lunes, 27 de enero de 2025

No hay banda


 

Si el sueño fuera (como dicen) una
tregua, un puro reposo de la mente,
¿por qué, si te despiertan bruscamente,
sientes que te han robado una fortuna?

JORGE LUIS BORGES, El otro, el mismo

 

1.

El 27 de diciembre de 1939, Cesare Pavese nos presenta una de las construcciones más sugerentes que imaginarse pueda: la del pozo de los sueños. Podemos leerlo en El oficio de vivir, en la traducción de Ángel Crespo. En esa entrada, lo primero que hace Pavese es referirse a un sueño que acaba de tener (en el encabezamiento se apostilla: mañana), con una acrópolis rojiza y grandes cuadros murales, que incluyen unas perlas que no se ven, pero se sabe que están, como se saben las cosas en los sueños que soñamos. Indaga sobre el posible origen de ese sueño (un reciente viaje a Venecia, probablemente) y su simbolismo (la mujer que representa a Italia) y luego se refiere a otros sueños que relaciona con la sensación producida por éste: Me parece también haber soñado en otros tiempos cimas de cerros singulares vistas desde abajo o estando a media pendiente campestres y cubiertas de moreras. Quién sabe cuándo y cómo. Y entonces formula dos hipótesis para explicar, no tanto el contenido de esos sueños, como su atrezzo, su escenografía, la familiaridad con la que son recorridos. Y ahí, justo ahí, nos invita a un ámbito incomparable.

 

2.

Esa familiaridad, ese reconocimiento que experimenta ante la ciudad de cuadros podría ser, aventura, un truco del sueño, que nace con su pasado puesto (como en aquella teoría sobre la creación del mundo de P.H. Gosse de la que nos habla Borges en un ensayo). Así, el pasajero del sueño (hagamos como que hay dos personas distintas en esta historia, como si el soñador y el que navega la ensoñación fueran diferentes, cosa que, desde luego, no son, o sí, quién sabe), en el papel que le toca representar (y que va descubriendo según van sucediéndose las secuencias) se inscribe en un universo completo en su ficción, y, así, indistinguible de la realidad. Dice textualmente Pavese: cada instante soñado nace con su paisaje temporal retrospectivo. Cuando el soñado avanza, cuando avanzo, porque yo también soy soñado, cuando avanzamos todos los soñados por la Ciudad del sueño sabemos dónde estamos, sabemos quiénes somos, sabemos lo que ya ha pasado y también sabemos, o intuimos, lo que puede acabar pasando. No en vano somos los guionistas de ese corto. Aunque entonces, el desdoblamiento del que hemos partido se nos desmenuza entre los dedos. Pero no adelantemos acontecimientos.

 

3.

La otra posibilidad es que ya hayamos estado allí en otros sueños, y recordemos haber estado allí, pudiendo por tanto reconocer esos itinerarios. La diferencia parecería irrelevante, o de puro matiz. En tanto en cuanto el escenario del sueño es desarrollado por nosotros, no sería fácil distinguir realmente si hemos diseñado un protagonista con pasado o hemos reciclado unos elementos y hemos pensado en un protagonista que se acuerda de sus sueños, más cercano a nosotros, que estamos rigiendo, desde una vigilia que trasciende al estado de los ojos abiertos, toda la superproducción. Pero sí, si es importante ese matiz, porque le permite a Pavese proponer su invención genial: el mundo de nuestros sueños es una mina cuyo pozo vertical nos lleva en ascensor a diferentes profundidades en las que hay sueños fijos que volvemos a ver cada vez.

 

4.

Es decir, vamos de visita a nuestros sueños. Enviamos, en cada giro de guion, a nuestro soñado a los diferentes escenarios, todos bien pertrechados de objetos y tramoyas, y hacemos que pasee por ellos. Por supuesto, le son conocidos. Ya hemos estado aquí, ya hemos recorrido esta Ciudad, sus barrios, sus arquitecturas. El ascensor se desliza en la vertical del estar dormido y se va parando en los diferentes sótanos del estar soñando. Pavese llega a hablar de estratos geológicos. No hay nada que nos sea más propio que eso, no hay nada que defina mejor nuestra interioridad, lo que en el fondo somos. Si es que lo que somos lo somos a solas.

 

5.

Concluye Pavese su grandiosa visión: no hay un único sueño aislado que crea la ilusión de su pre-existencia, que nace dotado de su propio pretérito, sino toda una red temporal tendida bajo todas las noches (los sueños) tomados en conjunto. Sería, así, un mundo existente en el que entramos cada vez que dormimos (y los sueños nos esperan a diferentes profundidades, no los creamos). Los subrayados (señalados aquí por los vocablos en redonda dentro de la frase en cursiva) son todos de Pavese y marcan bien las palabras clave. El mundo interior existe y nosotros, extrañamente exteriores a nosotros mismos, lo recorremos cada noche. Esa vasta e intrincada geografía, salpicada de monumentos, corredores, cuevas, grandes avenidas, habitaciones que nos acogen, playas en las que hay un dilatado horizonte, todo eso está ahí, y es nuestro, pero también, de algún modo, quiero decir, también, sobre todo, nosotros somos de ello.

 

6.

Por supuesto, no es preciso invocar ninguna trascendencia o intervención sobrenatural. Si aceptamos la segunda hipótesis de Pavese (y yo la acepto, porque yo me paseo cada noche por los sótanos de mi sueño), hemos sido nosotros mismos los Constructores. Que, cuando interpretamos nuestro papel de soñados, nos sorprendan aparentemente las curvas de tal carretera o la aparición de un zaguán, no invalida mi afirmación anterior, pues el desdoblamiento se basa justamente en que el juego es de una dimensionalidad superior. Es decir, somos uno, quizá no el despierto, quizá algo que no está ni siquiera definido de un lado u otro del sueño, y ese uno permanece en perpetuo diálogo con él mismo, planteando y resolviendo enigmas profundamente endógenos, dotándose de una gran biblioteca de folletines, filmando una cantidad ingente de episodios de una soap opera densa en alegorías personales y profundamente intrascendentes, a la par que decisivas (no digo paradójicamente, puesto que justamente no hay ninguna paradoja en ello) para nuestra identidad, nuestra salud mental, nuestra cosmovisión, para, en definitiva, el relato que somos.

