viernes, 16 de junio de 2023

Gente a la que queríamos tanto

Epílogo del epílogo de un cuento


Es así, pienso, que se operan las comunicaciones profundas,

lentas botellas errando en lentos mares

JULIO CORTÁZAR

 


“Glenda Garson murió a finales de los setenta del pasado siglo en circunstancias nunca esclarecidas del todo.

Aunque el informe forense habló de inhalación de gas carbónico, producido con toda seguridad por el mal estado de una caldera en su mansión de California, encaramada sobre unos acantilados contra los que batía furioso el Océano, lo cierto es que desde el primer momento se suscitaron las dudas.

El suicidio parecía descartarse, pues, aunque el anuncio, un par de años antes, de su retirada en pleno éxito había dejado perplejos a los cinéfilos de todo el mundo, y llevó a muchos a especular con su estado físico y mental, recientemente había declarado su intención de tomar parte en un nuevo proyecto de gran envergadura con el que se había mostrado muy ilusionada.

En cuanto a las voces que apuntaban a un posible asesinato, en ningún momento se pudo elaborar una teoría coherente, toda vez que no se encontraron signos de violencia, ningún objeto faltaba en la casa, el personal de servicio (que se encontraba fuera del recinto la fatídica noche, al coincidir con su día de asueto) no fue capaz de mencionar ningún hecho o presencia sospechosos y, lo que es más importante, no parecía existir ningún móvil plausible para el crimen.

No faltó quien sugirió una venganza política, pues Glenda había manifestado en alguna ocasión su deseo de postularse como candidata al Parlamento, pero la verdad es que los adeptos a la teoría de la conspiración fueron perdiendo fuerza muy rápidamente y, aunque cierta prensa sensacionalista gustaba de retomar el tema periódicamente, coincidiendo con algún aniversario, el veredicto de muerte accidental fue inamovible, y los restos de Miss Garson fueron repatriados a Inglaterra y reposan allí desde entonces, lugar de peregrinación para sus admiradores, que se cuentan por legión, pues su status de diva legendaria de la pantalla y los escenarios no hizo más que incrementarse con lo repentino de su desaparición.

Esto, que resume en el fondo hechos muy conocidos, es, por supuesto, la verdad oficial. Hoy, aquí, yo, después de tantos años, después de que hayan muerto hace tiempo los principales implicados, después de que a Irazusta le alcanzase por fin la mano de la ley, tras una larga vida de escándalos y extorsiones, después de que Diana Rivero acabase sus días alcoholizada, ciega de arrepentimiento, después de que tantos otros miembros del Club (esa entidad que me parece ya tan legendaria como el Congreso del Mundo) se dispersasen por el globo, cediendo tan sólo a escondidas a la obsesión y sufriendo esa pulsión escópica que les llevaba a la contemplación compulsiva, en bucle, de El látigo o El fuego de la nieve, ahora, cuarenta y tantos años después, al borde de mi propia muerte, voy a contar lo que verdaderamente ocurrió, voy a contar con todo detalle y sin ocultar nada la historia de los que queríamos tanto a Glenda.”



Madrid, 16 de junio (Bloomsday) de 2023

Estimada Miss Jackson,

le hago llegar el texto del comienzo de mi relato Gente a la que queríamos tanto, con la intención de que, si es de su interés, pueda recibirlo como una legítima posesión suya, pues es por usted y sólo por usted por lo que esta historia ha podido escribirse, y para que lo coloque, quizás (ése sería mi deseo más profundo), junto al que le escribió en su día Julio Cortázar, que él tituló Queremos tanto a Glenda, un cuento que me marcó de manera definitiva en mi adolescencia, y al que he pretendido homenajear, me temo que con escaso éxito.

Usted no sabe nada de mí, por supuesto, y tal vez no llegó realmente a saber demasiado de Cortázar, pero él sí supo de usted, y la admiró hasta el punto de pergeñar una historia, por lo demás bastante sórdida, en la que un personaje, nada disfrazado con el nombre de Glenda Garson, era elevado a deidad de un culto privado, noctámbulo, algo friolento, por un puñado de fieles que, víctimas de una profunda deformación, deseaban cambiar el Universo (el Universo de sus películas, pero cambiar eso era en realidad cambiarlo todo) para hacerlo digno del único habitante que merecía en realidad el honor de morar en él: usted, Glenda, Miss Jackson, usted, Glenda Garson.

