Le abandona la noche y la aurora
lo encuentra,
Tras sus huellas la sombra
tenazmente.
LUIS CERNUDA, Destierro, en
Un río, un amor
―¿Y por qué se ve esto tan triste?
―Son los tiempos, señor.
JUAN RULFO, Pedro Páramo
1.
Uno de los libros más
importantes de la poesía vanguardista española del primer tercio del siglo XX
(esa época decisiva, asociada para siempre a la llamada generación del 27)
nunca existió como tal. Se trata de Un río, un amor, de Luis Cernuda, y,
pese a ciertos planes de publicación al comienzo de la década de los treinta,
lo cierto es que, más allá de algunos poemas aparecidos en revistas, su
existencia sólo fue revelada cuando se incluyó como una de las secciones o
partes de la primera edición de La realidad y el deseo, en 1936. Es un
libro breve, de una treintena de poemas, en general cortos, y fue escrito
durante la estancia que Cernuda realizó en Toulouse en 1929, donde desempeñó un
puesto de lector de español, y las semanas que siguieron a su retorno a
España, ya instalado en Madrid y alejado para siempre de su Sevilla natal. No
mucho después, y siguiendo esa línea de experimentación con la nueva poética surrealista,
de la que se erige en apóstol y defensor con algunos, pocos, compañeros de
generación, compondrá Los placeres prohibidos, con el que Un río, un amor
forma pareja en la edición que Cátedra publicó ya en 1999. Luego llegaría,
ya con una orientación distinta, Donde habite el olvido.
2.
Ya he hablado de mi tempranísima
exposición a los poetas del 27, que fueron llegando a mi vida, de modo más bien
torrencial, en mi adolescencia o incluso antes, desde los doce o trece años. Paradójicamente,
también lo he comentado por aquí, Cernuda fue de los más tardíos en
incorporarse a mi particular pléyade, pero, acaso por eso mismo, cuando
finalmente se hizo presente, accedió a un lugar de privilegio que no ha
abandonado ya nunca más, por más que haya habido, como no puede ser de otro
modo, idas y venidas en nuestra relación a lo largo de las ya décadas
que han pasado desde nuestros primeros encuentros. Fue precisamente una edición
de La realidad y el deseo en Castalia, que incluía sólo los poemas y
secciones correspondientes a las de la primera edición de 1936 (es sabido que
Cernuda fue luego incorporando a esa colección los sucesivos libros que fue
escribiendo, hasta el final de su vida), donde me topé, para mi absoluta
conmoción, con Un río, un amor.
3.
Estoy en ese momento ya alojado
en la veintena, son años complejos (cuándo no lo son) en los que la realización
de mis estudios de Física y el comienzo de mi trayectoria docente e
investigadora parecen hacer difícil el desarrollo de mi otra vida (la
verdadera, finalmente), la de poeta y lector de poesía. Justamente ahí, la
potente aparición de Cernuda me devuelve a unas coordenadas, no sé si
propicias, pero sí propias, y me impulsa a retomar con fuerzas renovadas mi escritura.
Consecuencia de ello (y con ecos de otras voces igualmente fundamentales del
momento, como Huidobro) fue la composición de un poemario que nunca vio la luz (como todos los demás, por otro lado) y de otros versos y poemas para otros proyectos
que fueron deshilachándose y abandonándose. Pero los escritos permanecen y
pueden volver a recorrerse, y ahí la influencia de ese Cernuda (llegaron
muy pronto los otros, bajo la forma de una edición, ya definitiva, de La
realidad y el deseo en la mexicana Fondo de Cultura Económica, y algunos
años después me hice con los exquisitos manjares de la edición de Siruela de la
obra completa del sevillano) es evidente y podríamos decir consciente.
4.