 

7.

No es una cuestión de pura recurrencia. El sueño incorpora una estructura, un paisaje, y hay tropismos, hay trayectorias casi geodésicas, que parecen, por tanto, inevitables, que creemos repetir, pero no, el juego es más sutil: quizá a la zona del Este (lo que el soñador sabe que es la zona del Este, y el soñado también lo sabe, pero le parece que justo ahí ha empezado a saberlo, que acaba de descubrirlo) puede accederse por esta calle, pero hay que tener en cuenta esa esquina, y a veces nos extraviamos, o cambia súbitamente nuestro objetivo en el sueño, o la zona del Este aparece exactamente en el otro lado de la Ciudad, pero es inconfundiblemente ella, y lo es justamente porque la zona del Este es un destino luminoso dentro de los sueños de la Ciudad, así como hay otras zonas en el centro de la Ciudad que son obscuras e indefinidamente peligrosas, y en otros sueños (es decir, en otras visitas) hemos aparcado el coche en un aparcamiento en el que ahora parece no estar, o a lo mejor nos hemos equivocado de planta, porque recordamos que a menudo nos equivocamos de planta, y un poco después ya no hace falta el coche porque todo se precipita y es como si el mapa de la Ciudad se hubiera inclinado y una gravitación imparable nos lleva al verdadero destino de todos los sueños: el despertar.

 

8.

Esto que acabo de hacer (de intentar hacer) es por supuesto inútil, y un poco patético. Porque no les puedo contar cómo son mis sueños de la Ciudad. Apenas puedo decirles que no todos mis sueños son sueños de la Ciudad, pero lo son muchos y desde siempre, desde que era un niño. Y que los llame de la Ciudad no significa ni siquiera que en el sueño estemos en una ciudad, o que la ciudad sea una concreta, o la misma siempre, aunque sí hay una conexión con ciudades que he recorrido, o en las que he vivido, y la ciudad aparece a menudo bajo el prisma de la visión de antes, de hace años, con las estampas que se imprimieron entonces, en diversos momentos de mi vida. La cuestión más definitoria es la riqueza, la complejidad del escenario, que es profundamente familiar y a la vez ominosamente extraño (la palabra es, claro, unheimlich), la seguridad del soñado sobre quién es y dónde está, su temor de que las cosas no acaben de ocurrir cómo deben, la idea recurrente de que hay prisa, de que hay que llegar a algún lado, hacer algo, de que algo va a pasar. Eso es soñar en Kafka, esos son los sueños de preparativos de viaje. Eso son mis sueños.

 

9.

Probablemente Pavese soñaba con la Ciudad, como yo. Puede incluso que haya una sola Ciudad y simplemente cada uno recorra sus barrios, y a veces nos crucemos. Puede que los sótanos del sueño del pozo de Pavese sean todos los sótanos del sueño, y todos estemos por allí, cada uno dando a su botón del ascensor (¿o es el ascensor el que se mueve sin que nosotros podamos controlarlo?). La cuestión sería: ¿qué es lo primario, qué estuvo antes, qué es lo real? Bueno, esa no sería la cuestión en absoluto, porque los que habitamos la Ciudad de los sueños hemos renunciado a la ingenua dicotomía entre lo real y lo “real” y lo real soñado y lo real “soñado” y toda la combinatoria de comillas que se quiera. Pero, sí, algo de eso hay, porque no pocas veces me parece que soy mucho más el soñado que el soñador, que mi Ciudad estaba allí desde siempre y yo me la encontré al nacer, como me encontré al nacer Madrid, el Paseo de las Delicias, el metro de Legazpi, o la carretera de La Coruña que lleva a la Sierra. Que esos lugares hayan aparecido tanto en la Ciudad de los sueños, que sigan aún apareciendo más de cincuenta años después podría usarse como prueba de que en realidad fue Madrid la que copió a la Ciudad, que en realidad la vigilia es un producto, un puro remedo del sueño, una fatigosa y no muy brillante representación de algo más profundo, algo más verdadero, algo intransferible y al mismo tiempo universal.

 

10.

Puedo afirmar esto con cierta rotundidad porque conozco a bastante más gente que tiene su Ciudad, que sueña en su Ciudad. Véase, si no, lo que escribe Julio Cortázar en 62, modelo para armar:

Entro de noche a mi ciudad, yo bajo a mi ciudad

donde me esperan o me eluden, donde tengo que huir

de alguna abominable cita, de lo que ya no tiene nombre (…)

hay un canal que corta por el medio mi ciudad

y navíos enormes sin mástiles pasan en un silencio intolerable

hacia un destino que conozco pero que olvido al regresar (…)

Entro sin saber cómo en mi ciudad, a veces otras noches

salgo a calles o a casas y sé que no es en mi ciudad,

mi ciudad la conozco por una expectativa agazapada

y sigue el poema hablando de la ciudad, que tiene tantos hoteles (en la mía hay igualmente hoteles, que a veces son también trenes) y que tiene muchos ascensores, algunos de ellos verticales y otros horizontales (cuánto he soñado yo con ascensores) y habitaciones que dan a habitaciones que dan a nada y una plaza con tranvías, y una calle con las aceras muy altas, y galerías. Y por esa ciudad se pasean todos los personajes de la novela, si es que no son todos el mismo, y comparten esos paseos, y a veces se encuentran unos en los sueños de los otros, si es que no son todos el mismo soñador, y así, esta novela, que nace del capítulo 62 de Rayuela, describe un extraño movimiento browniano que se desarrolla en muchos pisos, en muchos sótanos del sueño, habría dicho Pavese, y en esa Ciudad estamos Cortázar y yo y tantos otros más.

 

11.

