viernes, 19 de enero de 2024

Días perfectos


We were in a small cafe

And you could hear the guitars play

It was oh so nice

Hey baby, it was paradise

LOU REED, Berlin

 

-I-

Hubo un tiempo —al menos lo hubo para gente que tiene cierta edad, gente que conoció y usó las casetes— en el que no había móviles, y más específicamente hubo un tiempo en el que los móviles no se usaban como despertador. Hubo incluso un tiempo en que no había despertadores digitales, sino pequeños objetos redondos con intrincadas mecánicas a los que había que practicar con asiduidad el boca a boca del dar cuerda para que siguieran irrumpiendo en nuestro sueño con su irritante timbre. Cuando era niño llegó a haber uno de esos artilugios en la casa familiar que provenía del breve expolio de la casa de la difunta abuela materna y que sonaba de tal manera en su tictac —no hablemos del estruendo de su timbrazo— que fue bautizado como la bomba y era tal su poder sonoro que mi madre lo colocaba en la cocina, lejos del dormitorio y dentro de un cajón. Era tan solo el despertador de emergencia, había uno menos estridente —yo también sigo aún poniendo dos despertadores cada día— y luego finalmente la bomba cayó en desuso y acabó —acaso, tampoco sabría decirlo en realidad— en el lugar donde acabaron tantos objetos que formaron parte de ese inventario tristísimo de las cosas que ya no tienen importancia y acaban en quién sabe dónde cuando el expolio correspondió al de la casa paterna y materna y los ejecutantes fuimos mi hermano y yo, mucho tiempo después.

Yo también tuve despertadores de cuerda al principio. El primero, un regalo de mi adolescencia, cuando mis horarios empezaron a ser propios, y ya no tenía sentido que fuera mi madre la que me despertara cada mañana, como cuando iba al colegio. Luego empezaron a llegar los relojes digitales, y todos los chavales de entonces rivalizábamos con nuestros Casios y nuestros Orient, que incluían extravagancias como cronómetro y cuenta-atrás y, sí, despertador o, por mejor decir, alarmas, que se disparaban a menudo cuando uno se descuidaba —porque había olvidado desprogramarlas— e inundaban con el pipipí más agudo que imaginarse pueda el silencio de las celebraciones más solemnes o rompían, cimarrones, la disciplina de clases y reuniones.

Aún dispongo de un despertador digital, que suena pipipí en un agudo insoportable, especialmente cuando lo hace a las seis y media de la mañana —ya no me toca madrugar tanto, ya no tengo clases a primera hora y... ya no las tendré más—, pero ahora es el de emergencia. Mi despertador es, claro, el móvil. No sé qué número hace ya mi móvil actual en la larga lista de delicados dispositivos electrónicos que se inauguró hace algunas décadas con telefoninos de marcas hoy extintas como Alcatel —la mitad de mi familia ha trabajado en Alcatel—: al principio su funcionalidad era básica, y sin embargo resultaba subyugante esa liberación de la no tan invisible cadena —había un cable enrollado y otro cable que iba a la pared— que ataba nuestras conversaciones a mesitas u otros artilugios también devenidos obsoletos como las rinconeras. Sólo poco a poco fueron haciéndose los móviles más poderosos, y versátiles, o simplemente barrocos, y de entre sus muchas posibilidades, una, de las más modestas acaso, pero de indudable valor cotidiano, era la de ejercer de despertador. Ah, por supuesto, primero con pipipís dignos del mejor Casio, pero luego, casi en seguida, con música.

No he cambiado la música de mi despertador desde que la instauré como tal hace no sé cuántos móviles. No tengo una argumentación clara de por qué esa canción fue la elegida. Más allá, claro, de ser una canción que me gusta desde hace muchos años, que tiene un cierto significado en mi vida y que tiene un comienzo lo suficientemente suave como para que su penetración en mi sueño aún resistente no sea tan brusca como la de los malhadados pitidos orientales de los despertadores de grandes números cuadrados en LCD.

La canción es Perfect Day, de Lou Reed, y sí, por supuesto que sí, hay una ironía en su elección. No soy lo que los anglosajones llamarían una morning person, ni mucho menos. Tiendo a lo nocturno, no necesariamente a lo noctámbulo —aunque también— y, si bien la rutina del trabajo y las obligaciones me lo impiden normalmente, ha habido rachas de mi vida, en algún periodo vacacional, en que mi horario fue virando hacia lo decididamente vampírico. Así que no, nunca, jamás, que yo recuerde, levantarme por la mañana al son de despertador alguno me pareció una buena idea, y no, bajo ningún concepto, tengo la sensación de que el día será perfecto, o de que siquiera haya existido algún día que pueda ser llamado perfecto en mi vida.

Pero por eso mismo.

-II-

Conocí a David Bowie muy al principio de los ochenta, del modo en que uno podía conocer algo de música entonces: por la radio, por algún disco que uno conseguía comprarse con no poco esfuerzo, por las casetes que grababa de los discos de los colegas o por revistas musicales. Más rara vez, en la tele, aunque también. Ya he hablado de eso. Fue desde Bowie como conocí el Transformer de Lou Reed, porque Bowie es el productor de ese disco. No fue el primer vinilo de Lou que me compré: la leyenda de disco maldito y sublime del Berlin me había subyugado ya y tengo ese vinilo censurado de la edición española, en el que falta The Kids. De la Velvet Underground conocía apenas el nombre, fue luego cuando profundicé. Tras Berlin, Transformer llegó en seguida —de nuevo, estamos en los comienzos de los ochenta, yo aún no he empezado la carrera siquiera— y con él algunos temazos a los que me enganché irremediablemente como Satellite of Love, Vicious, Andy’s chest o esa especie de himno que es Walk on the wild side. Pero la canción que siempre fue la más especial para mí fue la melancólicamente alegre —el oxímoron no es tal, como ya vamos sabiendo los entendidos en melancolía— Perfect days.

No era el Lou Reed doloroso y sangriento del Berlin, era una balada casi feliz que hablaba de cosas sencillas que pueden convertir a un día en perfecto. Oh it’s such a perfect day I’m glad I spent it with you y era fácil pensar en alguien con quien nos habría gustado pasar el día, haciendo que por una vez el tiempo corriera a favor. Hubo días así, por supuesto, aunque no sé si aquel adolescente con tendencia al malditismo hubiera transigido con el calificativo de perfectos, pero era bello naufragar en esa melodía y, al final, claro, lo cierto es que you’re going to reap just what you sow. Hay canciones —tantas, como también hay libros, y películas, y poemas, y pinturas— que nos han permitido vivir.

Así que cuando suenan los primeros acordes cada mañana no tengo ganas de que haya día alguno, ni perfecto ni terrible, al menos que lo haya tan pronto, pero el que esa canción sea mi introductora en el tiempo, mi Caronte inverso desde el mundo del sueño, me hace sentir en casa. Y, sí, alguna sonrisa todavía puede producir, aunque sea de pura ironía.

 

-III-

Un día me ocurrió un hecho prodigioso: me crucé por Madrid con Wim Wenders. He intentado datar aquel suceso y me parece que debió ocurrir en 2010, porque ese año estuvo Wenders en Madrid pero pudo haber sido un poco antes o un poco después. Sí tengo más clara la ubicación: Neptuno. Buen lugar para que un atlético se cruce con uno de sus ídolos, sin duda. Era por la mañana, pasaba yo junto al Vips y él andaba solo. Le reconocí perfectamente, pero lo cierto es que fue como un relámpago, no fui consciente del hecho hasta después. Me parecía de una improbabilidad absoluta. Por muy flâneur que yo sea —me he cruzado con bastante gente conocida en situaciones también geográfica y cronológicamente casi imposibles: con Haneke otro día en Ópera, sin ir más lejos—, el que en una de las rarísimas ocasiones en las que Wim haya podido pasear solo por Madrid una mañana nuestras trayectorias hayan tenido un punto en común me da, la verdad, para varios relatos y películas.

