jueves, 30 de noviembre de 2023

Julia, entre dos trenes

Una historia de cine



A mysterious train leaves for 2046 every once in a while. Every passenger going to 2046 has the same intention. They want to recapture lost memories. Because nothing ever changes in 2046. Nobody really knows if that’s true. Because nobody’s ever come back. Except me.

WONG KAR-WAI, "2046"

 Un poco a la desesperada ya, decido abandonar el Expreso en la siguiente estación. Me abro paso entre los cuerpos de los pasajeros, que duermen por los pasillos junto a los bultos. Por la ventanilla entra el enrarecido aire subterráneo del túnel infinito. Ella no está, o, si está, no he sido capaz de encontrarla. Mi única opción es otra tirada de dados. Saco del macuto el voluminoso tomo de la Guía Ferroviaria. Es una edición antigua y escasamente fiable, pero mi desorientación es tal que cualquier información puede ser decisiva. Chequeo el número del Expreso, paso rápidamente las páginas, calculo (no es fácil después de tantos días en la obscuridad) la hora. No había necesidad de tanto celo, la respuesta no podía ser otra. El destino se cumple inexorablemente y si algo nos proporcionan los trenes es la seguridad en la linealidad de su transcurso. Próxima estación: Los Cines.

Mierda.

Desde mucho antes de llegar a ella, de que el tren dé su última curva, ya se adivina el resplandor de los andenes, los violentos colores de sus neones. Salgo atropellado por la multitud, que corre hacia los ascensores. Empujo desganado y un poco asustado (recuerdo las otras veces) la puerta giratoria del edificio principal. Cada una de las hojas de la puerta es una pantalla en la que se proyectan secuencias desordenadas de películas en blanco y negro. Las imágenes y su orden cambian continuamente, pero el giro las hace extrañamente coherentes. Tengo que hacer un esfuerzo para no quedarme atrapado en su contemplación, y entro con un decidido golpe de pie en el lobby.

Me recibe la misma escena sobrecogedora de tantos años atrás. El pasillo helicoidal que asciende, torre de Babel, hasta confundirse con las brumas, y el gran Hueco en el centro, donde se suceden los sótanos y su laberinto de tortuosas salas diminutas. Sé además, porque he estado perdido muchas veces allí, que existen galerías laterales, pozos hediondos, inesperados palacios blancos a los que conducen los colectores de las alcantarillas. No es posible que Julia esté aquí, me digo, pero qué otra opción me queda.

Aparto con desdén a los vendedores de entradas, exhibo mi carnet (al abrir la chaqueta, brilla también la pistola). Exploro las opciones de la planta noble: demasiado fácil. Pequeños habitáculos para familias, vergonzantes cubículos para uso personal, funcionales salas oblongas decoradas con el proverbial mal gusto de la ciudad. La oferta de películas: previsible. Años dorados. Musicales. En una esquina, bebiendo de sus petacas, Tony Curtis y Jack Lemmon conversan entre risotadas. Intento avanzar, me choco con el hombro de Buster Keaton. No hace un gesto. Me voy poniendo progresivamente enfermo de inquietud.

No, no: es preciso profundizar. Los ascensores, atestados y caóticos, no son una opción. Recuerdo bien el pasaje que lleva a las Escaleras de Caracol. Junto a una de ellas fuma Donatas Banionis. Es un buen signo. Desciendo.

La orientación en las Salas Inferiores no es sencilla y mi memoria se ha ido empobreciendo en la larga noche del Expreso. Los números, esencialmente aleatorios, no sirven de nada. Me dejo llevar por el instinto. Entro en una pequeña sala, a la izquierda. Tystnaden. Podría ser. Me acomodo a tientas en una de las butacas y comienzo a viajar en ese tren, con las Hermanas. Soy el Niño. Empiezo a entender la lengua. Julia parecería esconderse en una esquina, pero ya estoy acostumbrado a esos espejismos. Me viene bien estar allí, no obstante, aquieta mi ritmo, deja paso a la Otra Angustia, y en ella me muevo con más destreza.

Las películas nunca duran mucho en Los Cines, y menos en las Salas Inferiores. Es raro poder ver una entera. Me distraigo un momento y en la pantalla está Guy Haines jugando al tenis. La escena del tren ya ha pasado. Me levanto.

Pruebo en otras muchas salas, progresivamente más sórdidas. En una, un pueblo de clochards se ha instalado, al parecer definitivamente. Echo una ojeada: Le feu follet. En otras, estoy solo. Apenas Dave Bowman me contempla, igualmente perplejo, desde su inmaculado foyer. Mi cansancio es de tal calibre que dudo de que pueda aguantar despierto otra sesión. Me levanto de nuevo, empiezo a deambular sin rumbo. Quizás era mejor haber ascendido, haber agotado el corredor helicoidal, haber visitado cada uno de los espacios, los dioramas. En cualquiera de ellos podría estar Julia, concentrada, tensa, a la espera de la Llegada.