Creo que está en la memoria de todos el atrabiliario final que Cortázar dio al relato, con esa ascensión a una cruz de la que, por supuesto, nadie baja vivo. ¿Creerá usted, Glenda, que recuerdo con absoluta viveza la primera vez que leí el cuento, en aquella bella edición de tapas moradas de Alfaguara, recién comprada en la mesa de novedades de alguna librería madrileña (pues, sí, cuando yo ya había caído rendido a la magia de Cortázar, éste estaba aún vivo y nos proporcionaba cuentos como ése), que recuerdo el latigazo brutal de la frase final, que lloré desconsolado su muerte, la muerte de Glenda Garson, ni siquiera mostrada, sólo pronosticada como un hecho de un futuro ya irreversible?

Y, me va usted a perdonar, Miss Jackson, pero yo apenas la conocía a usted como actriz, yo era aún un adolescente español, que había visto muy poco cine, pero que comprendía ya tan bien (ay, tan bien) el peligro que encerraba esa elevación a los altares, esa mitología instantánea, de la que yo me sabía también partícipe. Cuando comprendí la crueldad de ese final, la lógica implacable con el que los acontecimientos de la historia habían conducido a él, lo acepté, como no podía ser de otro modo, pero algo se rompió, alguna alarma saltó, y siguió sonando, pues yo me reconocí ya tan joven proclive a formar parte de Clubs que añoraban una perfección inhumana y que veneraban a dioses y diosas falibles y que contemplarían interminablemente una oscilación de ascensiones y caídas de las que, a la larga, sólo saldría triunfante el dolor.

Sí, Glenda, y Cortázar también se sabía así, sin duda, y por eso le escribió otro cuento, le escribió a usted, Glenda Jackson, una carta que era el relato que abría su siguiente libro, Deshoras, en la que le hablaba de Glenda Garson, y se mostraba horrorizado por ese final que él mismo había escrito. En la carta, fiel a su estilo, Cortázar se enredaba en una trama de casualidades, de saltos escoceses, escritores espías que se hacen desaparecer, y gaviotas en la Bahía de San Francisco. Pero usted y yo sabemos (no, no sé si usted lo sabe, porque no sé si le llegó esa carta, si alguna de esas deshoras fueron suyas) que de lo que se trataba era de un intento de expiación, que de lo que se trataba era del miedo.

Por eso, Glenda, no terminé nunca mi relato, porque no quería seguir hablando de la muerte de Glenda Garson ni volver a contar la historia siniestra de una crucifixión. Bien sé que lo que he hecho puede ser incluso peor, porque lo que he acabado perpetrando, ya lo ve usted, es un remedo de ese otro cuento de Cortázar, que lleva uno de los títulos más sugerentes que he conocido nunca, título que he plagiado también en más de una ocasión, Botella al mar.

Y con el agravante, qué le voy a decir ya a estas alturas, de que está será una carta muerta, una de ésas que acabarán en el depósito donde trabaja Bartleby, pues desde ayer usted está también, ay, Glenda, muerta, muerta de verdad, como lo está ya desde hace tanto Cortázar, y, le parecerá a usted ridículo, pero cuando leí la noticia de su fallecimiento ayer en Internet sentí un escalofrío, me sentí repentinamente más solo, fui una vez más ese adolescente, y mis remordimientos por haber formado parte del Club de los que quisieron a los que quisieron tanto a Glenda hicieron que me costara tanto dormirme.

Valga pues, este exvoto, esta botella al mar, como testimonio de una extraña conexión, de un eco de un eco de un eco, valga como epílogo al epílogo de un relato que le escribió una vez un escritor argentino, cuya tumba visité el año pasado en París, como tal vez visite la suya, Glenda, para colocar en su lápida una nota que diga sólo En aquel entonces era difícil saberlo, como en la de Cortázar deposité una nota que decía ¿Encontraría a la Maga?

Y ya no hay mucho más que decir, creo, solo resta enviar esta carta que no le será enviada por las vías ordinarias, porque nada entre nosotros puede ser enviado así. Y soñar, quizás, con un futuro que bien puede ser ya irreversible en que alguien escriba un epílogo de este epílogo de un epílogo, alguien, sí, Glenda, que nos quiera tanto.

Siempre suyo,


Agustín González-Cano

domingo, 11 de junio de 2023

Primeras veces

(La memoria del amor reposa en el otro. Y el otro siempre se ha ido para siempre. El único protagonista de la historia es el tiempo. Siempre lo es. - Un poema de hace un par de años.)



