jueves, 29 de mayo de 2025

Cuerpo en pena

 


Le abandona la noche y la aurora lo encuentra,

Tras sus huellas la sombra tenazmente.

LUIS CERNUDA, Destierro, en Un río, un amor

―¿Y por qué se ve esto tan triste?

―Son los tiempos, señor.

JUAN RULFO, Pedro Páramo

 

1.

Uno de los libros más importantes de la poesía vanguardista española del primer tercio del siglo XX (esa época decisiva, asociada para siempre a la llamada generación del 27) nunca existió como tal. Se trata de Un río, un amor, de Luis Cernuda, y, pese a ciertos planes de publicación al comienzo de la década de los treinta, lo cierto es que, más allá de algunos poemas aparecidos en revistas, su existencia sólo fue revelada cuando se incluyó como una de las secciones o partes de la primera edición de La realidad y el deseo, en 1936. Es un libro breve, de una treintena de poemas, en general cortos, y fue escrito durante la estancia que Cernuda realizó en Toulouse en 1929, donde desempeñó un puesto de lector de español, y las semanas que siguieron a su retorno a España, ya instalado en Madrid y alejado para siempre de su Sevilla natal. No mucho después, y siguiendo esa línea de experimentación con la nueva poética surrealista, de la que se erige en apóstol y defensor con algunos, pocos, compañeros de generación, compondrá Los placeres prohibidos, con el que Un río, un amor forma pareja en la edición que Cátedra publicó ya en 1999. Luego llegaría, ya con una orientación distinta, Donde habite el olvido.

 

2.

Ya he hablado de mi tempranísima exposición a los poetas del 27, que fueron llegando a mi vida, de modo más bien torrencial, en mi adolescencia o incluso antes, desde los doce o trece años. Paradójicamente, también lo he comentado por aquí, Cernuda fue de los más tardíos en incorporarse a mi particular pléyade, pero, acaso por eso mismo, cuando finalmente se hizo presente, accedió a un lugar de privilegio que no ha abandonado ya nunca más, por más que haya habido, como no puede ser de otro modo, idas y venidas en nuestra relación a lo largo de las ya décadas que han pasado desde nuestros primeros encuentros. Fue precisamente una edición de La realidad y el deseo en Castalia, que incluía sólo los poemas y secciones correspondientes a las de la primera edición de 1936 (es sabido que Cernuda fue luego incorporando a esa colección los sucesivos libros que fue escribiendo, hasta el final de su vida), donde me topé, para mi absoluta conmoción, con Un río, un amor.

 

3.

Estoy en ese momento ya alojado en la veintena, son años complejos (cuándo no lo son) en los que la realización de mis estudios de Física y el comienzo de mi trayectoria docente e investigadora parecen hacer difícil el desarrollo de mi otra vida (la verdadera, finalmente), la de poeta y lector de poesía. Justamente ahí, la potente aparición de Cernuda me devuelve a unas coordenadas, no sé si propicias, pero sí propias, y me impulsa a retomar con fuerzas renovadas mi escritura. Consecuencia de ello (y con ecos de otras voces igualmente fundamentales del momento, como Huidobro) fue la composición de un poemario que nunca vio la luz (como todos los demás, por otro lado) y de otros versos y poemas para otros proyectos que fueron deshilachándose y abandonándose. Pero los escritos permanecen y pueden volver a recorrerse, y ahí la influencia de ese Cernuda (llegaron muy pronto los otros, bajo la forma de una edición, ya definitiva, de La realidad y el deseo en la mexicana Fondo de Cultura Económica, y algunos años después me hice con los exquisitos manjares de la edición de Siruela de la obra completa del sevillano) es evidente y podríamos decir consciente.

 

4.

Cuento todo eso porque, aunque me encuentre aún en el preámbulo de lo que pretendo explorar en esta entrada (y a saber si lo conseguiré, pero siempre es así cuando empiezo a escribir uno de estos textos para el blog), quiero transmitirles cómo es para mí inseparable, aún hoy en día, de la lectura de Cernuda, esa especie de sensación de juventud, ni mucho menos idealizada o paradisiaca, sino compleja y confusa. Hay como un eco del que fui mientras leía por primera vez esos versos, en una edad no tan alejada de la que tenía el que los compuso, también sumido en el desengaño amoroso, la incertidumbre profesional y vital, la dificultad para encajar (ese verbo de todos los demonios, que siempre parece prometer contorsionismos, cuando no ya decididamente mutilaciones para adaptarse a no se sabe qué poliedro) en la sociedad de su tiempo. Pocas veces eso ha ocurrido de una manera tan clara para mí. El Poeta en Nueva York, del que me ocupé en la entrada anterior, viene a mí mucho antes y puede decirse más bien que me conforma, que me moldea, pues aún estoy en una etapa de profunda indefinición, incluso biológica. Rilke, cuando aparece, apela sobre todo a mi intelecto, y me conduce a un largo baile que acabó muchos años después en unos acantilados junto a Trieste. Juan Ramón se fue haciendo un compañero con los años y cuando llegué a Espacio o a Dios deseado y deseante ya llevábamos muchas millas de travesía. Podría seguir. Junto ahí, en esas líneas, algunos de mis deslumbramientos, de los hitos fundamentales de mi educación poética. Por razones puramente sentimentales, el Cernuda surrealista (a su manera, como todos los surrealistas españoles) es quizá quien sigue teniendo acceso a mis fibras más profundas, y cuando me dejo ir, sus versos siguen provocando en mí rimas internas que parecerían impropias de alguien que en breve va a cumplir la edad con la que murió Cernuda.

 

5.

Las composiciones de Un río, un amor se disponen en el libro de forma cronológica y en su mayoría están fechadas. Así, la primera de ellas se escribió en Toulouse el 15 de abril de 1929 (fue publicada luego en Litoral en el número del mayo siguiente). La última se escribió en Madrid el 31 de agosto de 1929. Por lo tanto, apenas cuatro meses y medio de la vida del poeta se ven reflejados en esa treintena de poemas. De una manera muy oblicua, ciertamente, pero en el fondo bastante transparente, pues la técnica surrealista no pasa en general en Cernuda por el procedimiento de la escritura automática, sino que se centra más bien en la elección de imágenes impactantes y asociaciones inusitadas, por lo que el referente vital no desaparece del todo. Mis primeros encuentros con el libro ignoraron, por supuesto, todo contexto. Me limité a sumergirme, de un modo que probablemente ya no pueda hacer ahora, con tantos años y tantas lecturas encima, a dejarme llevar por esas aguas como el ahogado que recorre sus dominios, que Cernuda nos presenta en uno de los primeros poemas del libro. Luego fui conociendo la peripecia biográfica del autor, leyendo su correspondencia de la época, algunos estudios. Eso añade facetas, información, de algún modo me acerca más al yo poético del libro, que fue mi propio yo poético hace ya casi cuarenta años. En todo caso, el impacto de los versos permanece, puedo garantizarlo, pues, para escribir este texto, he releído estos días de atrás Un río, un amor, y he subrayado casi todas las líneas. Sigue siendo muy emocionante.