Doblo la enésima esquina. Hay mucha gente intentando entrar en las pequeñas salas llenas. En ese barrio de Los Cines pueden verse sobre todo películas mudas. Sigo. Ya es imposible que pueda coger el siguiente Expreso, mi estancia aquí será larga. Me acomodo en una butaca y decido esperar lo que ocurra. Nastassja Kinski habla, de espaldas a la cámara, a un intercomunicador. Harry Dean Stanton y yo la escuchamos, detrás del espejo parcial. Se me saltan las lágrimas.

Me quedo dormido finalmente, y sueño con películas. Siento una caricia en el rostro, pero cómo saber. Un susurro. Me despierto, asustado. La pantalla está en blanco. No es la pantalla vacía, es una película completamente en blanco que lleva pasando quién sabe desde cuándo. Abro bien los ojos, en busca de un detalle al que asirme. Hace un frío inmenso en esa sala, parecen colarse en ella corrientes de aire procedentes de abismos aún más hondos. Entonces comienzan los créditos. No entiendo los ideogramas.

Una joven oriental desde la pantalla mira a cámara sonriente. Me dice: el tren va a salir, ¿va usted a montar en él? Me incorporo. Contesto: no lo sé, ¿a dónde va el tren? Y ella responde: a 2046. Yo sonrío y le digo: por supuesto. Me levanto de la butaca, subo los escalones que conducen a la pantalla y tomo su mano, que me ayuda a acceder al vagón. Me da una venda para los ojos: es necesario, me dice, la luz aquí es cegadora. Me conduce a mi asiento. Todo está en silencio.

Y entonces siento, entonces , que en el asiento de al lado está Julia. Y el tren arranca.




domingo, 26 de noviembre de 2023

Casablanca


Deux forces règnent sur l’univers : lumière et pesanteur.

SIMONE WEIL

 

-1-

13 de junio de 1940. Los alemanes visten de gris, Ilsa viste de azul, o así lo recordará con gesto torcido un par de años más adelante Rick Blaine, que en ese intervalo ha conseguido hacerse con el café más popular, concurrido y estratégicamente trascendente —sin desmerecer, claro está, a mi adorado Blue Parrot— de toda Casablanca. Everybody comes to Rick’s, es sabido. El alemán de Rick está, dice él, a little rusty y la noruega Ilsa le traduce: es la Gestapo. Es dudoso que fuera la Gestapo, sería más bien alguna unidad de la Wehrmacht, pero Hollywood nunca fue muy puntilloso en lo que se refiere a la distribución administrativa del Drittes Reich. Los alemanes avisan de su llegada inminente a Paris, ville ouverte, a la que entrarán triunfalmente y sin resistencia el día siguiente, un catorce. Ilsa no encontrará una nueva ocasión de ponerse ese vestido azul, que para nosotros es gris, porque la película es en blanco y negro y porque todo es gris en una época así, y todas las épocas, ay, son así.

Rick no lo sabe entonces, pero yo también estoy en París, donde he llegado tras algunas peripecias instantáneamente legendarias. Soy el héroe de la historia, aunque algunas audiencias tiendan a confundirse en algo tan obvio. Soy el marido de Ilsa, pero Ilsa no le hablará a Rick de nuestro matrimonio hasta Casablanca. Ilsa promete a Rick que huirán juntos. Esa misma tarde. Hacia Marsella, y de ahí a Orán, y de ahí a Casablanca. Pero Ilsa no acudirá a la Gare de Lyon, apenas una nota cuya tinta se deslíe en la lluvia le hará saber a Rick su no me esperes. Empapado, acompañado de su fiel Sam, que no goza, hasta nuestro conocimiento, de apellido alguno, se monta en el último tren (son las cinco en punto de la tarde) y se marcha, con el corazón destrozado. Ilsa y yo partiremos después. No revelaré los detalles de nuestra ruta, podrían comprometer a nuestros camaradas. Nos llevará dos años encontrarnos los tres en Casablanca. Everybody comes to Rick’s.

-2-

13 de junio de 1940. La familia Weil, de origen judío pero de nula práctica religiosa, sale de París por tren. En un principio se dirigen a Nevers y Vichy, siguiendo al gobierno en huida. Poco después, no obstante, arriban a Marsella, donde permanecerán un par de años. André, el hijo mayor, matemático de alto nivel, que ha estado preso por insumisión en Rouen, les espera en Estados Unidos. Simone, la hija menor, ha estado dudando hasta el último minuto, pues considera que su puesto está en Francia y arde en deseos de colaborar con la Résistance, a ser posible en un puesto que entrañe el máximo riesgo para ella. Finalmente, tras no pocos avatares, se embarca con sus padres hacia Orán y de ahí a Casablanca, donde permancerá dieciocho días antes de embarcar en el Serpa Pinto hacia Nueva York, el lugar de nacimiento de Rick Blaine.

París, Marsella, Orán, Casablanca, América. Es una historia de refugiados. Todos lo somos, falta apenas que nos demos cuenta.

