Yo me salvé escribiendo
después de la muerte de Jaime Gil
de Biedma.
JAIME GIL DE BIEDMA
En
el capítulo 14 (siempre el catorce) de esa bellísima autobiografía que es Speak, memory, de manera completamente
inesperada, Vladimir Nabokov deja de mirarnos a los lectores a los que nos está
contando los episodios de su vida y tuerce la cara hacia un lado, buscando a su
esposa Véra (a quién la obra, como todas las demás, está dedicada) y le dice, a
propósito de un problema de ajedrez
(Nabokov fue siempre muy aficionado a esos juegos y produjo un buen número de
ellos) que está usando como metáfora: All
of a sudden, I felt that with the completion of my chess problem a whole period
of my life had come to a satisfactory close. Everything around was very quiet: faintly dimpled, as it were, by the
quality of my relief. Sleeping in the next room were you and our child. Y
ese you nos coge desprevenidos y
cambia el curso de la lectura.
El periodo que está narrando Nabokov en esos pasajes corresponde al momento en que, tras una primera huida de la Alemania nazi a Francia, justo antes de la ocupación de ésta, los Nabokov han de salir de Europa in extremis para alcanzar por fin los añorados Estados Unidos. Aunque Speak, memory apareció ya en la década de los cincuenta, contiene material que fue elaborándose y publicándose de manera discontinua y desordenada, incluyendo un capítulo que se había escrito originalmente en francés y publicado como un relato exento. No es que Nabokov se entregue a su pasión artística como a una especie de ocio despreocupado mientras todo arde alrededor: es que tiene que ganar dinero, y lo hace publicando todo lo que puede. De hecho, aún en Europa termina su primera novela en inglés, The real life of Sebastian Knight (y ahí tenemos el knight, que es también el caballo en el ajedrez), anticipándose a ese cambio de idioma que le convertirá en, indiscutiblemente, uno de los autores decisivos en inglés del siglo XX.
Speak, memory también está redactada en su nueva lengua literaria, y la mirada retrospectiva de Nabokov recorre toda su vida, desde su infancia rusa hasta ese momento final en el que, con su familia, están a punto de abordar el barco que les sacara del continente asediado. En todo momento la narración en primera persona se produce del modo convencional, como postulando una especie de auditorio invisible o un interlocutor anónimo y silente, nosotros, sus lectores. Por eso cuando irrumpe, ya casi concluido el trayecto, ese you tan sumamente íntimo en esa descripción de la escena familiar en la que Nabokov vela mientras su pequeño hijo y la compañera de su vida ya duermen, nos golpea y nos hace incluso sentir un súbito pudor, como si hubiésemos irrumpido sin autorización en esa habitación francesa que ofrece un refugio precario y efímero. El you, una vez aparecido, se enseñorea del capítulo final, el 15, en el que Nabokov le cuenta a Véra las cosas que han vivido juntos. Y habrá otros you en otras obras de Nabokov, de igual manera que habrá esas miradas a cámara, esa fuga a una insospechada tercera dimensión de la plana página: marcas de la casa.
¿Por qué escribir? ¿Para qué hacerlo? ¿Para quién hacerlo? Sentados en la habitación de escribir, en el café con Joseph Roth, en el tren, acaso ya muy tarde, de noche, cuando todo se ha aquietado, acaso llevados de un impulso irrefrenable, el impulso de denunciar una injusticia, de confesar un dolor, de compartir un asombro, acaso ya tan cansados, intentando un último truco, acaso para jugar, para seguir jugando, a todo trance, mientras dure, ¿quién es el tú que nos mira escribir? ¿Qué ojos son los que soñamos que recorran las líneas? ¿Qué nombre callamos o escribimos con una gran versal? ¿Quién está ahí, del otro lado? ¿Alguien, muchos, todos, nadie? Ah, tú es una palabra poderosa, es la aceptación de que hay un yo que no somos, la llamada a una comunicación acaso imposible, pero imprescindible. Decimos tú y el texto se polariza, las líneas se hacen verticales, todo se eriza. Y cuando somos (ah, quién lo fuera, quién lo hubiera sido) ese tú no podemos evitar sentir un escalofrío.