Cuento todo eso porque, aunque
me encuentre aún en el preámbulo de lo que pretendo explorar en esta entrada (y
a saber si lo conseguiré, pero siempre es así cuando empiezo a escribir uno de
estos textos para el blog), quiero transmitirles cómo es para mí inseparable, aún hoy en día, de
la lectura de Cernuda, esa especie de sensación de juventud, ni mucho
menos idealizada o paradisiaca, sino compleja y confusa. Hay como un eco del
que fui mientras leía por primera vez esos versos, en una edad no tan alejada
de la que tenía el que los compuso, también sumido en el desengaño amoroso, la
incertidumbre profesional y vital, la dificultad para encajar (ese verbo
de todos los demonios, que siempre parece prometer contorsionismos, cuando no
ya decididamente mutilaciones para adaptarse a no se sabe qué poliedro) en la
sociedad de su tiempo. Pocas veces eso ha ocurrido de una manera tan clara para
mí. El Poeta en Nueva York, del que me ocupé en la entrada anterior,
viene a mí mucho antes y puede decirse más bien que me conforma, que me
moldea, pues aún estoy en una etapa de profunda indefinición, incluso biológica.
Rilke, cuando aparece, apela sobre todo a mi intelecto, y me conduce a un largo
baile que acabó muchos años después en unos acantilados junto a Trieste. Juan
Ramón se fue haciendo un compañero con los años y cuando llegué a Espacio o
a Dios deseado y deseante ya llevábamos muchas millas de travesía.
Podría seguir. Junto ahí, en esas líneas, algunos de mis deslumbramientos, de los
hitos fundamentales de mi educación poética. Por razones puramente sentimentales,
el Cernuda surrealista (a su manera, como todos los surrealistas españoles)
es quizá quien sigue teniendo acceso a mis fibras más profundas, y cuando me
dejo ir, sus versos siguen provocando en mí rimas internas que parecerían
impropias de alguien que en breve va a cumplir la edad con la que murió Cernuda.
5.
Las composiciones de Un río,
un amor se disponen en el libro de forma cronológica y en su mayoría están
fechadas. Así, la primera de ellas se escribió en Toulouse el 15 de abril de
1929 (fue publicada luego en Litoral en el número del mayo siguiente).
La última se escribió en Madrid el 31 de agosto de 1929. Por lo tanto, apenas
cuatro meses y medio de la vida del poeta se ven reflejados en esa treintena de
poemas. De una manera muy oblicua, ciertamente, pero en el fondo bastante
transparente, pues la técnica surrealista no pasa en general en Cernuda por el
procedimiento de la escritura automática, sino que se centra más bien en la
elección de imágenes impactantes y asociaciones inusitadas, por lo que el
referente vital no desaparece del todo. Mis primeros encuentros con el libro
ignoraron, por supuesto, todo contexto. Me limité a sumergirme, de un modo que
probablemente ya no pueda hacer ahora, con tantos años y tantas lecturas encima,
a dejarme llevar por esas aguas como el ahogado que recorre sus dominios,
que Cernuda nos presenta en uno de los primeros poemas del libro. Luego fui
conociendo la peripecia biográfica del autor, leyendo su correspondencia de la época,
algunos estudios. Eso añade facetas, información, de algún modo me acerca más
al yo poético del libro, que fue mi propio yo poético hace ya
casi cuarenta años. En todo caso, el impacto de los versos permanece, puedo
garantizarlo, pues, para escribir este texto, he releído estos días de atrás Un río, un amor,
y he subrayado casi todas las líneas. Sigue siendo muy emocionante.
6.
1929 es, como nadie puede
ignorar, un año transcendente por muchos motivos. De hecho, si uno compone una
especie de cronología paralela entre Cernuda y Lorca (que yo esté releyendo a
esos dos poetas ahora no es azaroso, tiene una razón de ser relacionada con mi
propia escritura, pero que no revelaré por el momento), encontramos, por
ejemplo, que Cernuda vuelve a Madrid desde Toulouse, habiendo pasado por
Barcelona, exactamente cuatro días después de la marcha de Federico hacia París,
etapa inicial de su periplo neoyorquino. En París estuvo también Cernuda en unas
vacaciones, llegó a ella desde Toulouse algunos meses antes de la aparición en
la Ville Lumière de Federico. Éste se lanza también a la experimentación
vanguardista en el libro que compone entonces, que tampoco verá la luz hasta
años después, ya póstumamente en este caso. Al comienzo de Poeta en Nueva
York, de hecho, como cita inicial de Vuelta de paseo, nos encontramos
con unos versos de Cernuda. Y habría muchas más cosas que decir al respecto,
pero no es el lugar ni el momento. Lo apunto porque de lo que se trata en este
caso es de describir lo que a mí me pasa, el modo en que estas cosas han
venido resonando en las últimas semanas, y por ello, la relectura de Un río,
un amor justo después de la relectura de Poeta en Nueva York viene
acompañada de una serie de armónicos muy particulares.