 

6.

1929 es, como nadie puede ignorar, un año transcendente por muchos motivos. De hecho, si uno compone una especie de cronología paralela entre Cernuda y Lorca (que yo esté releyendo a esos dos poetas ahora no es azaroso, tiene una razón de ser relacionada con mi propia escritura, pero que no revelaré por el momento), encontramos, por ejemplo, que Cernuda vuelve a Madrid desde Toulouse, habiendo pasado por Barcelona, exactamente cuatro días después de la marcha de Federico hacia París, etapa inicial de su periplo neoyorquino. En París estuvo también Cernuda en unas vacaciones, llegó a ella desde Toulouse algunos meses antes de la aparición en la Ville Lumière de Federico. Éste se lanza también a la experimentación vanguardista en el libro que compone entonces, que tampoco verá la luz hasta años después, ya póstumamente en este caso. Al comienzo de Poeta en Nueva York, de hecho, como cita inicial de Vuelta de paseo, nos encontramos con unos versos de Cernuda. Y habría muchas más cosas que decir al respecto, pero no es el lugar ni el momento. Lo apunto porque de lo que se trata en este caso es de describir lo que a mí me pasa, el modo en que estas cosas han venido resonando en las últimas semanas, y por ello, la relectura de Un río, un amor justo después de la relectura de Poeta en Nueva York viene acompañada de una serie de armónicos muy particulares.

 

7.

De cualquier manera, en ambos libros, por más que tanto por la distancia como por el tiempo transcurrido en la ciudad extraña se diferencien, nos encontramos a dos poetas jóvenes, ya con un recorrido importante, pero aún en una busca activa de su voz, enfrentados a un medio nuevo, alejados de su familia y de su entorno de amistades, en un territorio en el que se habla otra lengua, al que se llega además como dolientes tras los desengaños amorosos, dos poetas homosexuales, más abiertamente así Luis que Federico, pero con toda la complejidad que añade eso en esa época concreta (y aún hoy). Por ello, los pasos de los poetas por New York y Toulouse resuenan, hacen eco entre sí. Y el mensaje no es otro que es de la desolación, esa desolación que volverá como título a la última obra de Cernuda.

 

8.

Mi yo lector joven, pues, ya muy curtido en los paisajes apocalípticos de la metrópoli lorquiana, se enfrenta un día, probablemente desprevenido, a un librito que promete otro tono muy distinto. Y entonces lee el primer poema de Un río, un amor, que se titula Remordimiento en traje de noche y los dos primeros versos le golpean de un modo tal que aún hoy se puede sentir la onda expansiva de aquel impacto:

Un hombre gris avanza por la calle de niebla;

No lo sospecha nadie. Es un cuerpo vacío.

Es buscando esa imagen, casi noir, que nunca me abandona del todo, que constituye el leitmotiv principal de mi propia obra, como vuelvo a abrir hace unos días el volumen de Cernuda. Es a ese paseante nocturno por la ciudad desolada, compañero de otros paseantes nocturnos en ciudades igualmente desoladas, miembros del mismo ejército al que pertenezco, marcando al desgaire una especie de paso militar de una compañía de desertores, a quien me acerco para volver a escuchar su murmullo, para avanzar, paralelos, muy juntos, pero sin tocarnos, hacia ese territorio inconquistable que está detrás de la niebla y que los más, cobardemente, se obstinan en llamar futuro para no revelar su verdadero nombre, conocido, por lo demás, por todo el mundo.

 

9.

Y entonces, invisibles en la niebla caminamos los hombres grises por los poemas de ese río, de ese amor, repitiendo como un calco las emociones de alguien que quizá fuimos, pero mucho antes, tan antes que nos acercaría más a él seguir acelerando en la rueda de hámster, deslizándonos en la banda de Möbius del vivir, para llegar a alcanzarlo por la espalda. Estamos mucho más cerca del final que de aquel principio. Y vamos leyendo: Quisiera estar solo en el sur, Sombras blancas. Poemas en los que ese Cernuda joven, desorientado, pero infinitamente potente en su herramienta poética, va dejando caer nombres de ciudades, de lugares remotos, que aparecen en las películas (repentinamente sonoras en un momento dado, en París), que se escuchan en los discos de jazz y foxtrot y tango de la época que él reproduce en el pequeño aparato que ha adquirido. Son los años veinte. Tales of the jazz age. Y así, un verso inimaginable como Mirad cómo sonríe hacia el amor Daytona nos hace saltar las lágrimas una vez más. Como siempre.

 

10.

Y entonces llega Cuerpo en pena y su verso inicial, que he repetido tanto, que he colocado tantas veces como epígrafe de mis propios poemas: Lentamente el ahogado recorre sus dominios, y los paseantes hemos pasado a ser bultos inertes en quién sabe qué río al que nos hemos arrojado:

Un vidrio denso tiembla delante de las cosas,

Un vidrio que despierta formas color de olvido;

Olvidos de tristeza, de un amor, de la vida,

Ahogados como un cuerpo sin luz, sin aire, muerto.

La ciudad de Un río, un amor está llena de estos habitantes, arrastrados por un flujo que es el del tiempo, pero también es el de la inercia del que ya no sabe hacia dónde tender los brazos, la pesantez del extranjero-en-todo-lugar que recorre sin término o meta esa noche sobrevenida en pleno día. Es una ciudad del cansancio, en la que toda ilusión, toda posibilidad de futuro, viene de la evocación de paisajes inusitados, de lugares de los que no se sabe otra cosa que el nombre: Cielo Sereno, Colorado, Glaciar del Infierno.

 

11.

A esas ciudades, a esas Nevadas y Daytonas y a ese Oeste de película en blanco y negro viajé yo tanto en esos años en los que no iba a ninguna parte, esos años en los que acepté el mandato del título de uno de los poemas fundamentales del libro, No intentemos el amor nunca, para incumplirlo una y otra vez, para contestarlo con ese otro título, Todo esto por amor, apostando a esa ensoñación, a ese juego en el que se sabe que todo es falso y por eso mismo es precioso, y ahora, que ya de ningún modo soy el que leyó aquel libro de Castalia, que ya no tengo, porque estúpidamente pensé que bastaba con tener las ediciones mejores o más completas de La realidad y el deseo, cuando el valor de los libros excede con mucho su contenido, ni tampoco soy, ni puedo ser, el Cernuda que lo escribió, ahora, que de ningún modo puedo decir con convicción La lámpara eras tú, y así me he ahorrado el dolor, y me he ahorrado la fatiga del sinsentido del que cree que las cosas son en realidad otras cosas, y de ese modo he perdido también la posibilidad de volver a ser aquel desdichado que tenía la vida por delante, y en aquella época eso significaba, todavía significaba la poesía por delante, ahora, que todo eso ha pasado hace tantos años, me ocurre, inesperadamente (pero no) lo que al Kind del poema de Peter Handke que recorre Der Himmel über Berlin: und jetzt immer wieder, aún me pasa, aún me toca, aún me deja ser el que ya no soy, aún me hace llorar de la forma extrañamente alegre en la que lloramos los melancólicos.