Otros han hablado de la ciudad. Hay una anotación de Ingmar Bergman en la que evoca sus sueños con un Berlín que es sólo del sueño, en el que también hay una definida polaridad de las direcciones, y en donde recurrentemente emprende una larga caminata al Este, al barrio donde pueden pasar las cosas, caminata que nunca llega a su meta. La realización cinematográfica más clara, acaso, de la Ciudad de Bergman es la extraña localidad extranjera, profundamente extranjera y también completamente familiar, de esa obra maestra que es El silencio. Una película que se desarrolla en un hotel. Una ciudad a la que se ha llegado en tren. Qué de sueños podría yo contar que ocurren en un tren, en el metro, en una ramificada, casi inextricable red de metro en la que me sorprenden siempre estaciones nuevas, bifurcaciones inesperadas.

 

12.

No se trata de los sueños, se trata de la Ciudad. De una Ciudad súbitamente dotada de una plasticidad infinita, de una Ciudad en la que hay un hervidero de esquinas y callejones, en la que luce el extraño sol del estar dormido, en la que todo ha pasado y pasa múltiples veces. Esa ciudad que es acaso la que canta Cavafis en su bello poema:

No hallarás nuevas tierras, no hallarás nuevos mares.

La ciudad te seguirá.

Vagarás por las mismas calles.

Y en los mismos barrios te harás viejo;

y entre las mismas paredes irás encaneciendo.

Siempre llegarás a esta ciudad. Para otra tierra, no lo esperes,

no tienes barco, no hay camino.

 

Sí, quizá no saldremos de la Ciudad, pero lo cierto es que la Ciudad también envejece con nosotros. Hay lugares a los que ya no vamos hace tanto, barrios que parecen haberse borrado. Otros itinerarios se han ido agregando, uno reconoce aquí y allá edificios, rincones, que provienen de otras ciudades que ha ido recorriendo en la vida de la vigilia. Aunque muchas otras veces es al revés. Paseando, nos damos cuenta de que estamos en un lugar de sueño. O que acabamos de encontrar algo que pertenece en realidad a la Ciudad aunque esté aquí y sea tangible y estemos despiertos (¿lo estamos, lo estamos alguna vez?). Hay una dinámica, casi una tectónica en la Ciudad en perpetua descomposición y en perpetua reconstrucción. Pero hay ante todo una permanencia. Es lo único que realmente permanece: nosotros somos apenas transeúntes.

 

13.

En una de las secuencias sin duda más conocidas e impactantes de la notabilísima filmografía de ese artista genial que fue David Lynch, nos adentramos en el Club Silencio para asistir a un extraño espectáculo. El que aparentemente oficia como maestro de ceremonias grita, apenas nos hemos sentado, NO HAY BANDA. Lo hace en castellano, aunque luego lo traduce al inglés. Y al francés. No, no hay banda, y sin embargo escuchamos una banda. Es todo, como decía aquella canción de nuestra juventud, una historia de play-back. Así son los sueños, o quizá sea la vida: una historia de play-back. Cantaba Santiago Auserón: alguien dicta en la sombra y tú sólo mueves los labios. El soñador recita el papel y el soñado apenas hace su mímica. El soñador mueve los hilos de la marioneta que es el soñado, o juega con los controles de su videojuego: en la pantalla, el mapa de la Ciudad. Claro que el soñador es también otra marioneta, el soñador también hace play-back. Y cuando suena una trompeta no sabemos quién la toca, pero si suena alguien la ha tocado, alguien grabó esa música que suena en el play-back. Alguien: el modelo del fantasma. ¿En qué caja china estamos depositados, cuál de las muñecas rusas somos? ¿Qué sótano del sueño es éste?

 

14.

El Mulholland Drive del sueño, si es un sueño, no es el de la realidad, si es que es la realidad, y en última instancia es el Mulholland Drive de una película, porque estamos viendo una película, pero hay un lugar llamado Mulholland Drive en una ciudad real, si es que existen las ciudades reales, una ciudad que se llama Los Ángeles, y es inabarcable. Y en todo ese entramado de curvas que se penetran una a otra, de estratos que subvierten su ordenación, de palabras que se pronuncian en un mundo y se escuchan en otro, el verdadero Maestro de Ceremonias, David Lynch, juega con nosotros, y nos guiña un ojo, y nos dice: ¿estás seguro? No te pregunto si estás seguro de si estás soñando. Te pregunto si estás seguro de lo que significa soñar.

 

15.

Será difícil aceptar que David no nos contará ya sueños nuevos. Será difícil aceptar que nuestra Ciudad se irá deteriorando más y más, que el presupuesto municipal para reparar baches y desperfectos irá menguando, que cada vez nos moveremos más lentamente en nuestros sueños, que cada vez veremos peor también en ellos, que también a los sueños nos acompañarán los acúfenos, y el dolor de cuello, y las angustias por un mundo que se regocija en su propia descomposición. Será difícil todo eso, pero es preciso seguir soñando. Más que nada para comprobar si en efecto, como siempre sospechamos, tu Ciudad y la mía son la misma y llevamos toda la vida paseando por las mismas calles, y nos hemos visto tantas veces en sueños que no importa tanto que nos veamos tan poco cuando estamos despiertos. Al fin y al cabo, somos la misma persona.

 

16.

En la bella y melancólica y también luminosa y también optimista Bis ans Ende der Welt, Wim Wenders, que aún está de este lado del sueño, y esperemos que por mucho tiempo, nos habla, en un mundo al borde de la destrucción cósmica en el cambio del milenio, de una invención genial: una máquina para registrar las imágenes del sueño. Los personajes de la película que empiezan a experimentar con ella, por muy rudimentaria que sea aún, se enganchan, como se engancharían a una droga, a sus propios sueños. Pasan una y otra vez la secuencia, subyugados por esa contemplación de algo que es tan de ellos, que es tan ellos. El verbo en inglés para designar esa acción sería inevitablemente to play back. La Ciudad, en la pantalla de un pequeño monitor. Y la ternura infinita que nos produce observar nuestras propias tribulaciones, nuestros inseguros pasos por una inmensidad abrumadora, la de todas las ciudades del planeta. Ahora vuelve a ser el fin del mundo, nunca deja de serlo. No sé si no sería preciso emprender la marcha hacia el rincón más remoto del planeta, hacia el fin del mundo físico, como se hace en la película, y dedicarnos a contemplar unos los sueños de los otros. Dedicarnos a ver una y otra vez las películas de Lynch, de Wenders, de Bergman. A mí no me quedan fuerzas para mucho más, se lo confieso.

