sábado, 19 de abril de 2025

Portulano

Ma vie avec Georges Perec

 


Non. Tu préfères être la pièce manquante du puzzle.

GEORGES PEREC, Un homme qui dort

…ce que j’en attends, en effet, n’est rien d’autre que la trace d’un triple viellissement: celui des lieux eux-mêmes, celui de mes souvenirs, et celui de mon écriture.

GEORGES PEREC, Espèces d’espaces, refiriéndose al proyecto de Lieux

  

1.

Perec no puede no ser querido, y es difícil no ser un poco perequés, incluso si eso supone tener que escribir prescindiendo de nuestros dedos medios, índices o meñiques en el tecleo del texto. Es en escritos como éste, intempestivos, hiperbólicos, defectuosos incluso, donde se expone sin rubor ese modo de ser, ese retenernos que nos define, que nos constituye. Expertos como somos en el comercio con nubes, con dementes mentes de delincuentes del decir, unimos nuestros pechos en el himno, rendimos nuestros escudos y floretes, destruimos torres, y es justo entonces que se eleve este réquiem por el que no fuimos, por el que no seremos, por el que, lejos, recibe nuestro tributo con gesto benévolo y ríe en silencio oyendo su nombre en los secos desiertos de un eco inextinguible: Perec, Perec, y no se rompe, indeleble, este hechizo, no se consume este líquido, no se destruye este vínculo, no se concluye lo que no puede ni debe concluirse de otro modo que éste: con un punto seguido de otros dos…

 

2.

En el fragmento anterior se muestra un texto lipogramático, esto es, escrito bajo la condición de que no debe emplearse en él una letra, que acabo de  escribir. En este caso la letra elegida es la a, que es la letra más común del castellano. Eso supone, por supuesto, un incremento de la dificultad y exige una mayor destreza al escritor que lo ejecuta. Ese juego es uno de los muchos propuestos por el Oulipo, el Ouvrier de Literature Potentielle, fundado en 1960 por Raymond Queneau y François Le Lionnais y al que se unió en 1967 Georges Perec. Fue Perec el que llevó a un extremo insuperable el reto lipogramático con la publicación de su novela La disparition, aparecida en 1969. En ese libro, que tiene la estructura de una investigación, Perec prescinde por completo del uso de la vocal e, que es justamente la de mayor presencia en la lengua francesa. Cuando se ha intentado traducir esa obra maestra de la ingeniería literaria a otros idiomas, se ha aceptado que tal traducción implica de facto una reescritura con nuevas ligaduras, y por eso la novela en castellano se denomina El secuestro o en catalán L’eclipsi, pues en ambos casos se ha substituido la e por la a como vocal prohibida.

 

3.

Construir un texto sin a como el del fragmento 1 es, esencialmente, divertido, y no conlleva un exceso de trabajo. Construir una novela completa, una obra con una trama discernible, coherente, una obra, en definitiva, no sólo legible, sino de calidad, es un tour de force inimaginable. Cabe preguntarse quién, en su sano juicio, abordaría semejante labor. Y sobre todo por qué lo haría. Sin descontar en absoluto el mero componente lúdico, o de puro reto, lo cierto es que el trasfondo de esta elección de Perec es bastante más obscuro, pues lo que de algún modo se plantea en ese texto que gira en torno a una desaparición, a una ausencia, la ausencia de algo fundamental para la idioma, la e, la vocal que se emplea en francés para el femenino (como la a en el caso del castellano), es precisamente la denuncia de una desaparición más esencial, profundamente dolorosa y decisiva para la vida de su autor: la de su madre, y buena parte de su familia.

 

4.

De origen polaco, los padres de Georges Perec, que nació en 1936 en París, emigraron a la capital francesa huyendo de la violencia contra los judíos desatada en Polonia en la época de entreguerras. El padre, cuando Perec tenía cuatro años, murió en el frente, intentando contener una ya inevitable invasión alemana del territorio de su patria de adopción, justamente en el día anterior a la derrota, eufemísticamente conocida como el armisticio, en 1940. La madre se vio obligada a dejar partir al pequeño Georges en un convoy de la Cruz Roja con rumbo a Villard-de-Lans, en los Alpes, para intentar substraerlo a la guerra y la posible deportación. Esa deportación la alcanzaría a ella y a casi toda la familia materna de Perec, que acabaron asesinados en Auschwitz en 1942. Será una tía del lado paterno de Georges quien lo acogerá. Pasado un tiempo regresaron a París, la ciudad que amó y recorrió Perec inagotablemente.

 

5.

Esa atroz privación, ese arrancamiento de su infancia, marcó de forma decisiva la vida y la literatura de Perec. Durante mucho tiempo no pudo siquiera afrontarla de un modo decidido, y es a través de artificios oblicuos como el de La disparition como Georges pudo referirse a ese vacío esencial. Así, el experimento lipogramático, más allá de inscribirse en la propuesta de una literatura potencial, más allá de resultar un producto de prescripciones más o menos arbitrarias, es sobre todo el testimonio de una imposibilidad, la de la enunciación de una carencia constitutiva, de una pérdida que no puede ser ya subsanada. La literatura es así una herramienta para la salvación, un intento a la desesperada de fijar lo que ha escapado de nuestras manos, de nombrar lo que no está, para que así esté, al menos en lo escrito, al menos en la página.

 

6.

Es en otra novela, justamente denominada también con una letra, la W, cuando, más adelante (la obra se publicó en 1975, es decir, celebramos este año su cincuentenario), Perec definitivamente trata de contar su historia, de un modo profundamente descarnado. Y sin embargo, no por eso deja de haber inventiva o juego, ya que es ése justamente el modo en que esas cosas terribles pueden ser contadas. Así, el título completo de la obra es W ou le souvenir d’enfance, pero justamente en el comienzo Perec declara abiertamente algo desolador: Je n’ai pas de souvenirs d’enfance: no tengo recuerdos de mi infancia. En efecto, la nómina de recuerdos hasta sus doce años no puede ser más magra. Sobre ellos vuelve: ningún recuerdo real, sensitivo, de sus padres, apenas algunas fotos. Grandes lagunas en sus primeros años en la rue Vilin, o en Villard-de-Lans. Reconstrucciones que bien pueden ser dudosas, a partir de intentos anteriores, a partir de testimonios contradictorios o poco fiables de familiares, a partir de su propia imaginación o capacidad de fábula. Resuena ahí el Austerlitz de W.G. Sebald, personaje de ficción, pero que sufre del mismo arrebatamiento de su infancia, y por las mismas causas: la Segunda Guerra Mundial, el nazismo, el desplazamiento de los niños, la muerte de las familias.

