Si el sueño fuera
(como dicen) una
tregua, un puro reposo de la mente,
¿por qué, si te despiertan bruscamente,
sientes que te han robado una fortuna?
JORGE LUIS BORGES, El
otro, el mismo
1.
El 27 de diciembre
de 1939, Cesare Pavese nos presenta una de las construcciones más sugerentes
que imaginarse pueda: la del pozo de los sueños. Podemos leerlo en El
oficio de vivir, en la traducción de Ángel Crespo. En esa entrada, lo
primero que hace Pavese es referirse a un sueño que acaba de tener (en el
encabezamiento se apostilla: mañana), con una acrópolis
rojiza y grandes cuadros murales, que incluyen unas perlas que no se
ven, pero se sabe que están, como se saben las cosas en los sueños
que soñamos. Indaga sobre el posible origen de ese sueño (un reciente viaje a
Venecia, probablemente) y su simbolismo (la mujer que representa a Italia) y
luego se refiere a otros sueños que relaciona con la sensación producida por éste:
Me parece también haber soñado en otros tiempos cimas de cerros singulares
vistas desde abajo o estando a media pendiente campestres y cubiertas de
moreras. Quién sabe cuándo y cómo. Y entonces formula dos hipótesis
para explicar, no tanto el contenido de esos sueños, como su atrezzo, su
escenografía, la familiaridad con la que son recorridos. Y ahí, justo ahí, nos
invita a un ámbito incomparable.
2.
Esa familiaridad,
ese reconocimiento que experimenta ante la ciudad de cuadros
podría ser, aventura, un truco del sueño, que nace con su pasado
puesto (como en aquella teoría sobre la creación del mundo de P.H.
Gosse de la que nos habla Borges en un ensayo). Así, el pasajero del
sueño (hagamos como que hay dos personas distintas en esta historia,
como si el soñador y el que navega la ensoñación fueran diferentes, cosa que,
desde luego, no son, o sí, quién sabe), en el papel que le toca
representar (y que va descubriendo según van sucediéndose las secuencias) se inscribe
en un universo completo en su ficción, y, así, indistinguible de la
realidad. Dice textualmente Pavese: cada instante soñado nace con su paisaje
temporal retrospectivo. Cuando el soñado avanza, cuando avanzo,
porque yo también soy soñado, cuando avanzamos todos los soñados por la Ciudad
del sueño sabemos dónde estamos, sabemos quiénes somos, sabemos lo
que ya ha pasado y también sabemos, o intuimos, lo que puede acabar
pasando. No en vano somos los guionistas de ese corto. Aunque
entonces, el desdoblamiento del que hemos partido se nos desmenuza entre los
dedos. Pero no adelantemos acontecimientos.
3.
La otra posibilidad
es que ya hayamos estado allí en otros sueños, y recordemos haber
estado allí, pudiendo por tanto reconocer esos itinerarios. La diferencia
parecería irrelevante, o de puro matiz. En tanto en cuanto el escenario del
sueño es desarrollado por nosotros, no sería fácil distinguir realmente si
hemos diseñado un protagonista con pasado o hemos reciclado unos
elementos y hemos pensado en un protagonista que se acuerda de sus sueños,
más cercano a nosotros, que estamos rigiendo, desde una vigilia que trasciende
al estado de los ojos abiertos, toda la superproducción. Pero sí, si es
importante ese matiz, porque le permite a Pavese proponer su invención genial: el
mundo de nuestros sueños es una mina cuyo pozo vertical nos lleva en ascensor a
diferentes profundidades en las que hay sueños fijos que volvemos a ver cada
vez.
4.
Es decir, vamos
de visita a nuestros sueños. Enviamos, en cada giro de guion, a nuestro soñado
a los diferentes escenarios, todos bien pertrechados de objetos y tramoyas,
y hacemos que pasee por ellos. Por supuesto, le son conocidos. Ya
hemos estado aquí, ya hemos recorrido esta Ciudad, sus barrios, sus
arquitecturas. El ascensor se desliza en la vertical del estar dormido y se va
parando en los diferentes sótanos del estar soñando. Pavese llega a
hablar de estratos geológicos. No hay nada que nos sea más propio que
eso, no hay nada que defina mejor nuestra interioridad, lo que en el fondo
somos. Si es que lo que somos lo somos a solas.