 

12.

Cielo sin dueño fue el título que Un río, un amor tuvo durante su composición, y bajo ese título se intentó publicar entonces. Esa desposesión, ese despojamiento, ese frío del cuerpo del ahogado, del cuerpo en pena, es la sensación dominante. Cuerpo en pena, no alma. No hay alma, apenas sombras blancas, quién sabe si hijas de esa propia niebla, que a lo mejor no es más que hilachas de alma, de las almas que han partido a sus particulares purgatorios, dejando cuerpos insistentemente transeúntes que ejecutan su recorrido circular sólo para poder alumbrar (el verbo es excesivo, dado que todo ocurre en la penumbra) poemas que hablan de cuerpos vacíos que nadie sospecha que están ahí, avanzando (sin poder avanzar, sin ir a ningún otro sitio que al haber-estado-ya) por la ciudad de las sombras blancas. La luz también da sombras, pero sombras azules. Los cuerpos vacíos duelen como duelen las carcasas de las maquinarias herrumbrosas, las peladuras de las naranjas, la costra que se cae de las heridas, el títere que permanece inmóvil hasta que una mano habita su traje vacío. Duelen como duelen todas las cosas huecas, con un dolor eléctrico que no encuentra carne donde posarse, con un dolor que es un puro escalofrío. Y se mantienen erguidos por su propia estructura de varillas, pero un golpe de viento los derribará y los descompondrá, como a un paraguas viejo. Los cuerpos vacíos no son objeto de teología alguna, ni tampoco son lugares propicios para las caricias o el tatuaje. Los cuerpos vacíos, a lo sumo, los mejores días, disponen de dedos adelgazados y torcidos que aún pueden teclear textos como éste. Textos de amor para arrojarlos a un río cuando se atraviesa un puente. Como sondeando la profundidad del salto.

 

13.

Hay un motivo para que esté releyendo a Lorca o a Cernuda, sí. Ése mismo motivo me lleva (decir obliga sería inexacto, dado el placer inmenso que encuentro en ello) a releer Pedro Páramo, por enésima vez. No hay una secuencia, no es que un libro lleve a otro, es algo más parecido a una constelación. Se trata de localizar las fuentes que me permitan desarrollar mejor una cierta idea, una idea que es sobre todo una imagen. Un hombre solo avanza por una ciudad obscura. Alguien llega a una ciudad, como el Agrimensor K., atravesando un puente de piedra. Alguien recorre calles que desconoce, pero que le son profundamente familiares. Sus pasos resuenan. Hay gente en la ciudad, algunos le parecen semejantes a él, pero todo puede ser mentira, todo puede ser un sueño. Todos podrían estar muertos. Ahí es cuando, sorprendentemente, uno descubre que Un río, un amor y Pedro Páramo a lo mejor son el mismo libro, y recuerda que Cernuda vivió sus últimos años en la Ciudad de México, donde murió en 1963, recién cumplidos los 61 años. Y el juego continúa.

 

14.

Comala (Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, ese comienzo memorable) es un lugar lleno de cuerpos en pena. No de almas, o tal vez también, pero en todo caso esas almas son corpóreas, más aún, son térreas, y también son como vapores calientes que se alzan de la tierra calcinada. Voces, en ese mismo terreno intermedio que habita toda voz: algo del cuerpo que ya no es del cuerpo. Los enterrados en Comala sienten la humedad de la tierra y eso les hace removerse y pone en marcha la máquina de los recuerdos y las obsesiones, y se repiten los mismos monólogos que llevan escuchándose tantos años, y que confunden a Juan Preciado, el hombre gris que ha llegado, cuerpo vacío él mismo, aunque aún no lo sospeche, que tiene todavía que aprender a estar muerto, como todos, como Dorotea, como Eduviges, como Damiana, como Susana San Juan, como Abundio. Y como su padre, Pedro Páramo, el muerto más grande, aquel cuya tumba es toda la tierra de Comala, un lugar al que la lluvia apenas se atreve a venir ya.

 

15.

Nadie en Comala ha muerto en gracia de Dios. Nadie tiene pasaporte para una vida eterna de reposo, no ya en el cielo, sino apenas en la tierra. Sin descanso, esos cuerpos en pena se pasean por un lugar al que ya no viene nadie, se encomiendan unos a otros a rezar por ellos, encargan a los muertos recientes que no dejen de interceder por sus almas ante las cortes celestiales. Misas de sufragio, misas gregorianas, novenas por las ánimas del purgatorio, absoluciones negadas por el padre Rentería, que se unirá al bando de los cristeros. Toda esa parafernalia atroz de las Postrimerías en la versión más pavorosa del catolicismo, la de la ira inagotable y sofisticada de un dios del que nadie conoce otra cara que la de la crueldad y la violencia. Sí, esa tierra quemada que es Comala es un infierno extremadamente real, extremadamente posible, un infierno que ni siquiera tiene puerta de entrada o salida, al que no se llega por Nekya alguna, pues los muertos nacen y mueren en la misma cama, y son enterrados pocos pasos más allá, y las cosas siguen así, para siempre, mientras el viento sopla y los murmullos no dejan de escucharse. Y es que no había aire, sólo la noche entorpecida y quieta, acalorada por la canícula de agosto.

 

16.

Juan Preciado está (apenas) vivo cuando llega a Comala, acompañado de ese particular psicopompo que es el arriero Abundio (hijo también de Pedro Páramo, como todos). Poco después muere, acaso del ahogo, más probablemente de los murmullos. Arrojado a una tumba, su soliloquio no se detiene. Estar de un lado u otro de la raya del vivir no supone gran cosa en Comala, nadie sabe muy bien si está muerto o no, tampoco importa. Preciado comparte su tumba con Dorotea, que le cuenta cómo una vez soñó que tenía un hijo, y era tan verdad el sueño que durante mucho tiempo estuvo convencida de que su hijo era real, y se paseaba con un amasijo de trapos entre los brazos, hasta que un día, a aquel sueño bueno le sucedió un sueño malo en el que Dorotea fue al Cielo y le dijeron que se habían equivocado con ella, que nunca tuvo un hijo, y entonces

Uno de aquellos santos se me acercó y, sin decirme nada, hundió una de sus manos en mi estómago como si la hubiera hundido en un montón de cera. Al sacarla me enseñó algo así como una cáscara de nuez.