7.
De cualquier manera, en ambos
libros, por más que tanto por la distancia como por el tiempo transcurrido en
la ciudad extraña se diferencien, nos encontramos a dos poetas jóvenes, ya con
un recorrido importante, pero aún en una busca activa de su voz,
enfrentados a un medio nuevo, alejados de su familia y de su entorno de amistades,
en un territorio en el que se habla otra lengua, al que se llega además como dolientes
tras los desengaños amorosos, dos poetas homosexuales, más abiertamente así
Luis que Federico, pero con toda la complejidad que añade eso en esa época
concreta (y aún hoy). Por ello, los pasos de los poetas por New York y
Toulouse resuenan, hacen eco entre sí. Y el mensaje no es otro que es de
la desolación, esa desolación que volverá como título a la última obra
de Cernuda.
8.
Mi yo lector joven, pues,
ya muy curtido en los paisajes apocalípticos de la metrópoli lorquiana, se
enfrenta un día, probablemente desprevenido, a un librito que promete otro tono
muy distinto. Y entonces lee el primer poema de Un río, un amor, que se
titula Remordimiento en traje de noche y los dos primeros versos le
golpean de un modo tal que aún hoy se puede sentir la onda expansiva de aquel
impacto:
Un hombre gris avanza por la calle
de niebla;
No lo sospecha nadie.
Es un cuerpo vacío.
Es buscando esa imagen, casi noir,
que nunca me abandona del todo, que constituye el leitmotiv principal de
mi propia obra, como vuelvo a abrir hace unos días el volumen de Cernuda. Es a ese
paseante nocturno por la ciudad desolada, compañero de otros paseantes
nocturnos en ciudades igualmente desoladas, miembros del mismo ejército al que
pertenezco, marcando al desgaire una especie de paso militar de una compañía de
desertores, a quien me acerco para volver a escuchar su murmullo, para avanzar,
paralelos, muy juntos, pero sin tocarnos, hacia ese territorio inconquistable
que está detrás de la niebla y que los más, cobardemente, se obstinan en llamar
futuro para no revelar su verdadero nombre, conocido, por lo demás, por
todo el mundo.
9.
Y entonces, invisibles en la
niebla caminamos los hombres grises por los poemas de ese río,
de ese amor, repitiendo como un calco las emociones de alguien que quizá
fuimos, pero mucho antes, tan antes que nos acercaría más a él seguir
acelerando en la rueda de hámster, deslizándonos en la banda de Möbius del
vivir, para llegar a alcanzarlo por la espalda. Estamos mucho más cerca del
final que de aquel principio. Y vamos leyendo: Quisiera estar solo en el sur,
Sombras blancas. Poemas en los que ese Cernuda joven, desorientado, pero
infinitamente potente en su herramienta poética, va dejando caer nombres de ciudades,
de lugares remotos, que aparecen en las películas (repentinamente sonoras en un
momento dado, en París), que se escuchan en los discos de jazz y foxtrot
y tango de la época que él reproduce en el pequeño aparato que ha
adquirido. Son los años veinte. Tales of the jazz age. Y así, un verso
inimaginable como Mirad cómo sonríe hacia el amor Daytona nos hace
saltar las lágrimas una vez más. Como siempre.
10.