 

17.

Famosamente, en Las ruinas circulares, Borges nos habla de un soñador, que ha decidido soñar un hijo, soñar un ser humano completo, en toda la minuciosidad y complejidad de sus órganos. La tarea le lleva largos años, una vida entera. La ensoñación, el nuevo hombre así formado, se descubre invulnerable al fuego: eso le revela, por tanto, que no es humano, que no es cuerpo, que no es perecedero. Pues ser humano es justamente ser devorado por el fuego. Cuando el fuego alcanza al soñador, al final del cuento, éste descubre con alivio, con humillación, con terror que tampoco tiene carne que pueda consumirse, que también era una apariencia, que otro estaba soñándolo y permanece indemne ante el incendio. Como canta Tom Waits, somos inocentes cuando soñamos. Y somos invulnerables. Let’s keep on dreaming, pues, que no acabe nunca el espectáculo del club Silencio, que el play-back se reproduzca en bucle, que nunca nos cansemos de hollar las infinitas calles de la Ciudad que somos, que el ascensor del Pozo del Sueño tenga una maquinaria robusta y nos transporte a profundidades insondables, que nos veamos, que nos volvamos a ver, que nos encontremos en los sueños, en la plaza de los tranvías, en las calles que llevan al Este, en un Berlín que no lo es, en el tren (¿estás en el tren?). Que el fuego no ose consumirnos, que el fuego camine con nosotros.

 

P.S. Dispongo desde hace muchos años de una edición de 62, modelo para armar, una edición de Bruguera en una colección que se vendió en quioscos en los primeros años ochenta. El libro está muy envejecido, y, cuando empecé a pensar esta entrada, me pareció que disponía de un buen pretexto para volver a comprarlo, en una edición más moderna, concretamente la de Debolsillo. Fui a la muy interesante, y muy frecuentada por mí, librería del mexicano Fondo de Cultura Económica en Madrid, la librería Juan Rulfo, y localicé el ejemplar. Aproveché la ocasión para hojear las novedades. En una de las mesas un libro me llamó la atención. Se titulaba Antología Puente Rosario – Madrid. Deduje que era una selección de textos de autores rosarinos. En la Juan Rulfo se pueden encontrar libros hispanoamericanos que no son fáciles de hallar en otros lugares (salvo mis también amadas  Iberoamericana-Verwuert o Lata Peinada, esta última ahora sólo en Barcelona, una vez que la de Madrid se cerró). Lo cogí y lo abrí al azar. En esa página, justamente, se presentaba a uno de los autores y en la otra cara empezaba su relato. El autor se llamaba, por supuesto, Agustín González. El cuento, muy breve, y que leí a salto de mata allí de pie en la Juan Rulfo, era extraño y su ambiente era muy onírico. Recordé, o quizás inventé, que ya había oído hablar de ese homónimo mío en alguna otra ocasión. La combinación de mi nombre y mi primer apellido no es rara, y todo el mundo recordará al grandísimo actor que se llamaba como yo (y como mi padre y como mi abuelo y como mi bisabuelo). Para distinguirme de todos los A. González del planeta, cuando empecé a publicar papers científicos, en una época anterior a Internet en la que los indexados no eran tan perfectos, hice como muchos otros españoles, añadí con un hyphen mi segundo apellido, el de mi madre. He mantenido esa costumbre también como autor literario, haciendo compuesto, como si fuera un miembro de la nobleza, mi apellido ahora único, González-Cano. No dudo de que mi otro yo de Rosario ignora todo de mi existencia, como lo hacen un profesor de filosofía, un compositor navarro y un político jiennense, entre otros, pero lo cierto es que, dado que profeso la fe surrealista, no parecía lógico dejar de relatar esta aparición inesperada de un objet trouvé de tan clara prosapia. El 62 era el lugar donde había encontrado mi Ciudad con gran sobresalto, donde me había visto duplicado. De todos los libros de la Juan Rulfo, una vez localizado mi nuevo 62 el primero que cogí era mío. Tenía un relato mío que había escrito siendo un escritor de Rosario. Todo encaja a la perfección, todo nos recuerda que no hay nada seguro, que no hay nada real, que no hay nada importante. Pocas semanas antes había comunicado por fin a una de las personas que más admiro en el mundo una verdad trivial pero quizás significativa que yo conocía pero ella no: que compartíamos apellidos. La persona que se llama González Cano es nada menos que Angélica Liddell. Cuando me firmó el ejemplar se lo dedicó a Agustín Liddell, y a mí nada me pudo hacer más feliz. Así, me parece, se van escribiendo los modelos para armar, así se crean los espectáculos del Club Silencio, así las ruinas circulares resisten a todos los fuegos el fuego, así nos reconocemos como lo que somos: la misma persona.





lunes, 13 de enero de 2025

El pabellón dorado

 

 

Estoy seguro de que en un pasado remoto presencié el resplandor de un crepúsculo incomparablemente soberbio. ¿Es mi culpa que los crepúsculos que he visto después siempre se me aparezcan más o menos descoloridos?

YUKIO MISHIMA

 

1.

En la última entrada de este blog afirmé que no parecía haber aniversarios de grandes escritores para este 2025, y claramente me equivoqué, toda vez que mañana, 14 de enero, se celebra justamente el centenario de alguien que es indiscutiblemente un gran escritor, el japonés Yukio Mishima. Es bien cierto que en aquella entrada añadí de mi preferencia, y en ese sentido, yo no diría que Mishima es de mis escritores favoritos, aunque sí respeto su obra y mi historia con él es larga y compleja, como pretendo explicarles aquí. En él, como en muy pocos otros casos, la intrincada cuestión de la relación entre el autor, el personaje público y la persona real detrás de ambos se hace especialmente compleja. Así, le he orbitado en diferentes periodos de mi vida, nunca acabando de entrar en su mundo, pero indudablemente fascinado por su figura, a la vez que repelido por algunas de sus actitudes, o poses, pues si algo hay en él es, me parece, teatralidad.