¿De dónde viniste cuando viniste, a dónde ibas?

¿Cuánto tiempo estuviste, estuvimos, por qué

lado del bar apareciste? ¿Cuánto

duró el abrazo?

 

¿Tenía retraso tu vuelo? ¿Hacía frío? ¿Llovía?

¿Qué día de la semana era? ¿Dormiste bien

esa noche? ¿Y la de antes? ¿Sabías ya

que nos encontraríamos?

 

¿Qué aspecto tenía yo cuando me viste llegar?

¿A qué sabíamos?

¿Cuántas veces nos sonreímos?

 

Y el tren aquel, ¿cuántos vagones tenía?

¿Por qué estaciones pasó? ¿Por qué no se detuvo

entonces

y siguió avanzando con su fijeza inclemente?

 

¿Y cómo sonaba el mar?

Dime todo sobre eso.

¿Te acuerdas tú de cómo sonaba el mar?

¿Tienes una caracola?

jueves, 8 de junio de 2023

Schwindel

Mis cuadernos están llenos de anotaciones de este estilo. Son decenas de ellos, pobres de mis herederos. O pobres de mis cuadernos...

Repaso notas. El 3 de agosto del año pasado acabo de volver de mi viaje a Suiza, en el que hubo homenajes a diferentes escritores: Walser, Nabokov, Rilke, Borges... Anoto en uno de esos cuadernos la noticia de que hay un congreso sobre Nabokov en Lausanne que se celebrará a finales de junio de 2023. Entonces me parece una especie de excentricidad o sueño absurdo, pero el hecho es que acabé apuntándome al congreso y en unas semanas vuelvo a Lausanne a mezclarme con expertos nabokovianos de todo el mundo. 

Sebald y Nabokov están inextricablemente unidos para mí, y no sólo para mí. Mi reverencia por Sebald es infinita, y puede que no haya otro escritor cuya sola evocación produzca en mí sensación tan placentera. El 4 de agosto de 2022 estoy trabajando sobre él. Manejo diferentes ensayos dedicados a su obra, que he ido comprando con los años, voy hilando pequeñas investigaciones y sugerencias. Lo que transcribo aquí es una reelaboración de ese material.

Lo comparto como acto de reafirmación de mi pasión sebaldiana, y como anuncio de lo que espero que sea este verano: algo mágico y extraño.

 

[Vértigo hace referencia a la primera novela de Sebald, llamada en el original Schwindel. Gefühle. Aunque Vértigo remite, ya lo sabemos, a muchas otras cosas más. En el Vértigo sebaldiano, Stendhal y Kafka son dos protagonistas fundamentales. La entrevista de la que se incluyen algunos fragmentos fue realizada por Piet de Moor para un medio belga el 6 de mayo de 1992, y está recogida en la recopilación de ensayos sobre Sebald Saturn's Moons. W.G. Sebald - A Handbook, editada por Jo Catling y Richard Hibbitt.]



Durante décadas me concentré en el trabajo académico. Pero siempre tuve pequeños cuadernos en los que solía hacer anotaciones muy caóticas. Vértigo apareció por casualidad. Compré De l'amour de Stendhal en una librería de Lausanne. Resonó con un montón de cosas que tenía en la cabeza, porque en él se nombraban muchas ciudades italianas que me resultaban familiares de los viajes que había hecho a Italia de niño. Así, Sebald, en una entrevista de 1992.

 

Yo leí, no recuerdo si entero, Del amor de Stendhal hace muchos años en castellano, en la edición de Alianza. Hasta en tres viajes pude haber comprado De l'amour en Lausanne. No lo hice. Acabo de encargarlo [en 2022, no olvidemos la mise-en-abyme, que es, al cabo, de lo que se trata aquí] ya en Madrid.

 

Estuve por primera vez en Lausanne en 1977, a los trece años (habitación llamada trece años) en un viaje decisivo. Fue de paso, en la gare entre dos trenes. No volví hasta, ya adulto, 2013.

 

Vértigo de Sebald termina así:


2013

Fin.