Y entonces llega Cuerpo en
pena y su verso inicial, que he repetido tanto, que he colocado tantas veces
como epígrafe de mis propios poemas: Lentamente el ahogado recorre sus
dominios, y los paseantes hemos pasado a ser bultos inertes en quién sabe
qué río al que nos hemos arrojado:
Un vidrio denso tiembla delante de
las cosas,
Un vidrio que despierta formas
color de olvido;
Olvidos de tristeza, de un amor,
de la vida,
Ahogados como un
cuerpo sin luz, sin aire, muerto.
La ciudad de Un río, un amor está
llena de estos habitantes, arrastrados por un flujo que es el del tiempo, pero
también es el de la inercia del que ya no sabe hacia dónde tender los brazos,
la pesantez del extranjero-en-todo-lugar que recorre sin término o meta esa noche
sobrevenida en pleno día. Es una ciudad del cansancio, en la que
toda ilusión, toda posibilidad de futuro, viene de la evocación de paisajes
inusitados, de lugares de los que no se sabe otra cosa que el nombre: Cielo
Sereno, Colorado, Glaciar del Infierno.
11.
A esas ciudades, a esas Nevadas
y Daytonas y a ese Oeste de película en blanco y negro viajé
yo tanto en esos años en los que no iba a ninguna parte, esos años en los que
acepté el mandato del título de uno de los poemas fundamentales del libro, No
intentemos el amor nunca, para incumplirlo una y otra vez, para contestarlo
con ese otro título, Todo esto por amor, apostando a esa ensoñación, a
ese juego en el que se sabe que todo es falso y por eso mismo es precioso, y
ahora, que ya de ningún modo soy el que leyó aquel libro de Castalia, que ya no
tengo, porque estúpidamente pensé que bastaba con tener las ediciones mejores
o más completas de La realidad y el deseo, cuando el valor de
los libros excede con mucho su contenido, ni tampoco soy, ni puedo ser, el
Cernuda que lo escribió, ahora, que de ningún modo puedo decir con convicción La
lámpara eras tú, y así me he ahorrado el dolor, y me he ahorrado la fatiga del
sinsentido del que cree que las cosas son en realidad otras cosas, y de
ese modo he perdido también la posibilidad de volver a ser aquel desdichado que
tenía la vida por delante, y en aquella época eso significaba, todavía
significaba la poesía por delante, ahora, que todo eso ha pasado hace tantos
años, me ocurre, inesperadamente (pero no) lo que al Kind del poema
de Peter Handke que recorre Der Himmel über Berlin: und jetzt immer wieder,
aún me pasa, aún me toca, aún me deja ser el que ya no soy, aún me hace llorar
de la forma extrañamente alegre en la que lloramos los melancólicos.
12.
Cielo sin dueño fue el título que Un río, un
amor tuvo durante su composición, y bajo ese título se intentó publicar
entonces. Esa desposesión, ese despojamiento, ese frío del cuerpo del ahogado,
del cuerpo en pena, es la sensación dominante. Cuerpo en pena, no alma.
No hay alma, apenas sombras blancas, quién sabe si hijas de esa propia niebla,
que a lo mejor no es más que hilachas de alma, de las almas que han partido a
sus particulares purgatorios, dejando cuerpos insistentemente transeúntes que ejecutan
su recorrido circular sólo para poder alumbrar (el verbo es excesivo, dado que
todo ocurre en la penumbra) poemas que hablan de cuerpos vacíos que nadie
sospecha que están ahí, avanzando (sin poder avanzar, sin ir a ningún otro
sitio que al haber-estado-ya) por la ciudad de las sombras blancas. La luz
también da sombras, pero sombras azules. Los cuerpos vacíos duelen como
duelen las carcasas de las maquinarias herrumbrosas, las peladuras de las
naranjas, la costra que se cae de las heridas, el títere que permanece inmóvil
hasta que una mano habita su traje vacío. Duelen como duelen todas las cosas huecas,
con un dolor eléctrico que no encuentra carne donde posarse, con un dolor que
es un puro escalofrío. Y se mantienen erguidos por su propia estructura de
varillas, pero un golpe de viento los derribará y los descompondrá, como a un
paraguas viejo. Los cuerpos vacíos no son objeto de teología alguna, ni tampoco
son lugares propicios para las caricias o el tatuaje. Los cuerpos vacíos, a lo
sumo, los mejores días, disponen de dedos adelgazados y torcidos que aún pueden
teclear textos como éste. Textos de amor para arrojarlos a un río cuando se atraviesa
un puente. Como sondeando la profundidad del salto.