 

7.

Pero la estructura de W no es tan sencilla, no es un simple memorial de olvidos. Los capítulos biográficos se alternan con otra serie de capítulos en los que se desarrolla una historia ficcional paralela, que a su vez se ve marcada por un profundo y significativo hiato entre dos partes, señalado con unos rotundos puntos suspensivos que ocupan toda una página en blanco. En la primera parte, un desertor, que ha huido a Suiza con papeles falsos, es abordado por alguien que le relata el destino del verdadero poseedor de ese nombre de los papeles, un nombre recurrente en la obra de Perec, Gaspard Winckler. El verdadero Gaspard, sordomudo, ha perecido en un naufragio en la Tierra de Fuego. Es ahí, en Tierra de Fuego, en una isla llamada W (un nombre que, al parecer, proviene de un relato que Perec esbozó a sus trece años, aunque también hay quien hace unir en esa W las dos uves de Vilin y Villard, los lugares de la infancia perdida), donde se ha instaurado hace tiempo un extraño régimen político basado en los principios del Olimpismo, que ha convertido a todas las actividades sociales y políticas de la isla en una continua competición, lo que al principio nos parece divertido, aunque bastante kafkiano, para luego irse convirtiendo en algo más y más sombrío.

 

8.

Sin necesidad de destripar mucho la trama, cabe decir que lo que Perec está haciendo con su distopía aquí es un paralelismo que va siendo más evidente con el régimen nazi, o con cualquier otro totalitarismo. Culto del cuerpo, obsesión por la victoria, falta absoluta de piedad con el vencido, control en los aspectos más nimios de la vida, rigurosa separación de clases, ejercicio de una autoridad omnímoda y arbitraria, omnipresencia de la violencia… ésos son los signos que definen a la olímpica W. Las dos series de capítulos, pues, acaban convergiendo, en ambos casos hablamos de lo mismo: la barbarie, la barbarie que conlleva la muerte y que provoca la ausencia abrumadora que preside una obra inolvidable, en la que no hace falta ya que falte ninguna letra para expresar con claridad deslumbradora la atrocidad que está en su más profundo origen.

 

9.

Es, por lo tanto, bastante sencillo a veces no tomarse demasiado en serio a Perec. O, sí, aceptarlo como un gran escritor, con una capacidad de inventiva sobrehumana, con una habilidad sorprendente, pero que parece obstinarse en demasiados juegos sin substancia, en dilapidar todo ese talento en pasatiempos de ociosos para consumo de literatos aburridos. Sí, se puede caer en ese error. Confieso que durante un tiempo yo mismo caí en él. Cuando escuchaba el nombre de Perec, cuando fui sabiendo lo que era el Oulipo, por ejemplo, me parecía algo interesante, algo a lo que acabaría por prestar atención de un modo u otro, pero mi concepto de la literatura siempre ha sido tan transcendente, tan trágico, que mi otra propensión, bien marcada, desde mis tempranas incursiones cortazarianas, por el juego siempre me ha hecho sentir estúpidamente culpable. Pero al final todo cae por su propio peso: no se puede no querer a Perec. Se le quiere ya desde su propia imagen, con ese pelo caótico, con esa perilla desmesurada, con esos ojos dulces y su perpetua sonrisa. Se le quiere porque apenas uno comienza a leerlo se da cuenta de que, ante todo, más allá de su enorme talla como escritor, más allá de la grandeza de su obra, los libros de Perec son una eficientísima máquina de generar ternura. No se puede no querer a Perec, o, si nos ponemos lipogramáticos, y por tanto pasivos, Perec no puede no ser querido, porque para querer a Perec no nos hace falta siquiera la a.

 

10.

Así, como soy celoso de mis obligaciones como buen lector, y la carga de la asignatura pendiente de Perec se me hacía cada vez más pesada, opté por comprar la que es sin duda su obra maestra, La vie mode d’emploi. No tengo anotado cuándo o dónde lo hice, pero sí sé que fue en un lugar al que fui de visita de un día, en tren desde, seguramente París. Sé que fue ya dirigiéndome a la estación para tomar el tren de vuelta, en una librería pequeña, llevado por mi ansia de comprador compulsivo de libros, donde me hice con un libro que inevitablemente te cambia la vida. Pudo, así, ser en Chartres. O puede haber sido en otro viaje, en la Suiza francófona, no lo sé. En todo caso, no hace demasiado tiempo: tardé verdaderamente bastante en arribar al planeta Perec. A diferencia de otras obras de Perec, de poca extensión y mucho más fácil lectura, lo cierto es que la monumentalidad de La vie exige un compromiso lector que no siempre es posible, así que aún tardé un tiempo más en decidirme a entrar al inmueble de la rue de Simon Crubellier para recorrer el intrincado laberinto de sus pisos, mansardas, escaleras, chambres de bonne y otros territorios, por los que el salto del caballo del ajedrez nos conduce a lo largo y ancho de ese damero. Si no han visitado Uds. el número 11 de esa calle inventada, ya están tardando. Háganme caso, me lo agradecerán.

 

11.

No podríamos ni siquiera empezar a describir aquí lo que es La vie mode d’emploi, la complejidad de su estructura, la riqueza exuberante de su inventiva, sus innumerables personajes y peripecias. No me considero capacitado para ello, en tanto que inquilino sólo reciente y esporádico de ese centro de todas las narraciones. Apunto sólo algunas cosas: a pesar de la jovialidad y la aparente ligereza del relato, lo cierto es que Perec decidió, muy al oulipiano modo (exacerbándolo, de hecho) imponerse todo tipo de ligaduras, hasta constituir un Cahier de contraints que hace que no sólo tengamos que seguir al caballo en su transcurrir por un tablero de 10 x 10, no sólo tengamos que recurrir a bicuadrados latinos y otros artificios matemáticos, sino que en cada casilla de nuestra aventura tengamos que ubicar nombres, lugares, alimentos, colores, pinturas, muebles y todo otro tipo de presencias que hacen que lo que ya parecía una joya de orfebrería se convierta en algo más propio de una mecánica gozosamente demente. Y es ahí donde Perec nos atrapa ya para siempre: porque podemos oír su risa, sus carcajadas, mientras se afanaba en la resolución del rompecabezas que él mismo se había impuesto. A pesar de toda la tristeza terrible que atesoraba, Perec es un escritor feliz. Del mismo modo que lo es Nabokov. Y eso es lo que engancha.