5.
Concluye Pavese su grandiosa
visión: no hay un único sueño aislado que crea la ilusión de su pre-existencia,
que nace dotado de su propio pretérito, sino toda una red temporal tendida
bajo todas las noches (los sueños) tomados en conjunto. Sería, así, un
mundo existente en el que entramos cada vez que dormimos (y los sueños nos
esperan a diferentes profundidades, no los creamos). Los subrayados
(señalados aquí por los vocablos en redonda dentro de la frase en cursiva) son
todos de Pavese y marcan bien las palabras clave. El mundo interior existe y
nosotros, extrañamente exteriores a nosotros mismos, lo recorremos cada noche.
Esa vasta e intrincada geografía, salpicada de monumentos, corredores, cuevas,
grandes avenidas, habitaciones que nos acogen, playas en las que hay un
dilatado horizonte, todo eso está ahí, y es nuestro, pero también, de
algún modo, quiero decir, también, sobre todo, nosotros somos de ello.
6.
Por supuesto, no es
preciso invocar ninguna trascendencia o intervención sobrenatural. Si aceptamos
la segunda hipótesis de Pavese (y yo la acepto, porque yo me paseo cada
noche por los sótanos de mi sueño), hemos sido nosotros mismos los
Constructores. Que, cuando interpretamos nuestro papel de soñados, nos
sorprendan aparentemente las curvas de tal carretera o la aparición de un zaguán,
no invalida mi afirmación anterior, pues el desdoblamiento se basa
justamente en que el juego es de una dimensionalidad superior. Es decir,
somos uno, quizá no el despierto, quizá algo que no está ni siquiera definido
de un lado u otro del sueño, y ese uno permanece en perpetuo diálogo con él
mismo, planteando y resolviendo enigmas profundamente endógenos, dotándose
de una gran biblioteca de folletines, filmando una cantidad ingente de episodios
de una soap opera densa en alegorías personales y profundamente
intrascendentes, a la par que decisivas (no digo paradójicamente, puesto que
justamente no hay ninguna paradoja en ello) para nuestra identidad, nuestra
salud mental, nuestra cosmovisión, para, en definitiva, el relato que somos.
7.
No es una cuestión
de pura recurrencia. El sueño incorpora una estructura, un paisaje, y hay tropismos,
hay trayectorias casi geodésicas, que parecen, por tanto, inevitables, que
creemos repetir, pero no, el juego es más sutil: quizá a la zona del Este (lo que
el soñador sabe que es la zona del Este, y el soñado también lo sabe, pero le
parece que justo ahí ha empezado a saberlo, que acaba de descubrirlo) puede
accederse por esta calle, pero hay que tener en cuenta esa esquina, y a veces
nos extraviamos, o cambia súbitamente nuestro objetivo en el sueño, o la zona
del Este aparece exactamente en el otro lado de la Ciudad, pero es
inconfundiblemente ella, y lo es justamente porque la zona del Este es un
destino luminoso dentro de los sueños de la Ciudad, así como hay otras zonas en
el centro de la Ciudad que son obscuras e indefinidamente peligrosas, y en otros
sueños (es decir, en otras visitas) hemos aparcado el coche en un aparcamiento en
el que ahora parece no estar, o a lo mejor nos hemos equivocado de planta, porque
recordamos que a menudo nos equivocamos de planta, y un poco
después ya no hace falta el coche porque todo se precipita y es como si el mapa
de la Ciudad se hubiera inclinado y una gravitación imparable nos lleva al
verdadero destino de todos los sueños: el despertar.
8.
Esto que acabo de
hacer (de intentar hacer) es por supuesto inútil, y un poco patético.