13.
Hay un motivo para que esté
releyendo a Lorca o a Cernuda, sí. Ése mismo motivo me lleva (decir obliga sería
inexacto, dado el placer inmenso que encuentro en ello) a releer Pedro Páramo,
por enésima vez. No hay una secuencia, no es que un libro lleve a otro, es algo
más parecido a una constelación. Se trata de localizar las fuentes que me
permitan desarrollar mejor una cierta idea, una idea que es sobre todo una
imagen. Un hombre solo avanza por una ciudad obscura. Alguien llega a
una ciudad, como el Agrimensor K., atravesando un puente de piedra. Alguien
recorre calles que desconoce, pero que le son profundamente familiares. Sus pasos
resuenan. Hay gente en la ciudad, algunos le parecen semejantes a él, pero todo
puede ser mentira, todo puede ser un sueño. Todos podrían estar muertos.
Ahí es cuando, sorprendentemente, uno descubre que Un río, un amor y Pedro
Páramo a lo mejor son el mismo libro, y recuerda que Cernuda vivió sus
últimos años en la Ciudad de México, donde murió en 1963, recién cumplidos los
61 años. Y el juego continúa.
14.
Comala (Vine a Comala porque me
dijeron que acá vivía mi padre, ese comienzo memorable) es un lugar lleno
de cuerpos en pena. No de almas, o tal vez también, pero en todo caso
esas almas son corpóreas, más aún, son térreas, y también son como vapores
calientes que se alzan de la tierra calcinada. Voces, en ese mismo terreno
intermedio que habita toda voz: algo del cuerpo que ya no es del cuerpo. Los
enterrados en Comala sienten la humedad de la tierra y eso les hace removerse y
pone en marcha la máquina de los recuerdos y las obsesiones, y se repiten los
mismos monólogos que llevan escuchándose tantos años, y que confunden a Juan
Preciado, el hombre gris que ha llegado, cuerpo vacío él mismo, aunque
aún no lo sospeche, que tiene todavía que aprender a estar muerto, como
todos, como Dorotea, como Eduviges, como Damiana, como Susana San Juan, como Abundio. Y como
su padre, Pedro Páramo, el muerto más grande, aquel cuya tumba es toda la
tierra de Comala, un lugar al que la lluvia apenas se atreve a venir ya.
15.
Nadie en Comala ha muerto en
gracia de Dios. Nadie tiene pasaporte para una vida eterna de reposo, no ya en
el cielo, sino apenas en la tierra. Sin descanso, esos cuerpos en pena se
pasean por un lugar al que ya no viene nadie, se encomiendan unos a
otros a rezar por ellos, encargan a los muertos recientes que no dejen de
interceder por sus almas ante las cortes celestiales. Misas de sufragio, misas
gregorianas, novenas por las ánimas del purgatorio, absoluciones negadas por el
padre Rentería, que se unirá al bando de los cristeros. Toda esa parafernalia
atroz de las Postrimerías en la versión más pavorosa del catolicismo, la de la
ira inagotable y sofisticada de un dios del que nadie conoce otra cara que la de la crueldad y la violencia. Sí, esa tierra quemada que es Comala es un
infierno extremadamente real, extremadamente posible, un infierno que ni siquiera
tiene puerta de entrada o salida, al que no se llega por Nekya alguna, pues
los muertos nacen y mueren en la misma cama, y son enterrados pocos pasos más
allá, y las cosas siguen así, para siempre, mientras el viento sopla y los
murmullos no dejan de escucharse. Y es que no había aire, sólo la noche
entorpecida y quieta, acalorada por la canícula de agosto.
16.