 

12.

De entre la selva de historias de La vie mode d’emploi la que se diría la principal, la que de algún modo articula todas las demás, es la de un ejercicio inútil, la de la propuesta de un móvil perpetuo que se topa de bruces con la realidad de la termodinámica, con el triunfo de la entropía en forma de vejez y muerte. Bartlebooth, ese glorioso híbrido del desasido Bartleby de Melville y el mercurial Barnabooth de Larbaud, ha concebido un dispositivo para organizar su vida: recorrer el mundo pintando acuarelas (sólo marinas, sólo en lugares, pues, del litoral), enviar esas acuarelas, hacer construir con ellas puzzles de endemoniada dificultad, resolver esos puzzles en un plazo definido, reconstituir así la acuarela, que se desprenderá entonces del substrato de madera de las piezas del puzzle, sólo para ser sometida a tratamientos químicos que acabarán produciendo de nuevo la hoja en blanco prístina. Ahí, justamente, cabría empezar el nuevo ciclo, pero no hay tiempo para ello, Bartlebooth morirá el día que describe la novela, ese punto fijo en el tiempo en el que tiene lugar nuestro recorrido por el inmueble del 17e arrondissement.

 

13.

Ese día, igual que ocurre con el Bloomsday del Ulysses, que es el 16 de junio de 1904, se ha convertido en un día fetiche para los perequianos. Es el 23 de junio de 1975. Es decir, del mismo modo que este 2025 es el 50 aniversario de W ou le souvenir d’enfance, el año que ya estamos recorriendo también contiene el 50 aniversario del Bartlebooth Day (la novela en sí se publicó en 1978). Kim Nguyen Baraldi, que es el autor de un librito delicioso llamado Por qué Georges Perec, publicado en 2024 en La Uña Rota, junto con otros perequianos, como Enrique Vila-Matas, ha organizado para este año una celebración muy especial, que incluye una lectura colectiva de La vida instrucciones de uso durante dos días, desde el 22 de junio, en Barcelona. No podré estar seguramente, porque el 21 de junio es, como ya saben, mi cumpleaños, y lo celebraré en Madrid, pero me encantaría poder aparecer por allí, como perequiano entusiasta, por más que algo tardío y neófito. Groucho Marx decía que no se apuntaría a un club que aceptara gente como él, pero a mí me encanta ser parte de clubes de gente tronada como yo.

 

14.

Baraldi, de hecho, según le he oído comentar en la radio, realiza cada 23 de junio un acto perequiano maravilloso, consistente en acercarse a alguna librería de Barcelona, comprar un ejemplar de La vida instrucciones de uso y dejarlo allí para que el librero se lo regale a la primera persona que pase poco antes de las ocho. No descarto acabar haciendo algo así, o cualquier otra cosa semejante, porque es justamente a partir de esos guiños, esos juegos, esas complicidades, como la vida súbitamente alcanza un brillo inesperado, un brillo que ilumina regiones ignotas en la negrura subyacente. Es bueno inventar cosas como ésta. Perec, que intentó agotar la Place de Saint-Sulpice, que intentó describir todo tipo de especies de espacios, al que le fascinaba el metro, las estructuras urbanas, las cosas, todos los objetos de una cotidianidad infra-ordinaria, que inventó un alucinante gabinete de aficionado pleno en pinturas de todas las épocas rigurosamente documentadas y rigurosamente ficticias, entre otras muchas travesuras, habría amado esos rituales, y habría asistido a ellos con esa sonrisa suya, mirando con sus ojos dulces que alumbran desde un lago negro.

 

15.

Es justamente al final de Espèces d’espaces donde encontramos una de esas citas frecuentemente repetidas de Perec, que puedo suscribir por completo. Traduzco, presumiblemente de forma torpe, del francés:

Escribir: tratar, meticulosamente, de retener algo, de hacer sobrevivir algo: arrancar fragmentos precisos al vacío que se excava, dejar, en alguna parte, un surco, una traza, una marca o algunos signos.

Perec, sí, nos obliga inevitablemente, a responder esa pregunta, que se quiso candente justamente después de ese Auschwitz en el que pereció (ay, las homofonías) su madre: ¿por qué escribir? ¿Para qué este ejercicio que, a algunos, desde la infancia, nos ha venido impuesto por quién sabe qué potencias? ¿Para qué este sufrir por no saber expresar lo que se necesita decir, por no poder esculpir la belleza que se contempla en algún lugar del interior, o en las obras de los otros, a quienes quisiéramos emular? ¿Por qué este desvelo, esta obsesión, esta dedicación denodada y tantas veces sin recompensa? Perec hizo de la escritura su vida y de su vida escritura, y lo hizo desde un dolor profundo, pero a través del juego, a través de la brillantez y el talento. Perec fue, a pesar de todo, un escritor feliz. Y leer a Perec nos hace querer escribir. No como él, claro: simplemente escribir. J’écris… / J’écris: “j’écris” / J’écris: “j’écris…” / J’écris que j’écris… / etc., dice en el otro extremo de Espèces d’espaces. Eso es: yo escribo, yo escribo: “escribo”. Yo escribo que escribo. Feliz. O al menos, contento.

 

16.