 

-3-

En el andén de la Gare de Lyon la tarde del 13 de junio de 1940 llovía copiosamente, aunque también pudiera tratarse de un truco para aumentar el dramatismo. Es una película americana, no cabe olvidarse. Personalmente, no recuerdo la climatología de aquellas fechas, mi salud estaba muy quebrantada y tenía otras preocupaciones. Los trenes salen al Sur, hacia la Francia no ocupada, atestados. En algún lugar del andén, Simone, con sus grandes gafas redondas, ve avanzar a toda prisa a un hombre de color, que porta una pequeña maleta de cartón. El apuesto extranjero le recibe ansioso, intercambian unas palabras, le entrega una carta. No puede oírlos, no les distingue muy bien. Pero está atenta. Sus padres la reclaman. Ella ha entregado también sus papeles unos días antes a Gustave Thibon. Once cuadernos, de los que Thibon extraerá años después los fragmentos o aforismos que constituyen La pesanteur et la grâce, el libro que hará su fama.

La cabeza le duele espantosamente. Sus migrañas la llevan a desear el dolor a otros, a gritar improperios. Pero es momentáneo. A estas alturas ella ya ha entendido qué significa el dolor. Apenas come, lleva meses sin acostarse en una cama (en la habitación llena de humo, de cuadros y de libros de Joë Bousquet, el poeta paralítico, en Carcassonne, no consintió en otra cosa que echarse en el suelo, si es que la leyenda es veraz), ha entendido la dinámica de lo vertical, ha entendido que todos los movimientos naturales del alma se rigen por leyes análogas a la de la gravedad. La grâce seule fait exception. En Marsella, en Londres, cuando retorne a Europa empeñada en una misión suicida que acabará trocándose en un dejarse morir, escribe incesantemente. Todos esos escritos serán póstumos. Mejor así, piensa, sin duda. El tren se pone en marcha.

 

-4-

Hay que descreer del heroísmo, toda ilusión sólo contribuye a la pesantez. La fuerza degrada por igual al vencedor y al vencido. Hay que descrear, descrearse. Sólo al vacío puede descender la gracia, con su ala al cuadrado. Éstas y otras cosas escribe, piensa, Simone por esos días, en Marsella, cuando llega a concebir que los suplicios infernales consisten en un vendimiar infinito, agotada por el trabajo manual al que no quiere renunciar, ella, la que fue fresadora en la Renault. Yo no la leí por entonces, nadie la leyó por entonces: algunos artículos en revistas de la izquierda, un par de textos en los Cahiers du Sud sobre la Occitania... Ah, y el magistral L’Iliade ou le poème de la force.

No pudimos encontrarnos en Casablanca. Ella permaneció todo el tiempo —del 20 de mayo al 7 de junio— en las afueras de la ciudad, en el campo de refugiados de Aïn Seba. Allí dormía en el suelo y se pasaba el día sentada en una de las pocas sillas del campo, que sus padres le guardaban en sus raras ausencias, y escribía sin término. Una vez sólo, al parecer, se acercó a la ciudad para una visita. Es posible que fuera uno de los días en los que yo estuve por allí —nuestro paso fue tan rápido como nos fue posible: lo que tardamos en conseguir los salvoconductos que nos permitieron abordar el aeroplano hacia Lisboa—, pero no recuerdo a ninguna joven desaliñada de grandes gafas redondas. Es bien cierto que yo no prestaba atención, ella acaso sí me vio.

 


-5-

Un poeta que tal vez fui un día —llevo tanto tiempo siendo Viktor Laszlo que ya no lo recuerdo bien— escribió un breve poema que me parece apropiado transcribir aquí:

La ley de la gravitación postula:

las lágrimas caen,

los suspiros ascienden.

Otro día, en otro texto, que narraba la ascensión y caída de un funambulista, concluyó, muerto él mismo de vértigo, que el vértigo no es amor al suelo ni miedo a la caída. El vértigo es sometimiento a Jehová.

En sus papeles póstumos hay una continua mención al miedo de Unica Zürn a las escaleras, que le impedía bajar del apartamento que compartía con Hans Bellmer en la rue de la Plaine. Acabaría saltando por la ventana.

Tanta obsesión por la vertical no puede sino emparentarlo con Simone Weil. El reconocimiento que sintió al leer las primeras líneas de La pesanteur et la grâce le conmovió profundamente.

 


-6-

Casablanca, dirigida por Michael Curtiz, e interpretada por Humphrey Bogart, Ingrid Bergman, Paul Henreid, Claude Rains y Dooley Wilson, entre otros, fue rodada del 25 de mayo al 3 de agosto de 1942. No en Casablanca, obviamente: si hubiera sido en Casablanca, Simone podía haber sido una figurante. Estábamos en Los Angeles. Allí mismo, en el Hollywood Theatre, tuvo lugar la première mundial, el 26 de noviembre de 1942. Casablanca aparecía entonces en los noticiarios, pues estaba en pleno auge la Operation Torch, encaminada a la liberación del Norte de África. La exhibición general del film comenzó el 23 de enero de 1943, coincidiendo con la realización de la llamada conferencia de Casablanca.