Esa cáscara de nuez en el vientre de Dorotea es el cuerpo vacío que se pasea por todas las noches de todas las ciudades del mundo. Es el hijo del sueño malo. Es el resultado del anhelo, la broma de los ángeles, la materia de nuestro dolor, el molde de la estatua que ornará el panteón en que seremos depositados.

 

17.

Cuando tuve entre mis manos aquel volumen del FCE de la edición final de La realidad y el deseo conocí a los otros Cernuda, los que fueron apareciendo en los largos años del exilio, de un lado y del otro del Atlántico. Conocí los maravillosos Poemas para un cuerpo (un cuerpo…) con el amor hacia el joven culturista tendido en la playa de Acapulco. Conocí la amargura de los poemas que hablan de España, o de Sansueña. Los versos dedicados a Federico, y el ataque brutal a Dámaso Alonso, a quien considera indigno de pronunciar el nombre sagrado del granadino. Y conocí un poema que me trastornó (es decir, que me dio la vuelta) y sobre el que volví una y otra vez, escribiendo muchos textos relacionados con el personaje, apropiándome incluso del nombre para mi heterónimo más glorioso, recuperando textos insospechados de autores como Andreiev o el propio Rilke (apunto, pero no puedo desarrollarlo ahora, que Rilke es de algún modo el eslabón perdido entre Cernuda y Rulfo), reflexionando sobre el hecho brutal de la resurrección. Ese poema es Lázaro, y se halla en Las nubes, el primer libro que Cernuda escribió ya fuera de la España arrasada y definitivamente hostil a la que no regresaría.

 

18.

Vivir es, trivialmente, una sucesión de resurrecciones, de despertares y sueños, de idas y venidas del olvido. Lázaro escucha la voz atronadora y, desde el frío extraño que brotaba desde la tierra honda, despierta, sólo para querer volver a dormir, para verse arrojado de nuevo, de manera imposible, imprevisible, a una existencia que había dejado atrás, que había trocado en la quietud del no ser. ¿Cabe mayor crueldad? Muy tempranamente compuse un adagio que resumía a la perfección la situación absurda a la que abocaba el milagro: Resucitar: / tener que morir de nuevo. Los cuerpos vacíos se levantan, fatigados, pero han de volver a caer. Se les acepta en la mesa, son de la familia, pero quién desea ser acariciado por un révenant. Cernuda, resucitado a la fuerza, nomuerto, cuerpo en pena en su largo trasegar por lugares de trabajo y de residencia, habitante de la patria friolenta que se llama Exilio, sabe lo que es estar vivo mientras se está muerto. Cernuda vive en Comala, como Lázaro. Como todos, si se mira bien. Y es mediante la fuerza de la poesía como cabe enunciar esa verdad aterradora pero infinitamente iluminadora.

 

19.

Los ángeles de las Duineser Elegien, que no escuchan nuestros gritos desde sus órdenes, no sabrían distinguir muy bien si uno está vivo o muerto. Podrían pasearse entre nuestros cuerpos sin sentir siquiera un temblor, atravesándonos como nosotros atravesamos la niebla. Convivimos todo tipo de seres en este lugar perdido del espacio y el tiempo. Obstinarnos en ser sólo una cosa, aferrarnos a nuestros viejos dolores, es profundamente erróneo. Es justamente la poesía la que nos permite dibujar otros rostros, es la poesía la que nos otorga las palabras que cosen bien, las palabras que podemos armar para componer alas, alas que calzarnos en los hombros. Pedro Páramo está lleno de hombros. Los hombros son los lugares de las alas, los lugares donde se apoyan las manos del ángel que nos susurra. Yo, de repente, me acuerdo de tus hombros.

 

20.

Elena Poniatowska cuenta que Juan Rulfo le dijo una vez a una admiradora, que se hallaba en una reunión de buen tono al que había sido invitado el escritor, que lo que sentía cuando escribía eran remordimientos. No hay un personaje como Rulfo y todo lo que se cuenta de él es así de sorprendente. Los remordimientos en traje de noche que sacó a pasear Rulfo un día por Comala o por el Llano en llamas callaron, callaron los murmullos y Rulfo ya no escribió más, o lo hizo apenas. Las cosas que podría haber dicho son inimaginables. Por ejemplo, también nos dice Poniatowska que, en otra ocasión, a Alberto Moravia, en la Embajada Italiana en México, cuando éste le apremiaba para que dijera alguna cosa, pues había estado callado durante la cena, Rulfo simplemente musitó, como sacándolo de no se sabe qué baúl lleno de imágenes imposibles: Saben ustedes, allá en Comala están desenterrando los cadáveres de los caballos. Y todo vuelve a girar, a velocidades vertiginosas: los caballos en el hielo de Curzio Malaparte, el jamelgo Sorrow del Carny de Nick Cave & the Bad Seeds que hubo que sacrificar y que se enterró mal para acabar aflorando con las primeras lluvias, y eso nos lleva de nuevo a Der Himmel über Berlin, y todo vuelve a empezar. Anoto mentalmente: otro día, en el blog, hablaré de caballos.

 

y 21.

Así se pasan estos días intensos de creatividad, proyectos e ilusiones. Así se me suceden los escalofríos que sacuden mi cuerpo vacío con espasmos de un placer que sólo me da la literatura. No crean ustedes que estos mundos de muertos me asustan o me afligen: es ahí, en esos extremos del pensamiento y la lengua, en esos derroteros que nadie ha cartografiado aún, en esas singladuras arriesgadas y alucinantes donde me completo, donde me siento más. Aquí les cuento eso: las cosas que leo y cómo las cosas que leo van haciéndome leer otras cosas y escribir otras cosas y esa escritura lleva a nuevas lecturas. Éste es un cuaderno de trabajo. Me gusta compartirlo con ustedes: cuerpos o almas, vacíos o llenos, errantes o sedentarios, vivos o muertos, somos compañeros, y esta travesía sería imposible sin ustedes. Mañana empieza la Feria del Libro de Madrid: a primera hora estaré en las casetas del Retiro. Ha pasado un año más desde que escribí para este blog Los poemas de 1977, que hablaba, en el fondo, de cosas parecidas a esta entrada (todas las entradas hablan de cosas parecidas). El tiempo me desgasta, incesante. Pero puedo escribir. Puedo escribir: Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, y entonces el relato continúa y continúa, imparable, y yo me siento a ver la película que estoy escribiendo, y entonces sé que sí, que hay que seguir intentando el amor, que hay que seguir recorriendo los dominios del ahogado, que hay que repetir una vez más los versos de Los placeres prohibidos que cierran Si el hombre pudiera decir (hoy los he oído recitados por la voz de Cernuda en una grabación que se recuperó recientemente):

Tú justificas mi existencia:

Si no te conozco, no he vivido;

Si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido.