En la película de Jean Cocteau, Orphée, que parte de una dramaturgia anterior, pero que la modifica, haciendo uso de la capacidad inigualable del francés para generar poesía fílmica, hay una figura que, desde la primera vez que la vi, hace ya tantos años, me subyuga. El nombre del personaje es La Princesse y su intérprete es la gran María Casares. La Princesa, a pesar de lo rimbombante de su título y de su majestuosa elegancia, no es mucho más allá de una funcionaria que, ayudada por otros operarios como Heurtebise (que es nombre de ascensor, pero ya contaré eso en otro momento) y un par de motoristas, realiza el trasiego de los muertos de un lado a otro del espejo, transitando por ese obscuro paraje llamado la Zona, donde los vidrieros cantan su mercancía, sopla continuamente el viento frío del otro lado y las sombras deambulan desvaídas. El comercio de La Prisionera con Orfeo, que ansía recuperar a su perdida Eurídice, la lleva a transgredir la rigurosa normativa del Hades y por ello debe ser juzgada, junto con su cómplice Cégeste, por el tribunal de Minos. Una vez depuesta la declaración de Cégeste, el presidente de la corte solicita que venga la segunda persona. La Princesa es la Segunda Persona, la que acompaña siempre, la sombra. La Princesa, es decir, la muerte, es la Segunda Persona.
Escribí hace tiempo que nada podía desear más que en el momento de mi muerte, mi Daena, la que me viniera a buscar, tuviera los ojos verdes de María Casares. De algún modo ronda por aquí, mientras escribo, apoya levemente su mano en mi hombro (¿o es el ángel Cassiel mientras leo en la biblioteca de Berlín?). No estoy solo, esa presencia me es familiar desde antes de recordarme. Tú la enuncia siempre, por supuesto, eso va de suyo. Puedo decir lo ves, María, puedo callar y de repente decir sigues aquí, María. Ella no va a responder, el tú al que escribimos no responde, no debe, no puede hacerlo. Pero escucha. Pero lee.
Me cuesta escribir en la primera persona del singular. Aquí, menos, aquí en el blog de un tiempo a esta parte está ocurriendo un hecho curioso: me permito lo confesional, lo memorial. Hablo de mí, sin más máscaras o impostación que las imprescindibles de este ejercicio, tan mentiroso en el fondo. Pero he tendido a hacer una literatura del nosotros, en la que las preocupaciones metafísicas que alentaban a los poemas, o las declaraciones más o menos apocalípticas que solían adornar ensayos o relatos, siempre aparecían en una especie de plural, no tanto mayestático como colectivo, arrogándome un papel de portavoz que, obviamente, no me correspondía, pero al que accedía convencido de que mis inquietudes, mis temores, mis deseos, mis alegrías no eran en el fondo diferentes de las de todos los demás, pues todos compartimos esta deriva, esta perplejidad del estar vivos, este no saber muy bien qué hacer con las manos, con la boca. Estamos solos diría, y así estaríamos juntos. Estamos aquí, decía, y así hacía señales. Ya nos vamos, y sobrevendría un silencio que sería sólo mío, y alguien, cualquiera, podría seguir con la frase.
Sí, es compleja la dinámica de las personas del verbo. Esas terceras personas del narrador omnisciente caído en descrédito hace ya siglo y pico, ese yo que no puede evitar mezclar la ficción con la otra ficción que es contar la verdad, esas Lisi o Beatrice que ponían nombre a una imagen eterna y se convertían así en intercambiables, y por ello en inmortales, en vigentes. Y, sí, los tú de los no me dejes, de los te echo de menos, de los te quiero. Los vosotros aquí no funcionan, salvo que uno se invista de la túnica del predicador, o se dirija a no se sabe qué comunidad de antepasados. En este diálogo recoleto, de acceso tan restringido, que es la lectura, el singular es obligatorio. Pero todo eso es sabido. Lo que, me parece, resta por dilucidarse es siempre lo mismo: mientras tecleo, ahora, mientras callo ese nombre o lo transformo en otro, mientras cuento una historia y le pongo calles y trajes y ojos azules o marrones o, por qué no, verdes, quién apoya su mano en mi hombro. Quién veré si paro un momento y giro la cabeza. ¿Sonríe? ¿Duerme? ¿Es plural y hasta a lo mejor infinito? ¿Tiene, siquiera, un rostro, un rostro que podamos imaginar en una estampa, o en un bosquejo que otra mano, pues somos diestros (y ahí está el nosotros, pues esto le pasa a todos, nos pasa siempre) sólo escribiendo, no pintando, ejecuta, tal vez a la caída de la tarde?