 

El libro es muy anterior a esa fecha, la primera edición alemana es de 1990. Esa cifra que empieza por 2 (hubo un tiempo, no tan lejano, en que un año que empezase por 2 pertenecía a un futuro de trajes plateados y automóviles volantes, no acabo de aceptar esta normalización banal del siglo XXI) fue ubicada ahí por Sebald a partir de la conexión que establece entre Stendhal y Kafka, dos de los pilares sobre los que se asienta Vértigo y viajeros ambos por el norte de Italia, como el mismo Sebald, a donde llegaron con un siglo exacto de distancia: 1813, Stendhal y 1913, Kafka.

 

El siguiente siglo, aparentemente, lo marcaría un tercer autor, un tercer viaje o (como fue tristemente el caso) ya el puro fin, la pura nada, pues Sebald no llegó a esa fecha de su emplazamiento, no volvió al norte de Italia en 2013, ya que murió trágicamente en 2001. El año de la odisea espacial.

 

2001, 2013, 2046, 2666. Años.

 

Yo elegí justamente 2013 para viajar a Suiza y retornar a Lausanne, 36 años después de aquel 1977. Iba a recorrer los santos lugares rilkianos del Valais por primera vez, como el año anterior había ido por primera vez a Duino y a Trieste en peregrinación igualmente rilkiana.

 

Llegué tarde a Sebald, pero para 2013 ya había leído, por supuesto, Vértigo (ese ejemplar lo compré en la librería Antígona, de Zaragoza, lo recuerdo bien, y es el de Debate, no el de Anagrama) y había olvidado el emplazamiento. Ahora han transcurrido muchos años más y 2013 es ya el pasado, como lo es el 2019 de Blade Runner.

 

No he sido, creo, por tanto, el tercer escritor. No sé si habrá algún año, algún viaje, algún Sebald de un futuro (¿2113?) que se ocupará de mí. No sé si esas cosas pueden ya siquiera pensarse, si tienen sentido. Si las anoto aquí es por su vértigo.

 

En la entrevista de 1992, le preguntan a Sebald si ese 2013 es un aviso de un apocalipsis. Sebald habla sólo de la incertidumbre sobre lo que traerá esa fecha. Él nació en 1944, habría cumplido 69 años en 2013, seguramente se imaginaba vivo para comprobar su extraña predicción muda.

 

Yo nací sólo veinte años después que Sebald. Veinte años antes de mi nacimiento todavía no terminaba la Segunda Guerra Mundial. Sí, claro, toda fecha es un aviso de apocalipsis. Siempre hay un apocalipsis en curso, vigente, siempre hay otros esperando en el futuro, y venimos de tantos apocalipsis anteriores.

 

Sebald hablaría aquí de la historia natural de la destrucción, como hizo en Zürich. Sí, vigente.

 

Es en el viaje italiano de Kafka del que Sebald habla en su libro cuando tiene lugar el affaire de éste con Gerti Wasner, la suiza. Para llegar a Riva, K. pasó por Venecia. Y por Trieste.

 

Cien años después yo paseé junto al Léman por primera vez y le conté a mi acompañante (de l’amour...) el Manuscrito hallado en un bolsillo de Cortázar, pleno en espejos y dobles y nombres y, ay, Métro.

 

Finalizando la entrevista, Sebald declara: Mucha gente me pregunta: “¿por qué escribe usted todavía cuando tiene una visión tan pesimista del mundo?” Es un intento de crear pequeños estanques de atemporalidad.

 

Tiny pools of timelessness. Sí, exactamente. Nabokov no lo hubiera dicho mejor.

martes, 6 de junio de 2023

Laura

(Un homenaje a la literatura, y un recuento del paso del tiempo. Acabo de escribirlo, sin mayores pretensiones, sólo para comunicaros cosas que son importantes para mí.)




Laura entró en mi habitación la primera vez cuando yo tenía trece años.

Había ocurrido un milagro: en mi libro de lectura del colegio (Senda, de Santillana, octavo de EGB, curso 1977-78: ésas son las coordenadas, y son importantes) hay un poema de Petrarca. Allí el poema empieza: Cuando sus ojos Laura a tierra inclina.

(El milagro es aún mayor: en esa edad, en ese curso, la lista de autores de los que se podían encontrar fragmentos en Senda es apabullante y marcó mi educación literaria, me conformó como lector, como escritor, como persona. He recuperado el índice buscando por Internet. Es como lo recordaba: poemas de Borges, Breton, Vallejo, Celso Emilio Ferreiro, ¡Pessoa! Textos narrativos de Dostoievski, de Borges, Cortázar, ¡Kafka!, ¡Proust!. También Brecht, Beckett... Y me dejo bastantes por citar.