¿Por qué no me volví y le llamé: Herr Wenders e hice, yo qué sé, lo de cualquier fan desaforado: pedirle un autógrafo, decirle lo importante que su cine ha sido en mi vida? Por razones obvias: soy una persona muy tímida —viendo cómo me comporto habitualmente, la desenvoltura que exhibo, cada vez que hago esta declaración quienes me escuchan se lo toman a broma y sin embargo es verdad, esa timidez profunda existe y condiciona mi actuación siempre— y porque, por eso mismo, me parecería una agresión innecesaria abordar a alguien por la calle, por muy Wim Wenders que sea, para contarle mi vida. Porque, además, seguramente Wenders es también tímido, y tendría cosas que hacer, y estaba gozando del anonimato casi completo de un paseante por Madrid al que, sí, algunos cinéfilos irredentos tenemos colocado en un altar como si fuera un icono bizantino pero la mayor parte de la gente, no nos engañemos, no tiene ni idea de quién es.

Sentado todo esto, la verdad es que ahora me arrepiento de no haber aprovechado ese guiño hermosísimo del destino, que ya nunca volverá a producirse, sin duda, para al menos decirle Hi, Wim, o Thank you, Wim, sí, Danke, Wim, vielen Dank, adoro tu cine.

 

-IV-

El Alphaville tenía en realidad cinco salas. Las cuatro primeras eran más o menos convencionales, aunque mínimas para los estándares de la época de mis visitas compulsivas —ya he hablado de ellas, de nuevo, primeros ochenta—, que aún transigía con los cines monumentales de gran capacidad. La quinta sala era... la cafetería. Bienhadada cafetería del Alphaville, con las paredes llenas de fotografías de los directores que habían visitado —mise-en-abîme— esa cafetería, y en la que pasé una buena cantidad de horas, solo o acompañado por los amigos de entonces, cinéfilos también, aunque no tan desaforados como yo.

Allí, en el Alphaville 5, de vez en cuando, se proyectaba una película. Ahí fue donde vi El miedo del portero ante el penalty, el debut de Wenders a partir de la novela de Peter Handke. No era mi primera película del alemán, por entonces ya había visto al menos París, Texas. Y en la tele —quién lo diría, ahora esas películas ya no se consiguen en plataforma alguna, ni siquiera en DVD— Alicia en las ciudades o En el curso del tiempo, que recuerdo más bien confusamente. El amigo americano se proyectó durante meses y meses en el Alphaville pero no la vi entonces, sino después. No he tenido ocasión —¡ay!— de revisitar El miedo del portero, pero la experiencia la recuerdo vívidamente. En aquellos años de formación, ese local lleno de humo —hubo un tiempo, no tan lejano, en el que se fumaba en espacios cerrados, para desgracia de los no fumadores como yo— y de tipos con perfil intelectual, me parecía un templo iniciático y me consideraba importante por hacer esas cosas. Capítulos de la educación sentimental que uno ahora puede y debe mirar con ternura.

La figura del director alemán se fue agigantando para mí. Resumir en esta entrada el impacto que me produjo París, Texas sería imposible, e inconveniente, por demás. Aún ahora sigue siendo una de mis películas fetiche y ha ido reapareciendo en mi vida en momentos muy peculiares, como una cierta noche en Torino que alguna vez contaré en detalle. En cuanto a Cielo sobre Berlín, ya me he extendido aquí en alguna ocasión sobre lo que representa para mí. Es una de esas películas que han sido respuesta alguna vez de la manida pregunta sobre cuál es tu película favorita —otras, según los días, los años o las tardes, Vértigo, El apartamento, Blade Runner, 2001... Y me parece uno de los puntos en los que el cine se ha acercado más a la pura poesía. Hay otras películas de Wenders que me gustan mucho, como Historias de Lisboa, Hasta el fin del mundo o Buena Vista Social Club, pero he de decir que le he ido perdiendo la pista, recuperándolo a ratos, apreciando lo que hace, sin duda, pero con entusiasmos mucho menores que los de aquellos bombazos de mis días del Alphaville.

Hasta el otro día.

 

-V-

Perfect days es una película poco común. Lo es hasta tal punto que uno se pasa casi toda la duración del film pendiente de en qué momento todo se va a convertir en un desastre, toda la armonía que transmite va a colisionar con el conflicto que parece obligatorio en toda historia. Se pasa uno —al menos yo— temiendo ese momento, deseando que no ocurra, que nada se rompa, que todo siga rodando en su bucle, en el que uno ha entrado bien suavemente para recostarse en él y decir: qué bien se está aquí. Y ya era hora.

No reniego de otro tipo de cine, no ignoro que en Perfect days puede juzgarse como ingenua, o complaciente, o simplemente desmovilizadora. Al contrario: creo que ésa es una virtud innegable de esta película, de esta, porque es una película que se gana el ser como ella quiera ser, y eso lo consigue, claro Wenders y ese prodigio que resulta ser Kôji Yakusho, que tendrá su capítulo propio un poco más adelante.

Perfect days es un film transparente —la transparencia, Dios, la transparencia, de Juan Ramón, eso tan difícil—, plantea algo sencillo, muy sencillo de resumir: es posible vivir una buena vida más allá de los parámetros que teóricamente definen, en el consumismo desaforado y enloquecedor del tardocapitalismo, lo que es una buena vida. Es decir, se puede tener menos, tener un trabajo considerado como desagradable —y, en un gesto de soberbia inaceptable de quienes nos creemos mejores que eso, despreciable—, una rutina que se repite cada día al milímetro, relaciones familiares y sociales tenues o casi inexistentes, y estar bien. No uso el concepto de felicidad, que va incluido en el lote de los must y obligaciones de todo buen súbdito de nuestra sociedad caníbal. No: estar bien. Despertarse con la luz del día, repetir los mismos gestos cotidianos, escuchar una y otra vez las mismas casetes en el mismo trayecto, cumplir con los cometidos de forma concienzuda y retornar para que el tiempo de ocio restante incluya actos placenteros, como bañarse, cuidar las plantas, comer en un restaurante en el metro, leer un libro.

Se agradece tanto ese bellísimo manifiesto de Wenders, ese atrevimiento de hacer una película en la que no pasa nada —aunque sí, sí que pasa, todo lo que pasa es realmente complejo y hay silencios, hiatos y elipsis que son películas en sí mismos—, o al menos en la que uno puede todavía mecerse y apostar por la sonrisa de alguien alejado de nosotros cultural, social, económicamente, pero infinitamente cercano en lo humano, alguien que nos llevaríamos a casa, por muchas aristas obscuras que pueda haber tenido, o tenga, ese relato trunco, por mucho dolor que haya en el pasado apenas esbozado del que nuestro héroe ha salido ejecutando un ejercicio de renuncia y construyendo una vida pequeña pero robusta como las plantas que no olvida regar con parsimonia cada mañana.

Y hasta ahí puedo decir, no por temor a cometer spoiler alguno, sino porque realmente no me considero capacitado —ni autorizado— para resumir con burdas palabras un ejercicio eminentemente visual, un milagro de luz y sombra como el Komorebi cotidiano que nuestro Sr. Hirayama trata de inmortalizar cada día con su cámara de fotos analógica: ese juego de la luz del sol a través de las hojas de los árboles movidas por el viento.

 

-VI-

Siempre me gusta —sí, soy uno de ésos— quedarme a ver completos los créditos de una película cuando voy al cine. En muchas ocasiones —pienso en La grande bellezza— esas secuencias finales son una obra de arte en sí mismas. Pero además, al son de la música elegida por el director —¡qué banda sonora tiene Perfect days!, busquen la lista en Spotify, escúchenla— esa sucesión de letreros me permite hacer de mejor modo la difícil transición entre el mundo soñado de la sala obscura y la chillona realidad exterior. Es como la melodía del despertador: uno sabe que tiene que abandonar ese refugio, pero se hace el remolón porque sabe, cuando una película le ha tocado tanto como ésta, que ahí fuera, al menos de momento, no va a encontrar nada tan grandioso.

Así es como pude ver los agradecimientos de Wim Wenders, entre los cuales había uno que me parece de una justicia innegable: to Kôji Yakusho, for being strictly —o quizá consistently, ahora dudo unbelievable. Lo de este actor es de otro mundo. En un papel que le lleva a estar en plano prácticamente todo el metraje, y con un guion en el que sus líneas caben poco más que en un folio, sostiene, y de qué manera, toda la película con sus expresiones faciales y corporales, de una sutileza difícilmente transmisible. Hay un plano al final, larguísimo, en el que el rostro va mutando suavemente de una expresión seria a la sonrisa y vuelta atrás y vuelta adelante, un primer plano frontal, que es literalmente milagroso. Pero no es sólo eso, es una honestidad en cada gesto, en cada ademán que no recuerdo haber visto nunca. No soy original en el elogio: fue premiado como mejor actor en el último Cannes y mal harían los Óscar —la película representa a Japón, pero espero que no se quede en eso, aunque tampoco es que me importen demasiado los Oscars— en no concederle su galardón.