Porque no les puedo contar cómo son mis sueños de la Ciudad. Apenas puedo
decirles que no todos mis sueños son sueños de la Ciudad, pero lo son muchos y
desde siempre, desde que era un niño. Y que los llame de la Ciudad no
significa ni siquiera que en el sueño estemos en una ciudad, o que la ciudad
sea una concreta, o la misma siempre, aunque sí hay una conexión con ciudades
que he recorrido, o en las que he vivido, y la ciudad aparece a menudo bajo el
prisma de la visión de antes, de hace años, con las estampas que se imprimieron
entonces, en diversos momentos de mi vida. La cuestión más definitoria es
la riqueza, la complejidad del escenario, que es profundamente familiar
y a la vez ominosamente extraño (la palabra es, claro, unheimlich),
la seguridad del soñado sobre quién es y dónde está, su temor de que las
cosas no acaben de ocurrir cómo deben, la idea recurrente de que hay prisa,
de que hay que llegar a algún lado, hacer algo, de que algo va a pasar. Eso es soñar
en Kafka, esos son los sueños de preparativos de viaje. Eso son mis sueños.
9.
Probablemente Pavese
soñaba con la Ciudad, como yo. Puede incluso que haya una sola Ciudad y
simplemente cada uno recorra sus barrios, y a veces nos crucemos. Puede que los
sótanos del sueño del pozo de Pavese sean todos los sótanos del sueño, y
todos estemos por allí, cada uno dando a su botón del ascensor (¿o es el
ascensor el que se mueve sin que nosotros podamos controlarlo?). La cuestión
sería: ¿qué es lo primario, qué estuvo antes, qué es lo real? Bueno, esa
no sería la cuestión en absoluto, porque los que habitamos la Ciudad de los
sueños hemos renunciado a la ingenua dicotomía entre lo real y lo “real” y lo
real soñado y lo real “soñado” y toda la combinatoria de comillas que se quiera.
Pero, sí, algo de eso hay, porque no pocas veces me parece que soy mucho más
el soñado que el soñador, que mi Ciudad estaba allí desde siempre y yo me
la encontré al nacer, como me encontré al nacer Madrid, el Paseo de las Delicias,
el metro de Legazpi, o la carretera de La Coruña que lleva a la Sierra. Que
esos lugares hayan aparecido tanto en la Ciudad de los sueños, que sigan aún
apareciendo más de cincuenta años después podría usarse como prueba de que en
realidad fue Madrid la que copió a la Ciudad, que en realidad la vigilia
es un producto, un puro remedo del sueño, una fatigosa y no muy brillante representación de
algo más profundo, algo más verdadero, algo intransferible y al mismo tiempo
universal.
10.
Puedo afirmar esto
con cierta rotundidad porque conozco a bastante más gente que tiene su Ciudad,
que sueña en su Ciudad. Véase, si no, lo que escribe Julio Cortázar en 62,
modelo para armar:
Entro de noche
a mi ciudad, yo bajo a mi ciudad
donde me
esperan o me eluden, donde tengo que huir
de alguna
abominable cita, de lo que ya no tiene nombre (…)
hay un canal
que corta por el medio mi ciudad
y navíos
enormes sin mástiles pasan en un silencio intolerable
hacia un
destino que conozco pero que olvido al regresar (…)
Entro sin saber
cómo en mi ciudad, a veces otras noches
salgo a calles
o a casas y sé que no es en mi ciudad,
mi ciudad la conozco por una expectativa agazapada
y sigue el poema
hablando de la ciudad, que tiene tantos hoteles (en la mía hay igualmente hoteles,
que a veces son también trenes) y que tiene muchos ascensores, algunos
de ellos verticales y otros horizontales (cuánto he soñado yo con ascensores) y
habitaciones que dan a habitaciones que dan a nada y una plaza con tranvías, y
una calle con las aceras muy altas, y galerías. Y por esa ciudad se pasean todos
los personajes de la novela, si es que no son todos el mismo, y comparten
esos paseos, y a veces se encuentran unos en los sueños de los otros, si
es que no son todos el mismo soñador, y así, esta novela, que nace del capítulo
62 de Rayuela, describe un extraño movimiento browniano que se
desarrolla en muchos pisos, en muchos sótanos del sueño, habría dicho Pavese, y
en esa Ciudad estamos Cortázar y yo y tantos otros más.
