(Un poema escrito especialmente para el blog.)
Da
sagt uns wohl einer:
ja,
du gehst mir in Blut, dieses Zimmer, der Frühling
füllt
sich mir dir... Was hilfts
RAINER
MARIA RILKE, Zweite Elegie
Cuando dejamos de salir por las noches nos convertimos en vampiros diurnos.
Habíamos
estado en todas las noches:
la noche de los lotófagos,
la noche de las luciérnagas,
la noche de los muertos vivientes,
la noche inolvidable, y la noche
olvidada,
la gran noche.
Ahora
la noche nos escupía como un espejo convexo y nosotros, con los ojos
enrojecidos del insomnio del alma, nos apoltronábamos en viejos cafés de barrio
y acarreábamos un cuaderno en el que garabateábamos poemas
como éste.
Aprendimos
a caminar de día, cuando las luces de los semáforos no son como ojos de migala en la caja obscura de la fotografía a punto de velarse.
(No
olvides que eres tú el que eliges los colores de los sueños, nos habías dicho,
y tenías razón, pero de repente todos los colores estaban aplastados por la
dura luz de la consciencia.)
Aprendimos
el lenguaje de las aves diurnas, sus cláxones, el voceo de los mercaderes, el
tictac de la bomba de tiempo que es el día.
Nos
cruzábamos en las avenidas con el Minotauro, completamente desorientado.
Nos
cruzábamos
con otros vampiros de ojos
enrojecidos,
no nos decíamos nada,
para qué.
Estábamos
abrumados, era como si Whitman acabara de salir por primera vez del Metro, no había espacio en
el cuaderno para que cupiera en el poema todo lo que veíamos, todo lo que
oíamos, deslumbrados como un recién nacido.
Y
cuando caía la noche, atemorizados, nos refugiábamos en el ataúd de las cuatro
paredes, y bajábamos las persianas y los párpados,
y dormíamos,
como los animales que éramos,
y soñábamos,
en blanco y negro.
Había
un recuerdo atronador de himnos y un hormiguear de caricias en nuestros dedos
afilados como garras, había el peso de un haber sido que nos oprimía el pecho
como un súcubo y no nos dejaba respirar cuando entraba en la habitación la
yegua ciega.
Éramos
vampiros diurnos, nos ganábamos la vida en oficios miserables, envejecíamos.
Caíamos agotados al lecho cada noche.
En
suma, nos enmohecíamos.
Habíamos
acampado en el último muro de la vigilia. Detrás de él ya no había nada: lo
glauco, una larga llanura de noser a la que habíamos arrojado todos nuestros
hijos, que son pequeñas arañas, todos nuestros versos.
Éramos
vampiros diurnos, ya no servíamos para nada. Ya ni siquiera podíamos
desvanecernos, aniquilados por la luz,
por el flash de la Vernichtung,
ah, we fade to grey,
we fade to grey,
pero
el día volvía y había en él una nueva masacre de gallos, y nosotros
despertábamos desde nuestros fragmentos.
Y
entonces, por el otro lado de la historia, desde el reverso del naipe, emergiendo del espejo, volviste, y se hizo de noche y nos mantuvimos despiertos,
y las líneas de metro volvieron a rimar con las venas de nuestros brazos y
avanzamos por la larga noche, y nos supimos de nuevo, y para siempre,
gozosamente
ficticios.
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