Yo soy occidental, mal que me pese a ratos. He sido educado en el estrés, en la impaciencia, queriendo abarcarlo todo, obligándome, y fracasando casi siempre, a una contemplación que me parece casi inabordable, anhelando una mística, un modo otro que apenas vislumbro los días, los minutos más faustos —ci vuole un’altra vita, canta mi amado Battiato—, así que cuando miro a Japón lo veo como algo casi imposible, inexistente. Hablo de tópicos, superficialmente, mi contacto con lo oriental, y en particular con lo japonés, por muy amante de los haikus que sea, es mínimo, pero lo cierto es que me gustaría ser capaz de valorar los gestos, los rituales, de tener una actitud ante el vivir, ante el estar en el mundo, diferente. Me gustaría encontrar en mí una quietud que no he conocido nunca y ser, aunque sea un rato, Hirayama. Creo que, como a él, no me importaría tener una vida en la que me pagaran por limpiar servicios públicos, igual que a él no le importa, siempre que el trabajo se haga en las condiciones debidas —bien que se rebela cuando no es así—, y me permitiera tomarme mi sandwich fotografiando el Komorebi, comprarme un libro de ocasión cada semana, leer a la luz de una lámpara hasta que me venza el sueño y de tarde en tarde escuchar The House of the Rising Sun en japonés.

Hablo por hablar, sé que no es posible, y probablemente tampoco lo deseo, me identifico demasiado con mi forma de ser, con mi cultura, estoy demasiado bien encajado —apresado— en esta demencia de la sociedad occidental del siglo XXI. Pero es bello ese vislumbre, y es necesario, precisamente porque mi vida va a cambiar en los próximos meses, porque ya no soy joven, porque ya no necesito tantos estímulos, ni competir, ni pasar más tests, ni, en definitiva, ser lo que corresponde.

 

-VII-

En Cielo sobre Berlín, el ángel Damiel, harto de una eternidad de paseos y observaciones sin contacto posible, renuncia a su condición angélica por el amor de una trapecista —¿quién no se enamoraría de una trapecista?— y se convierte en humano. En la secuela In weiter ferne, so nah —aquí traducida, no de un modo completamente satisfactorio, como Tan lejos, tan cerca— le vemos tranquilo, satisfecho, cocinando pizzas, padre de familia con su amada Marion. Cassiel, su compañero, hace en esa película su transición, que resulta ser más dolorosa, pues es un espíritu torturado, pues no hay una trapecista que le enseñe a volar ya sin alas.

Hay otros ángeles, hay muchos ángeles. En Tan lejos incluso Nastassja Kinski es una ángela que se pasea por el Berlín en blanco y negro que ha cambiado ya tanto desde la película inicial. Antes conocimos a algunos otros de los que se vinieron. Peter Falk, en una interpretación enternecedora, saluda a Damiel en su llegada, le da unos marcos para que se vaya apañando y le dice que no deje de hacer nada, que lo haga todo, que disfrute del tocar, del beber café, compañero.

Hirayama es uno de esos ángeles. Secretamente, Wenders ha filmado la película última de la trilogía de Berlín. Lo ha hecho en un Tokyo que recorre con delectación, con la misma poesía de entonces, con un protagonista que viene de no se sabe qué empíreos o avernos, pero que se pasea por esta existencia terrenal como un recienvenido, sorprendido cada mañana de la luz del día, disfrutando de cada bocado, de cada nota de música.

Los que estuvimos aquella noche en el Esplanade escuchando a Nick Cave y oímos a la bella y malograda Dolveig Sommartin decirnos que el nuestro sería un amor de gigantes, reconocemos bien a los ángeles, y ni el mono azul ni los artilugios de limpieza nos engañan. Damiel cocinaba pizzas, Hirayama limpia váteres. Es lo mismo: se pasean por el mundo con la pisada tenue de los pájaros del alma, saben lo que pasa por nuestras cabezas sin que tengamos que hablar y sonríen como sólo lo saben hacer los ángeles.

 

-y VIII-

En esta encrucijada en la que me encuentro, me gustaría que dentro de unos años —no muchos, ya no hay muchos— pudiera decir, hablando con alguien cercano, como se habla esas veces en las que nos sentimos a gusto, con una cerveza, y hacemos un repaso de las cosas en donde no hay acritud, sino la comprensión infinita del que siempre supo en realidad que todo era vanitas vanitatis: “Perfect days me cambió la vida”. Es decir, me gustaría, no sólo que Perfect days me cambiase la vida, sino tener aún una vida que cambiar, ser capaz de tomar de la película ese ritmo, aceptar esa escala de valores, desacelerar, aceptar de una buena vez que el hecho de estar vivo es algo contra lo que no merece la pena estar peleando sin cuartel interminablemente.

Paris, Texas o Der Himmel über Berlin me cambiaron la vida. Estoy tan, tan feliz de que, como me pasó con Víctor Erice, un viejo amigo como Wim Wenders, a sus casi ochenta años, haya vuelto a ofrecerme un lugar para vivir, después de cuarenta años de pasear juntos. Hubiera estado tan bien que ese día en Neptuno yo me hubiera vuelto y le hubiera dicho Wim, gracias por tus películas, por las que has hecho, pero sobre todo por las que vas a hacer, sabiendo, de algún modo —en realidad esas cosas se saben— que catorce años después de aquel día, el Agus que aún no era, pero que ya estaba allí, iba a ir a un cine que ya no puede ser el Alphaville una mañana de sábado a reencontrar algo de la excitación de aquellos días inaugurales, mezclada —cóctel irresistible— con la sensación de paz que sólo trae la renuncia, casi diría que el despojamiento. Acaso al final de mi vida consiga ser por fin un místico.

Lou Reed me canta cada mañana —no, no lo hace, porque paro la alarma mucho antes, en los acordes instrumentales del comienzo— que es un día perfecto, o, en realidad, que ha sido un día perfecto. Aunque los días perfectos estén en el pasado, aunque los tacos de madera con los que podamos armar la construcción de cada día ahora sean apenas repeticiones de las mismas canciones en las casetes de la furgoneta, fotos iguales de momentos irrepetibles, libros que se amontonan, ya imposibles de contener en las estanterías, lo importante es que hay cosas que nos hacen olvidarnos de nosotros mismos, que hay personas a las que pudimos cantar you make me forget myself, y si se lo pudimos cantar aún se lo podemos cantar, y se lo cantamos, aquí se lo cantamos, y así todo duele menos, todo se desliza mejor, todo es suave como aquella caricia que aún, quizás, inconcebiblemente, nos espera.

Porque, en definitiva, al menos alguno de nosotros somos ángeles y es importante que se sepa.


domingo, 14 de enero de 2024

Breve tratado de Solarística

 

 

Quiero decir, no eras tú, pero estabas dentro del cuerpo de ese hombre que iba de la mano de esa joven, como si el océano de Solaris hubiera leído dentro de mí y hubiera diseñado una réplica corpórea de mis terrores en esa ciudad sitiada.

ANGÉLICA LIDDELL

 

I. Schema Corporis Solaris

Si abrimos el primer volumen de la lujosa edición de 1664 (Johannes Jansson, Amsterdam) del Mundus subterraneus del sacerdote jesuita y polímata Athanasius Kircher encontraremos, tras la página 64 —segunda aparición, ya vemos, de este cuadrado perfecto, de esta potencia sexta de la pareja primordial: el 64 es, claro, el año de mi nacimiento— un interesante grabado que podremos desplegar. En él se muestra un círculo torturado, rodeado de llamas que también son cabellos y flecos, un interior confuso, con montañas, explosiones, más hogueras, que son también plantas, que es también un mar. Nada el círculo, que representa una esfera, en el Aetherum Spatium.

El título nos informa: Schema Corporis SOLARIS prout ab Auctore et P. Scheinero. Romae Anno 1634 observatum fuit. La palabra SOLARIS aparece netamente destacada en el título, hasta el punto que, observado sin mucha atención, se diría que el padre Kircher nos ofrece, no ya una imagen tentativa de un Sol fluido e ígneo, segun las observaciones del Padre Scheiner, sino el mapa de un inconcebiblemente lejano y extraño cuerpo sideral denominado Solaris.