11.
Otros han hablado de
la ciudad. Hay una anotación de Ingmar Bergman en la que evoca sus sueños con
un Berlín que es sólo del sueño, en el que también hay una definida polaridad
de las direcciones, y en donde recurrentemente emprende una larga caminata
al Este, al barrio donde pueden pasar las cosas, caminata que nunca
llega a su meta. La realización cinematográfica más clara, acaso, de la Ciudad
de Bergman es la extraña localidad extranjera, profundamente extranjera
y también completamente familiar, de esa obra maestra que es El silencio.
Una película que se desarrolla en un hotel. Una ciudad a la que se ha llegado
en tren. Qué de sueños podría yo contar que ocurren en un tren, en el metro, en
una ramificada, casi inextricable red de metro en la que me sorprenden siempre
estaciones nuevas, bifurcaciones inesperadas.
12.
No se trata de los
sueños, se trata de la Ciudad. De una Ciudad súbitamente dotada de una
plasticidad infinita, de una Ciudad en la que hay un hervidero de esquinas y
callejones, en la que luce el extraño sol del estar dormido, en la que todo ha
pasado y pasa múltiples veces. Esa ciudad que es acaso la que canta Cavafis en
su bello poema:
No hallarás
nuevas tierras, no hallarás nuevos mares.
La ciudad te
seguirá.
Vagarás por las
mismas calles.
Y en los mismos
barrios te harás viejo;
y entre las
mismas paredes irás encaneciendo.
Siempre
llegarás a esta ciudad. Para otra tierra, no lo esperes,
no tienes
barco, no hay camino.
Sí, quizá no
saldremos de la Ciudad, pero lo cierto es que la Ciudad también envejece con
nosotros. Hay lugares a los que ya no vamos hace tanto, barrios que parecen
haberse borrado. Otros itinerarios se han ido agregando, uno reconoce aquí y
allá edificios, rincones, que provienen de otras ciudades que ha ido
recorriendo en la vida de la vigilia. Aunque muchas otras veces es al revés.
Paseando, nos damos cuenta de que estamos en un lugar de sueño. O que acabamos
de encontrar algo que pertenece en realidad a la Ciudad aunque esté aquí y sea
tangible y estemos despiertos (¿lo estamos, lo estamos alguna vez?). Hay una
dinámica, casi una tectónica en la Ciudad en perpetua descomposición y en
perpetua reconstrucción. Pero hay ante todo una permanencia. Es lo único que
realmente permanece: nosotros somos apenas transeúntes.
13.
En una de las
secuencias sin duda más conocidas e impactantes de la notabilísima filmografía
de ese artista genial que fue David Lynch, nos adentramos en el Club Silencio
para asistir a un extraño espectáculo. El que aparentemente oficia como
maestro de ceremonias grita, apenas nos hemos sentado, NO HAY BANDA. Lo
hace en castellano, aunque luego lo traduce al inglés. Y al francés. No, no hay
banda, y sin embargo escuchamos una banda. Es todo, como decía aquella
canción de nuestra juventud, una historia de play-back. Así son los
sueños, o quizá sea la vida: una historia de play-back. Cantaba Santiago Auserón:
alguien dicta en la sombra y tú sólo mueves los labios. El soñador
recita el papel y el soñado apenas hace su mímica. El soñador mueve los hilos
de la marioneta que es el soñado, o juega con los controles de su videojuego:
en la pantalla, el mapa de la Ciudad. Claro que el soñador es también otra
marioneta, el soñador también hace play-back. Y cuando suena una
trompeta no sabemos quién la toca, pero si suena alguien la ha tocado, alguien grabó
esa música que suena en el play-back. Alguien: el modelo del
fantasma. ¿En qué caja china estamos depositados, cuál de las muñecas rusas somos?
