Liebende, euch, ihr in einander
Genügten,
frag ich nach uns. Ihr greift euch.
Habt ihr Beweise?
RAINER
MARIA RILKE, Die Zweite Elegie
La
primera vez que visité Basilea fue en julio de 2013. Había aterrizado en
Zürich, pero no estuve en esa ocasión allí, tomé un tren desde el aeropuerto y
aparecí en un mediodía lluvioso en Basel. Mi hotel estaba al lado de la
estación, donde había además un intercambiador de tranvías. Pude recorrer la
ciudad en ellos, y visité lugares inolvidables a los que he vuelto en otros
viajes, como la Fondation Beyeler, en las afueras, un lugar muy especial en
donde el año pasado me pude abismar en
una colección de Rothkos, o el Kunstmuseum, donde a los Böcklin se les une la
impresionante figura yacente del Cristo
muerto de Holbein.
En
ese viaje tenía muchos objetivos. El primero y fundamental, visitar a N. en
Lausanne. Pero también me esperaban esos museos de Basel, los autómatas
Jacquet-Droz de Neuchatel (tengo que escribir sobre eso otro día, fue una
experiencia fascinante) y, por supuesto, la peregrinación a los santos lugares rilkianos de Sierre,
Raron y Muzot. A comienzos del año anterior había estado, ya lo he contado por
aquí, por primera vez en Duino, celebrando el centenario del alumbramiento de
las Elegien, y cuando pude contemplar
Muzot, el lugar donde se terminaron como
un huracán, después de resistirse durante diez años de errancia, tristeza,
angustia (es la Primera Guerra Mundial, Rilke fue movilizado) y hallazgos
luminosos como Ronda (que yo había visitado en 2011), sentí verdaderamente una consumación, y supe que definitivamente,
mi destino y el del inmortal poeta checo estarían ligados para siempre. Un par
de años después Morgana en Duino
refrendó ese vínculo.
Pero
todo eso estaba aún lejos y era, de algún modo, imposible todavía. Podría contar muchas cosas de ese viaje de retorno a Suiza, pero sólo voy a
hablar de un libro. Hace no mucho
concebí un plan para los tiempos en
los que goce de tiempo, que ya no
deberían tardar: una especie de blog
diferente a éste en el que cada día escogiera un libro de mi biblioteca (debe
de haber cerca ya de cinco mil volúmenes) y contara su historia, o, por mejor decir, mi historia con ese libro, el modo en que llegó a mí, qué buscaba
en él, cómo me ha acompañado, su existencia en
tanto que objeto. Hay muchas cosas que contar, porque muchos libros se
compran en viajes, en ciudades lejanas, en momentos vitales complejos y
obscuros y también en otros radiantes. No sé cuándo haré algo así, pero esta
entrada podría parecerse a una de las que habría en esa bitácora bibliotecaria futura.
Es
en Basilea como llega a mí este ejemplar, fino, elegante, perfectamente
conservado a pesar de su edad. Y lo hace el día 30 de julio de 2013 (conservo
el ticket de la librería, Zum Bücherwurm, y sí, gusano lector al
fin y al cabo). Rilke ya entonces es omnipresente en mi vida, y en ese viaje
todo resuena con él. Esa tarde (estaba muy pocos días en Basilea, y fueron, por
tanto, atareados) visité varias librerías de viejo, que recuerdo como realmente
interesantes. Compré varios libros de Rilke o sobre él. Tantos como pude, pues
la prudencia aconsejaba moderación (así lo anoté en mi cuaderno de viaje), ya
que estaba apenas al comienzo de mi periplo, y no era cosa de acarrear
demasiados kilos en una bolsa de viaje que se prometía rebosante para su futura
facturación de vuelta. De entre mi cosecha de ese día, las Werke en tres volúmenes editadas por Insel Verlag (mis ejemplares
son de 1966), “el segundo tomo de las cartas a la princesa Thürn und Taxis, que
cubre todo el periodo final en el Valais y que incluye cosas tan interesantes
como la transcripción de los protocolos de las séances espiritistas en Duino en 1912” (tomo el texto de mi
libreta, hay que recordar que las Duineser
Elegien son, en la dedicatoria de Rilke, de la propiedad de la Princesa Marie) y el libro que Carl Sieber,
yerno de Rilke, escribió sobre los primeros años de éste.