El 6 de julio de 1942 el Serpa Pinto arribó a New York. Unos días después los Weil se instalaron en el 549 de Riverside Street, con vistas al Hudson. Desde ya antes de llegar, Simone estaba volviéndose. No tardó mucho en regresar, pero no a Francia, sino a Londres. Propuso planes progresivamente más atrevidos a los mandos de la France libre, planes que incluían indefectiblemente su inmolación. De Gaulle llegó a escribir en uno de los informes cette folle! Seguía sin comer, se limitaba a ingerir las magras cantidades que les eran permitidas en Francia a sus compatriotas sometidos al racionamiento. Una enfermedad pulmonar la condujo al hospital. Falleció en Ashford el 24 de agosto de 1943. En el informe médico se sugiere que ese dejarse ir constituía un suicidio.

Simone había dejado América el 10 de noviembre de 1942. No pudo ver la película. Es dudoso que tuviera ocasión de ello en el bombardeado Londres. Es una lástima, me hubiera gustado que pudiera verme en la escena que me hizo famoso, dirigiendo la orquestina del Rick’s Café en su interpretación improvisada de La marseillaise. Soy el héroe de la película, ya se lo he dicho.

¿Y ustedes? ¿Están formando ya vos bataillons? No se descuiden.

 


-7-

Hay pocos textos milagrosos, pocos textos en los que uno se encuentra de verdad una escritura extrema. El llamado Prologue, de Simone Weil, es uno de ellos. Está incluido en el último de los once cuadernos que Simone le entregó a Gustave Thibon al dejar Marsella, entre abundantes notas sobre la espiritualidad cátara y el Grial (ha reconocido en Bousquet, en ese encuentro del que habría que hablar más por extenso, al roi blessé Amfortas). Simone lo copió de nuevo, en otro cuaderno, el primero de los que acabarían conteniendo las notas de América, y que llevó consigo, sin duda, durante las travesías mediterráneas. Se publicaron bajo el nombre de El conocimiento sobrenatural. Apropiado.

En la silla sagrada del campo de Aïn Seba, en las cubiertas de los barcos en las que se obstinaba en dormir, venciendo al mareo y a la migraña, Simone escribía, ya lo hemos dicho, incesantemente, como si no hubiera un mañana. No lo había.

El Prologue es un relato, con ese sabor inconfudible de los textos revelados. En él la narradora se encuentra en su habitación. Y un él innominado entra y le dice: Miserable. Y la conduce a enseñarle cosas.

Il me fit sortir et monter jusqu’à une mansarde d’où l’on voyait par la fenêtre ouverte toute la ville, quelques échafaudages de bois, le fleuve où l’on déchargeait des bateaux.

Los estudiosos han querido identificar esa buhardilla, y otros detalles del texto, como si se tratara de una crónica y no de un balbuceo místico. En ese espacio, que no puede ser otra cosa que interior, él conversa con ella, con otras personas que vienen y van, reparte el pan y el vino y ambos se tienden en el suelo a gozar de la dulzura del sueño.

Un día le dice: ahora, márchate. Ella se aferra a sus piernas, le suplica, pero él la arroja a las escaleras. En una esquina, Unica Zürn mira asustada. A mí se me escapa una lágrima. Las lágrimas caen.

Y entonces, ella dice: y yo descendí esa escalera sin saber nada, el corazón hecho jirones. Anduve por las calles. Entonces me di cuenta de que no sabía en absoluto dónde se encontraba esa casa.

 

-8-

Yo también estuve en esa buhardilla. Vencía mi vértigo para contemplar por el ventanuco circular —la lucarne— el trabajo del puerto fluvial. Conversábamos. Ella me había traído de la mano, me había conducido por la larga escalera helicoidal. Yo no recuerdo nada de aquello, me acababan de sacar de la penumbra, apenas podía seguir a Eurídice.

En la buhardilla fuimos ficticios.

Algo ocurrió, irreparable, como todo lo que ocurre. Entonces, caminando por las calles, como un funámbulo depuesto y vacilante, me di cuenta de que no sabía en absoluto dónde se encontraba esa casa. Desde entonces la busco. Todos mis sueños tienen lugar en la misma ciudad, todos mis pasos se repiten, en las ocasiones más faustas me veo subiendo una escalera. Ella me precede. Entonces se llama Madeleine, o Judy Barton. El vértigo me atenaza.

Acaba mal. Los sueños acaban mal. Sólo la vida acaba bien. Los suspiros ascienden.

Simone sabía.

 

-9-

Cuando Ilsa y yo conseguimos llegar a Lisboa, mientras esperábamos el barco hacia América, nos sentamos en un café. En la mesa de al lado, un hombrecito silencioso escribía con una letra morosa en una libreta muy pequeña. A ratos levantaba la vista y la luz crepuscular le cambiaba el rostro. Nunca supe cuántos era, pero era muchos, sin duda. Uno de ellos se decidió a dirigirse a nosotros, en un inglés muy correcto: me disculparán, pero no he podido evitar reparar en la cicatriz, confío en que a partir de ahora empiecen los buenos tiempos.