¿Qué sótano del sueño es éste?
14.
El Mulholland
Drive del sueño, si es un sueño, no es el de la realidad, si es que es la
realidad, y en última instancia es el Mulholland Drive de una película,
porque estamos viendo una película, pero hay un lugar llamado Mulholland Drive
en una ciudad real, si es que existen las ciudades reales, una ciudad que se
llama Los Ángeles, y es inabarcable. Y en todo ese entramado de curvas que se
penetran una a otra, de estratos que subvierten su ordenación, de palabras que
se pronuncian en un mundo y se escuchan en otro, el verdadero Maestro de
Ceremonias, David Lynch, juega con nosotros, y nos guiña un ojo, y nos dice: ¿estás
seguro? No te pregunto si estás seguro de si estás soñando. Te pregunto si
estás seguro de lo que significa soñar.
15.
Será difícil aceptar
que David no nos contará ya sueños nuevos. Será difícil aceptar que nuestra
Ciudad se irá deteriorando más y más, que el presupuesto municipal para reparar
baches y desperfectos irá menguando, que cada vez nos moveremos más lentamente
en nuestros sueños, que cada vez veremos peor también en ellos, que también a
los sueños nos acompañarán los acúfenos, y el dolor de cuello, y las angustias
por un mundo que se regocija en su propia descomposición. Será difícil todo
eso, pero es preciso seguir soñando. Más que nada para comprobar si en efecto,
como siempre sospechamos, tu Ciudad y la mía son la misma y llevamos toda la
vida paseando por las mismas calles, y nos hemos visto tantas veces en sueños
que no importa tanto que nos veamos tan poco cuando estamos despiertos. Al fin
y al cabo, somos la misma persona.
16.
En la bella y
melancólica y también luminosa y también optimista Bis ans Ende der Welt,
Wim Wenders, que aún está de este lado del sueño, y esperemos que por mucho
tiempo, nos habla, en un mundo al borde de la destrucción cósmica en el cambio
del milenio, de una invención genial: una máquina para registrar las imágenes
del sueño. Los personajes de la película que empiezan a experimentar con ella,
por muy rudimentaria que sea aún, se enganchan, como se engancharían a
una droga, a sus propios sueños. Pasan una y otra vez la secuencia, subyugados
por esa contemplación de algo que es tan de ellos, que es tan ellos. El
verbo en inglés para designar esa acción sería inevitablemente to play back.
La Ciudad, en la pantalla de un pequeño monitor. Y la ternura infinita que nos
produce observar nuestras propias tribulaciones, nuestros inseguros pasos por
una inmensidad abrumadora, la de todas las ciudades del planeta. Ahora vuelve a
ser el fin del mundo, nunca deja de serlo. No sé si no sería preciso emprender
la marcha hacia el rincón más remoto del planeta, hacia el fin del mundo físico,
como se hace en la película, y dedicarnos a contemplar unos los sueños de los
otros. Dedicarnos a ver una y otra vez las películas de Lynch, de Wenders, de
Bergman. A mí no me quedan fuerzas para mucho más, se lo confieso.
17.
Famosamente, en Las
ruinas circulares, Borges nos habla de un soñador, que ha decidido soñar
un hijo, soñar un ser humano completo, en toda la minuciosidad y
complejidad de sus órganos. La tarea le lleva largos años, una vida entera. La
ensoñación, el nuevo hombre así formado, se descubre invulnerable al
fuego: eso le revela, por tanto, que no es humano, que no es cuerpo, que no es
perecedero. Pues ser humano es justamente ser devorado por el fuego. Cuando el
fuego alcanza al soñador, al final del cuento, éste descubre con alivio, con
humillación, con terror que tampoco tiene carne que pueda consumirse, que también
era una apariencia, que otro estaba soñándolo y permanece indemne ante el
incendio. Como canta Tom Waits, somos inocentes cuando soñamos. Y somos
invulnerables. Let’s keep on dreaming, pues, que no acabe nunca el espectáculo
del club Silencio, que el play-back se reproduzca en bucle, que nunca
nos cansemos de hollar las infinitas calles de la Ciudad que somos, que el
ascensor del Pozo del Sueño tenga una maquinaria robusta y nos transporte a
profundidades insondables, que nos veamos, que nos volvamos a ver, que nos
encontremos en los sueños, en la plaza de los tranvías, en las calles que
llevan al Este, en un Berlín que no lo es, en el tren (¿estás en el tren?). Que
el fuego no ose consumirnos, que el fuego camine con nosotros.