Y
además de todo eso, compré ese libro delgado,
elegante, tan bien conservado, que es una edición de las Duineser Elegien también publicada por
la Insel en 1940. El libro no es, ni mucho menos, un ejemplar de bibliófilo, me
costó muy poco dinero, y hoy cuesta eso mismo si uno busca algún otro gemelo de él en Iberlibro (unos 10
euros). No era, por otro lado, un libro excesivamente
necesario para mí, que ya disponía de varias ediciones bilingües de las Elegías, ese monumento poético en torno
al que yo llevaba orbitando ya varios años. Pero me atrajo el tomito, lo incluí
en el lote, lo metí entre la ropa, lo traje de vuelta a Madrid, lo coloqué en
la estantería de Rilke, y alguna vez (no muchas) lo extraje básicamente para tocarlo, pues, como digo, mis
excursiones por Leidstadt y otros lugares de las Elegías se acababan haciendo en otros textos, otras ediciones.
Mi
relación con la lengua alemana es profundamente ambivalente. Se podría decir
que el alemán es el único idioma que estudié en serio. Estuve tres años en el Goethe Institut y llegué a un
nivel que en principio me capacitaba para lo que entonces (no sé ahora) se
llamaba el Kleines Sprachdiplom, que
es equivalente a un First en inglés.
Pero eso fue hace mucho, cuando cursaba mi carrera de Físicas, hace ya más de
treinta y cinco años y lo cierto es que luego no he practicado el idioma lo
suficiente, desde luego no oralmente (he estado muchas veces en países germanófonos,
pero siempre pocos días) y tampoco como lector, pues lo cierto es que nunca
alcancé la fluidez necesaria y me faltó empuje para forzarme, cosa que sí hice
con otros idiomas más cercanos al castellano, como el italiano, el francés, el
portugués o el catalán, en los que leo sin dificultad alguna, a pesar de no
haber tomado ni una sola lección en ninguno de ellos. El inglés es, claro,
aparte: he trabajado y trabajo habitualmente en inglés, es la lingua franca en todo el planeta y he
tenido muchas oportunidades de progresar en un idioma que me enseñaron de aquella manera en las aulas de mi
colegio de primaria y secundaria de los años setenta.
Lo
cierto, por tanto, es que tengo una cierta frustración
con el alemán. Lo aprendí porque tenía un vivo deseo de conocerlo, ya que
muchos autores de mi preferencia desde muy joven escribían en esa lengua
(singularmente Kafka, de quien me compré muchas obras en el idioma original, y
del que una vez dije a una de mis profesoras del Goethe que me matriculé allí um Kafka auf deutsch zu lesen, para leer
a Kafka en alemán, y no sé ya si la frase es correcta, o si alguna vez lo fue,
porque la gramática del alemán no es cosa baladí, ya lo saben ustedes). Ahora
más o menos lo entiendo si me hablan en él, lo hablo como si hubiera sufrido
una súbita lobotomía en la región del cerebro donde se almacena el lenguaje, y
lo leo arrastrándome penosamente por las líneas. Adoro esa lengua, en todo
caso, y, cuando tenga tiempo, es
decir, puede que ya muy pronto, volveré sin duda a él y me obligaré a leer en el original a esos autores míos de cabecera.
Uno
de ellos, claro, es Rilke. Los libros que me compré ese día en Basilea me han
servido para mis investigaciones sobre
él, y me compré otros en alemán en otro momento, sobre todo colecciones de
cartas que no se pueden encontrar traducidas. Pero, si soy sincero, necesito el
apoyo de la traducción en muchas ocasiones. Rilke, ya de por sí, no es
precisamente de fácil lectura, ni siquiera para un germanoparlante, pero al
mismo tiempo, por eso mismo, es imprescindible intentar penetrar en el compacto significado de sus frases, en
la trama de sus imágenes a partir de sus propias palabras, sin el filtro o
tamiz de traductores, sin duda bienintencionados, pero abocados, ay, a una
tarea básicamente imposible.
Así
pues, aunque sólo fuera para acariciarlo,
para leer aquí y allá alguna frase a salto de mata, me traje ese libro de Basel
a Madrid. Lo abro ahora al azar, es el comienzo de la Segunda Elegía, dejo resbalar los ojos, sé que está ahí lo que
busco: Da sagt uns wohl einer: / ja, du
gehst mir ins Blut, dieses Zimmer, der Frühling / füllt sich mit dir... Was
hilfts. Y sí, de qué sirve, aunque entres en mi sangre, aunque esta
habitación, aunque la primavera se llene de ti, y de nuevo estoy en casa, en un
lugar hermoso, delicado y al mismo tiempo inmenso, inabarcable, una orfebrería
y una intemperie, una travesía, un vuelo, un descenso, un caer (wenn ein Glückliches
fällt, y ahí acaba la Décima y
hay que volver a empezar una y otra vez).