En 1969 Georges planteó su propio esquema bartleboothiano. Seleccionó 12 lugares de París, todos ellos con algún tipo de significación para él, y decidió que durante los próximos 12 años, a partir de una compleja distribución que de nuevo implica el famoso bicuadrado latino, en este caso de orden 12, iría visitándolos a lo largo de los meses del año, para proceder entonces a una descripción, minuciosa, objetiva y lo más neutra posible, de lo que viera en ellos, que vendría aparejada a la descripción, ya no in situ, de otro de los lugares (el que mandase la tabla de distribución) a partir de los recuerdos que éste le evocaría. Los textos así escritos se introducirían en sobres que serían inmediatamente lacrados, de modo que nunca más serían leídos, al menos hasta la completitud del proceso, que habría tenido lugar en 1981. Lo cierto es que esa fatigosa rutina acabó interrumpiéndose en 1975 (otra vez el cincuentenario), pero hasta entonces, algo menos de la mitad de los 288 fragmentos inicialmente previstos, fueron redactados y archivados. Póstumamente (Perec murió en 1982, absurdamente pronto, de un cáncer de pulmón) esos textos fueron publicados, aunque sólo en 2022, en un volumen monumental que apenas he empezado a recorrer. El ser capaz de decidir un proyecto de tan largo alcance, el localizar esos puntos de referencia sentimentales en la cuadrícula de la ciudad amada y sufrida, el disciplinarse en esos inventarios y en esas rememoraciones, el practicar con esa absoluta seriedad el juego, me parece algo conmovedor, algo a lo que uno, en su modestia, quisiera contribuir, aunque sólo fuera observando desde lejos como el peregrino en su patria Perec iba compareciendo disciplinadamente para ese particular viacrucis. La aparición del libro en mi casa, hace apenas dos días, ha sido uno de esos momentos en los que la simple existencia física, como objeto, del volumen, produce un grado de felicidad que no se sabe muy bien cómo alcanzar de otro modo. Ésa es, por ahora, la última viñeta de Ma vie avec Georges Perec.

 

17.

Me dejo muchas cosas, claro, muchos porqués de la lista. Je me souviens, del que ya he hablado por aquí, con su enumeración de recuerdos modestos, disjuntos, centelleantes; el comienzo de Le Voyage d’hiver, con ese traslado, hombros soldados, que es el de Josef K. hacia la ejecución (yo, que tanto he sido Josef K.); el momento en que compré El gabinete de aficionado en el Museo Thyssen de Madrid y lo devoré asombrado allí mismo, en la cafetería; la página 656 de La vie mode d’emploi, donde hay dos niños que juegan sobre una tapia a los dados, que rima con Sebald, que rima con el Kafka del Cazador Gracchus; la presencia de Unica Zürn como penúltima entrada en el abundantísimo índice onomástico de La vie, asociada a una página en la que no está; La boutique obscure, con su lista de sueños, que resuena a una calle en Roma, a una revista en la que publicaba Cristina Campo, a Patrick Modiano, a Piazza Margana, ahí mismo, y sigue el hilo y se va bifurcando, y esto pasa tan a menudo. Es tan gozoso saber que Perec está de nuestro lado, que sonríe, benevolente y un poco irónico, con el cigarrillo entre los dedos, mientras nos perdemos por una ciudad llena de conducciones subterráneas y de substratos y de metros que avanzan y de otras cosas obscuras que están al fondo, en el vacío en que excavamos para extraer siquiera algunas briznas.

 

18.

Cuando decidí que haría una entrada sobre Perec, me pareció apropiado imponerme yo mismo un cuaderno de cargas para realizarla. Así, la entrada seguiría la pauta de W ou le souvenir d’enfance, habría dos líneas paralelas de fragmentos. En una se desarrollaría una ficción distópica relacionada de algún modo con el totalitarismo, de triste y plena vigencia estos días, ay. En la otra, habría una sucesión de recuerdos de infancia, pues yo, más afortunado que Perec, sí tengo abundantes recuerdos de mi infancia. Me puse manos a la obra. No fui capaz. No porque las ligaduras fueran excesivas, ni mucho menos: no pude hablar de mí. Me atacó un súbito pudor, no pude compartir escenas de una absoluta trivialidad e inocencia, pero de hondo significado para mí. Tuve que cambiar de planes. Mi vida no contiene, por suerte, grandes traumas, y mi historia no es particularmente reseñable, pero lo cierto es que, ni siquiera dentro del juego, ni siquiera como homenaje, tuve el valor de hacer lo que Perec acabó haciendo, desde una posición infinitamente más complicada y dolorosa. Ahí, mucho más que en el divertimento de pergeñar un texto lipogramático para empezar la entrada de hoy, me di cuenta de lo complicada que es la escritura aparentemente fácil de Perec. Ahí, humildemente, reconocí ya sin ambages su magisterio.

 

19.

Cuando, en Espèces d’espaces, Perec describe el plan de una obra en curso, que sería Lieux, Lugares, se refiere a los sobres lacrados donde irían introduciéndose los textos para el futuro, como bombas de tiempo. Bolaño, tan adepto a Perec, hablaba, ya lo hemos contado por aquí, de sonrisas lentas que legar a los amigos. Mi obra, abundante y quizás deleznable, por usar un término borgiano, fragmentaria hasta el desmenuzamiento, personal hasta lo inhabitable, tictaquea obstinadamente a mi alrededor. Todos los escribientes nos empeñamos en el hilado de telas de araña que no atraparán mosca alguna, salvo quizás en un futuro en el que ya seremos sólo, en el mejor de los casos, el nombre en la cubierta. Eso es al cabo el texto, un tejido. Perec amaba el punto de cruz, además de las palabras cruzadas de los crucigramas. Este torpe bordado en el que mis dedos, en los que la artrosis ya no disimula su presencia, se afanan puede acabar, quién puede decirlo, adornando cualquier aparador en cualquier estancia inimaginable del futuro, como los paños que el ganchillo incansable de mi abuela hacía aparecer por cualquier superficie disponible de su minúsculo piso, que estaba frente al de mi infancia, en un rellano del que hablaba en el texto fallido de mi entrada-W, de mi entrada que iba a ser una doble A, pues una W dada la vuelta y tachada es una doble A, la inicial de mi nombre y la inicial del nombre del otro que también soy.

 

20.