El grabado, como muchos otros de las obras de Kircher, es justamente famoso, y no es raro verlo reproducido en diferentes lugares. Por ello sorprende más que, al menos en lo que a mí me consta, nadie haya relacionado tal grabado con la soberbia novela del polaco Stanislaw Lem Solaris, de la que se deriva la no menos fabulosa película de Andréi Tarkovski.

Descubrí la imagen por casualidad cuando tanto el libro como la película habían ya entrado en mi panteón particular para ocupar los lugares de honor que en él les corresponden. He indagado con cierta dedicación, aunque limitado obviamente por mi desconocimiento del idioma polaco, el origen de la elección del nombre del planeta por parte de Lem y no parece que haya una conexión evidente. En cuanto a Kircher, lo he estudiado en el marco de la Historia de la Óptica —es autor de una gran obra titulada justamente Ars Magna Lucis et Umbrae— y me he perdido a ratos en su producción casi inagotable. No tengo, pues, ninguna prueba segura de que ese círculo en llamas estuviera en la cabeza de Lem cuando concibió el Océano solariano, pero me gusta creer que es así, y que Solaris es el último eslabón de una larga cadena de revelaciones que están destinadas sólo a los iniciados.

 


II. Space Age Kid

En cuanto a mí, no ostento otro honor para hacerme depositario de esta sabiduría que la de haber sido un niño de la Era Espacial. Había cumplido cinco años justo un mes antes y, por supuesto, no trasnoché para el magno evento, pero supe a la mañana siguiente que el ser humano había pisado la Luna. Cuenta la leyenda familiar —contaba, pues ya se han callado para siempre las bocas que podrían enunciarla— que mi abuela paterna, al verme recién nacido exclamó que yo sería el conquistador de la Luna. Crecí escuchando términos de infinita sugerencia como Sputnik. Supe quiénes fueron Yuri Gagarin, Valentina Tereshkova, Neil Armstrong, la perrita Laika. Soñé una noche con el espacio —tendría quizás ocho años y en la tele me encantaba ver Viaje a las estrellas, que aún no se llamaba en España Star Trek— y recuerdo aún, más de cincuenta años después, la sensación de extraña paz combinada con una fuerte conciencia de mi poderío mientras navegaba ingrávido por una obscuridad primordial en la que, a lo lejos, se adivinaban las luces de una nave espacial prometiendo una fiesta infinita.

Alguna vez, cuando me ponía a pensar en mi futuro, cuando respondía a esa pregunta recurrente de qué quieres ser de mayor decía, en vez de futbolista, astronauta. Y sí, sí quise ser astronauta, aún lo querría ser. Cuando fui creciendo empezó el tiempo de los transbordadores espaciales, se multiplicaban los vuelos, hubo un español en el programa espacial. Yo estudiaba Físicas. Cuando entré a la Facultad estaba decidido a especializarme en Astrofísica, como nos pasaba a casi todos los aprendices de físico entonces. Luego la Cuántica me cautivó y acabé haciendo Física Fundamental, es decir, siendo, ay, un teórico.

Me descarté de la carrera espacial, me hubiera parecido irrisorio incluso a mí mismo siquiera pensar en ello. Siempre fui torpe, miedoso, mi condición física nunca fue la de un atleta. Era algo que no cabía ni formular. Dejé de mirar a los cielos, ni siquiera aprendí propiamente a ser un astrónomo aficionado. Me sumergí en las ecuaciones. Muchos años después conocí a Athanasius Kircher. Y vi la película de Tarkovski. Y leí el libro de Lem. Y entonces me di cuenta de que la cuestión, como dice uno de los personajes, no tiene tanto que ver con la ciencia como con la conciencia. Pero estoy adelantando acontecimientos.

 


III. Un videoclub en Ópera

Por estos días de enero, en 2005, comencé a vivir solo por primera vez, unas semanas después de la vuelta del viaje a Nápoles del que hablaba en la entrada anterior. El apartamento era muy pequeño y obscuro, en el barrio madrileño de Huertas. Era también la primera vez que vivía en el centro de la ciudad. Eso me resultaba excitante, pero lo cierto es que los nueve meses que estuve allí —una gestación de lo que acabaría por ser— fueron un tiempo muy difícil, en el que el duelo tenía que cumplirse en un territorio que se reveló hostil.

Para la mudanza compré bastantes cosas, porque no tenía ningún mueble y me faltaba todo tipo de artículos de menaje: ya lo he dicho, nunca había vivido solo. También compré un reproductor de DVDs, no tenía uno tampoco. Había sido, por supuesto, un ávido consumidor de VHS, y disponía de decenas de cintas con grabaciones de la tele, mi particular y selecta videoteca. Aún andan por ahí la mayoría, arrumbadas en un trastero. El magnetoscopio dejó de funcionar justo antes de confinamiento. Es una historia interesante en sí misma, ya se la contaré.

Iba cada semana a cenar con mis padres, a su casa de Aluche. Como aparcar era básicamente imposible en mi nuevo barrio, movía el coche lo menos posible y usaba el metro. No había buena combinación. Así que lo que hacía al volver era bajarme a Empalme y viajar en la 5 a La Latina, para evitar transbordos. De La Latina a mi casa había un paseíto, que me daba en esas noches frías del invierno, lleno de zozobra, porque, a pesar de mi edad, me había convertido en un absolute beginner de muchas cosas, y la tristeza y el miedo siempre estaban disponibles, agazapados detrás del frenesí de las nuevas aventuras.

A veces no era La Latina. A veces, a la ida o a la vuelta, o en otras tardes o noches de la semana —era repentinamente libre para organizar mi tiempo y me gustaba el desorden y la improvisación, contra todo pronóstico— usaba la estación siguiente, la de Ópera. Ópera ha sido siempre mi barrio favorito de Madrid, y parece que nunca conseguiré vivir en él, a pesar de mis deseos. En una de las callecitas de Ópera había un videoclub. Sí, existían los videoclubs entonces, por supuesto. Yo era un consumidor habitual en esos lugares que proporcionaban algo que hasta entonces era imposible de concebir: la posibilidad de elegir qué película poner en la tele. Había muchos videoclubs en Aluche, cerca de mi casa: con mi hermano vimos todas las películas malas de terror imaginables. En 2005 el clima iba cambiando, las cintas de VHS estaban en retroceso, los DVDs, con mucha mayor calidad, con la posibilidad de varias pistas de audio, con los extras, se estaban imponiendo. Y empezaba a ser habitual el comprarse películas —yo también empecé a hacerlo: algunos cientos de DVDs después aún no he parado. El videoclub de Ópera era moderno y tenía muchos DVDs. Algunos, incluso, de importación. Uno de ellos era una edición rusa de Solaris de Andréi Tarkovski.

 


IV. Ya estás volando, Kelvin

Llevo pensando desde que decidí escribir esta entrada, esta mañana, en la ducha, donde cada sábado me suelo preguntar: entonces, de qué escribo en el blog esta semana, si verdaderamente fue en ese DVD que me llevé alquilado al apartamento de Huertas ese invierno de 2005 cuando vi por primera vez Solaris. Creo que sí, aunque no estoy completamente seguro. La he visto muchas veces, algunas en el cine, en la Filmo, puede que una de esas fuera anterior. Puede que la pasaran en algún Cine Club. No lo sé, en cualquier caso sí que sé que esa vez, en ese 2005 obscuro, fue decisiva.

De Lem sí sabía, sabía mucho, era uno de mis autores favoritos de ciencia-ficción —si es que esa etiqueta le cuadra a la vasta y profunda obra del polaco. En los tiempos de mi infancia y adolescencia espaciales me había interesado en el género, había leído bastante ciencia-ficción. Cuando iba entrando en la Física hasta el fondo me satisfacía la hard SciFi, llena de precisiones técnicas e insobornable en cuanto al rigor científico. Pienso en Clarke, claro, a quien se le debe una parte del que acaso fue mi primer verdadero éxtasis cinematográfico: 2001, de Kubrick. Asimov nunca me interesó, pero sí Bradbury, y desde luego Aldiss. Toqué también algo a otros menos conocidos como Christopher Priest. Sólo después de engancharme a Blade Runner empecé con Philip K. Dick, que es un autor de un calibre difícilmente igualable, y una personalidad tan atrayente en sí misma que merecerá sin duda una entrada propia. No hablo del mundo Lovecraft, que habité sin descanso a mis dieciséis, diecisiete, dieciocho años, y por el que aún me doy un garbeo de vez en cuando.