Se levantó, me alargó una tarjeta y me dijo: hasta siempre, y buena suerte. Le vi doblar la esquina calándose el sombrero. El sol se agarraba a duras penas al horizonte. Ilsa dio un sorbo al champagne cocktail. Los buenos tiempos esperaban en algún lugar, detrás de alguna esquina.

Leí el nombre de la tarjeta. Bernardo Soares, ajudante de guarda-livros. Pensé que deberíamos marcharnos también, aún había que acabar de hacer el equipaje y concluir algunos trámites.

No sé cuándo morí. La película no lo cuenta.

-10-

El Prólogo —tras el que inevitablemente comienza el conocimiento sobrenatural— concluye: Sé bien que no me ama. ¿Cómo podría hacerlo? y uno murmura entonces: ay, acaba ya de vero, y cierra los ojos. Las lágrimas caen, los suspiros ascienden.

Entonces, en la siguiente línea, Simone nos mira desde sus grandes gafas redondas y dice: y sin embargo, en el fondo de mí algo, un punto de mí, no puede evitar pensar temblando de miedo que quizás sí, a pesar de todo, él me ama.

Fuego.

viernes, 3 de noviembre de 2023

Un libro


Liebende, euch, ihr in einander Genügten,

frag ich nach uns. Ihr greift euch. Habt ihr Beweise?

RAINER MARIA RILKE, Die Zweite Elegie

La primera vez que visité Basilea fue en julio de 2013. Había aterrizado en Zürich, pero no estuve en esa ocasión allí, tomé un tren desde el aeropuerto y aparecí en un mediodía lluvioso en Basel. Mi hotel estaba al lado de la estación, donde había además un intercambiador de tranvías. Pude recorrer la ciudad en ellos, y visité lugares inolvidables a los que he vuelto en otros viajes, como la Fondation Beyeler, en las afueras, un lugar muy especial en donde el año pasado me pude abismar en una colección de Rothkos, o el Kunstmuseum, donde a los Böcklin se les une la impresionante figura yacente del Cristo muerto de Holbein.

En ese viaje tenía muchos objetivos. El primero y fundamental, visitar a N. en Lausanne. Pero también me esperaban esos museos de Basel, los autómatas Jacquet-Droz de Neuchatel (tengo que escribir sobre eso otro día, fue una experiencia fascinante) y, por supuesto, la peregrinación a los santos lugares rilkianos de Sierre, Raron y Muzot. A comienzos del año anterior había estado, ya lo he contado por aquí, por primera vez en Duino, celebrando el centenario del alumbramiento de las Elegien, y cuando pude contemplar Muzot, el lugar donde se terminaron como un huracán, después de resistirse durante diez años de errancia, tristeza, angustia (es la Primera Guerra Mundial, Rilke fue movilizado) y hallazgos luminosos como Ronda (que yo había visitado en 2011), sentí verdaderamente una consumación, y supe que definitivamente, mi destino y el del inmortal poeta checo estarían ligados para siempre. Un par de años después Morgana en Duino refrendó ese vínculo.

Pero todo eso estaba aún lejos y era, de algún modo, imposible todavía. Podría contar muchas cosas de ese viaje de retorno a Suiza, pero sólo voy a hablar de un libro. Hace no mucho concebí un plan para los tiempos en los que goce de tiempo, que ya no deberían tardar: una especie de blog diferente a éste en el que cada día escogiera un libro de mi biblioteca (debe de haber cerca ya de cinco mil volúmenes) y contara su historia, o, por mejor decir, mi historia con ese libro, el modo en que llegó a mí, qué buscaba en él, cómo me ha acompañado, su existencia en tanto que objeto. Hay muchas cosas que contar, porque muchos libros se compran en viajes, en ciudades lejanas, en momentos vitales complejos y obscuros y también en otros radiantes. No sé cuándo haré algo así, pero esta entrada podría parecerse a una de las que habría en esa bitácora bibliotecaria futura.

Es en Basilea como llega a mí este ejemplar, fino, elegante, perfectamente conservado a pesar de su edad. Y lo hace el día 30 de julio de 2013 (conservo el ticket de la librería, Zum Bücherwurm, y sí, gusano lector al fin y al cabo). Rilke ya entonces es omnipresente en mi vida, y en ese viaje todo resuena con él. Esa tarde (estaba muy pocos días en Basilea, y fueron, por tanto, atareados) visité varias librerías de viejo, que recuerdo como realmente interesantes. Compré varios libros de Rilke o sobre él. Tantos como pude, pues la prudencia aconsejaba moderación (así lo anoté en mi cuaderno de viaje), ya que estaba apenas al comienzo de mi periplo, y no era cosa de acarrear demasiados kilos en una bolsa de viaje que se prometía rebosante para su futura facturación de vuelta. De entre mi cosecha de ese día, las Werke en tres volúmenes editadas por Insel Verlag (mis ejemplares son de 1966), “el segundo tomo de las cartas a la princesa Thürn und Taxis, que cubre todo el periodo final en el Valais y que incluye cosas tan interesantes como la transcripción de los protocolos de las séances espiritistas en Duino en 1912” (tomo el texto de mi libreta, hay que recordar que las Duineser Elegien son, en la dedicatoria de Rilke, de la propiedad de la Princesa Marie) y el libro que Carl Sieber, yerno de Rilke, escribió sobre los primeros años de éste.