Hasta pronto. Nos vemos en el siguiente escalofrío.

jueves, 15 de mayo de 2025

Los programas de la selva

Introducción a la muerte


 

De todos modos hay que ser claro. Yo no vengo hoy para entretener a ustedes. Ni quiero, ni me importa, ni me da la gana. Más bien he venido a luchar.

FEDERICO GARCÍA LORCA, Un poeta en Nueva York (conferencia)

No, no; yo denuncio,

yo denuncio la conjura

de estas desiertas oficinas

que no radian las agonías,

que borran los programas de la selva

FEDERICO GARCÍA LORCA, New York. Oficina y denuncia, en Poeta en Nueva York


1.

Al ver la foto por primera vez, la sensación, extremadamente desasosegante, es que estamos contemplando la extinción de una forma de vida ancestral, la muerte de un animal de tamaño monstruoso pero frágil, con unas proporciones y una estructura inviables. Una enorme cabeza sin ojos ni ningún otro rasgo distintivo, acompañada de un cuerpo que es apenas una cola, un apéndice blando, compuesto por filamentos en los que acaso residan quién sabe qué capacidades sensoriales. La enormidad del monstruo queda bien expuesta cuando uno, fijándose más, percibe que hay dos diminutos seres humanos en un extremo, que parecen subyugados en la contemplación de una cabeza que podría, acaso, ocultar al fotógrafo un rostro inconcebible. Imposible no preguntarse qué pensamientos alojaría esa bóveda descomunal. Así es, sin duda, como mueren las criaturas de los sueños, la fauna imposible de una imaginación delirante, los Grandes Primordiales de los relatos de Lovecraft.

2.

Por lo demás, independientemente de su contenido, la imagen resulta estéticamente insuperable. El contraste del blanco y negro hace que las formas de la criatura y de sus dos adorantes destaquen brutalmente sobre un fondo uniforme de blancura demente, la blancura de la ballena del capitán Ahab. Cielo y suelo se funden en esa indefinición de contornos. Sólo en algunos lugares la presencia en primer término de la nieve acumulada contra la masa esférica nos deja claro que se trata de un lugar helado, que la criatura se ha posado para agonizar sobre la nieve en algún punto remoto de la corteza terrestre. Y entonces sentimos un profundo escalofrío. No será el último.

3.

Por supuesto, lo que la imagen muestra, y no podemos seguir negándolo, porque nuestra razón pugna por hacerse con el control del relato y nos ruega que despertemos de esa ensoñación teratogénica, es un globo, un enorme globo que ha descendido, ha naufragado, sobre un territorio polar. A los dos individuos que se aprecian en el campo de la foto hemos de añadir un tercero, el que la ejecuta. Esa es la tripulación del Örnen (El Águila, en sueco), y los tres exploradores son el jefe de la expedición, Salomon August Andrée, el ingeniero Kurt Frænkel y el joven Nils Strindberg, científico y fotógrafo, responsable de ésta y otras imágenes milagrosas. El viaje en globo tuvo su punto de partida en Svalbard, hoy perteneciente a Noruega, el 11 de julio de 1897 y tenía como objetivo sobrevolar el Polo Norte geográfico, que por aquellos días no había sido aún alcanzado y que constituía una de esas últimas fronteras obsesionantes que dieron lugar a tantas historias de heroísmo y de locura, como ésta.

4.

La peripecia de tan arriesgada empresa es, sin duda, curiosa, y también trágica, pues culminó en el fracaso en el objetivo y en la muerte de los tres participantes. Estos tuvieron que valerse de un equipamiento defectuoso para intentar sobrevivir en unas condiciones muy adversas para las que en realidad no se habían preparado, convencidos como estaban de que su vuelo sería breve y exitoso y de que podrían aparecer por el otro lado del planeta triunfantes en su empeño. Pero había signos amenazantes desde el principio, la propia tecnología empleada era limitada, las fugas de hidrógeno eran mayores de las deseadas, la capacidad de maniobra en el trayecto, básicamente gobernado por los vientos, se reveló insuficiente y, en definitiva, tras diez horas y media de vuelo más o menos libre y otras cuarenta y una de caídas y elevaciones cada vez más bruscas y con frecuentes toques con el suelo, el Águila se declaró definitivamente derrotado y se dejó morir en la gélida banquisa, para desesperación de los aguerridos viajeros, que habían arrojado ya por la borda tanto lastre como les había sido posible, incluyendo bastantes provisiones y otros instrumentos y material que a la larga hubieran necesitado.

5.

La posibilidad de invernar allí resultaba realmente amenazante, así que se pusieron en marcha, una vez consideradas sus opciones, en busca de la civilización, pero, a pesar de haberse alimentado con focas, morsas e incluso osos polares que fueron cazando, de haber pergeñado una barca con los restos del globo, de haber recorrido kilómetros y kilómetros, muchas veces a la deriva en témpanos, efímeras islas de hielo flotando en el mar, que iban siendo arrastradas caprichosamente por la corriente, a pesar de su gran resiliencia y constancia de exploradores, rayana, como lo había estado siempre, desde el comienzo del proyecto, en la locura, lo cierto es que en algún día de octubre (la última anotación conservada es del 8) los tres acabaron muriendo, por causas que aún hoy están sujetas a debate, pero que pueden ir desde la intoxicación por los alimentos consumidos a heridas provocadas por los osos o, simplemente, el suicidio de alguno de ellos mediante una sobredosis de morfina, de la que iban abundantemente provistos.

6.

Siendo como es una novela de aventuras, la expedición Andrée no sería tan recordada si no fuera porque el destino del Örnen y sus tripulantes permaneció como un misterio durante décadas. En Suecia, donde se seguían con gran atención y fervor patriótico las noticias de los viajeros, cundieron las especulaciones sobre la suerte corrida. Pasaron los años. El Polo fue alcanzado, y también el Polo Sur. La aviación nació y se desarrolló. Los grandes viajes en globo fueron abandonados. Europa pasó por una guerra de dimensiones desconocidas hasta el momento que, pour cause, se denominó la Gran Guerra. Entonces, inesperadamente y por puro azar, el 5 de agosto de 1930, tripulantes del Bratvaag descubrieron en Kvitøya los restos de la expedición Andrée, incluyendo el diario de éste y las notas de Strindberg, los cuerpos de los tres infortunados y las placas fotográficas, esencialmente intactas.

7.