 

2.

La primera vez que oí hablar con cierto detalle de Mishima fue, si no me equivoco, en 1983, cuando estaba por cumplir 19 años. Concretamente, el 31 de mayo (es maravilloso que exista una Red en la que bucear para encontrar datos precisos, es maravilloso para alguien como yo, que siempre se tuvo por un explorador de enciclopedias), en el recién estrenado, benemérito y nunca bien ponderado programa del UHF o la Segunda Cadena de TVE (too soon para La 2, todavía) La edad de oro, conducido por la sin par Paloma Chamorro. Yo era un adolescente madrileño en plena efervescencia cultural, en lo que se acabó llamando la Movida, pero eso fue después y siempre fue un poco por todas partes, pero al margen, o yo por lo menos era demasiado pasivo o estaba demasiado desorientado para acabar en el meollo, mientras consumía ávidamente programas de radio, discos de vinilo, fanzines con dibujos de Ceesepe o el Hortelano e iba empezando a saber, y de qué modo (la boca abierta: no podía ser que eso estuviera pasando), quiénes eran Ouka Lele o Almodóvar. Por supuesto, apenas empezó La edad de oro me convertí en fan y no dejé de ver ningún programa.

 

3.

Así pues, el 31 de mayo de 1983, en La edad de oro, se presentó un corto documental a cargo de Koldo Artieda titulado Incidente Mishima. Puede encontrarse en RTVE play el programa entero. Yo lo he revisado hace unas semanas, después de no haberlo visto en más de cuarenta años y, la verdad, es obvio que el documental me impactó, porque lo recordaba básicamente tal cual. Es una pieza interesante, con toques muy de la época ochentera en que está hecha. En ella, como suele ocurrir, la obra literaria de Mishima se toca más bien de soslayo, se trata sobre todo del incidente, del modo en que puso fin a su vida, lo que implica el morbo que inevitablemente acompaña al autor japonés. Así fue como entró en mi vida, pues, como un lunático que con su ejército privado (la Sociedad del Escudo) se encaminó al cuartel de las Fuerzas Armadas Japonesas el 25 de noviembre de 1970 para dar un golpe de estado, o, como mínimo, intentar que se sublevaran contra el estado de las cosas en Japón. Un intento fracasado que desembocó entonces, en pura aplicación de la lógica suicida que le animaba desde, probablemente, siempre, en el seppuku.

 

4.

Pero estoy desordenando el relato. En la pieza de Artieda se mostraba metraje de la acción de Mishima y me pareció (es decir, ahora, cuarenta y tantos años después interpreto lo que me pareció) que era extraño que algo tan relevante me fuera desconocido, aunque el hecho hubiera ocurrido cuando yo tenía seis años. Probablemente, a los casi 19 de 1983, y con toda la experiencia lectora que ya arrastraba, me habría topado con libros de Mishima en las estanterías de las librerías, pero, como he dicho, desconocía todo de su figura histórica. Ahí comienza, pues, la atracción, profundamente ambivalente. Un militarista de extrema derecha, que quiere recuperar el culto al Emperador en el Japón derrotado y controlado por los USA no es, como puede imaginarse, exactamente mi modelo ideal. Y, sin embargo, la ampulosidad de sus gestos, su evidente necesidad de ser el centro de las miradas y las discusiones, su obsesión por el cuerpo y su descarada pose gay (por más que mantuviera una familia formal, que siempre negó esas tendencias), lo convertían en alguien realmente interesante como creación pública. Esa dualidad sigue vigente hoy en día, y sólo el distanciamiento que van trayendo las décadas permiten pulir sus muy evidentes estridencias. El imposible éxito de su coup de opereta y el inconcebible gore de su muerte son aderezos irresistibles, por más que de sabor acre, que hacen que se vuelva una y otra vez sobre esa historia, sobre esa película.

 

5.

En adecuada resonancia, en 1985 se estrena una película titulada Mishima: A life in four chapters. El director es Paul Schrader, que poco antes había hecho una versión del clásico Cat people con mi adorada Nastassja Kinski. En tanto que director, la carrera de Paul Schrader estaba empezando, pero ya había sido guionista de películas tan importantes como Taxi Driver o Raging Bull. Fue American Zoetrope, la compañía fundada por Francis Coppola, quien produjo el film. Coppola y George Lucas figuran como productores ejecutivos. Es bien cierto que estamos hablando de los comienzos de los ochenta y toda esa gente es joven, pero el hecho me parece relevante, porque la película es bastante experimental, si puede usarse ese término, tanto en su apuesta narrativa como en su bello diseño visual, y por lo tanto no puede concebirse como un film mainstream, sino más bien como algo que estaba condenado desde el principio a ese estatus tan deseable en el fondo de película de culto. Schrader declaró muchas veces que era su obra favorita, y ahora la película todavía se deja ver bastante bien. La he revisado hace poco también, pensando en esta entrada, puede encontrarse en Filmin. Está estructurada, efectivamente, en cuatro capítulos, y mezcla la biografía y la obra del japonés, ofreciendo pequeñas adaptaciones de varias de sus novelas.

 

6.

Mishima: A life in four chapters empieza, como casi siempre pasa con Mishima, por el final. Así, vemos al Jefe de la Sociedad del Escudo, acompañado por sus soldados más fieles, dirigiéndose en un coche al Cuartel General, donde va a producirse el incidente. Vemos el desarrollo de ese incidente, de manera lineal a lo largo de la película. Entreverado con esas imágenes, el relato de algunos momentos de la biografía de Mishima se presenta en flashbacks en blanco y negro (algunos de ellos partiendo de obras como Confesiones de una máscara, con evidentes tintes autobiográficos). Y en paralelo a todo esto, en cada capítulo se trata de una de las novelas o ensayos del japonés, entre ellas El pabellón dorado o Caballos desbocados. Es, como se ve, una armazón ambiciosa, para una película que, desde luego, no carga las tintas en contra de Mishima, aunque tampoco se convierte en una hagiografía. Esa ambigüedad, que nos hace bailar en el hilo de la fascinación, favorece indefectiblemente a los fascistas, que no dejan de tener siempre claro que los aspectos estéticos juegan a su favor. Pero, en tanto que obra cinematográfica y en tanto que biopic, por muy sui generis que sea, la película funciona.