De todas las máquinas (célibes o no) de ternura cuyas ruedas dentadas escuchamos en la obra de Perec, la más productiva, la que destila la ternura más pura y dulce como la miel es, al final, la de su propia biografía. Si se la recorre, por ejemplo en la obra de Claude Burgelin, uno aprende cosas maravillosas, como que el joven Georges era un jugador excelso de pinball, de lo cual se jacta en alguna de sus cartas. O que tenía un portulano, que le había regalado en su infancia su prima Bianca, y que le acompañó por todas sus casas, hasta llegar a aparecer en la portada de la primera edición de Espèces d’espaces. Una vez decidí, cuando era aún tan joven yo mismo, recopilar mi sin duda abundantísima y, ahora sí, perfectamente deleznable, poesía bajo ese título, Portulano, uno de los más evocadores que pueda imaginar. Ese mapa ancestral, en el que la sucesión de nombres de puertos, cabos y otros accidentes del litoral cubre todo el espacio disponible, hasta llenar el mar de letras, de nombres, define bien el espacio de espacios, el espacio de sueño donde se puede estar tranquilo para escribir sin término. Georges, que siempre supo muy bien que su apellido no era Perec, sino Peretz o cualquier otro modo de transcribir un apellido hebreo, que no pudo visitar la tumba inexistente de su madre, la cual, como todos los miembros de su familia, ostentaba una dualidad de nombres, el original judío y el francés, que inventó tantos nombres de personajes para sus obras, que amaba las listas, los catálogos, los inventarios, las enumeraciones (como ésta), Perec tuvo siempre al alcance de su mirada ese mar de nombres, tuvo siempre a mano un documento que mostraba las líneas de fuga del viaje, Perec supo que eso era algo que necesitaba para vivir, y nunca se desprendió de ello. Yo también necesito un portulano y lo he intentado dibujar muchas veces, pero soy muy torpe dibujando, por eso he decidido, hace ya algún tiempo, escribirlo, como un juego, como un pálido juego de reglas abstrusas y parcialmente secretas, y me siento muy honrado de que Uds. participen de este juego, porque a la gente a la que siempre nos parece que nos falta algo, es muy posible que nos falte de verdad algo en realidad, aunque no sepamos muy bien el qué, y no sea simplemente una letra, o una imagen, o un nombre, pero algo nos falta, y por eso escribimos, para que algo permanezca, para que algo no se pierda, para arrancar al vacío pequeñas briznas, para estar juntos, para aportar algo, por mínimo que sea, a las instrucciones de uso de la vida.

miércoles, 9 de abril de 2025

Infierno de flores

Ma vie avec Angélica

 

En el cielo polar amanece sólo una vez. En Marzo.

ANGÉLICA LIDDELL

 

1.

El 16 de febrero de 1914, Rainer Maria Rilke comienza una carta a la pianista vienesa Magda von Hattingberg, bautizada por él como Benvenuta, que se prolongará y se prolongará durante los días siguientes, hasta alcanzar una extensión de 27 páginas en la edición impresa de ese apasionante, breve pero intensísimo intercambio epistolar a cargo de Insel Verlag, donde figura con el número 28. En la edición en castellano de Grijalbo, 1989, con traducción a cargo de Alfonsina Janés, la hermana de Clara, la extensión es de 34 páginas, a partir de la 120. Si tenemos en cuenta que hay otras cartas enviadas dentro del periodo cubierto por ésta, que se extiende hasta el 20 de febrero, nos podemos hacer una idea del carácter febril de esa correspondencia, sin duda una de las más apasionantes que puedan leerse. En una de las cuartillas de ese abultadísimo sobre, fechada el día 19, a Magda, de la mano de Rainer, que fue y a ratos todavía es René, se le reveló el infierno de flores.

 

2.

Cualquier ocupación, por mínima que sea, se ha ido transformando en una carga para mí, en un entrometimiento, en un contratiempo que me está esperando, al que temo, que desearía haber superado ya, confiesa el poeta. Entonces, le cuenta a Benvenuta que desde ayer hay aquí una gran cubeta llena de violetas. Son muy raras las veces en que me atrevo a ir a buscar flores, pues también respecto a ellas el amor se ha convertido en penalidad. Aquel alivio sereno, irreflexivo y soñador que producen no es proporcionado a mi esfuerzo por cortarlas y colocarlas bien: encuentro que tienen unas pretensiones enormes. ¡Qué fantasmas por todas partes, Magda! A continuación, relata Rilke cómo era frecuente que sus amigos le llevaran flores, sabedores de su amor por ellas: te aseguro que no hubieran podido hacer nada peor. Así, un día (¡cómo olvidar jamás una cosa así!) encontró, al regresar ya tarde, una cantidad inmensa de flores delante de su puerta, flores silvestres traídas del campo y largas ramas floridas de melocotón y de manzano. Ahí comienza el infierno.

 

3.

En un relato que, según avanza, se va haciendo más kafkiano (sobre Kafka y Rilke y sus correspondencias con Felice y Benvenuta escribí, ya lo saben, un ensayo nunca publicado y titulado Los amores bidimensionales), Rilke nos narra cómo, muerto de cansancio, pasó dos horas intentando colocar las flores. Ningún recipiente parecía lo suficientemente alto para aquellas pesadas y anchas ramas. Las flores no parecen acabarse nunca, es como si brotaran por el suelo, las butacas, entre los libros, y se van marchitando en el proceso. Eso angustia aún más al poeta, incapaz de ese ikebana demencial. Cuando levantaba la vista, la sombra del ramaje en la pared se abría contra mí como una auténtica garra. La tarea es hercúlea para el agotado Rainer, que, cuando parece finalmente triunfante, derriba al pasar el elevado jarrón con las ramas, desparramándose entonces sobre el suelo un raudal de agua.

 

4.

Conozco ese cansancio infinito de las tareas imposibles, y la sensación de que, de no ser concluidas, la zozobra, ya claramente perceptible, de un Cosmos en plena deriva, se incrementará, hasta subvertir toda plomada, hasta convertirnos en pura inercia, incapacitados para otra acción que la del llanto. No ocurre a menudo, pues mantenemos la disciplina y esa punta de benévolo engaño con la que ocultamos la inutilidad de todo esfuerzo. Así, es posible suscribir en su totalidad el siguiente párrafo de la carta de un poeta que, en tanto que tal, conoció el infierno a través de las flores:

¿Existe el infierno, Magda? ¿Existe el infierno? Cuando uno lo sueña tiene la posibilidad de despertarse. Para mí, esas horas nocturnas fueron como si un amarguísimo llanto me oprimiera el corazón, donde tenía que deshacerse lentamente, y que para ello sólo dispusiera de mi más íntimo calor. Perdona que te cuente estas cosas, ¡ay, querida!

 

5.