Ahí, pues, se nos muestra el milagro. De los más de dos centenares de exposiciones que había realizado Strindberg, y tras cuidadosas manipulaciones para su revelado a cargo de John Hertzberg en el Instituto Real de Tecnología de Estocolmo, 93 imágenes fueron recuperadas. Entre ellas, la que ha resultado con los años más famosa, y ha sido frecuentemente reproducida, por su capacidad casi sobrehumana de transmisión de ese drama, de su grandeza y su hybris, y de la desolación que se abría ante los minúsculos personajes que en ella se muestran: la del globo recién descendido. La imagen del minuto cero de lo que vendría después, cuya resolución ya era conocida en el momento en que la imagen latente se manifestó en las cubetas de revelado. Una resolución ya inexorable, un destino ya fijado, pero aún desconocido para los protagonistas de la instantánea. Es difícil concentrar tanto en tan poco, en apenas unas manchas negras sobre un fondo abrumadoramente blanco.

8.

Así pues, esas placas impresionadas, como ocurre a veces con los cuerpos de seres humanos y animales que perecieron en lugares helados, como ocurre con las semillas sepultadas en la taiga o los microorganismos en una hibernación casi infinita, perseveraron en su conatus. Esas imágenes se mantuvieron, sí, latentes, en ese estatus indeciso de la foto antes de ser revelada, antes de ser sometida a esa extraña alquimia que poco a poco se nos va olvidando, pero que tan mágica resulta cuando uno trastea con ella. Los placas fotográficas, inorgánicas y no sometidas a la usura del tiempo (o sí, pero en menor medida que los restos orgánicos de los hombres que usaron esa tecnología), funcionaron, pues, como crisálidas, donde la oruga de la vida, que había transferido la óptica del dispositivo a ese soporte químico, permaneció en un estado de pupa largos años, mientras a su alrededor se sucedían las estaciones y los deshielos desmentidos una y otra vez por los nuevos inviernos. Entonces, treinta y tres años después, una cifra cristológica, adecuada pues se trata, claro, de una resurrección, de una palingenesia óptica, la mariposa de la imagen (que justamente se denomina imago en la biología de la metamorfosis) pudo volar para llegar, inconcebiblemente, a nosotros, ya adecuadamente transformada, de nuevo, en otra extraña forma de vida: en bytes.

9.

Con las notas recuperadas de los escritos de Andrée y Strindberg, y el inestimable testimonio visual que aportaban las fotos, se pudo reconstruir con gran precisión el periplo de los desafortunados náufragos aéreos. Han cundido los libros, también las películas. En una de ellas, de 1982, Andrée es interpretado nada menos que por Max von Sydow. La película fue nominada para los Oscar. Se dice, y por ello la mención en el primer párrafo de este escrito es oportuna, que la noticia de la recuperación de los restos del Águila pudo influir en la composición de la nouvelle de H.P. Lovecraft At the mountains of madness. La pericia fotográfica de Nils Strindberg, que no dejaba de ser un amateur, así como la tenacidad que mostró al acarrear una pesada cámara que estaba concebida para usos cartográficos, le ha ido concediendo un estatus casi legendario. Nils era el ahijado de August Strindberg (era hijo de un primo de su padre), el gran escritor sueco, hombre multifacetado él mismo, polémico, misógino y demente, que tuvo además sus encuentros con las técnicas fotográficas, habiendo desarrollado la celestografía, una de esas muchas empresas científicas en las que se embarcó, que resultaron fracasos tanto más sonoros cuanto más fructíferos desde el punto de vista de su producción literaria. En definitiva, aquello ocurrió y por lo tanto puede inscribirse en lo que llamamos la historia, desde nuestro confort de seres del siguiente siglo para los que ya no hay fronteras físicas que conquistar, al menos en el globo terráqueo. Todas esas capas de barniz se añaden al relato y proporcionan no pocos escalofríos estéticos, sin duda no desdeñables. Pero lo cierto es que, más allá de todo ello, la foto, la mera foto, la distribución en ella de esos tonos de gris, con las evocaciones que nos llevan a la nave espacial de 2001, a la cabeza del Alien o de Marlon Brando en Apocalypse now!, a no se sabe qué ensoñaciones de monstruos antediluvianos, está ahí y resiste a toda posible agresión de las palabras, se mantiene autosuficiente en su evidencia, en su poder de fascinación. Es así como funcionan las imágenes, especialmente aquellas que nos conectan con el territorio del sueño, que es, finalmente el de la muerte.

10.

En agosto de 1929 Federico García Lorca vio el Zeppelin. Así se lo hace saber a sus padres, en una carta sin fecha pero que debe datarse en la segunda semana de agosto. En ella les habla de su primera visita a Wall Street, un lugar que resultará, por razones obvias (el crack de octubre de ese año le pilló a Lorca en la Gran Manzana y le impresionó profundamente), decisivo para el Poeta en Nueva York, ese libro irrepetible, de altísima estatura poética y honda profundidad existencial, que reúne buena parte de los escritos de ese convulso periodo vital del gran Federico. Es el espectáculo del dinero del mundo en todo su esplendor, su desenfreno y su crueldad, les dice, antes de declararse incapaz de transmitir el tumulto de voces, gritos, carreras, ascensores que le es dado contemplar. Unos párrafos más adelante, concluye, no obstante: Realmente el barrio de rascacielos de Wall Street es maravilloso y es ahí donde dice esto:

Hace días vi al Zepellin [sic] anclado bajo ellos como un pez verde y tuve la impresión, un instante, de que estaba soñando.

11.

Debía de ser, sin duda, una visión impresionante, algo que nos resultaría inconcebible hoy día, cuando el Zeppelin, los dirigibles, son objetos de un pasado súbitamente envejecido, representantes de una de esas líneas de la historia perdidas en alguna bifurcación y que por eso mismo suscitan nuestro más incontenible interés. Ese monstruo, de cuerpo, sí, fusiforme como el de un pez, era algo aún más increíble en una ciudad ya decididamente imposible como era el New York de los veinte, especialmente para el granadino y provinciano Federico, que no deja de anotar asombros, mientras se pasea por los desfiladeros de rascacielos. No ya sólo la posibilidad de volar atravesando el Atlántico, de hacerlo en periodos de tiempo muy inferiores a la opción habitual en la época, que era el barco, de proporcionar a sus (adinerados) pasajeros una experiencia de comodidad y lujo absolutos, no ya sólo eso que parecía anunciar un futuro en el que los cielos se cubrirían de esas extrañas ballenas voladoras: el mero hecho de que eso, el Zeppelin, existiera, de que eso estuviera ahí, balanceándose acaso suavemente en sus amarras, entre los rascacielos, como una fauna de taxonomía no descrita en un paisaje pesadillesco en el que los bosques eran de repente de hormigón y acero, eso, es suficiente para pensar, para saber que estamos soñando.

12.