Lem fue de los últimos en llegar. Leí sus maravillosos Diarios de las estrellas y poco a poco fui entrando en su obra, que recorrí casi entera. Curiosamente, no Solaris, que me parecía menos atrayente por algún motivo. Solaris la leí sólo después de ver la película de Tarkovski en aquel invierno, y justo después de verla. Luego he visto, ya lo he dicho, muchas veces, la película, y me he releído al menos en un par de ocasiones el libro de Lem. No sé si son credenciales suficientes como para reclamarme como un experto en Solarística, pero me encantaría que fuera así.

 

V. La Solarística se ha convertido en un callejón sin salida

Mi capítulo favorito, con mucho, del libro de Lem —al que vuelvo a menudo— es aquel en el que el psicólogo Kris Kelvin, recién llegado a la estación espacial solariana y tras el extraño recibimiento de sus habitantes se encierra en la bien nutrida biblioteca de la estación a repasar los textos principales de la Solarística, que se ocupan sobre todo de las diversas hipótesis sobre la naturaleza del único habitante del planeta, el misterioso Océano. La existencia de un doble sol —rojo, celeste— condenaría a la larga a la destrucción de Solaris, imposibilitado de mantenerse en una órbita estable. El que eso no ocurra parece deberse justamente a la acción del Océano, que llena por completo la superficie del planeta, y en el que una incesante actividad de transformación —autometamorfosis ontológica— tiene lugar, para perplejidad de los observadores terrestres que llevan ya más de ocho décadas rondando por ahí.

Los tomos de la biblioteca Solarística se extienden en la descripción de las colosales e incomprensibles construcciones del Océano, efímeras, eruptivas, de una complejidad geométrica casi inconcebible, que emergen y desaparecen y que reciben nombres como mimoides, simetríadas, asimetríadas. La posibilidad de que el Océano sea un organismo sentiente e incluso que esté dotado de una inteligencia propia —evidentemente por completo disímil de la humana— es algo en lo que los científicos no se han puesto de acuerdo, y la Solarística parece ya una disciplina melancólica, en la que todo intento de poner orden es vano.

El Océano parece ignorar toda posibilidad de contacto, y en el momento en que Kelvin es reclamado para definir qué está pasando en la estación espacial la discusión es si emplear radiaciones de alto poder de penetración para provocar una respuesta. Es decir, la discusión es si los humanos haríamos lo que siempre hacemos: destruir todo lo que entra en contacto con nosotros. Aniquilar lo que no comprendemos.

 

VI. Milagros crueles

La abrumadora grandeza de mimoides, simetriadas y asimetriadas sólo nos retrotrae al punto de partida: en el relato interminable, ubicuo, complicadísimo del Océano, ¿somos siquiera una nota al pie de página? Y si no lo somos, ¿qué somos, entonces?

La desordenada nave está habitada por seres fantasmales. Unos son los tripulantes supervivientes: Snaut, Sartorius. Gibarian ha acabado por suicidarse. Otros son los visitantes. Aparentemente el Océano nos los regala: encarnaciones de extraña materialidad de personajes que ocupan nuestros sueños o representan nuestras obsesiones. Así es como aparece, inopinadamente, Harey, la mujer de Kelvin, que se suicidó muchos años atrás. Aparece tal como él la sueña, con una conciencia temblorosa de sí misma, desamparada en un vacío existencial en el que Kelvin parece ser su único agarradero.

El comercio con los révenants es siempre complicado. Kelvin intenta deshacerse de ella. La envía al espacio exterior. Se quema las manos y la cara con el fogonazo de la sonda especial al despegar. Agotado, se duerme, sólo para descubrir a una nueva Harey a la mañana siguiente. No la misma, otra, que el delivery fantasmal y metafísico del océano súbitamente centrífugo le proporciona. Empieza, inevitablemente, a amarla. A llenar con ella una nostalgia que no tiene fondo. Empieza a jugar al juego peligroso del amor por los fantasmas. Todo eso no puede acabar bien. O sí, quizás sí, de algún modo sí.

La última frase del libro lo define a la perfección: No tenía ni idea, pero albergaba el firme convencimiento de que la época de los milagros crueles estaba lejos de haber terminado. Son crueles los milagros precisamente porque no deberían ser, porque subvierten un orden en el que estamos asentados y donde hemos pactado una cuota de sufrimiento aceptable. Esos regalos hacen que todo lo demás se desequilibre, que no sepamos ya a qué atenernos, que todo se nos escurra definitivamente entre los dedos.

 

VII. Una cajita metálica

Probablemente la clave de bóveda de toda la discusión sea el determinar de un modo incontrovertible qué cualifica a una entidad para ser considerada de un modo aceptable como ser humano. No hablo del Océano, cuya extrañeza es tal que impone como único acercamiento a él la teología apofática. Hablo de las criaturas de nuestros sueños, de nuestros anhelos, de nuestros deseos súbitamente enarboladas por una fábrica de readymades que no tiene empacho en penetrar en lo más recóndito de nuestra mente y nuestro corazón para otorgarnos el milagro.

¿Amamos, siquiera, otra cosa que esos simulacros, que arrojamos impunemente sobre el cuerpo de otros seres sintientes, que disfrazamos así con nuestras carencias, y a los que nos gustaría, si se terciase, hasta darlos cuerda para que repitan i love you, i love you, especialmente en las noches de invierno de la gran ciudad, cuando la soledad es literalmente cósmica y no hay ninguna nave espacial ataviada con las luces del Paraíso eterno?

¿No es, acaso, el Océano la metáfora perfecta de la melancolía, enredada en sus circunloquios, ajena a un exterior que no puede ser sino dañino, afanándose en la producción de esas criaturas? ¿No estará, así, el Océano compuesto no de no se sabe qué substancias coloidales, sino de bilis negra?

En la película de Tarkovski, Kelvin, en la tarde de antes de su partida, en la casa de su padre —una partida para un viaje tan largo que probablemente no le permita encontrar a ese padre en el retorno—, utiliza una cajita metálica oblonga, como las que se usan para guardar el material médico, los instrumentos quirúrgicos —hay una cajita así también en Stalker, si mi memoria no me engaña— para guardar tierra de esa su heredad, que llevar al espacio, junto con la foto de su madre muerta. En esa tierra acabará por florecer una planta. No es posible dejar de ser demiurgos, no es posible dejar de cultivar dobles. No buscamos otros mundos, dice Snaut, buscamos un espejo. Estamos tan solos siempre que sólo se nos ocurre inventarnos de nuevo, repintarnos, esculpirnos con los besos, imaginarnos dormidos en la almohada de al lado.

Ach, was hilfts.

 


VIII. Ten cuidado con lo que sueñas

Como hechicero, mis conjuros siempre han resultado fallidos. He sido, no obstante, un maestro en el registro de esos fracasos. Así, soy culpable del nefando pecado —lean a Borges en Tlön— de la reduplicación. El aprendiz de brujo de Fantasia se encuentra de repente con un ejército de escobas que trasladan desaforadamente decenas de baldes. Cuando vi esa escena en el cine, muy niño, me aterró. Mis padres tuvieron que calmar mi llanto, por mucho que fuera el ratón Mickey quien intentaba gobernar ese pulular. Pero no soy capaz de evitarlo.

Los golems requieren, es sabido, de una palabra mágica, quizás de cuatro letras, para animarse. El mejor artesano puede moldear la arcilla con precisión y producir un bello ejemplar de estatua. Pero hay una efusión del espíritu que sólo corresponde al demiurgo. No es posible no ser demiurgos. Todos lo somos. También yo tengo hermanos solarísticos, también en algún lugar alguien me ha pensado y ha construido ese remedo desdichado que bebe el oxígeno líquido. Porque la muerte no es una opción.

Hubo un tiempo en que creí ser Kelvin, y soñé con el eterno retorno de Judy Barton. Ahora sé que soy el Océano, y que mi descanso es imposible. A dream come true: si te invoco, ahí estás. Y sin embargo...