Así pues, en la constelación de las personas del verbo, ninguna llamada resulta impune. Cualquier palabra desencadena, como en ese bello y triste texto de Poe, The power of words, trenes de onda que viajan hasta los confines del sin confín. Por eso, mantener así el tono, cuidar la métrica, establecer una sólida estructura, combinar incluso dos o tres trucos, dos o tres trampas, no sirve de mucho, pero si entonces, en medio de ese discurrir calmo y casi anodino, simplemente paro
paro
y levanto la cabeza y digo: esto es para ti. Digo here’s looking at you, kid. Si digo ven, digo (dice Jaime) Imagínate ahora que tú y yo muy tarde en la noche hablemos de hombre a hombre finalmente. Si del mazo de la baraja extraigo la carta del tú, que tiene tantas siluetas, entonces, ¿qué? ¿Qué haremos para evitar ser aniquilados?
Cuando Jaime Gil de Biedma publica en 1975 la primera versión de su poesía reunida, ese manojo tan breve pero tan exquisito de poemas que constituyen, sin discusión posible, una de las cumbres de la poesía española del siglo XX (y menudo siglo es ése para la poesía española) decide hacerlo bajo el título de Las personas del verbo. Ignoro el motivo. Detecto, sí, algunos juegos. Persona es palabra resonante, ya lo sabemos. Conocemos la máscara que encierra, hemos visto a Bibi Andersson fundirse con Liv Ullmann, hemos aprendido ya tan antes la conjugación, incluido el modo potencial o el pretérito anterior. Y por ahí, inevitablemente, esa adivinanza geométrica que nos contaron de tan niños, sobre tres cosas que son sólo una. Porque el verbo puede ser el Verbo y las personas pueden ser las Personas, y esa divinidad triangular se convierte en una especie de raro caleidoscopio cuando el que asciende por la escala de luz del Paradiso la contempla. O, más sencillamente, sabemos que no somos uno, que cada verbo que sale de nuestros labios tiene muchos sujetos que lo pronuncian, concordes o disonantes, y nuestro drama en gente se viene desarrollando desde siempre y aún no tenemos claro siquiera la lista de las dramatis personae.
Comparativamente con otros autores, singularmente los de la generación del 27, que el niño poeta leía ávidamente desde casi cuando echó los dientes, Gil de Biedma llegó tarde a mi vida, ya metido en la veintena. Fue un impacto. Guardo con veneración la edición de Seix Barral de Las personas del verbo, que no es, claro, la primera, sino que reproduce la de 1982, con algunas variaciones respecto de la princeps, pero igualmente delgada, igualmente intensa. A ratos se me olvida que me gusta tanto Gil de Biedma (queremos tanto a Jaime), pero cuando, por lo que sea (hoy, porque quería hablar de ti, es decir, del tú, de los tús) vuelvo a recorrer los poemas, recupero aquella emoción, me siento como en casa. Me va bien, aunque sea un rato, ese traje de dandi, esa pose melancólica pero burlona. En aquellos años yo intentaba componer un poemario (yo escribía mucha poesía entonces, sólo poesía, casi, y cada vez lo hago menos, cada vez más lo hago nunca) que había titulado Abrázame, con ese imperativo de tú elidido, con ese grito. Eran poemas póstumos, como los de Gil de Biedma, que se supo mortal, mortal sucesivas veces, irreparable, abocado a una vejez en la que el anhelo seguirá existiendo pero nos mantendremos sentados, bien erguidos, en la silla de la puesta de sol, mirando un poco menos de reojo los cuerpos de la playa, anotando en un buen papel con una buena pluma, dando otro sorbo.