Grandes tiempos de la aeronáutica en la ciudad automática. No mucho después, no obstante, el 6 de mayo de 1937, el dirigible mayor y más impresionante, la joya de la tecnología alemana (los nazis ya estaban en el poder desde hace unos años, todo se acelera hacia la destrucción y la muerte masiva), el LZ 129 Hindenburg, se incendió cuando aterrizaba en New Jersey, no lejos de ese Wall Street donde Lorca vio siete u ocho años antes a su hermano menor, causando la muerte de 36 personas. Las imágenes del terrorífico incendio, difundidas en los noticiarios cinematográficos de la época por todo el mundo, resultaron tan impactantes que, de facto, eso supuso la finalización del tráfico aéreo basado en los grandes zeppelines, los cuales, a partir de ahí, se convirtieron en animales mitológicos. Claro que Federico no podía saber nada de eso cuando vio su enorme pez verde. Y para 1937 ya le habían (ay) matado.

 

13.

Las cartas que Lorca manda desde Nueva York son un material imprescindible para toda persona interesada en ese testimonio torturado que es el Poeta en Nueva York, como lo son también la conferencia con lectura de poemas que pronunció por primera vez en la Residencia de Señoritas el 16 de marzo de 1932, o los poemas de la época que no acabaron en el libro, como Tierra y luna, el Pequeño poema infinito o el atroz Infancia y muerte (sobre el que escribió un lúcido ensayo la siempre lúcida María Zambrano), y en general, todos los documentos informativos de la azarosa trayectoria de esa obra decisiva que resultó finalmente póstuma, pues fue publicada solamente en 1940 en México por José Bergamín. Aún a día de hoy resulta complicada su fijación textual y se han ido sucediendo las ediciones, frecuentemente discrepantes entre sí. Es sabido que el estado de ánimo del poeta cuando parte, para pasar primero por París y por Londres, hasta embarcarse en Southampton el 19 de junio de 1929, era muy malo. Una dolorosa ruptura amorosa con Emilio Aladrén, la obligación de mantener oculta su identidad sexual, el desencuentro con sus amigos más cercanos, como Dalí y Buñuel, que andaban enredados en su private joke de Un chien andalou, que Lorca reconoce acertadamente como un ataque, su propia situación personal de treintañero aún mantenido por la familia, con triunfos literarios resonantes, sí, como el Romancero gitano, pero intentando alejarse de ese andalucismo putrefacto que le reprochan alguno de sus compañeros de generación más comprometidos con las vanguardias, deseoso de encontrar nuevas vías de expresión, especialmente en lo teatral (de Nueva York data esa maravilla que es El público), todos esos factores le han llevado al borde del suicidio y han ahondado una depresión que enmascara su proverbial alegría. New York supone, pues, un parteaguas, y Lorca ya no será igual tras haber sobrevivido a esa fortísima impresión de la moderna Babilonia.

14.

En una carta anterior, del 6 de julio de 1929, muy próxima, pues, a su llegada a la ciudad, Federico, que goza de la compañía de diversas personas que le van enseñando la ciudad e invitándole a sus casas, en veladas que él suele amenizar al piano, con canciones populares andaluzas, les habla a sus padres de su visita al gran parque de atracciones de Coney Island:

Estos primeros días he seguido conociendo a New York. El domingo pasado estuve en Coney Island, una isla en la desembocadura del Hudson dedicada exclusivamente a parque de juegos, títeres y extravagancias. Es, como todo lo de este país, monstruoso.

Monstruoso. La información que nos proporcionan las cartas nos permite trazar de algún modo el itinerario poético que constituyen los poemas del Poeta en Nueva York. Así, allí, en la tercera sección, llamada Calles y sueños, nos encontramos con el Paisaje de la multitud que vomita, subtitulado Anochecer de Coney Island. Ahí está el calor, la multitud, los paisajes encantados de la ciudad artificial a la que las clases más populares acuden en riadas para divertirse en esa New York de justo antes del crack: Es el pueblo más pueblo de New York el que viene a la isla de los juegos. Todo es de una profunda extrañeza:

Llegaban los rumores de la selva del vómito,

con las mujeres vacías, los niños de cera caliente,

con árboles fermentados y camareros incansables

que sirven platos de sal bajo las arpas de la saliva.

Sin remedio. Hijo mío, ¡vomita! No hay remedio.

Sin remedio. El mareo de la montaña rusa, la junk food, el calor insoportable, la aglomeración de gente sudorosa, todo deviene vómito. Un vómito que en otra ocasión se hace grito hacia Roma, o se traduce en una larga letanía de animales muertos para el gusto de los agonizantes en ese poema incomparable que es New York. Oficina y denuncia, que abre la sección de Vuelta a la ciudad, tras el periplo campestre del lago Eden y Newburgh. Porque, como deja claro el poema que rotundamente se llama Muerte todo es esfuerzo:

Qué esfuerzo.

Qué esfuerzo del caballo

por ser perro,

qué esfuerzo de la golondrina por ser abeja,

qué esfuerzo de la abeja por ser caballo.

Y ruina, asesinatos, crucifixión y agua que no desemboca. El título de trabajo del libro fue durante un tiempo Poemas para muertos. Ajustado.

15.

En Coney Island, el 4 de enero de 1903, ajusticiaron a la elefanta Topsy, que había atacado a su cuidador. La dieron, por si acaso, zanahorias con cianuro, pero la ejecución en sí tuvo lugar por electrocución. Se había considerado la posibilidad del ahorcamiento, visiblemente impráctica. Entonces, el conocido industrial Thomas Alva Edison, que estaba en su propia guerra comercial con Westinghouse, campeón de la corriente alterna frente a la corriente continua que propugnaba Edison, vio en ese cruento sacrificio una buena posibilidad para la propaganda de su causa, que quería demostrar cuan peligrosa era la corriente alterna de su rival. Edison había ejecutado ya en la intimidad algunos animales de menor tamaño, como gatos y perros, pero la muerte de Topsy, que había prestado sus servicios largos años en el Luna Park, reunía una espectacularidad que no cabía ignorar, aun en esos tiempos primerizos de la tecnología de la imagen. Así, el evento fue adecuadamente filmado, y los breves minutos de ese corto, hoy fácilmente accesible gracias a la omnipresencia de lo digital son, sin duda, una de las cosas más escalofriantes y absurdamente crueles que pueden contemplarse.

 
16.

Sobre la plataforma a la que se conduce a Topsy, que se comporta con total docilidad, aparece en un momento dado una nube de humo, a la altura de las patas del animal, que entonces se derrumba. Cae derribada pesadamente hacia un lado. La aniquilación eléctrica ha resultado un éxito. Nada de lo que extrañarse, puesto que por entonces ya se estaba propugnando como medio humanitario de ejecución para los reos condenados a la pena de muerte. Nace la silla eléctrica. Ahí, en ese derrumbarse de la elefanta, hay un poema de absoluta desolación, como lo hay sin duda en ese derrumbarse del globo de Andrée, y los cuerpos de esos animales igualmente mitológicos riman visualmente, como lo hacen también con el Hindenburg en llamas, o el glorioso Titanic, vencido por un iceberg que no podía dejar de estar ahí, como no podía dejar de estar ahí la efímera isla helada que transportaba a Andrée y sus compañeros. El barco en que Federico viajó a New York en 1929 se llamaba Olympic y pertenecía a la opulenta naviera White Star. Era el hermano gemelo del Titanic.