 


IX. La casa del padre

Por el mismo precio, bien podría el Océano habernos proporcionado una invención de Morel en la que inscribirnos de modo indoloro para una eternidad de soledad cósmica, en la que, llegado el inesperable visitante, siempre nos encontraría en perfecto estado de revista. Larga es la plenitud amorosa de las imágenes y los fantasmas, mucho más larga que la de los seres humanos. Así, sería el habitar el que nos apaciguaría, y las imágenes narcóticas del principio de la película nos mecerían en una calma tan duramente peleada. Al lado, la visitante duerme abrazada a nuestro cuerpo glorioso en ese cielo breve y definitivo como la eternidad.

Cuando el Océano lee el encefalograma de Kelvin, que le ha sido enviado en pulsos eléctricos, comprende y empieza a producir islas. En una de ellas está la casa del padre. Llueve en su interior, porque estamos en el reino de los muertos. Allí desemboca el río de Kelvin, que acaba la película abrazado a las rodillas del padre. Ese regreso es, de un modo prodigioso, el bello naufragar que tanto perseguimos.

 

y X. Loving the Alien

No hay playa en Solaris, esa playa donde estuvimos juntos en nuestro sueño mejor escrito. El Océano es la función de onda que inventamos en esas tardes de la Mecánica Cuántica, cuando el estar o no en otra galaxia era irrelevante, porque todo pesaba demasiado. Harey ha muerto ya demasiadas veces, y la resurrección es un negocio ruinoso, porque sólo conduce a un nuevo y fatigoso re-enactment. Las criaturas prodigiosas que fuimos siguen levitando en el paisaje nevado de Brueghel y nosotros no hacemos otra cosa que deambular por el pasillo circular de la estación espacial, sin mirar por las ventanas, levemente levógiros.

Bibi Andersson, Alma, podía haber interpretado a Harey, Tarkovski lo estuvo considerando. Se hubiera puesto sobre los hombros ese chal de lana que reaparece a cada nacimiento. Nos habría abrazado por detrás. Natasha McElhone nos mira con sus ojos verdes. Estamos en la tarde de antes: mañana partimos a un viaje muy largo. Llevamos una cajita con tierra, llevamos la Tierra con nosotros. El tiempo de los milagros crueles no termina nunca.

Mira: en el horizonte, un nuevo mimoide empieza a crecer. No me importa ya quién es el visitante de quién, ni cuántas veces hemos resucitado. Dame tu mano: el sol rojo empieza a ponerse. Pero el celeste no se apaga nunca.

domingo, 7 de enero de 2024

Los vivos


Better pass boldly into that other world, in the full glory of some passion, than fade and wither dismally with age.

JAMES JOYCE, The Dead

 

-1-

James Joyce sitúa —si bien no de manera explícita— la acción del relato The Dead —habitualmente traducido como Los muertos—, que cierra su ciclo Dublineses, el día de la Fiesta de la Epifanía —también llamada en inglés Twelfth night, como en la obra de Shakespeare— de 1904. Aunque el calendario católico opera por igual en España e Irlanda —y también en Italia, igualmente importante para nuestra historia, como veremos— y es por tanto correcto referirnos a la festividad que se celebra de manera solemne el día 6 de enero como a la Epifanía del Señor, lo cierto es que en nuestra cultura esa fecha viene asociada de manera inevitable a los Reyes Magos, la otra cara de esa moneda —es justamente ese reconocimiento de los Magos venidos de las tres partes del mundo el que constituye la manifestación de la divinidad del Niño Dios— y a la larga tradición de la entrega de regalos, supuestamente provinientes de Oriente, que forma parte de nuestra infancia en tanto que niños y niñas nacidos en España.

En la Epifanía de ese año, es decir, el 6 de enero de 1904, las hermanas Morkan, dos solteronas relacionadas con el ambiente musical de Dublín, y su sobrina Mary Jane, organista y profesora de piano, organizan, como cada año, una cena, a la que asisten diversos amigos de la familia, las discípulas de Mary Jane y el sobrino favorito de las dos hermanas, Gabriel Conroy, acompañado de su esposa, Gretta. A lo largo del relato parece no ocurrir gran cosa, pero el final desvela que, subterráneamente, tras los ojos que a veces se quedan momentáneamente perdidos, o bien dentro de los corazones, otras cosas están pasando, hay ausencias que son tanto más presentes justamente en cuanto que son lejanas e inalcanzables, y hay un extraño equilibrio entre los vivos y los muertos que pasará desapercibido por lo general, pero que ciertos acontecimientos, algunas conversaciones, un poema, una melodía, pueden poner de manifiesto, como una epifanía.

Si aceptamos esa fecha como la de un acontecimiento real —no lo es, claro, porque hablamos de un relato, si bien uno que contiene un buen número de elementos autobiográficos de Joyce— nos encontraremos en una extraña encrucijada cronológica. Ayer —esta entrada iba a escribirse ayer, pero al final no fue posible— era la fiesta de la Epifanía de 2024. Así, 120 años separan ese momento de la recepción dublinesa del hoy en el que, seguramente, habrá habido comidas familiares y apertura de envoltorios. 120 años no es un número especialmente celebratorio, aunque no deja de ser redondo. Pero se da una circunstancia que a mí sí me atañe especialmente. Yo he nacido en 1964 —es verdad que en el solsticio de verano, no en la fiesta de Reyes—, así pues, el año de mi nacimiento marca una especie de bisectriz perfecta en el siglo y un quinto que han pasado desde esa fantasmal cena. O, dicho de otro modo —y cuando se dice así suena sorprendente, y también pavoroso—, hay la misma distancia entre ese Dublín aún tan decimonónico, en el que la música se interpreta en vivo porque aún no se ha popularizado el gramófono y donde no hay una sola sala de cine todavía y el 1964 de los veinticinco años de paz —¡ay!— y el desarrollismo montado en su seiscientos, que la que hay entre esa cumbre del baby boom y el momento actual. Porque, sí, claro, este 2024 es el año que cumplo sesenta. Y estoy tan lejos de mi nacimiento como mi nacimiento estaba de la acción de Los muertos.

La primera vez que jugué a ese juego tan perverso —lo inventé ahí, no sé para qué ni cómo, y a lo mejor nadie lo había inventado antes— fue justamente cuando cumplí 50 años, es decir, en 2014. Ahí me di cuenta que extendiendo mi edad a mi anterioridad, a esa otra nada antes del paréntesis que abre —pienso, claro, en el Speak, memory de Nabokov—, llegaba a 1914, al año del comienzo de la Gran Guerra. Ese comienzo estaba tan cerca, o tan lejos, de mis primeros vagidos, como mi cincuenta cumpleaños estaba tan lejos, o tan cerca, de mi nacimiento. Entre mi vida y su reflejo en la obsidiana de mi no existencia se componía un siglo, bien redondo. El escalofrío, claro, estaba garantizado. Pero la tembladera aumenta cuando uno se da cuenta de que cada año que avanza retrocede un año ese otro punto focal, esa imagen especular. Cuando doblo la página de mi ejecutoria vital por el vértice de mi venida al mundo, el día de ayer se toca con el día en que la tía Julia Morkan estaba nerviosa porque su sobrino Gabriel no llegaba y en cualquier momento aparecería Freddy Malins, seguramente borracho.

Pero resulta que además, justamente, 1914 es la fecha de la publicación de Dubliners, publicación que se hizo de rogar, porque en 1905 ya estaban concluidos todos los relatos salvo precisamente The dead, el número... catorce. De hecho, Joyce, según confiesa a su hermano y benefactor Stanislaus, considera necesario este añadido para compensar de alguna manera el tono bastante negativo de los anteriores en lo que se refiere a Dublín en particular y a Irlanda en general. Este colofón quería ser un homenaje y un reconocimiento a una de las virtudes irlandesas: la hospitalidad. Así, de esa publicación a mi nacimiento —mes arriba, mes abajo— pasan sólo cincuenta años y yo soy tan contemporáneo de Joyce como lo soy del pequeño Agus, entonces aún incapaz siquiera de pronunciar su propio nombre.

Por lo tanto, en 2014 se celebró el centenario de Dublineses. ¿Qué hice yo en 2014 además de cumplir cincuenta años? Pues viajé a Trieste. Era mi segundo viaje, desde aquel inaugural de enero de 2012, por el centenario de la voz del ángel, donde arranca realmente todo. Volvía a Trieste con la intención de escribir una novela. La novela acabó escribiéndose, ya lo saben, y Trieste entró definitivamente en mi mitología personal y se situó en un lugar de honor.