 

7.

Vi Mishima, como no podía ser menos, cuando se estrenó en el Alphaville, en aquella época de mi educación cinematográfica a la que ya me he referido varias veces en este blog, y, claramente, me gustó y me reafirmó en el interés sobre Mishima. Sin embargo, lo cierto es que ese interés no se tradujo en abundantes lecturas de él. Sí que leí, pero apenas lo recuerdo, El marinero que perdió la gracia del mar, en la edición de Bruguera. Luego pasó mucho tiempo hasta que me volviera a acercar a él, ya en el siglo XXI. Entonces una parte de su obra ya estaba editada en Alianza (ya veremos en qué condiciones) y lo retomé, y también me compré algunas biografías. Me seguía interesando sobre todo el incidente, y siempre desde esa ambivalencia, intentando mirarlo como una performance llevada al último extremo, el extremo de un escritor consagrado arrodillado clavándose el puñal en el estómago y girándolo, con el gesto del samurai, para desventrarse, mientras su discípulo predilecto, Morita, le cortaba el cuello de un tajo con su espada. Claro que ésa era la teoría, porque lo cierto es que Morita no acabó de acertar, y aquello devino en una escabechina, y fue otro de los miembros de la Sociedad del Escudo el que tuvo que rematar tanto a Mishima como a Morita. Eso, ese estúpido final gore de lo que se pretendía una ceremonia de la máxima solemnidad, casi me reconcilia con todo el sinsentido de la acción: es bueno que la chapuza acompañe a los gestos ostentosos y a la seriedad de los rituales, nos hace más humanos, permite la chanza y protege a la gente normal de los desvaríos de los iluminados.

 

8.

A pesar de la condición de superstar de la literatura japonesa (en un status, por otro lado, ambiguo, al menos en la Academia, pues claramente es una figura incómoda), lo cierto es que el destino editorial de la vasta obra de Mishima en Occidente no ha sido siempre el deseable. En la mayor parte de los casos, las ediciones que fueron apareciendo de sus libros correspondían a traducciones de segunda mano, generalmente realizadas a partir de la versión inglesa. Así, en España, aún hoy (y es algo que parece alucinante que aún ocurra), hay novelas de Mishima, como la tetralogía El mar de la fertilidad, su obra cumbre, que no están traducidas del japonés. Algunas otras van apareciendo ya en traducciones directas, por lo que hay que estar muy atentos, pues no es de recibo que la prosa de un autor que tiene una preocupación tan evidente por la forma sea malbaratada de ese modo, siendo además la opción de trabajar con las versiones originales en japonés una quimera. No creo que denunciarlo aquí sirva de mucho, pero ahí queda el comentario, y en el siguiente párrafo pongo un ejemplo sangrante de las cosas que pasan cuando no se tiene el mínimo cuidado exigible.

 

9.

Después de muchas vueltas y varios intentos fallidos, y motivado por la cuestión del centenario, hace unos días abro una vez más Nieve de primavera, la primera de las novelas de la tetralogía. Avanzo por sus breves capítulos. Me encuentro con sus personajes, Shigekuni Honda (que nos acompañará en las otras tres novelas de El mar de la fertilidad) y Kiyoaki Matsugae, que es un joven descendiente de una familia aristocrática que encarna la decadencia que implica pasar del estatus de nobleza guerrera samurai en la época del shogunato a la modernidad, bastante proustiana, de un joven preocupado por la estética y en general de ánimo melancólico. En la vasta finca de los Matsugae hay un estanque, lo suficientemente grande como para contener una isla en su centro, y poder ser recorrido en bote. Eso es lo que hacen un día los dos amigos, y entonces se nos explica que en la isla hay nada menos que tres grúas de hierro, dos con sus cuellos apuntando hacia arriba, y la tercera con la cabeza baja. ¿Grúas? ¿Grúas en un entorno de suma delicadeza, en un jardín japonés? ¿Cómo puede ser eso? Frunzo el ceño, pero sigo leyendo.

 

10.

Muy pocas páginas después, Honda se dispone a contar una historia, y nos dice que ocurrió en Tang China [sic]. Ahí es cuando me doy cuenta del desmán. Es una traducción del inglés. Nadie en su sano juicio escribiría Tang China, sino “en la China T’ang”, o “en China, en la época T’ang” (conocí muy joven los poemas chinos de esa época, en un libro publicado por Visor, delicioso). Miro el traductor: un tal Domingo Manfredi. El título original de la obra se presenta en japonés: Haru no yuki. Pero no puede ser de ningún modo una traducción directa, aunque se pretenda así. La novela fue publicada en los setenta por Caralt ya en esa traducción. Manfredi, sin duda, sería un traductor cuidadoso, pero del inglés: sólo aparece como traductor de obras originalmente en esa lengua. Nieve de primavera sería el único libro en japonés que habría traducido, lo cual no tiene sentido porque, como es obvio, no hay muchos traductores del japonés, y menos en esa época, y porque, como puede comprobarse, el resto de las obras de la tetralogía no son traducciones directas, sino que proceden de la versión inglesa, y lo lógico es que si se dispone de un traductor del japonés se emplee para las otras novelas.

 

11.

Y entonces se explica todo: hagamos traducción inversa. Grúa se dice en inglés crane (es el término que aparece, en efecto, en Spring snow, se puede comprobar en la Red). Pero crane es también… grulla (!). Eso sí cuadra: las grullas son adecuadas para el arte japonés. Lo que hay en la islita del estanque son estatuas de grullas, puede que efectivamente de hierro, aunque ya se podría dudar de eso también. Así que ya no puede uno seguir leyendo ese libro, si tiene un cierto respeto por la obra de su autor, porque a saber cuántas grúas más nos encontraremos más adelante. He encargado la traducción inglesa, qué remedio. Puestos a alejarnos de la versión original, al menos no lo hagamos mucho. Y vergüenza para Alianza, que es tan admirable en otros aspectos y que a no dudar tendrá lectores profesionales que dan el OK para las obras que publican, que sin embargo han aceptado que en un estanque de una casa señorial del Japón de principios del siglo XX los motivos decorativos sean grúas, como si estuviéramos en unas instalaciones portuarias, o en plena construcción de un edificio de viviendas. Ay.

