Epílogo del epílogo de un cuento
Es así, pienso, que se operan las comunicaciones profundas,
lentas botellas errando en lentos mares
JULIO
CORTÁZAR
“Glenda Garson murió a finales de los setenta del pasado siglo en
circunstancias nunca esclarecidas del todo.
Aunque el informe forense habló de inhalación de
gas carbónico, producido con toda seguridad por el mal estado de una caldera en
su mansión de California, encaramada sobre unos acantilados contra los que
batía furioso el Océano, lo cierto es que desde el primer momento se suscitaron
las dudas.
El suicidio parecía descartarse, pues, aunque el
anuncio, un par de años antes, de su retirada en pleno éxito había dejado
perplejos a los cinéfilos de todo el mundo, y llevó a muchos a especular con su
estado físico y mental, recientemente había declarado su intención de tomar
parte en un nuevo proyecto de gran envergadura con el que se había mostrado muy
ilusionada.
En cuanto a las voces que apuntaban a un posible
asesinato, en ningún momento se pudo elaborar una teoría coherente, toda vez
que no se encontraron signos de violencia, ningún objeto faltaba en la casa,
el personal de servicio (que se encontraba fuera del recinto la fatídica noche,
al coincidir con su día de asueto) no fue capaz de mencionar ningún hecho o presencia
sospechosos y, lo que es más importante, no parecía existir ningún móvil
plausible para el crimen.
No faltó quien sugirió una venganza política, pues
Glenda había manifestado en alguna ocasión su deseo de postularse como
candidata al Parlamento, pero la verdad es que los adeptos a la teoría de la
conspiración fueron perdiendo fuerza muy rápidamente y, aunque cierta prensa
sensacionalista gustaba de retomar el tema periódicamente, coincidiendo con
algún aniversario, el veredicto de muerte
accidental fue inamovible, y los restos de Miss Garson fueron
repatriados a Inglaterra y reposan allí desde entonces, lugar de peregrinación
para sus admiradores, que se cuentan por legión, pues su status de diva legendaria de la pantalla y los escenarios no hizo más que
incrementarse con lo repentino de su desaparición.
Esto, que resume en el fondo hechos muy conocidos,
es, por supuesto, la verdad oficial.
Hoy, aquí, yo, después de tantos años, después de que hayan muerto hace tiempo
los principales implicados, después de que a Irazusta le alcanzase por fin la
mano de la ley, tras una larga vida de escándalos y extorsiones, después de que
Diana Rivero acabase sus días alcoholizada, ciega de arrepentimiento, después
de que tantos otros miembros del Club (esa entidad que me parece ya tan
legendaria como el Congreso del Mundo) se dispersasen por el globo, cediendo
tan sólo a escondidas a la obsesión y sufriendo esa pulsión escópica que les
llevaba a la contemplación compulsiva, en bucle, de El látigo o El fuego de la
nieve, ahora, cuarenta y tantos años después, al borde de mi propia muerte,
voy a contar lo que verdaderamente ocurrió, voy a contar con todo detalle y sin
ocultar nada la historia de los que queríamos tanto a Glenda.”
Madrid, 16 de junio (Bloomsday) de 2023
Estimada Miss Jackson,
le hago llegar el texto del comienzo de mi relato Gente a la que queríamos tanto, con la intención de que, si es de su interés, pueda recibirlo como una legítima posesión suya, pues es por usted y sólo por usted por lo que esta historia ha podido escribirse, y para que lo coloque, quizás (ése sería mi deseo más profundo), junto al que le escribió en su día Julio Cortázar, que él tituló Queremos tanto a Glenda, un cuento que me marcó de manera definitiva en mi adolescencia, y al que he pretendido homenajear, me temo que con escaso éxito.
Usted no sabe nada de mí, por supuesto, y tal vez
no llegó realmente a saber demasiado de Cortázar, pero él sí supo de usted, y
la admiró hasta el punto de pergeñar una historia, por lo demás bastante
sórdida, en la que un personaje, nada disfrazado con el nombre de Glenda
Garson, era elevado a deidad de un culto privado, noctámbulo, algo friolento,
por un puñado de fieles que, víctimas de una profunda deformación, deseaban
cambiar el Universo (el Universo de sus películas, pero cambiar eso era en
realidad cambiarlo todo) para hacerlo digno del único habitante que merecía en
realidad el honor de morar en él: usted, Glenda, Miss Jackson, usted, Glenda
Garson.