Juan Preciado está (apenas) vivo
cuando llega a Comala, acompañado de ese particular psicopompo que es el
arriero Abundio (hijo también de Pedro Páramo, como todos). Poco después
muere, acaso del ahogo, más probablemente de los murmullos. Arrojado a
una tumba, su soliloquio no se detiene. Estar de un lado u otro de la raya del
vivir no supone gran cosa en Comala, nadie sabe muy bien si está muerto o no,
tampoco importa. Preciado comparte su tumba con Dorotea, que le cuenta cómo una
vez soñó que tenía un hijo, y era tan verdad el sueño que durante mucho tiempo
estuvo convencida de que su hijo era real, y se paseaba con un amasijo de
trapos entre los brazos, hasta que un día, a aquel sueño bueno le sucedió
un sueño malo en el que Dorotea fue al Cielo y le dijeron que se habían equivocado
con ella, que nunca tuvo un hijo, y entonces
Uno de aquellos santos
se me acercó y, sin decirme nada, hundió una de sus manos en mi estómago como
si la hubiera hundido en un montón de cera. Al sacarla me enseñó algo así como
una cáscara de nuez.
Esa cáscara de nuez en el
vientre de Dorotea es el cuerpo vacío que se pasea por todas las noches de
todas las ciudades del mundo. Es el hijo del sueño malo. Es el resultado del
anhelo, la broma de los ángeles, la materia de nuestro dolor, el molde de la
estatua que ornará el panteón en que seremos depositados.
17.
Cuando tuve entre mis manos
aquel volumen del FCE de la edición final de La realidad y el deseo conocí
a los otros Cernuda, los que fueron apareciendo en los largos años del
exilio, de un lado y del otro del Atlántico. Conocí los maravillosos Poemas
para un cuerpo (un cuerpo…) con el amor hacia el joven culturista tendido
en la playa de Acapulco. Conocí la amargura de los poemas que hablan de España,
o de Sansueña. Los versos dedicados a Federico, y el ataque brutal a Dámaso Alonso,
a quien considera indigno de pronunciar el nombre sagrado del granadino. Y
conocí un poema que me trastornó (es decir, que me dio la vuelta) y
sobre el que volví una y otra vez, escribiendo muchos textos relacionados con
el personaje, apropiándome incluso del nombre para mi heterónimo más glorioso,
recuperando textos insospechados de autores como Andreiev o el propio Rilke
(apunto, pero no puedo desarrollarlo ahora, que Rilke es de algún modo el eslabón
perdido entre Cernuda y Rulfo), reflexionando sobre el hecho brutal de
la resurrección. Ese poema es Lázaro, y se halla en Las nubes, el
primer libro que Cernuda escribió ya fuera de la España arrasada y
definitivamente hostil a la que no regresaría.
18.
Vivir es, trivialmente, una
sucesión de resurrecciones, de despertares y sueños, de idas y venidas del
olvido. Lázaro escucha la voz atronadora y, desde el frío extraño que
brotaba desde la tierra honda, despierta, sólo para querer volver a dormir,
para verse arrojado de nuevo, de manera imposible, imprevisible, a una
existencia que había dejado atrás, que había trocado en la quietud del no ser.
¿Cabe mayor crueldad? Muy tempranamente compuse un adagio que resumía a la
perfección la situación absurda a la que abocaba el milagro: Resucitar: /
tener que morir de nuevo. Los cuerpos vacíos se levantan, fatigados, pero
han de volver a caer. Se les acepta en la mesa, son de la familia, pero quién
desea ser acariciado por un révenant. Cernuda, resucitado a la
fuerza, nomuerto, cuerpo en pena en su largo trasegar por lugares de
trabajo y de residencia, habitante de la patria friolenta que se llama Exilio,
sabe lo que es estar vivo mientras se está muerto. Cernuda vive en Comala, como
Lázaro. Como todos, si se mira bien. Y es mediante la fuerza de la poesía como
cabe enunciar esa verdad aterradora pero infinitamente iluminadora.
19.
Los ángeles de las Duineser
Elegien, que no escuchan nuestros gritos desde sus órdenes, no sabrían distinguir
muy bien si uno está vivo o muerto. Podrían pasearse entre nuestros cuerpos sin
sentir siquiera un temblor, atravesándonos como nosotros atravesamos la niebla.
