta
es la entrada 100. Tenía que ser especial. Espero que lo haya sido.
4 comentarios:
Hola Agus!Un abrazo.
No dejes de escribir!!
Gracias! No te preocupes, seguiré haciéndolo. ;-)
Gracias por compartir.
Un beso,
Alicia
Gracias a ti. Besos
Publicar un comentario