 

12.

(Por cierto, que si nos ponemos etimológicos, la cosa es que el grúa del castellano viene justamente de la grulla, pues aparentemente el origen del término es precisamente crane, que en el inglés resulta metafórico, pues las grúas pueden asemejarse en cierto modo a las grullas, y es a partir, al parecer, de la palabra catalana grua, grulla, como se llega a la coexistencia en nuestro idioma de la industrial y metálica grúa y la grácil grulla. Muestra, una vez más, que entre las líneas de cada texto se abren microscópicos abismos en los cuales, si uno penetra, se enfrenta a una perspectiva en el fondo nada terrible de Tareas Interminables.)

 

13.

Esto de las traducciones también tuvo su importancia en otra de mis lecturas mishimianas. Cuando lo retomé, comencé mi recorrido, inevitablemente, con su primera novela, Confesiones de una máscara, que aparentemente sí está traducida directamente del japonés. Leí otras cosas también. En un momento dado me apeteció mucho leer El pabellón de oro (1956), que narra el incidente real de la quema de un templo de gran antigüedad, belleza y valor artístico por uno de los monjes que habitaban en él. Lo busco para comprarlo (la edición de Alianza no estaba disponible aún) y veo que hay una traducción publicada en los ochenta en Seix Barral. El traductor es… Juan Marsé. De nuevo, desde el respeto más profundo por el autor catalán, no me parecía muy plausible que entre sus muchas virtudes se encontrara el conocimiento del japonés. En efecto, se trataba de una traducción de la versión francesa. Entonces opté por leerlo en francés, en el libro que publicó Gallimard ya en 1961 (bueno, lo leí en una edición posterior, de 2016). El traductor al francés fue Marc Mécreant, él sí conocedor del japonés (pero sin embargo La mer de la fertilité en Gallimard es de nuevo una traducción indirecta, desde el inglés, algo increíble en el muy serio mercado editorial francés). Acompaña al libro una introducción por Mécreant, escrita en 1960. Es muy, pero muy, interesante leerla. Porque en 1960, Mishima no es de ningún modo el Mishima que ha acabado pasando a la posteridad. Uno no podía ni imaginarse que iba a montar el quilombo que acabó montando diez años después. Esta especie de vértigo temporal merece por sí mismo la compra del libro en francés y me daría para un rato más, pero lo cierto es que al final apareció una traducción al castellano en Alianza, a cargo de Carlos Rubio, que sí es un traductor del japonés, y ahí es donde me puse a leer el texto definitivamente.

 

14.

Cuenta la historia que Eróstrato, ávido de inmortalidad, deseoso de que su nombre no se perdiera en toda la eternidad, decidió realizar un acto que fuera definitivamente inolvidable, y optó por algo desmesurado, indefendible: quemar el templo de Ártemis en Éfeso, que era una de las maravillas del mundo. Para contrariar su pretensión, los gobernantes impusieron la damnatio memoriae, castigando al que osara pronunciar su nombre, condenándolo así a un olvido definitivo. Sin embargo, la estratagema de Eróstrato acabó funcionando, como lo prueba el que su nombre aparezca aquí, en este texto, milenios después de su acción incendiaria. Es por eso que se bautiza como erostratismo la idea de realizar actos criminales o simplemente absurdos con el único fin de perdurar. Hoy, con la pegajosa inmortalidad que alcanza cualquier suceso, replicado infinitamente por medios electrónicos, esa tentación de Eróstrato parece convertida en un signo de los tiempos. Se trataría de hacer cualquier barbaridad para salir en las noticias. Creo que les suena. No es necesario ser siquiera un don nadie. La política actual se basa en una continua quema de templos, en una continua realización de gestos imperdonables. El fascista esteticista y nostálgico que era Mishima se horrorizaría al ver la zafiedad de los Trumps de turno. Pero no vayamos por ahí, estamos hablando de literatura…

 

15.

Mizoguchi, el joven monje de El pabellón de oro es tartamudo y poco agraciado físicamente. Desde niño vive en la perpetua fascinación por el Templo del Pabellón Dorado (Kinkaku-ji), en Kioto, del que le habla su padre, monje budista también. Al principio, el pabellón es una imagen, una imagen suscitada por las palabras. Cuando lo acabe por conocer, la sensación será de desilusión (aquí, como otra veces, Mishima es tan proustiano), pero luego el verdadero templo, que contiene, para agrandar aún más la mise-en-abyme, su propia maqueta en el interior, se acabará fundiendo con esa imagen platónica, para erigirse en la manifestación absoluta de la Belleza, tan sublime como esclavizadora, pues se postula a sí misma como la única unidad de medida del resto de las cosas del mundo, que incluye, claro, el amor carnal, en el que Mizoguchi no dejará de fracasar una y otra vez. La idea de la belleza y la de la muerte, como en toda la obra de Mishima, se cruzan, y en el Japón de la Segunda Guerra Mundial, el que los bombardeos aliados acaben con el Pabellón Dorado parece algo esperable, pero no, los americanos respetaron Kioto (no respetaron muchas otras ciudades, claro: seguimos teniendo pendiente aquí hablar de Hiroshima y Nagasaki, pero acabaré haciéndolo). Así, y resumiendo absurdamente una novela de gran penetración psicológica y extrema belleza formal, Mizoguchi tendrá que encargarse él mismo de prender fuego al templo para acabar con la tiranía de su belleza, que le mantiene aherrojado.

 

16.