Y además de todo eso, compré ese libro delgado, elegante, tan bien conservado, que es una edición de las Duineser Elegien también publicada por la Insel en 1940. El libro no es, ni mucho menos, un ejemplar de bibliófilo, me costó muy poco dinero, y hoy cuesta eso mismo si uno busca algún otro gemelo de él en Iberlibro (unos 10 euros). No era, por otro lado, un libro excesivamente necesario para mí, que ya disponía de varias ediciones bilingües de las Elegías, ese monumento poético en torno al que yo llevaba orbitando ya varios años. Pero me atrajo el tomito, lo incluí en el lote, lo metí entre la ropa, lo traje de vuelta a Madrid, lo coloqué en la estantería de Rilke, y alguna vez (no muchas) lo extraje básicamente para tocarlo, pues, como digo, mis excursiones por Leidstadt y otros lugares de las Elegías se acababan haciendo en otros textos, otras ediciones.

Mi relación con la lengua alemana es profundamente ambivalente. Se podría decir que el alemán es el único idioma que estudié en serio. Estuve tres años en el Goethe Institut y llegué a un nivel que en principio me capacitaba para lo que entonces (no sé ahora) se llamaba el Kleines Sprachdiplom, que es equivalente a un First en inglés. Pero eso fue hace mucho, cuando cursaba mi carrera de Físicas, hace ya más de treinta y cinco años y lo cierto es que luego no he practicado el idioma lo suficiente, desde luego no oralmente (he estado muchas veces en países germanófonos, pero siempre pocos días) y tampoco como lector, pues lo cierto es que nunca alcancé la fluidez necesaria y me faltó empuje para forzarme, cosa que sí hice con otros idiomas más cercanos al castellano, como el italiano, el francés, el portugués o el catalán, en los que leo sin dificultad alguna, a pesar de no haber tomado ni una sola lección en ninguno de ellos. El inglés es, claro, aparte: he trabajado y trabajo habitualmente en inglés, es la lingua franca en todo el planeta y he tenido muchas oportunidades de progresar en un idioma que me enseñaron de aquella manera en las aulas de mi colegio de primaria y secundaria de los años setenta.

Lo cierto, por tanto, es que tengo una cierta frustración con el alemán. Lo aprendí porque tenía un vivo deseo de conocerlo, ya que muchos autores de mi preferencia desde muy joven escribían en esa lengua (singularmente Kafka, de quien me compré muchas obras en el idioma original, y del que una vez dije a una de mis profesoras del Goethe que me matriculé allí um Kafka auf deutsch zu lesen, para leer a Kafka en alemán, y no sé ya si la frase es correcta, o si alguna vez lo fue, porque la gramática del alemán no es cosa baladí, ya lo saben ustedes). Ahora más o menos lo entiendo si me hablan en él, lo hablo como si hubiera sufrido una súbita lobotomía en la región del cerebro donde se almacena el lenguaje, y lo leo arrastrándome penosamente por las líneas. Adoro esa lengua, en todo caso, y, cuando tenga tiempo, es decir, puede que ya muy pronto, volveré sin duda a él y me obligaré a leer en el original a esos autores míos de cabecera.

Uno de ellos, claro, es Rilke. Los libros que me compré ese día en Basilea me han servido para mis investigaciones sobre él, y me compré otros en alemán en otro momento, sobre todo colecciones de cartas que no se pueden encontrar traducidas. Pero, si soy sincero, necesito el apoyo de la traducción en muchas ocasiones. Rilke, ya de por sí, no es precisamente de fácil lectura, ni siquiera para un germanoparlante, pero al mismo tiempo, por eso mismo, es imprescindible intentar penetrar en el compacto significado de sus frases, en la trama de sus imágenes a partir de sus propias palabras, sin el filtro o tamiz de traductores, sin duda bienintencionados, pero abocados, ay, a una tarea básicamente imposible.