Cuando finalmente el cansancio, y la enfermedad, y, apropiadamente, el pinchazo de una espina de rosa, acabaron por vencer a Rainer Maria Rilke, en su etapa final en Suiza, su cuerpo fue enterrado en el pequeño pueblo de Raron, o Rarogne, según la lengua que prefiramos en esa zona bilingüe del Valais. La tumba se encuentra en la trasera de la iglesia rural, en lo alto, dominando todo el valle. Es de una sencillez absoluta. En ella, el epitafio hace referencia a la rosa, la rosa de mil párpados. Una única rosa, la que trajo acaso esa noche del Infierno florido el poeta, como otros trajeron rosas del Paraíso o de un sueño. Sobre esa tumba yo deposité hace algunos años una hojita de libreta con unas notas. Y me volví para contemplar el panorama que Rilke deseó para sí, para su estancia eterna. Y entonces descendí de nuevo por la cuesta y supe que, una vez más, mi peregrinación a los Santos Lugares había sido propicia.

 

6.

El día de Navidad de 2022 me levanto en un hotel en París, donde he ido a pasar algunos días de esas vacaciones universitarias de invierno. Es muy temprano, el día es gris y frío, pero el paseo por las avenidas desiertas resulta extremadamente agradable. Mi hotel está en el Barrio Latino. Muy cerca, mi destino de ese día, el Cementerio de Montparnasse. De los grandes cementerios parisinos era el único que me faltaba por visitar, y había algunas tumbas que me estaban esperando, como la de Julio Cortázar, donde también deposité mi ofrenda. Estar solo en las calles de París no es algo común, la sensación es la de quien, por fin, tras mucho cortejarla, ha podido gozar del amor esquivo y secreto de una mitología. Estoy solo también en las otras avenidas, las interiores del cimetière. Me conduzco con la calma del flâneur, pero, como todo flâneur, ese deambular contiene sus prescripciones. Hay amigos que no pueden dejar de visitarse. Uno de ellos, inevitablemente, es Baudelaire.

 

7.

Es sabido que en Montparnasse hay una estatua dedicada a Baudelaire, que ejerce las veces de cenotafio, pero que sus restos están alojados en una tumba algo más perdida entre las filas y columnas de aquel damero funeral, y que en ella reposan acompañados de su madre y del segundo marido de ésta, el General Aupick. Al igual que la costumbre ha querido que sobre la losa de Cortázar generaciones y generaciones de visitantes depositen billetes de metro, en la lápida del General, que es también, pero sólo subsidiariamente, la del poeta, se pueden ver siempre impresiones de labios rojos, rojísimos en su rouge, que visitantes apasionadas han inscrito allí con su beso a la fría piedra. Al principio me sorprende, pero lo comprendo, como peregrino que yo también soy. Sólo entonces, con un escalofrío que no proviene de la mañana parisina de Navidad, reconozco tu firma. Y entonces sonrío. Nos encontramos una vez más. Nunca andamos lejos.

 


8.

Sí, ahí, en efecto, en un lateral, en rojo (quién sabe qué labios serán los tuyos) tu nombre: Angélica Liddell. Reciente, sin duda, pues aún no alcanzado por los operarios de limpieza. O los deudos, si es que existe tal cosa: deudos de Baudelaire. Bueno, sí, existen: tú lo eres. Yo también, en menor medida. Lo cierto es que, a diferencia de la piedra (no, no, la piedra también se agrieta y se desmenuza, la lápida termina por desmoronarse), a diferencia de las inscripciones cinceladas (que también acabarán por desvanecerse, por convertirse en un alfabeto recién nacido, ilegible pero pujante en su transformación hacia la nada), esos graffiti no pueden durar demasiado. Éste ha durado lo justo, lo suficiente para que yo lo vea. Le hago una foto. Le hago muchas fotos. Angélica was here parece decir e, inevitablemente, yo me acuerdo del relato de Cortázar, ese Cortázar al que he ido a saludar hace un momento, al que le he dejado un papelito que decía ¿Encontraría a La Maga? y he firmado con mi nombre y la fecha. Ese relato en el que los graffiti son un medio de comunicación en la ciudad sitiada. Y mi corazón late muy de prisa.

 

9.

Angélica was there. Como con La Maga, nuestros encuentros, diferidos en el espacio y el tiempo, imprevistos pero no infrecuentes, nuestras citas imperfectas pero a la larga infalibles, se han ido sucediendo, como resultado de un hasard objectif que rima tan bien con París y Montparnasse. Como con La Maga, doy cuenta de ello en mis anotaciones. Estas anotaciones las realizo poco después, en ese París aún cerrado que se va acercando a la hora de la comida de Navidad, en un café de la rue Gaité, junto al Impasse con el que inauguré este blog, hace ya dos años. Esto es lo que escribo y transcribo aquí verbatim, pues los testimonios han de ser siempre fidedignos:

Hay, es sabido, un cenotafio de Baudelaire, entre los sectores XXV y XXVII, pero su tumba está en otro lugar, su tumba de lápida prolija, un poco en segunda fila, en la que se han ido dibujado sobre el mármol labios rojos, como besos del tiempo. En vertical, a un costado, junto a la última E del nombre del maudit, un graffiti en rouge de pintalabios (o de sangre) con otro nombre, un nombre de maudite aussi, pero para mí un guiño (el enésimo) y una contraseña: Angélica Liddell. Nada menos. Sorprendido (fascinado), busco en la Red. Una foto de ella tendida hace unas semanas sobre la piedra tumbal. En su mano derecha, un apósito cuadrado que quizá revela la presencia de esa breve cicatriz que deja justo ahí, en el dorso de la mano, una vía por la que suministrar medicación intravenosa a esta princesa de las enfermedades. Angélica was here, entonces, y me cuadra tan bien que efectuase ese breve gesto de profanación, y me asombra la pervivencia de esa inscripción casi pompeyana en esta ciudad de la lluvia. Y me congratula ser el receptor de ese mensaje, y casi deseo (pero no, me falta el valor que ella tiene) añadir mi rúbrica para formar así una extraña triada de escritores. Yo quería ser poeta maldito, pero acabé siendo un caballero maduro, muy formal, físico y profesor en la Universidad. Me conformo con asentir: de acuerdo, Angélica, entendido, es posible que tú ya supieras hace unos días, cuando nos vimos tan brevemente en Kuxmmannsanta, que vendría hoy aquí, en este día del Nacimiento del Redentor (uno de ellos, al menos) a la tumba del Príncipe de las Tinieblas para ver tu nombre junto a esos besos de mármol, que me imagino tuyos, firma apropiada para una carta que ha de llegar tan lejos, tan antes.