17.

Cuando Federico se refería a lo contemplado por él los días del crack bursátil (por ejemplo, en su conferencia Un poeta en Nueva York) solía decir que había tenido la suerte de estar allí, viendo toda aquella confusión. Es cierto que pintaba un paisaje dantesco y que todo le parecía profundamente doloroso, pero no podía dejar de considerarse afortunado por estar presenciando algo único en su género, un acontecimiento histórico que cambiaría de modo irreversible la propia concepción del mundo moderno de la que orgullosamente New York se erigía en símbolo. El yo poético, súbitamente whitmaniano, pero enraizado inevitablemente en sus experiencias privadas, tan alejadas de esa metrópolis, va sufriendo sucesivos deslumbramientos: los negros, los judíos, los protestantes, todo le parece inusitado, y no podía ser de otro modo para un habitante de la España de comienzos del siglo XX. Pero no es una pura visión de etnólogo lo que nos transmite en la desgarradura de su poesía, porque, finalmente, en ella todo desemboca (sí, ésta sí desemboca) en la muerte. No hay otro protagonista más destacado en el libro. Por ello, y aunque se deje llevar por la fabulación según va contándolo, el haber conocido de primera mano aquello, el haber visto con sus propios ojos, a alguien tendido en el suelo tras haberse arrojado de un rascacielos (cosa que a lo mejor no vio, todo sea dicho, pero no importa) no sólo le proporciona material poético de primera calidad, sino que le confiere un conocimiento de sí del que acaso aún no disponía, le convierte en otro, y por eso, seguramente, se considera afortunado.

18.

No sólo es imposible, sino profundamente innecesario, destacar uno u otro de los poemas de Poeta en Nueva York, como es igualmente imposible el resumir el libro o calificarlo apropiadamente, y menos en un texto de corta extensión como éste, pero no sería conveniente, me parece, concluir sin citar aquí los que pueden ser los versos más desolados del libro, que son los que cierran el poema justamente titulado La Aurora:

La luz es sepultada por cadenas y ruidos

en impúdico rito de ciencia sin raíces.

Por los barrios hay gentes que vacilan insomnes

como recién salidas de un naufragio de sangre.

No, no hay siglo nuevo ni luz reciente en la ciudad sin sueño, para el poeta, asesinado por el cielo. Sólo al final, la huida hacia Cuba parece abrir la puerta al son, y a un viaje a Santiago en un coche de agua negra que acabará trasladándole finalmente a una España donde comenzarán sus años más triunfales, y donde le espera, pues para ella todo ardid es inútil, la muerte.

19.

Las imágenes son poderosas, las visuales y las poéticas. Y lo son también las que no existen. El pavoroso aniconismo de la muerte de Lorca, la inexistencia del testimonio gráfico de ese insoportable ajusticiamiento nos apelan aún más que cualquier foto, porque su vacío es interminablemente insondable. Alguien, inconcebiblemente, dio la orden de matar a ese rojo, a ese maricón, alguien la llevó a cabo el 18 de agosto de 1936 en el barranco de Víznar. Alguien vio el cuerpo del poeta, quizá del más grande de todos los que se han expresado en nuestra lengua, vencerse, derrumbarse, caer hacia un lado, como la elefanta Topsy, como el Zeppelin, como el globo que se llamaba originalmente cuando lo fabricaron los franceses Polo Norte y acabó llamándose Águila, para dotar aún de mayor dramatismo a su caída, con la imagen del ave que más alto vuela abatida. Como los que se arrojaron desde las torres de Wall Street. Como los soldados de la Gran Guerra y de todas las guerras, también esa que inauguraba de algún modo en España la noticia atroz de la muerte de Federico. No ha quedado nada a lo que podamos mirar. No tenemos siquiera unos huesos que venerar, que sepultar con las honras que merecen. Sólo existe una ausencia interminable, y la vergüenza. Una vergüenza que, simplemente, nada puede expresar y nada puede aminorar.

 

20.

En ese libro extraño y fundamental que es el Inferno, que narra las vicisitudes extremas de su periodo parisino, sin escatimar detalles sobre alucinantes experimentos de química y experiencias sobrenaturales, August Strindberg se refiere así a la biología (tan extrañamente misteriosa, si se piensa) de la metamorfosis de la oruga:

La oruga experimenta el mismo proceso en la crisálida que el cadáver en la tumba, donde se transforma en grasa amoniacal. La oruga ha muerto en el capullo.

Federico es una crisálida infinita. Nada sobrevuela esa fosa común, las mariposas fueron abolidas por las paletadas de tierra. Dentro, sólo hay el frío de muchos polos norte acumulados sobre el pecho de él y sus compañeros asesinados esa madrugada. Federico es una pupa sin imago posible. Ha muerto en su capullo. Ya sólo cabe decirle, como él hace en la Oda a Walt Whitman: Duerme, no queda nada. Duerme, no queda nada.


y 21.

Lo más terrible de toda esta historia es que nunca salimos de ese sinsentido. Nunca se termina el dolor, los asesinatos, la ruina. Nunca se vacían las calles del país de los muertos, siempre pasa una y otra vez el mascarón. Vuelve siempre la mentira, pero porque nunca se había ido. Vuelve siempre la vergüenza, pero porque nunca puede marcharse. Federico, hoy, en New York, o aquí, aullaría como el perro asirio y compondría nuevos Poeta en Nueva York y nuevas Infancia y muerte y nuevos El público, toda esa biblioteca de los sueños que nunca llegó a existir porque asesinaron al poeta a los treinta y ocho años. En la idea original del proyecto del Poeta en Nueva York, que nunca pudo ejecutarse, iban a incluirse entre los poemas fotografías y dibujos. Algunos, acaso, como el desgarrador Autorretrato que compuso en la urbe de los grandes rascacielos. Ninguna de esas imágenes, ninguno de esos retratos puede mostrar viejo a Lorca, que goza así de la juventud interminable de los elegidos por los dioses. Nos lo imaginamos, por tanto, siempre así, como en esa foto junto a la gran esfera (como esférico es el globo del comienzo, que no deja de ser el globo terrestre de este planeta de todos los demonios, sometido a una deriva sin objeto por toda una eternidad de dolor) del reloj de sol de la Columbia University, donde escribió sus poemas de soledad. Nos lo imaginamos así, con sus bombachos, sonriente, triste, brillante, semejante a los dioses. Ya que de ningún modo podemos ya sostener la promesa de un mundo mejor, pensamos en él, para no olvidarlo, para no olvidar que un día alguien, él, voló tan alto, tan alto que dio a la caza alcance y entonces, impíamente, fue derribado.