Así pues, aunque sólo fuera para acariciarlo, para leer aquí y allá alguna frase a salto de mata, me traje ese libro de Basel a Madrid. Lo abro ahora al azar, es el comienzo de la Segunda Elegía, dejo resbalar los ojos, sé que está ahí lo que busco: Da sagt uns wohl einer: / ja, du gehst mir ins Blut, dieses Zimmer, der Frühling / füllt sich mit dir... Was hilfts. Y sí, de qué sirve, aunque entres en mi sangre, aunque esta habitación, aunque la primavera se llene de ti, y de nuevo estoy en casa, en un lugar hermoso, delicado y al mismo tiempo inmenso, inabarcable, una orfebrería y una intemperie, una travesía, un vuelo, un descenso, un caer (wenn ein Glückliches fällt, y ahí acaba la Décima y hay que volver a empezar una y otra vez).

Las palabras de Rilke se enuncian entre 1912 y 1922, entre Duino y Muzot. Algunas elegías, algunos fragmentos se van publicando. La publicación del conjunto, cuya consumación anuncia con alborozo a la princesa Rilke desde su torreón al lado de Sierre: Zehn!, lo que él vio en ese comienzo, lo que presintió cuando escuchó la voz del ángel en las falesie de la bahía de Trieste, tuvo lugar en seguida. Las ediciones fueron sucediéndose. En 1940 la Insel Verlag, de Leipzig, dirigida por el casi legendario Anton Kippenberg, está publicando el conjunto de la obra rilkiana, asesorada por Ruth Sieber-Rilke, la hija de Rilke (sí, Rilke tuvo una hija), la mujer de Carl. Uno de esos ejemplares llegó a Basel, y acabó, setenta y tres años después en Zum Bücherworm, y ahora está en mi casa, sobre mi mesa de trabajo, junto al ordenador en el que estoy tecleando esto.

Hay un misterio en el libro como objeto, hay un misterio inagotable en esa extraña combinación de una materialidad casi prosaica y un contenido que es puro espíritu, que contiene vapores evanescentes, que se suscitan como ectoplasmas en, sí, esas séances a las que tan aficionado era Rilke (le hago aparecer, o al menos a un remedo de él, en un escenario así en la segunda parte, onírica, de mi Morgana en Duino). Cuando el libro se aleja de nosotros en el tiempo, cuando somos conscientes de que hay una sucesión de manos que lo han sostenido, la resonancia de la extrañeza aumenta. Si además es un libro que ha sido impreso en Leipzig en 1940 el vértigo nos arrastra.

1940: la Segunda Guerra Mundial se ha desatado, aún estamos en la Blitzkrieg, el nazismo se extiende como una mancha de aceite por el mapa de Europa, infestando con sus horrores el continente. Alguien compone entonces los tipos para la impresión en la Insel, alguien cose la encuadernación, alguien estampa esas letras doradas en la portada. Trabajadores, trabajadoras. Todos, todas, están muertos, están muertas ya. Hay tantos muertos que se alojan en estas páginas. Rilke lleva trece años muerto (sólo trece) cuando se edita este librito, su hija (su hija) ha supervisado la edición. Kippenberg, amigo personal de Rilke, quien se alojó muchas veces en su casa, es el amo de la editorial. Todo resuena, todo se va haciendo ensordecedor...

En los años treinta, cuando Hitler asciende al poder, hay autores que van dejando de publicarse, autores que han tenido gran relevancia, pero que están ya definitivamente del lado malo para los dueños de Germania. Entre ellos, Stefan Zweig, que era una de las estrellas más rutilantes de la Insel. No hubiera podido existir una edición de la Insel de ninguna obra de Zweig en 1940. Ni de ningún autor judío o proscrito o disidente... El lúcido hasta lo atroz Joseph Roth lo sabe desde el minuto uno, sabe que la ascensión de Hitler no será un fenómeno efímero y sí, sí tendrá consecuencias. Zweig, más ciego, más ingenuo, puede que más cobarde, se mantiene demasiado en la tibieza. Las cartas de Roth van haciéndose más y más rotundas. Zweig se aferra a su lealtad con sus editores. Was hilfts, Kippenberg, sin temblarle la mano, le arrojará a las tinieblas exteriores. Rilke estaba muerto y era un poeta y no era judío y aún podía publicarse en 1940. Zweig y Rilke fueron amigos, Zweig escribió sobre Rilke. Kippenberg estuvo en el entierro de Rilke, al que tan poca gente asistió, en Raron, nada más comenzar el año 1927 (Rilke murió el 29 de diciembre de 1926, en Bellevue, en Glion, sobre Montreux).  Esas cosas dice mi libro de las Duineser Elegien, ésas son apenas algunas de las que dice.


Si se abre ese libro uno se encuentra con un ex libris. Ya no hay, me parece, ex libris, pero éste es un libro que compró alguien (¿se lo regalaron? ¿cómo saber ya, ay, esas cosas?) que sin duda tenía una buena posición, a juzgar por el bello diseño y el cuidado con el que está colocado. El ex libris pertenece a Mary Burkhardt. Aquí se abre otro abismo de sugerencias, otro pasadizo a recorrer en el juego de las pistas. Los Burckhardt (ojo: atención a esa c que le falta al apellido de Mary) son una famila patricia (en todos los lugares se utiliza ese adjetivo deliciosamente anacrónico) de Basilea, gente que ocupaba uno de los más altos lugares de la sociedad (y aún lo hace, me parece). Entre sus miembros, el que goza de una posición más destacada en la historia de la cultura es Jacob Burckhardt, del que casi se podría decir que inventó el Renacimiento en sus estudios de historia del arte. Descendiente suyo era Carl Jacob Burckhardt, que fue amigo y protector de Rilke, quien conoció también a su hermana y pasó alguna temporada en Basilea en la etapa última de su vida, tan profundamente conectada con Suiza. Hay un texto de Carl Burckhardt, que fue diplomático, en el que evoca a Rilke, Una mañana entre libros, y se desarrolla en las librerías de viejo de París.

