jueves, 1 de junio de 2023

Entras en mi sangre

 (Un poema escrito especialmente para el blog.)


Da sagt uns wohl einer:

ja, du gehst mir in Blut, dieses Zimmer, der Frühling

füllt sich mir dir... Was hilfts

RAINER MARIA RILKE, Zweite Elegie


Cuando dejamos de salir por las noches nos convertimos en vampiros diurnos.

 

Habíamos estado en todas las noches:

            la noche de los lotófagos,

            la noche de las luciérnagas,

            la noche de los muertos vivientes,

            la noche inolvidable, y la noche olvidada,

            la gran noche.

Ahora la noche nos escupía como un espejo convexo y nosotros, con los ojos enrojecidos del insomnio del alma, nos apoltronábamos en viejos cafés de barrio y acarreábamos un cuaderno en el que garabateábamos poemas

            como éste.

 

Aprendimos a caminar de día, cuando las luces de los semáforos no son como ojos de migala en la caja obscura de la fotografía a punto de velarse.

(No olvides que eres tú el que eliges los colores de los sueños, nos habías dicho, y tenías razón, pero de repente todos los colores estaban aplastados por la dura luz de la consciencia.)

Aprendimos el lenguaje de las aves diurnas, sus cláxones, el voceo de los mercaderes, el tictac de la bomba de tiempo que es el día.

Nos cruzábamos en las avenidas con el Minotauro, completamente desorientado.

Nos cruzábamos

            con otros vampiros de ojos enrojecidos,

            no nos decíamos nada,

            para qué.

 

Estábamos abrumados, era como si Whitman acabara de salir por primera vez del Metro, no había espacio en el cuaderno para que cupiera en el poema todo lo que veíamos, todo lo que oíamos, deslumbrados como un recién nacido.

 

Y cuando caía la noche, atemorizados, nos refugiábamos en el ataúd de las cuatro paredes, y bajábamos las persianas y los párpados,

            y dormíamos,

            como los animales que éramos,

            y soñábamos,

            en blanco y negro.

 

Había un recuerdo atronador de himnos y un hormiguear de caricias en nuestros dedos afilados como garras, había el peso de un haber sido que nos oprimía el pecho como un súcubo y no nos dejaba respirar cuando entraba en la habitación la yegua ciega.

Éramos vampiros diurnos, nos ganábamos la vida en oficios miserables, envejecíamos. Caíamos agotados al lecho cada noche.

En suma, nos enmohecíamos.

 

Habíamos acampado en el último muro de la vigilia. Detrás de él ya no había nada: lo glauco, una larga llanura de noser a la que habíamos arrojado todos nuestros hijos, que son pequeñas arañas, todos nuestros versos.

Éramos vampiros diurnos, ya no servíamos para nada. Ya ni siquiera podíamos desvanecernos, aniquilados por la luz,

            por el flash de la Vernichtung,

            ah, we fade to grey,

            we fade to grey,

pero el día volvía y había en él una nueva masacre de gallos, y nosotros despertábamos desde nuestros fragmentos.

 

Y entonces, por el otro lado de la historia, desde el reverso del naipe, emergiendo del espejo, volviste, y se hizo de noche y nos mantuvimos despiertos, y las líneas de metro volvieron a rimar con las venas de nuestros brazos y avanzamos por la larga noche, y nos supimos de nuevo, y para siempre, gozosamente

            ficticios.


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