 

10.

En unos meses he asistido a dos funerales contigo, Angélica. A ambos, por partida doble, en diferentes ciudades por las que te busco, en citas perfectas, éstas sí, garantizadas por las carteleras teatrales. En uno de ellos enterramos juntos a Bergman, que es tan importante para ambos. En la otra ocasión, el funeral era el tuyo. Sonaron las 101 salvas de artillería, y yo, junto con tus otros deudos, cumplí todas las otras prescripciones de tu documento notarial. En la sala roja de aquella habitación de hotel que era el escenario, recibimos la visita del Cuervo de Poe, que se posó sobre el ataúd como quien acerca una silla para iniciar la conversación en alguna taberna, que acaso es aquella que estaba junto al mar que ha de cruzar Gilgamesh en busca de la planta de la inmortalidad, pues para eso se hacen los funerales, ¿no es así? Finalmente, colocamos en el féretro un libro de Baudelaire, porque los círculos han de cerrarse apropiadamente, aunque sólo sea para que luego el tiempo los astille y los convierta en las espirales que siempre fueron.

 

11.

No eran, claro (¡ay!) nuestros primeros funerales. En 2018 murieron tus padres y también murió el mío. En Dicen que Nevers es más triste explicas que tu madre murió el 9 de mayo de 2018 y fue incinerada el 10 de mayo. Mi padre murió el 7 de mayo de 2018 y fue incinerado el 8 de mayo. Esa cadena de muertes e incineraciones nos unía una vez más, aunque ambos lo ignorábamos. Tres años después, mi madre, sumergida en una demencia insondable,  como los tuyos, moría también. Leí tu Trilogía del Luto mientras realizaba el mío. Para mí tu compañía no era extraña, ya habíamos estado juntos en Lausanne o París, que son ciudades tan importantes para mí. Habíamos estado incluso antes de que estuviéramos uno a cada lado del escenario, incluso antes de que poder verte sobre las tablas me produjera una emoción como difícilmente he podido sentir nunca, en una vida que ya es, irremediablemente, larga.


12.

También estuvimos en Turín, con muy poco tiempo de diferencia. En el Hotel Roma. Donde murió Pavese. En el cristal del hotel, un letrero que parece ser eterno: Cerchiamo giovane camariera. Detalles que pasan desapercibidos, pero que hacen que mi mirada se detenga, que haga una anotación en la libreta, que saque el móvil para hacer una foto. Tú también lo haces. A las mismas cosas. Y luego lo publicas en el Diario de Turín de Kuxmmannsanta. Y escribes cosas que empiezan por vino la muerte y tenía tus ojos, como un relato que empecé yo por los días de la cuarentena, y que nunca llegué a concluir, quizás por el miedo que me produce. Ah, y Constance, Constance Dowling, que se coló en un poema que escribí para el blog y que titulé Una blanda geometría de acuarela. Nos pasa mucho, nos pasa todo el tiempo. Tropezamos con cosas semejantes, y las anotamos. Para mí eso es la vida. Tropezar, anotar, comparar notas. Por eso me atrevo a importunarte. Espero que me perdones.

 

13.

Tardé mucho en llegar a ti, tardé tanto. No sabía de tu existencia, sólo te fui conociendo poco a poco. La primera vez no fue en un teatro, sino en tus libros, esos libros que he ido coleccionando y devorando. En aquellos años no estabas actuando en España. Fue cuando volviste, cuando pude verte en ¿Qué haré yo con esta espada?, cuando supe, definitivamente supe. Luego, no siempre he encontrado entradas, me he perdido algunas obras. Pero te he seguido siempre que he podido, y cada vez la emoción ha sido igualmente enorme. Cada vez he sido consciente de ser partícipe de un rito en el que tú ejercías de oficiante. Y la respuesta es imposible de fingir, completamente irrebatible: la piel de gallina.

 

14.

Y los nombres… En Nevers dices que una vez viste un nombre en una lista de muertos. Era el tuyo: Angélica González. Estaba en la lista de las víctimas de los atentados del 11-M en Madrid. Nadie llamó para saber si era yo, concluye el fragmento de El verano de la absolución. No eras tú, o quién sabe, quién sabe quiénes somos o si somos todos los mismos. En cualquier caso, es también verdad que entre los muertos de Santa Eugenia aquella atroz mañana había una estudiante que se llamaba Angélica González García. Años después, en una entrevista en El País su madre habla de ella. Dice que el libro que estaba leyendo, y que viajaba con ella en el tren, era In cold blood de Truman Capote. A sangre fría.

 

15.

Al final de Kuxmmannsanta hay un correo con un enlace que lleva a un memorial virtual en honor de Angélica González, extrañamente nacida y muerta el mismo día, el 3 de enero de 2017. Esas fechas coincidentes que aparecieron también con tu madre. Nombres, fechas. Por Avignon pasé poco después de que representaras allí ¿Qué haré yo con esta espada? Seguramente había ecos aún que acaso percibí. Era agosto de 2016. En mis paseos por Lausanne, ciudad que he visitado muchas veces, en torno del lago, también evoqué Solaris y sus criaturas desdichadas, hijas de una creación tan incomprensible como la nuestra. Solaris, que acaba con el abrazo al padre, mientras la lluvia alcanza también los interiores. Un día, en la estación de Timoka, seguramente nos vimos, cada uno en un andén. Sonaban los Pet Shop Boys en mis auriculares. Sí: un pecado.

 

16.

Lo de los apellidos también lo descubrí un día por casualidad. La primera vez que me firmaste un libro, Kuxmmannsanta, sólo te dije mi nombre, Agus, y así lo colocaste ahí. Y entonces escribiste muchas gracias. ¡Muchas gracias! Eras tú la que me agradecías a mí, que te debo tanto. Fue la segunda vez, con Caridad cuando me atreví a contártelo. Me impresionaba tanto tu cercanía la primera vez que sólo cuando había comprobado tu inmensa amabilidad pude importunarte. Tenemos los mismos apellidos: González Cano. Esos apellidos resuenan en el acta notarial de Vudú (3318) Blixen cuando se pronuncia tu nombre civil, Catalina Angélica. Qué casualidad, escribiste, con una sonrisa. Y entonces, tras una pausa, dijiste: voy a ponerte Liddell y lo hiciste: Para Agustín Liddell, y yo, tras aquel bautizo a cargo de la Gran Papesa, abandoné la Librería Alberti levitando visiblemente.