Fue en Trieste donde Joyce escribió Los muertos. La idea la tuvo en Roma algunos meses antes. Hay elementos que conectan, como ya he dicho, con vivencias personales de Joyce, y de hecho la historia del joven muerto tiene un correlato en un suceso equivalente vivido por su pareja, Nora Barnacle, con la que se había escapado al continente. La redacción tuvo lugar en los años 1906 y 1907. Es en septiembre de 1907 cuando pone el punto y final.

 

-2-

No era consciente, lo prometo, de esas numerologías hasta ayer. Iba a escribir una entrada sobre Los muertos, sí, pero más bien centrada en la película de Huston —lo voy a seguir haciendo: es esta entrada—, pero es inevitable que me ponga a jugar con fechas, conexiones, simbologías... No les concedo significado real alguno, pero me gustan estéticamente, me parece un juego divertido. Si sigo seguro que encuentro algunas más, pero lo cierto es que no me hace falta, porque ya de por sí mi vínculo con el relato de Joyce es muy fuerte.

Demos otro salto por la cronología. Estamos en 1981, estoy terminando el BUP, tengo dieciséis años. Siempre se me han dado bien los idiomas, cosa que no dejo de agradecer cada día a los dioses, que asumo igualmente políglotas. En la clase de Inglés mi nivel, adquirido básicamente por mi cuenta, leyendo todo lo que se me ocurría, incluido Shakespeare, y escuchando las letras de las canciones que me gustaban entonces, y que aún puedo clavar en un karaoke si la cosa se tercia —cosas del almacenamiento en el disco duro de la memoria—, es más alto que el del promedio de mis compañeros. La profesora me dice que vaya un poco por libre mientras por enésima vez comienza con el iamyouareheis y me pongo a leer relatos en inglés de autores muy relevantes. No recuerdo, y no me gusta cuando no recuerdo algún detalle, si fue ella la que me recomendó el libro o si lo había comprado yo ya anteriormente —tenía más libros en inglés ya por entonces—, acaso en la librería Booksellers que había en José Abascal, que visitaba asiduamente. El caso es que empecé a recorrer el Penguin Book of English Short Stories y su nómina de grandes nombres de la literatura en lengua inglesa —Dickens, Conrad, Kipling, Wells, Joyce, Woolf, Mansfield, etc., etc. Para entonces, me parece, ya andaba yo trasteando con el Ulises en la traducción castellana de José María Valverde y probablemente me había empezado a leer el Retrato del artista adolescente, siempre en castellano. Así que, de entre los relatos de la antología, decidí empezar por Joyce y me lancé a leer The Dead.

A pesar de todo, mi nivel de inglés no era, claro, tan bueno, y hay dentro del libro, aún, hojitas de papel con vocabulario —en este caso de otro cuento, el Kew Gardens de Virginia Woolf—, pero lo cierto es que leí el relato, lo anoté, lo resumí para mi clase de Inglés y se me quedó grabado en la memoria como si fuera una canción de The Wall de Pink Floyd, que escuchaba obsesivamente entonces.

No puedo ya saber, realmente, cuánto me impresionó esa historia —unas capas de la memoria se superponen a otras, como en los estratos arqueológicos, y todo revisitar es también un quedarse aquí—, porque es una historia que habla justamente del paso del tiempo, de la pervivencia —oblicua, obscura— de los muertos del pasado, y yo aún tenía todo por escribir de mi propia historia, yo aún tenía más o menos la edad del muerto, Michael Furey, que se extinguió cuando apenas tenía diecisiete años, tras una imprudente manifestación de su amor por Gretta, cantando, bajo la lluvia, él, un enfermo de tuberculosis. Ay, y en esa música vive aún y Gretta bien que lo reconoce cuando vuelve a escucharla. Queda la música, cantaba Aute, y yo con él, por esos años también.

 

-3-

Cuando estudiaba la carrera de Físicas en la Complutense era bastante frecuente que volviera andando desde la Facultad a Moncloa, y a veces el paseo se prolongaba a Plaza de España, donde cogía el suburbano hasta mi barrio, Aluche. Por esos años —justo antes y justo después de mi veintena, ya que estamos recorriendo las décadas— empecé a hacer profesión de fe cinéfila y me impuse —el vocablo es el apropiado— la obligación de ver cuanta película buena —sería largo de contar qué entendía yo por buena en ese entonces, pero desde luego no hubiera estado alejado de los estándares más exigentes del gafapastismo— se exhibiera en Madrid, incluso si había que ir a buscarla a la Filmo —que no estaba en el Doré entonces—  o a cinestudios un poco ruinosos. Así, muchos de esos paseos míos —hablo del año 83, del año 84— acababan en el templo de todos los templos de las películas en V.O.S., el Alphaville. Tardaría demasiado en contar las películas decisivas para mí —acompañadas de más o menos morralla intelectualoide que mis juveniles tragaderas deglutieron— que vi en esas salas por esos años. Bastarán, creo, dos: Paris, Texas y Der Himmer über Berlin. Wenders y yo tenemos, sí, nuestra historia. Otro día se la cuento.

Pues fue ahí, en el Alphaville donde se estrenó la película de John Huston que aquí se tituló, de manera un poco absurda Dublineses (Los muertos). Ya conocía a Huston, claro, acaso el director cuya lista de películas es más apabullante, desde el debut (!) de The Maltese Falcon. Era un director de grandes públicos: no sé, no mucho antes yo había visto a Pelé —¡y a Sylvester Stallone!— en Evasión o victoria, que es suya, en el Avenida o en cualquiera de esos grandes cines de la Gran Vía. Así, la aparición en una de esas pequeñas salas de la versión original subtitulada de una película de Huston era, como mínimo, reseñable, sobre todo por comparación con el otro resto de films que encontraban allí su acomodo. De algún modo, ya anticipaba que no era, claro, Evasión o victoria, o El hombre que pudo reinar. Era otra cosa, algo más pequeño, más íntimo, más delicado. Algo, literalmente, incomparable.

Así pues, yo vi The Dead, de John Huston, de estreno, en el tristemente desaparecido Alphaville, en 1988, probablemente en abril, y la vi conociendo perfectamente el relato de Joyce. Quizá por eso entré en ella de aquel modo y me quedé de alguna manera a vivir en ella, hasta hoy. Me sigue pareciendo —y la he vuelto a ver por enésima vez hace dos días— una película milagrosa, un prodigio de elegancia y contención, la manifestación bellísima de una melancolía que no sólo es compatible con la alegría, sino que es casi su condición de partida. Me reconozco mucho en la película, como me reconozco mucho en la historia. Cuando, en la habitación del hotel, Gabriel mira la nieve mientras su esposa duerme, tras haberle contado su malogrado amor de adolescencia, soy a la vez ella, que duerme, él, que se lamenta de no haber sido capaz de suscitar en su mujer un amor así, ni de haberlo experimentado él mismo y el muerto Michael Furey, que salta del lecho y se va a lanzar chinitas a la ventana de su amada, que va a dejar al día siguiente Galway para ir a la capital, y a la que ya no volverá a ver.

Hay algo mágico en la puesta de escena de Huston, algo increíble si tenemos en cuenta que dirigió la película en silla de ruedas, muriéndose de enfisema pulmonar, hasta el punto de que la película es propiamente póstuma, ya que tuvo su première en la Mostra de Venecia —Venecia: al otro lado está Trieste— el 3 de septiembre de 1987 y Huston había muerto el 28 de agosto —el 28 de agosto es San Agustín— anterior. Un testamento, pues, inevitablemente, la película de un muerto.

 

-4-

Una parte fundamental de mi educación cinematográfica, en un tiempo en el que aún no había, ya no Internet o DVDs, sino ni siquiera VHS, correspondía, como no podía ser de otro modo, a la televisión. Entonces sólo existía una, TVE, con un canal y medio (“el UHF”, que luego sería La 2, sólo emitía por la tarde-noche) y, a pesar de eso, en aquellos años de mi adolescencia juro haber podido ver más cine del bueno —ya me entienden— del que ahora, a lo mejor, se podría ver sumando todos los canales de Movistar y todas las plataformas, si exceptuamos la nunca suficientemente ponderada Filmin. El programa cinéfilo por excelencia era Cine Club, en la segunda cadena, y allí podían verse ciclos de autores fundamentales, entre ellos Roberto Rossellini.