De entre los muchos apuntes de Fernando Pessoa que, aún a día de hoy, siguen siendo clasificados y publicados, hay una serie que editó en su día (2000) Richard Zenith bajo el nombre de Heróstrato e a busca da imortalidade. En el primero de los trechos recogidos por Zenith, Pessoa esboza la idea de la obra que pretende hacer y que nunca pasó, por supuesto, del estado fragmentario tan propio de los trabajos del portugués: Proponho-me esaminar o problema da celebridade, tanto ocasional como permanente. El problema de la celebridad. El modo en que uno, alguien, algún hecho, algún acontecimiento se instala en la memoria de la humanidad, y permanece allí como una especie de virus residente, que condiciona inevitablemente (a menudo deformándolos) la visión de las cosas y el relato de lo ocurrido. Pessoa está en esa posteridad que parecía improbable para él, cuando no dejaba de ser una figura menor de la literatura lisboeta: son sus textos, inagotables, frondosos, gozosos en su alcance, su ambición, su humanidad, los que sostienen su fama. Mishima, que siempre quiso estar en la posteridad, que fue tan consciente de su lugar en el mundo, que dibujó tan detalladamente su personaje a lo largo de su vida, está también, sí, en esa posteridad, pero lo está, sobre todo, por su seppuku, por su última performance. No sé si esto es lo que él hubiera querido, no sé si no fue todo una absurdamente desproporcionada campaña de marketing para que su obra también fuera inmortal, pero lo cierto es que la infamia de sus acciones le confirió, como a Eróstrato, la eternidad.

 

17.

Hayashi Yōken se llamaba el incendiario del Templo del Pabellón de Oro. A las 2.30 de la madrugada del 2 de julio de 1950 lo prendió fuego, pero no acabó con su vida, como era su idea inicial. Apresado, fue diagnosticado con un trastorno psiquiátrico, y fue liberado unos años después, muriendo, aún muy joven, en 1956. Mishima estuvo en contacto con él (como Truman Capote hizo para escribir In cold blood, diríamos) y no le encontró especialmente interesante, ni le pareció que sus ideas fueran demasiado elaboradas. Las reflexiones filosóficas de Mizoguchi sobre el problema de la existencia de la belleza son cosecha de Mishima, pues. Y son muy relevantes, porque de algún modo, como en otras de sus obras, uno puede encontrar ahí, leyéndolo al revés (ésa es la trampa, eso es lo que no había podido hacer Mécréant en 1960), trazas y avisos de lo que iba a venir. La muerte, siempre, desde el primer instante de la vida de ese niño arrancado a la madre por su dominante y asfixiante abuela, de ese militarista obsesionado que sin embargo exageró sus síntomas de tuberculosis para escapar del alistamiento, de esa vedette que ejercía de cantante, actor, director de teatro, modelo fotográfico. La muerte, viniera de donde viniera, y de dónde mejor puede venir que de una tradición como la de los samuráis que glorificaba la muerte por el Emperador, especialmente cuando ya no tenía ningún sentido, porque el Emperador era una figura patética, derrotada, humillada por el poderoso ejército de Estados Unidos, que había llenado la isla de soldados que mascaban chicle y bailaban música rock. Si uno ha de morir, hay que hacerlo a lo grande…

 

18.

Quemar un templo, abrirse el vientre para que las vísceras se esparzan por el suelo: el gesto es equivalente. Mishima, que quería ganar el Premio Nobel y fue candidato muchos años, y entonces se lo dieron a Kawabata, y ya no iba a ser para él, y podía entregarse por fin a su delirio final, es un gran Eróstrato, y no podemos despreciarlo sin más. La idea de la permanencia, de la inmortalidad es algo que opera siempre, es algo que ronda siempre. Uno normalmente (y menos mal) no quiere sobrevivir en los pensamientos de los que vendrán como alguien infame, pero la perduranza está detrás de muchas de nuestras motivaciones, aunque no hayamos reparado en ello. La insistencia en arrojar otros ejemplares de pequeños seres humanos a un mundo crecientemente más demencial es una de esas manifestaciones. La vanidad implícita (y explícita) en escribir textos como éste, y lanzarlos al espacio incorpóreo de la electrónica, donde, salvo por apagones, cambios de sistemas operativos o pura extinción de la tecnología, tienen muy buenas chances de vivir para siempre, no es menos erostratiana.

 

19.

Nada temo más que al fuego, y nada me parece más terrible que el que un templo centenario arda. Recuerdo mi desolación al ver por televisión las llamas apoderándose de Notre Dame aquel aciago día. No tomaría la vida de un semejante para que los siglos maldigan mi nombre y me hagan así inolvidable. No formaría un escuadrón de batalla con otros iluminados como yo ni me lanzaría a organizar un coup d’état ready-made para lucir nuestros recién diseñados uniformes de gala. No quemaría ninguna construcción, no destruiría ninguna obra de arte, no haría ningún mal. Todo eso me es profundamente ajeno, me sitúo justo en el otro extremo del especto, soy completamente anti-Mishima. Pero soy un escritor, como él. Y tengo un problema con la belleza. Y entiendo bien lo que Mishima dice cuando lo dice Mizoguchi. Y por eso la fascinación sigue sin agotarse, desde aquella noche en la que vi a Mishima arengando a los soldados que se mofaban de él, encaramado al balcón del Cuartel General de las Fuerzas Armadas japonesas, infinitamente reducidas e inoperantes por las condiciones impuestas por los aliados en la rendición.

 

20.

Todo esto es muy peligroso. El creer en el futuro, el proyectarse a un porvenir indefinido, el quererse imperecedero es muy peligroso. No sólo porque vacía, deshabita, desvaloriza el presente, sino porque subordina al Gran Relato todos nuestros actos, porque nos substituye por nuestro Gran Personaje, con sus charreteras de guardarropía. Escribir es también investirse de unos ropajes que se pretenden sacerdotales, ejecutar unas maniobras de resucitación sobre nuestro presumible muerto inminente. Escribir es también quemar templos para verlos arder y contarlo con las palabras más bellas posibles. Escribir es también no acordarse de que ahora, aquí, en este momento impostergable, irrepetible, estamos acariciando, y pensar en mitad de la caricia en el poema que escribiremos después, cuando todo esté ya perdido. Escribir es obstinarse en una tarea sin rédito posible, en una agotadora sucesión de fracasos, en un tour de force en el que uno lucha contra todos los habitantes de todos los infiernos que coexisten en su interior. A pesar de todo eso, o, en realidad, por todo eso, escribir es algo maravilloso.