Sí, ese milagro ocurrió, no creo que ocurra ya más en ningún libro de ningún colegio. No sé si fue bueno o no exponer a un niño de trece años, ya (¡ay!) letraherido, a semejante plétora. Pero yo no puedo estar más agradecido a los que eligieron a esos autores. Sobre ellos edifiqué mi gusto literario. La mayoría siguen ahí, como mis totems, o mis lares.)

Pero quería hablaros de Laura. He buscado luego, claro, ese poema. El traductor de Senda hizo uso de una licencia, quizá teniendo en cuenta el que la figura de Laura era algo suficientemente potente como para recalcar que el Cancionero estaba lleno de poemas dedicados a ella. Unas páginas más atrás se había hablado de Beatriz (aún no Beatrice) al referirse a Dante que, claro, también estaba en mi libro de lectura de los trece años. Lo cierto es que el verso original de Petrarca dice: Quando Amor i belli occhi a terra inchina. No Laura, sino Amor, aunque bien podemos tomarlos como sinónimos.

Yo escribía ya a esa edad, y mucho antes. Yo ya me tenía como poeta. Escribía poemas terribles en largos versículos imitando el Poeta en Nueva York, o pequeñas composiciones aún rimadas que sonaban mucho a Bécquer. César Vallejo me trajo Trilce y me voló la cabeza. León Felipe me enseñó a escribir Luz con mayúscula. Con Blas de Otero me convertía en un poeta social y político y melancólico. Ésos eran mis poetas de los trece años. 

Con catorce empecé a escribir de otro modo. Aún conservo todo aquello. Hubo un día, creo que fue el 16 de abril de 1979, en el que me senté a mi máquina de escribir (yo tenía una máquina de escribir que era mía, se la había pedido a mis padres y me la habían comprado con esos trece o catorce años, una Olivetti Lettera 35) y me salieron del tirón veintitantos poemas que sonaban de otro manera, que se parecían a las letras de las canciones de Bob Dylan o Patti Smith, que por entonces llegaron con fuerza a mi vida (sí, también me atrevía con el inglés).

Uno de esos poemas empezaba Cuando mi baby inclina sus ojos a tierra... y era un desaforado poema de amor, como los que escribía entonces (¿sólo entonces?). Yo ya tenía mis Lauras, ya había comprendido que para mí el amor sería eso ante todo: literatura. Leo con ternura esos versos, me recuerdo bien en esa adolescencia torturada pero esplendente. No se puede ser duro con alguien al que los dioses habían destinado para un oficio tan complicado como el de poeta.

Laura, pues, se pasea por mi vida, por mis habitaciones (ya convertidas tan a menudo en la de Proust) desde los trece años. Ha aparecido en diferentes advocaciones, con diferentes nombres, con letras de más o de menos.

Hay una Laura que es primero un retrato y luego una révenante. De fondo, Charlie Parker. Es una película de Otto Preminger. El título del film en Italia no es Laura, sino Vertigine, vértigo. Qué os voy a decir ya a estar alturas sobre mi pasión (mi obsesión) con el Vertigo de Hitchcock. En Italia la película de Hitchcock se tituló La donna che visse due volte. Spoiler alert!

Hay una Laura che non c'è più y suena en una canción extremadamente pegajosa. Hay otra canción llamada Laura, de Lluis Llach, que escuché también muy joven. Y una, anterior, en el que el cantante pedía que le dijeran a Laura que la quería. Hubo un tiempo en que, en el garito, pinchaba Friday I'm love, porque era viernes (después de un largo jueves que había durado una eternidad) y yo estaba enamorado de Laura. L'aura.

Tardé bastante en comprender que la Laura de Petrarca era francesa, no italiana. La busqué por Avignon. Supe que puede corresponder a una persona real (pero qué importaría eso), uno de cuyos descendientes fue el Divin Marquis. Esa Laura murió durante la Gran Peste.

No sé si fue por eso por lo que, al iniciarse el Confinamiento (estoy repasando esas notas) volví a ocuparme de Laura. Volví a ver la película de Preminger y a escuchar a Charlie Parker interpretando esa canción (esto lo estoy tocando mañana). En ese tiempo entre paréntesis quise ver de nuevo Twin Peaks. Me compré la serie entera en DVD. Allí hay una Laura a la que encontraron, como a Ofelia, sobrenadando en el agua, en un pueblo de montaña. Yo estuve con esa Laura en la habitación roja.