Las
palabras de Rilke se enuncian entre 1912 y 1922, entre Duino y Muzot. Algunas
elegías, algunos fragmentos se van publicando. La publicación del conjunto,
cuya consumación anuncia con alborozo a la princesa Rilke desde su torreón al
lado de Sierre: Zehn!, lo que él vio
en ese comienzo, lo que presintió cuando escuchó la voz del ángel en las falesie de la bahía de Trieste, tuvo
lugar en seguida. Las ediciones fueron sucediéndose. En 1940 la Insel Verlag,
de Leipzig, dirigida por el casi legendario Anton Kippenberg, está publicando
el conjunto de la obra rilkiana, asesorada por Ruth Sieber-Rilke, la hija de
Rilke (sí, Rilke tuvo una hija), la mujer de Carl. Uno de esos ejemplares llegó
a Basel, y acabó, setenta y tres años después en Zum Bücherworm, y ahora está en mi casa, sobre mi mesa de trabajo,
junto al ordenador en el que estoy tecleando esto.
Hay
un misterio en el libro como objeto,
hay un misterio inagotable en esa extraña combinación de una materialidad casi
prosaica y un contenido que es puro espíritu, que contiene vapores
evanescentes, que se suscitan como ectoplasmas en, sí, esas séances a las que tan aficionado era
Rilke (le hago aparecer, o al menos a un remedo de él, en un escenario así en
la segunda parte, onírica, de mi Morgana
en Duino). Cuando el libro se aleja de nosotros en el tiempo, cuando somos
conscientes de que hay una sucesión de manos que lo han sostenido, la
resonancia de la extrañeza aumenta. Si además es un libro que ha sido impreso en Leipzig en 1940 el vértigo nos
arrastra.
1940:
la Segunda Guerra Mundial se ha desatado, aún estamos en la Blitzkrieg, el nazismo se extiende como
una mancha de aceite por el mapa de Europa, infestando con sus horrores el
continente. Alguien compone entonces los tipos para la impresión en la Insel,
alguien cose la encuadernación, alguien estampa esas letras doradas en la
portada. Trabajadores, trabajadoras. Todos, todas, están muertos, están muertas
ya. Hay tantos muertos que se alojan en estas páginas. Rilke lleva trece años
muerto (sólo trece) cuando se edita
este librito, su hija (su hija) ha
supervisado la edición. Kippenberg, amigo personal de Rilke, quien se alojó
muchas veces en su casa, es el amo de
la editorial. Todo resuena, todo se va haciendo ensordecedor...
En
los años treinta, cuando Hitler asciende al poder, hay autores que van dejando
de publicarse, autores que han tenido gran relevancia, pero que están ya
definitivamente del lado malo para
los dueños de Germania. Entre ellos, Stefan Zweig, que era una de las estrellas
más rutilantes de la Insel. No hubiera podido existir una edición de la Insel
de ninguna obra de Zweig en 1940. Ni de ningún autor judío o proscrito o
disidente... El lúcido hasta lo atroz Joseph Roth lo sabe desde el minuto uno,
sabe que la ascensión de Hitler no será un fenómeno efímero y sí, sí tendrá
consecuencias. Zweig, más ciego, más ingenuo, puede que más cobarde, se
mantiene demasiado en la tibieza. Las cartas de Roth van haciéndose más y más
rotundas. Zweig se aferra a su lealtad con sus editores. Was hilfts, Kippenberg, sin temblarle la mano, le arrojará a las
tinieblas exteriores. Rilke estaba muerto y era un poeta y no era judío y aún podía publicarse en 1940. Zweig y Rilke fueron
amigos, Zweig escribió sobre Rilke. Kippenberg estuvo en el entierro de Rilke,
al que tan poca gente asistió, en Raron, nada más comenzar el año 1927 (Rilke
murió el 29 de diciembre de 1926, en
Bellevue, en Glion, sobre Montreux). Esas cosas dice mi libro de las Duineser Elegien, ésas son apenas algunas
de las que dice.

Si
se abre ese libro uno se encuentra con un ex
libris. Ya no hay, me parece, ex
libris, pero éste es un libro que compró alguien (¿se lo regalaron? ¿cómo
saber ya, ay, esas cosas?) que sin duda tenía una buena posición, a juzgar por
el bello diseño y el cuidado con el que está colocado. El ex libris pertenece a Mary Burkhardt. Aquí se abre otro abismo de
sugerencias, otro pasadizo a recorrer en el juego de las pistas. Los Burckhardt
(ojo: atención a esa c que le falta
al apellido de Mary) son una famila patricia
(en todos los lugares se utiliza ese adjetivo deliciosamente anacrónico) de
Basilea, gente que ocupaba uno de los más altos lugares de la sociedad (y aún
lo hace, me parece). Entre sus miembros, el que goza de una posición más
destacada en la historia de la cultura es Jacob Burckhardt, del que casi se
podría decir que inventó el
Renacimiento en sus estudios de historia del arte. Descendiente suyo era Carl
Jacob Burckhardt, que fue amigo y protector de Rilke, quien conoció también a
su hermana y pasó alguna temporada en Basilea en la etapa última de su vida,
tan profundamente conectada con Suiza. Hay un texto de Carl Burckhardt, que fue
diplomático, en el que evoca a Rilke, Una
mañana entre libros, y se desarrolla en las librerías de viejo de París.