Aunque parezca mentira, si uno busca un poco por Internet, puede saber cuándo se exhibió Te querré siempre —un título que, de puro extraño e inadecuado, acaba por convertirse en mágico en sí mismo y que pretende nombrar una película que se llama Viaggio in Italia— en el Cine Club del UHF: 21 de febrero de 1985. Es seguro que la vi ahí, y creo que esa vez fue la primera. Vi algunas otras películas de Rossellini en ese ciclo, y de nuevo, marcaron su impronta en mi educación, ya no cinéfila, sino puramente sentimental: hablo todo el rato de cosas, obras, sucesos que me conformaron, por haber llegado justamente en esos años decisivos.

La película es realmente extraña. No parece contener en sí una historia, al menos narrada del modo tradicional —estamos hablando de una película de 1953, es anterior incluso a la Nouvelle Vague: algunos críticos la sitúan justamente como uno de los referentes del movimiento—: comienza de un modo tan abrupto como acaba, parecería de nuevo ese espacio entre dos paréntesis que es... la vida. Hay, si se quiere, una trama: una pareja inglesa de mediana edad —interpretada por dos grandes, George Sanders e Ingrid Bergman, que era entonces la pareja de Rossellini— viaja a Nápoles para hacerse cargo de la herencia de un tío de él, que recibe el revelador nombre de uncle Homer. Son gente acomodada, y su matrimonio está obviamente en una crisis profunda. Él se desinteresa por todo lo que ve, salvo algunas potenciales conquistas amorosas. Ella, sin embargo, intenta conocer los principales atractivos turísticos de la zona —y en ese sentido la película a veces parece un documental promocional de Nápoles y alrededores— y en sus diferentes visitas va encontrándose con lo extraño, lo numinoso, diríamos. Ese viaje supone realmente entonces un rito iniciático y transforma profundamente la relación.

En todo momento hay una continua presencia de la muerte, justamente en tanto que ausencia. Pero esa ausencia es resonante: la muerte y la vida se hacen eco la una de la otra. Hay una comunión de tono con el relato de Joyce, aunque la película partió en origen de la novela Duo de Colette. De hecho, Rossellini no oculta la relación: el matrimonio inglés se llama justamente Joyce. Y la reaparición de lo pasado, de lo nunca olvidado, de lo latente, de los muertos, es el gran tema.

La primera vez que la vi no fui, desde luego consciente, a pesar de ya conocer The Dead, pero luego, en algún otro de mis muchos visionados —ésta es otra de mis películas fetiche, porque es justamente otra película milagrosa— identifiqué perfectamente la alusión: en uno de los agrios parlamentos entre Alexander y Katherine Joyce, en la terraza de la villa de su tío Homero —¿no escribió Joyce el Ulysses?— ella le habla a él de un joven poeta muerto, con el que tenía una relación muy cercana, y al que añora por su delicadeza y por su dedicación a ella, fuertemente contrapuestas a la desidia de su marido. No es Michael Furey, pero la historia es la de Los muertos.

 

-5-

La escena más célebre de Viaggio in Italia —si descontamos la última, que no revelaré aquí— es la que transcurre en las excavaciones —en 1953 en plena actividad— de Pompeya. Hay mucha leyenda con esa escena, que se supone completamente improvisada —hubo realmente muchísima improvisación en la película, que poco menos que se fue escribiendo sobre la marcha, para desesperación de Sanders—, en la que el matrimonio inglés es invitado a contemplar el desentierro de dos cuerpos sepultados por la lava y la ceniza del Vesubio veinte siglos antes. Un uomo e una donna, dice el arqueólogo. Katherine, completamente destrozada por el fin de su matrimonio, rompe a llorar y tiene que marcharse de Pompeya.

Es una escena verdaderamente sobrecogedora y, por ejemplo, Almodóvar la evoca en Los abrazos rotos. Por algún motivo volví a ver Los abrazos rotos durante los días del confinamiento duro por el covid, y de ahí pasé una vez más a mi obsesión rosselliniana. Tengo anotaciones de esos días, me compré libros, sobre Viaggio in Italia y también sobre The dead de Huston, conseguí artículos en la Red, investigué, que es lo que me sale hacer por pura deformación profesional. Parte de lo averiguado está aquí, en esta entrada. Es la parte fácil de escribir, porque se trata de datos, más o menos objetivos. Pero lo que quiero decir es otra cosa, lo que quiero es transmitir la emoción, diría incluso que la sorpresa de que en mi vida se vayan encadenando esas resonancias, que mi historia se pueda contar a partir de una serie de objetos culturales con los que de algún modo sintonizo.

Es así como trato de conocerme, siguiendo el mandato de la Pitia —Katherine visita el antro de la Sibila, pero no se atreve a hacerle ninguna pregunta—, porque yo mismo no sé por qué me ocurren estas cosas. Así, estos textos son a la vez inútiles e inevitables. Lo sé hace tiempo y hace tiempo que el pacto consiste en lo siguiente: escribir con rigor lo que puede ser escrito, tratar de escribir lo que no puede ser escrito, aceptar con deportividad y hasta alegría el fracaso, conformarse, finalmente, con poder transmitir, siquiera, emoción.

 

-6.-

He estado dos veces en Nápoles. La primera fue por ocio, en diciembre de 2004. La noche del mismo día que llegamos había ocurrido el brutal tsunami del Índico. Recuerdo cómo veíamos las noticias en la televisión del hotel, aterrados por la magnitud del desastre, por el número de muertos. Estábamos al final de una relación muy larga, como Alexander y Katherine. Visitamos Pompeya, un día gris, lluvioso. Nos impresionó. En algún momento, seguramente, debí evocar la película de Rossellini, pero no tengo constancia de ello. Era muy real para mí entonces.

2004: cien años exactos antes, unos cuantos amigos y familiares se reunieron en la casa de las hermanas Morkan para celebrar la Epifanía.

Volví a Nápoles en 2007, para asistir a un congreso sobre sensores de fibra óptica, mi tema de investigación durante décadas, junto con otros compañeros de mi grupo. Era verano, los primeros días de julio. Ellos fueron a visitar Pompeya, con un calor completamente asfixiante. Yo no fui. Aunque en ese momento aún no se sabía, esos días también había terminado algo. Algo que apenas había empezado unas semanas antes. Eran tiempos extraños.

2007: cien años exactos antes Joyce terminaba The Dead en Trieste. Siete años después yo fui a Trieste a intentar escribir una novela que hablaba, de algún modo, de cosas parecidas.

We are the dead, repiten los personajes de Orwell en 1984. Impresionado por la lectura de esa obra David Bowie incluyó algunas canciones en su elepé Diamond Dogs, una de ellas justamente con ese título. Now I’m hoping someone will care.

 

-y 7.-

Esta semana, cuando me puse a decidir sobre qué iba a escribir para el blog —intento escribir, ya lo saben, una entrada por semana— empecé a pensar en algo sobre la fotografía de fantasmas. Entonces, por casualidad, en TCM vi un documental sobre John Huston, que repasaba su vida y su filmografía y que concluía, claro, con su película póstuma. A partir de ahí, el deseo de revisarla fue irrefrenable. También volví a ver Viaggio in Italia, a releer todo el material. Iba a escribir ayer la historia: era el día apropiado. Al final la he escrito hoy: ayer no era finalmente el día apropiado, la inspiración no puede programarse con tal precisión. Cuando me he sentado a escribir, hace un par de horas, tenía claro lo que iba a contar en cuanto a lo que se puede contar. No sabía muy bien qué iba a contar de lo que no se sabe cómo. Sospecho que al final, como siempre, todo es inútil e inevitable, todo es un fracaso que esplende en su éxito.

Supongo que, en última instancia, lo que sostiene todo es el hecho de que justamente nuestros muertos somos nosotros mismos, el hecho de que convivimos con nuestros simulacros, con la memorias de quienes llevan nuestros nombres sin ser nosotros ya o no siéndolo todavía, el hecho, en definitiva, de que es precisamente la ausencia la que nos acompaña del modo más íntimo.

Tengo que escribir estas cosas, sobre todo, para mí, porque puede que se me olviden, porque pueden ser sepultadas por lava y ceniza, por nieve que cae blandamente por todas las regiones de Irlanda, y porque es preciso saber que hay melodías, hay sonrisas, hay paisajes, hay poemas, hay nombres, hay historias, hay momentos, hay viajes que se conservarán intactos pase lo que pase —y todo pasa— y lo que nosotros somos justamente es eso: los muertos. Es decir, que lo que nosotros somos es, ahora, gloriosamente ahora, los vivos.