 

17.

Los nombres. Lou Andreas Salomé le cambió el nombre a René Rilke, prefiriendo el más germánico y rotundo Rainer. También le cambió algo que parece imposible de transformar: la caligrafía, que es tan personal. Tú elegiste el apellido de Alice Liddell. Yo me limité a colocar un guion entre mis dos apellidos, convirtiéndolos así en uno solo, espuriamente compuesto. Nombres para lápidas y nombres para registros civiles. Y los nombres con los que se dirigen el uno a otro los destinatarios de las cartas de amor: Benvenuta. Atra Bilis, la melancolía, de la que somos ciudadanos de pleno derecho. No sé, Angélica, ya me perdonarás estos devaneos: a pesar de todo, estas cosas no dejan de parecerme milagrosas.

 

18.

El segmento final de Vudú comienza completamente a obscuras. Entonces, tu largo parlamento se va desarrollando ante el estupor del público. La primera vez que lo escuché, en Sevilla, hace un mes, me quedé completamente apabullado. Había leído el libro. Es más, lo tenía allí, en el teatro, lo hojeaba en los entreactos. Sabía a lo que venía, podríamos decir. Pero no: esa obscuridad que invitaba a cerrar los ojos, a concentrarse en tu voz que iba desgranando, desapasionadamente, esas verdades del barquero sobre la edad, el amor, la falta de él, la muerte, me trasladaba, nos trasladaba a toda esa feligresía que colmaba el teatro (gente a la que no conocía de nada, pero eran súbitamente hermanos, participantes en esa ceremonia del sacrificio) a territorios nunca hollados. Luego, en Barcelona, tres semanas después, sí que sabía, y observaba cómo iba cambiando la reacción, como se iba instalando un temblor en la platea. Yo soy del bando de los tristísimos, dices entonces, y yo también soy del bando de los tristísimos: mucho más jubilosos y selváticos, no divertidos, sino audaces, osados, intrépidos, estamos locos de verdad. Sí, Angélica: ojo de loca no se equivoca.

 

19.

Perdóname este desahogo, Angélica, esta perorata un poco trasnochada, por más que enunciada en pleno mediodía (el demonio del mediodía es el que nos tortura a los melancólicos), y tan tendente a la muerte y sus pompas. ¿Me creerás si te digo que, obligado a describir lo que siento cuando te leo, cuando te contemplo en el escenario, la palabra que tendería a usar es una palabra que jamás uso: felicidad? Aunque no, porque no hay una sola palabra que nos valga, no nos sirven las palabras, esas viejas traidoras, es otra cosa. Es esto. Es esto.

 

20.

En Duino, en uno de mis peregrinajes, el primero, el decisivo, del que doy cuenta en parte en mi novela Morgana en Duino, allí, en el Sendero Rilke, supe lo que era existir, lo supe sin que hubiera otro ángel que me lo susurrara que el lejano ruido del mar o el murmullo del viento. Era enero de 2012. Me había ido allí a conmemorar el día en que Rilke comenzó a escribir las Elegien. Esa mañana de 2012 es un amanecer para mí. Un amanecer paradójico, pues no es una frontera entre la obscuridad y la luz, sino entre la obscuridad y otra obscuridad, más amarga a ratos, pero también más entrañable, más habitable, una obscuridad de penumbra en la que escribir a la luz de una vela, escribir toda la noche, como Malte Laurids Brigge. O acaso es una frontera entre una luz y otra, entre un mar y otro, de un gris a un azul que es también un gris que es también un azul, pues todos los azules son, al cabo, grises, y todos los grises son también azules. Y luego están los rojos, claro. Los rojos de David Lynch, los del rouge de los labios. Pero no sigamos, ya estarás muy fatigada, Angélica, temo haberte robado ya demasiado tiempo. Dejémoslo aquí. Confío en conseguir entradas para Seppuku, para su estreno en Salt, donde nunca te he visto, para poder así compartir otro funeral contigo, el de Mishima. A lo mejor nos vemos en otro lado antes, en París, en el Odéon, quién sabe. En cualquier caso, hay muchas formas de encontrarse, y no todas ellas exigen la presencia. Los textos también sirven, y los recuerdos, y los sueños, y los azares, y los versos, y los ángeles que sostienen a los Cristos muertos, y Bach, y las flores, las flores arrojadas sobre un escenario, las flores en su particular infierno, pues eso es, me parece, la vida: un infierno florido, un lugar de dolor y belleza, de una belleza tan terrible como Rilke nunca se atrevió a imaginar, de una belleza que asusta incluso a los ángeles, esos que se pasean, aturdidos, por los márgenes de un escenario que tiene la forma de un acantilado. Porque ahora vemos como en un espejo, pero algún día veremos cara a cara, y será entonces, Angélica. Entonces.


N  O  T  A  S

Las fotografías de la tumba de Baudelaire son mías, corresponden a mi viaje a París de 2022. La imagen de Angélica sobre la tumba de Baudelaire, que aquí no aparece, fue publicada por la benemérita editorial La Uña Rota en sus cuentas de Twitter e Instagram. Puede verse, por ejemplo, aquí: https://x.com/launarota/status/1603423906756497408 . La fecha de la publicación es 15.12.2012, y ahí se dice que la presencia de Angélica en el cementerio tuvo lugar justo un mes antes, esto es, el 15 de noviembre, con lo cual, cuando yo vi la firma en la lápida, habían pasado cuarenta días, los cuarenta días de una cuarentena o un diluvio.

Durante la semana pasada he asistido a un congreso sobre Angélica Liddell organizado por Samuel Rodríguez, profesor de la Universidad Complutense, a la que pertenecí tantos años. La experiencia ha sido magnífica y me ha permitido, además de asistir a interesantísimas ponencias, conocer a otros miembros de esa familia angélica a la que pertenezco ya para siempre. Entre otras cosas, fue especialmente apasionante compartir espacio con Sindo Puche, el colaborador fundamental de Angélica, y otros miembros de la compañía. También, conocer a Carlos Rod, director de La Uña Rota. En esa editorial pueden encontrarse los títulos de Angélica aquí mencionados, como Kuxmmannsanta y Dicen que Nevers es más triste, entre otros. Mi agradecimiento a todos ellos.