P.S. Dispongo desde hace muchos años de una edición de 62, modelo para armar, una edición de Bruguera en una colección que se vendió en quioscos en los primeros años ochenta. El libro está muy envejecido, y, cuando empecé a pensar esta entrada, me pareció que disponía de un buen pretexto para volver a comprarlo, en una edición más moderna, concretamente la de Debolsillo. Fui a la muy interesante, y muy frecuentada por mí, librería del mexicano Fondo de Cultura Económica en Madrid, la librería Juan Rulfo, y localicé el ejemplar. Aproveché la ocasión para hojear las novedades. En una de las mesas un libro me llamó la atención. Se titulaba Antología Puente Rosario – Madrid. Deduje que era una selección de textos de autores rosarinos. En la Juan Rulfo se pueden encontrar libros hispanoamericanos que no son fáciles de hallar en otros lugares (salvo mis también amadas Iberoamericana-Verwuert o Lata Peinada, esta última ahora sólo en Barcelona, una vez que la de Madrid se cerró). Lo cogí y lo abrí al azar. En esa página, justamente, se presentaba a uno de los autores y en la otra cara empezaba su relato. El autor se llamaba, por supuesto, Agustín González. El cuento, muy breve, y que leí a salto de mata allí de pie en la Juan Rulfo, era extraño y su ambiente era muy onírico. Recordé, o quizás inventé, que ya había oído hablar de ese homónimo mío en alguna otra ocasión. La combinación de mi nombre y mi primer apellido no es rara, y todo el mundo recordará al grandísimo actor que se llamaba como yo (y como mi padre y como mi abuelo y como mi bisabuelo). Para distinguirme de todos los A. González del planeta, cuando empecé a publicar papers científicos, en una época anterior a Internet en la que los indexados no eran tan perfectos, hice como muchos otros españoles, añadí con un hyphen mi segundo apellido, el de mi madre. He mantenido esa costumbre también como autor literario, haciendo compuesto, como si fuera un miembro de la nobleza, mi apellido ahora único, González-Cano. No dudo de que mi otro yo de Rosario ignora todo de mi existencia, como lo hacen un profesor de filosofía, un compositor navarro y un político jiennense, entre otros, pero lo cierto es que, dado que profeso la fe surrealista, no parecía lógico dejar de relatar esta aparición inesperada de un objet trouvé de tan clara prosapia. El 62 era el lugar donde había encontrado mi Ciudad con gran sobresalto, donde me había visto duplicado. De todos los libros de la Juan Rulfo, una vez localizado mi nuevo 62 el primero que cogí era mío. Tenía un relato mío que había escrito siendo un escritor de Rosario. Todo encaja a la perfección, todo nos recuerda que no hay nada seguro, que no hay nada real, que no hay nada importante. Pocas semanas antes había comunicado por fin a una de las personas que más admiro en el mundo una verdad trivial pero quizás significativa que yo conocía pero ella no: que compartíamos apellidos. La persona que se llama González Cano es nada menos que Angélica Liddell. Cuando me firmó el ejemplar se lo dedicó a Agustín Liddell, y a mí nada me pudo hacer más feliz. Así, me parece, se van escribiendo los modelos para armar, así se crean los espectáculos del Club Silencio, así las ruinas circulares resisten a todos los fuegos el fuego, así nos reconocemos como lo que somos: la misma persona.