¿Quién fue, entonces Mary Burkhardt? Una errata es inconcebible en el ex libris, así que no estamos probablemente ante una pariente directa de los Burckhardt, si bien la ortografía tiende a ser algo oscilante. Hay también Burkhardts en Basilea. He buscado por la Red. No tengo ninguna información relevante que ofrecerles al respecto. La imagino a Mary, no obstante, joven en esa época. No tengo ningún motivo para ello, simplemente me dejo guiar por la fantasía. Sí, creo que fue un regalo, acaso de su familia, o de un pretendiente. El libro debió llegar en seguida a Basilea desde Leipzig, y pasó la guerra allí, en la neutral Suiza. La biblioteca se remataría en algún momento y sus contenidos se distribuyeron por los diversos Antiquariat. Muchas décadas después, un español letraherido, de estricta observancia rilkiana, lo encontró y ahora escribe sobre ello, como Carl Burckhardt escribió años después de su encuentro parisino con Rilke. Todo empieza una y otra vez, porque nada acaba nunca: los libros son cápsulas del tiempo, tiempo paralelepipédico en plena ebullición silenciosa, en plena congelación fértil.

Hice aparecer mi libro en mi libro: en Morgana en Duino me refiero a un tomito color mostaza que compré en Basilea. Me confundí, mezclé dos libros: el color mostaza (si es que ese color cabe llamarlo así) fue otro, otra peculiar adquisición en una librería de Mainz, un día que pasé allí en un viaje que hice a Frankfurt am Main, me parece, que el año siguiente. Es una edición parcial de las Cartas a Benvenuta (que tan importantes son también en Morgana) que aparece con el título de So laß ich mich zu träumen gehen. La edición es de 1949. Las Duineser Elegien de 1940 son más bien marrones, o color teja. Nunca corregí el error, es interesante que el narrador (que no es, que no puede nunca ser el autor, y que tampoco puede dejar de serlo) se equivoque en el recuerdo. Hay otro libro color mostaza en Morgana, y su autoría es de los sueños.


El libro es, por lo tanto, color teja, y con letras doradas en la portada, y es delgado, no llega a las 50 páginas. Pero contiene a la Segunda Guerra Mundial, a las deportaciones y los campos de concentración, a los bombardeos de los aliados que arrasaron Leipzig y la casa de los Kippenberg donde se alojó varias veces Rilke, y a una mujer en Basilea que pegó un ex libris en él, y a Roth y a Zweig, y a todos los escritores de ese tiempo que escribían en lengua alemana, y a todos los escritores que han escrito en cualquier momento en cualquier lengua, y me contiene a mí, al que yo era en Basilea en 2013, cuando buscaba la tumba de Rilke, que visité por primera vez en Raron pocos días después, al que paseó con N. por la orilla del Léman en mi retorno a Lausanne treinta y seis años después, el que vio a la clavecinista de Jacquet Droz pulsar de verdad las teclas de su clavecín (you play beautifully, le diría Deckard a Rachael), el que retornó a Madrid y lo colocó en su hipertrofiada colección de libros rilkianos, el que lo extrajo algunas veces, el que escribió sobre él y se equivocó de color, el que ahora lo ha vuelto a extraer y lo ha colocado junto al ordenador y ahora le hará unas fotos, todos esos yo que soy yo, no siendo ninguno, no siendo nada, y en esa permanencia ambigua, frágil, gloriosa, ese libro, que es tan delgado, es un Aleph. Como, por otro lado, lo son todos los libros. Como, por otro lado, lo son todos los objetos.


La correspondencia entre Joseph Roth y Stefan Zweig fue publicada con el título Ser amigo mío es funesto. La primera carta es del 8 de septiembre de 1927 y está datada en Glion-sur-Montreux. Ahí, justo ahí, había muerto Rilke poco más de ocho meses antes. En mi libro de Carl Sieber titulado René Rilke. Die Jugend Rainer Maria Rilke, que fue publicado por la Insel Verlag en 1932, aparece la firma de la dueña. Leo con dificultad su cursiva: Ruth Bindschedler. Y la fecha: Juni 1933. 1933... nada termina nunca, los Alephs se multiplican, hacen eco entre ellos, nos encierran en su bosque tornasolado...

Mañana vuelvo a Barcelona, a un curso sobre Rilke...

Y así sucesivamente.