¿Quién
fue, entonces Mary Burkhardt? Una
errata es inconcebible en el ex libris,
así que no estamos probablemente ante una pariente directa de los Burckhardt, si
bien la ortografía tiende a ser algo oscilante. Hay también Burkhardts en Basilea. He buscado por la
Red. No tengo ninguna información relevante que ofrecerles al respecto. La
imagino a Mary, no obstante, joven en esa época. No tengo ningún motivo para
ello, simplemente me dejo guiar por la fantasía. Sí, creo que fue un regalo,
acaso de su familia, o de un pretendiente. El libro debió llegar en seguida a
Basilea desde Leipzig, y pasó la guerra allí, en la neutral Suiza. La
biblioteca se remataría en algún momento y sus contenidos se distribuyeron por
los diversos Antiquariat. Muchas
décadas después, un español letraherido, de estricta observancia rilkiana, lo
encontró y ahora escribe sobre ello, como Carl Burckhardt escribió años después
de su encuentro parisino con Rilke. Todo empieza una y otra vez, porque nada
acaba nunca: los libros son cápsulas del tiempo, tiempo paralelepipédico en
plena ebullición silenciosa, en plena congelación fértil.
Hice
aparecer mi libro en mi libro: en Morgana en Duino me refiero a un tomito color mostaza que compré en Basilea. Me confundí, mezclé dos
libros: el color mostaza (si es que ese color cabe llamarlo así) fue otro, otra
peculiar adquisición en una librería de Mainz, un día que pasé allí en un viaje
que hice a Frankfurt am Main, me parece, que el año siguiente. Es una edición
parcial de las Cartas a Benvenuta
(que tan importantes son también en Morgana)
que aparece con el título de So laß ich mich zu träumen gehen.
La edición es de 1949. Las Duineser
Elegien de 1940 son más bien marrones, o color teja. Nunca corregí el error, es interesante que el narrador
(que no es, que no puede nunca ser el autor, y que tampoco puede dejar de
serlo) se equivoque en el recuerdo.
Hay otro libro color mostaza en Morgana, y su autoría es de los sueños.

El
libro es, por lo tanto, color teja, y
con letras doradas en la portada, y
es delgado, no llega a las 50
páginas. Pero contiene a la Segunda Guerra Mundial, a las deportaciones y los
campos de concentración, a los bombardeos de los aliados que arrasaron Leipzig
y la casa de los Kippenberg donde se alojó varias veces Rilke, y a una mujer en
Basilea que pegó un ex libris en él,
y a Roth y a Zweig, y a todos los escritores de ese tiempo que escribían en
lengua alemana, y a todos los escritores que han escrito en cualquier momento
en cualquier lengua, y me contiene a mí, al que yo era en Basilea en 2013,
cuando buscaba la tumba de Rilke, que visité por primera vez en Raron pocos
días después, al que paseó con N. por la orilla del Léman en mi retorno a
Lausanne treinta y seis años después, el que vio a la clavecinista de Jacquet
Droz pulsar de verdad las teclas de
su clavecín (you play beautifully, le
diría Deckard a Rachael), el que retornó a Madrid y lo colocó en su
hipertrofiada colección de libros rilkianos, el que lo extrajo algunas veces,
el que escribió sobre él y se equivocó de color, el que ahora lo ha vuelto a
extraer y lo ha colocado junto al ordenador y ahora le hará unas fotos, todos
esos yo que soy yo, no siendo ninguno, no siendo nada, y en esa permanencia
ambigua, frágil, gloriosa, ese libro, que es tan delgado, es un Aleph. Como, por otro lado, lo son todos los libros.
Como, por otro lado, lo son todos los objetos.

La
correspondencia entre Joseph Roth y Stefan Zweig fue publicada con el título Ser amigo mío es funesto. La primera
carta es del 8 de septiembre de 1927 y está datada en Glion-sur-Montreux. Ahí, justo ahí, había muerto Rilke poco más de ocho meses antes. En mi
libro de Carl Sieber titulado René Rilke.
Die Jugend Rainer Maria Rilke, que fue publicado por la Insel Verlag en 1932, aparece la firma de la dueña. Leo con
dificultad su cursiva: Ruth Bindschedler.
Y la fecha: Juni 1933. 1933... nada
termina nunca, los Alephs se multiplican, hacen eco entre ellos, nos encierran
en su bosque tornasolado...
Mañana
vuelvo a Barcelona, a un curso sobre Rilke...
Y
así sucesivamente.