Creo que está en la memoria de todos el
atrabiliario final que Cortázar dio al relato, con esa ascensión a una cruz de
la que, por supuesto, nadie baja vivo. ¿Creerá usted, Glenda, que recuerdo con
absoluta viveza la primera vez que leí el cuento, en aquella bella edición de
tapas moradas de Alfaguara, recién comprada en la mesa de novedades de alguna librería
madrileña (pues, sí, cuando yo ya había caído rendido a la magia de Cortázar, éste
estaba aún vivo y nos proporcionaba cuentos como ése), que recuerdo el latigazo
brutal de la frase final, que lloré desconsolado su muerte, la muerte de Glenda Garson, ni
siquiera mostrada, sólo pronosticada como un hecho de un futuro ya
irreversible?
Y, me va usted a perdonar, Miss Jackson, pero yo
apenas la conocía a usted como actriz, yo era aún un adolescente español, que
había visto muy poco cine, pero que comprendía ya tan bien (ay, tan bien) el
peligro que encerraba esa elevación a los altares, esa mitología instantánea,
de la que yo me sabía también partícipe. Cuando comprendí la crueldad de
ese final, la lógica implacable con el que los acontecimientos de la historia
habían conducido a él, lo acepté, como no podía ser de otro modo, pero algo se
rompió, alguna alarma saltó, y siguió sonando, pues yo me reconocí ya tan joven
proclive a formar parte de Clubs que añoraban una perfección inhumana y que
veneraban a dioses y diosas falibles y que contemplarían interminablemente una
oscilación de ascensiones y caídas de las que, a la larga, sólo saldría
triunfante el dolor.
Sí, Glenda, y Cortázar también se sabía así, sin
duda, y por eso le escribió otro cuento, le escribió a usted, Glenda Jackson,
una carta que era el relato que abría su siguiente libro, Deshoras, en la que le hablaba de Glenda Garson, y se mostraba
horrorizado por ese final que él mismo había escrito. En la carta, fiel a su
estilo, Cortázar se enredaba en una trama de casualidades, de saltos escoceses,
escritores espías que se hacen desaparecer, y gaviotas en la Bahía de San
Francisco. Pero usted y yo sabemos (no, no sé si usted lo sabe, porque no sé si
le llegó esa carta, si alguna de esas deshoras fueron suyas) que de lo que se
trataba era de un intento de expiación, que de lo que se trataba era del miedo.
Por eso, Glenda, no terminé nunca mi relato, porque
no quería seguir hablando de la muerte de Glenda Garson ni volver a contar la
historia siniestra de una crucifixión. Bien sé que lo que he hecho puede ser
incluso peor, porque lo que he acabado perpetrando, ya lo ve usted, es un
remedo de ese otro cuento de Cortázar, que lleva uno de los títulos más
sugerentes que he conocido nunca, título que he plagiado también en más de una ocasión,
Botella al mar.
Y con el agravante, qué le voy a decir ya a estas
alturas, de que está será una carta muerta, una de ésas que acabarán en el
depósito donde trabaja Bartleby, pues desde ayer usted está también, ay,
Glenda, muerta, muerta de verdad, como lo está ya desde hace tanto Cortázar, y, le parecerá a
usted ridículo, pero cuando leí la noticia de su fallecimiento ayer en Internet
sentí un escalofrío, me sentí repentinamente más solo, fui una vez más ese
adolescente, y mis remordimientos por haber formado parte del Club de los que
quisieron a los que quisieron tanto a Glenda hicieron que me costara tanto
dormirme.
Valga pues, este exvoto, esta botella al mar, como
testimonio de una extraña conexión, de un eco de un eco de un eco, valga como
epílogo al epílogo de un relato que le escribió una vez un escritor argentino,
cuya tumba visité el año pasado en París, como tal vez visite la suya, Glenda,
para colocar en su lápida una nota que diga sólo En aquel entonces era difícil saberlo, como en la de Cortázar
deposité una nota que decía ¿Encontraría
a la Maga?
Y ya no hay mucho más que decir, creo, solo resta
enviar esta carta que no le será enviada
por las vías ordinarias, porque nada entre nosotros puede ser enviado así.
Y soñar, quizás, con un futuro que bien puede ser ya irreversible en que alguien
escriba un epílogo de este epílogo de un epílogo, alguien, sí, Glenda, que nos
quiera tanto.
Siempre suyo,
Agustín González-Cano