Convivimos todo tipo de seres en este lugar perdido del espacio y el tiempo.
Obstinarnos en ser sólo una cosa, aferrarnos a nuestros viejos dolores, es
profundamente erróneo. Es justamente la poesía la que nos permite dibujar
otros rostros, es la poesía la que nos otorga las palabras que cosen
bien, las palabras que podemos armar para componer alas, alas que calzarnos
en los hombros. Pedro Páramo está lleno de hombros. Los hombros son los
lugares de las alas, los lugares donde se apoyan las manos del ángel que nos
susurra. Yo, de repente, me acuerdo de tus hombros.
20.
Elena Poniatowska cuenta que Juan
Rulfo le dijo una vez a una admiradora, que se hallaba en una reunión de buen tono
al que había sido invitado el escritor, que lo que sentía cuando escribía eran remordimientos.
No hay un personaje como Rulfo y todo lo que se cuenta de él es así de
sorprendente. Los remordimientos en traje de noche que sacó a pasear
Rulfo un día por Comala o por el Llano en llamas callaron, callaron los murmullos
y Rulfo ya no escribió más, o lo hizo apenas. Las cosas que podría haber
dicho son inimaginables. Por ejemplo, también nos dice Poniatowska que, en otra
ocasión, a Alberto Moravia, en la Embajada Italiana en México, cuando éste le
apremiaba para que dijera alguna cosa, pues había estado callado durante la
cena, Rulfo simplemente musitó, como sacándolo de no se sabe qué baúl lleno de
imágenes imposibles: Saben ustedes, allá en Comala están desenterrando los
cadáveres de los caballos. Y todo vuelve a girar, a velocidades
vertiginosas: los caballos en el hielo de Curzio Malaparte, el jamelgo Sorrow
del Carny de Nick Cave & the Bad Seeds que hubo que sacrificar y
que se enterró mal para acabar aflorando con las primeras lluvias, y eso
nos lleva de nuevo a Der Himmel über Berlin, y todo vuelve a empezar. Anoto
mentalmente: otro día, en el blog, hablaré de caballos.
y 21.
Así se pasan estos días intensos
de creatividad, proyectos e ilusiones. Así se me suceden los escalofríos que
sacuden mi cuerpo vacío con espasmos de un placer que sólo me da la literatura.
No crean ustedes que estos mundos de muertos me asustan o me afligen: es ahí,
en esos extremos del pensamiento y la lengua, en esos derroteros que nadie ha
cartografiado aún, en esas singladuras arriesgadas y alucinantes donde me
completo, donde me siento más. Aquí les cuento eso: las cosas que leo y
cómo las cosas que leo van haciéndome leer otras cosas y escribir otras cosas y
esa escritura lleva a nuevas lecturas. Éste es un cuaderno de trabajo.
Me gusta compartirlo con ustedes: cuerpos o almas, vacíos o llenos, errantes o
sedentarios, vivos o muertos, somos compañeros, y esta travesía sería
imposible sin ustedes. Mañana empieza la Feria del Libro de Madrid: a primera
hora estaré en las casetas del Retiro. Ha pasado un año más desde que escribí
para este blog Los poemas de 1977, que hablaba, en el fondo, de cosas
parecidas a esta entrada (todas las entradas hablan de cosas parecidas). El tiempo
me desgasta, incesante. Pero puedo escribir. Puedo escribir: Vine a Comala
porque me dijeron que acá vivía mi padre, y entonces el relato continúa y
continúa, imparable, y yo me siento a ver la película que estoy escribiendo, y
entonces sé que sí, que hay que seguir intentando el amor, que hay que seguir
recorriendo los dominios del ahogado, que hay que repetir una vez más los
versos de Los placeres prohibidos que cierran Si el hombre pudiera
decir (hoy los he oído recitados por la voz de Cernuda en una grabación que
se recuperó recientemente):
Tú justificas mi existencia:
Si no te conozco, no he vivido;
Si muero sin conocerte, no muero,
porque no he vivido.
Hasta pronto. Nos vemos en el
siguiente escalofrío.