Hay poemas de Gil de Biedma que no puedo leer sin escalofrío. Uno, muy conocido, me sirvió para cerrar Morgana en Duino. Otro, el que empieza De qué sirve me hace saber cosas que no puedo saber, pues yo no he buscado el amor en tantos cuerpos, aunque bien podría escribir también un poema que se titulase Contra Agustín González-Cano, pues he perdido tantas oportunidades de convertirme en un clavadista, de tenderme con los ojos cerrados en la arena, de disfrutar lo alcanzado, sin más, sin menos. Y en el poema póstumo por excelencia, Después de la muerte de Jaime Gil de Biedma encontré el concepto que encerraba de manera perfecta toda esa desolación, toda esa grandeza: El último verano de nuestra juventud. Todos los veranos fueron siempre el último. Lo siguen siendo, aunque la juventud se ha ido yendo ya tan lejos, tan atrás. Quiero creer que el último verano de mi juventud lo pasé contigo.
Contigo.
Y que lo que vino después, esto, es un otoño en el que, a ratos, hay días buenos y la luz se filtra entre las hojas irremediablemente doradas que forman pequeñas camerae obscurae y producen innumerables imágenes tuyas,
tuyas,
y mías,
abrazadas un poco más estrechamente, porque el invierno ya no puede tardar.
Esta mañana he abierto Las personas del verbo al azar, y me he topado con uno de los últimos poemas póstumos, de ese Gil de Biedma que había decidido pasar directamente de la juventud a la vejez, sin detenerse en ese territorio inane y lleno de dolores de cabeza de la edad adulta. El poema se titula Artes de ser maduro y habla de ese deseo que es aún rescoldo, de esa posible esperanza que se obstina cuando ya todos los naipes se han repartido, de ese seis que puede salir en la tirada de los dados. De ese catorce, en suma. Soldado de la guerra perdida de la vida, mataron mi caballo, casi no lo recuerdo. Y, a pie, ambos, Jaime y yo, y tú nos miras, nos encaminamos al doquiera diciendo envejecer tiene su gracia. Aunque no.
El tiempo tiene sus trampas. Queda poco para el verano. Cuando empiece el verano, en el preciso instante en que empieza el verano, cuando el día es el más largo del año, yo cumpliré sesenta. No es que eso cambie mucho desde los cincuenta y nueve, o, para el caso, desde los cuarenta y tres, porque hace mucho ya que fue el último verano de nuestra juventud, pero guardo aún algunas cartas en la manga. La bolita gira y gira y la ruleta va tan rápida que apenas pueden discernirse los números. Todo puede pasar. Todo nos puede pasar. Todo nos pasará, porque todo nos ha pasado. Estaría bien poder cambiar juntos de año.
El tiempo tiene sus trampas, y la poesía tiene más aún. Pero un día fuimos tahúres y burlamos la suerte. Un día en que abrimos por primera vez La realidad y el deseo y supimos cómo sonreía hacia el amor Daytona, y cómo el remordimiento viste siempre su traje de noche (ay, el remordimiento, ése sí que no duerme nunca). Un día en que escuchamos a Luis Cernuda escribir
Si no te conozco, no he vivido;
Si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido.
El poema comienza Si el hombre pudiera decir lo que ama, y pertenece al libro Los placeres prohibidos. Sí, si el hombre pudiera decir lo que ama.
Volvemos la página. Al empezar el capítulo 15 y último de Speak, memory, Nabokov invoca a Horacio y se lamenta de un tempus que fugit, inclemente (ah, pero el tiempo tiene sus trampas, créeme), y le dice a su tú
The years are passing, my dear, and presently nobody will know what you and I know.
Y ahí, finalmente ahí, está todo. Puesto que te conozco, he vivido. Puesto que nos hemos conocido, sabemos cosas. Y hay cosas que sólo
tú
y
yo
sabemos.
Here’s looking at you. This one’s from the heart.
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