Un día de esos del encierro escribí ha venido la muerte y tiene tus ojos, porque al final los versos vuelven y los belli occhi de Laura pueden ser también los de Constance Dowling, de la que ya sabemos también por aquí. Sí, los ojos de Amor, los ojos de Laura, que se inclinan desde mis trece años también estarán por ahí, en el torbellino de imágenes, cuando todo vaya a apagarse. No será malo que esos ojos, o los ojos verdes de Maria Casarès se encuentren con mi última mirada.

No son cosas sobre las que se pueda hacer mucho. Ahora la Peste nos ha dado una tregua y la vida sigue su río. Yo os traigo a pasear a mi jardín de Lauras, de laureles. Y en unos días celebraré mi cumpleaños (muchos más de trece) en Twin Peaks. 

Brindaré por Petrarca.

 

[El sitio donde celebro mis cumpleaños es el muy recomendable Estupenda Café Bar, de Madrid, que está decorado completamente en homenaje a Twin Peaks.]

 


jueves, 1 de junio de 2023

Entras en mi sangre

 (Un poema escrito especialmente para el blog.)


Da sagt uns wohl einer:

ja, du gehst mir in Blut, dieses Zimmer, der Frühling

füllt sich mir dir... Was hilfts

RAINER MARIA RILKE, Zweite Elegie


Cuando dejamos de salir por las noches nos convertimos en vampiros diurnos.

 

Habíamos estado en todas las noches:

            la noche de los lotófagos,

            la noche de las luciérnagas,

            la noche de los muertos vivientes,

            la noche inolvidable, y la noche olvidada,

            la gran noche.

Ahora la noche nos escupía como un espejo convexo y nosotros, con los ojos enrojecidos del insomnio del alma, nos apoltronábamos en viejos cafés de barrio y acarreábamos un cuaderno en el que garabateábamos poemas

            como éste.

 

Aprendimos a caminar de día, cuando las luces de los semáforos no son como ojos de migala en la caja obscura de la fotografía a punto de velarse.

(No olvides que eres tú el que eliges los colores de los sueños, nos habías dicho, y tenías razón, pero de repente todos los colores estaban aplastados por la dura luz de la consciencia.)

Aprendimos el lenguaje de las aves diurnas, sus cláxones, el voceo de los mercaderes, el tictac de la bomba de tiempo que es el día.

Nos cruzábamos en las avenidas con el Minotauro, completamente desorientado.

Nos cruzábamos

            con otros vampiros de ojos enrojecidos,

            no nos decíamos nada,

            para qué.

 

Estábamos abrumados, era como si Whitman acabara de salir por primera vez del Metro, no había espacio en el cuaderno para que cupiera en el poema todo lo que veíamos, todo lo que oíamos, deslumbrados como un recién nacido.

 

Y cuando caía la noche, atemorizados, nos refugiábamos en el ataúd de las cuatro paredes, y bajábamos las persianas y los párpados,

            y dormíamos,

            como los animales que éramos,

            y soñábamos,

            en blanco y negro.

 

Había un recuerdo atronador de himnos y un hormiguear de caricias en nuestros dedos afilados como garras, había el peso de un haber sido que nos oprimía el pecho como un súcubo y no nos dejaba respirar cuando entraba en la habitación la yegua ciega.

Éramos vampiros diurnos, nos ganábamos la vida en oficios miserables, envejecíamos. Caíamos agotados al lecho cada noche.

En suma, nos enmohecíamos.

 

Habíamos acampado en el último muro de la vigilia. Detrás de él ya no había nada: lo glauco, una larga llanura de noser a la que habíamos arrojado todos nuestros hijos, que son pequeñas arañas, todos nuestros versos.

Éramos vampiros diurnos, ya no servíamos para nada. Ya ni siquiera podíamos desvanecernos, aniquilados por la luz,

            por el flash de la Vernichtung,

            ah, we fade to grey,

            we fade to grey,

pero el día volvía y había en él una nueva masacre de gallos, y nosotros despertábamos desde nuestros fragmentos.

 

Y entonces, por el otro lado de la historia, desde el reverso del naipe, emergiendo del espejo, volviste, y se hizo de noche y nos mantuvimos despiertos, y las líneas de metro volvieron a rimar con las venas de nuestros brazos y avanzamos por la larga noche, y nos supimos de nuevo, y para siempre, gozosamente

            ficticios.