sábado, 14 de septiembre de 2024

Memento mori

[Este blog cumple misiones diversas. Una es, claro está, servir de acicate para obligarme a elaborar textos nuevos, generalmente ensayísticos o en ese territorio híbrido en el que me gusta situarme. Otra, más prominente al principio, es la de sacar a la luz algunos de los muchos textos que he ido acumulando a lo largo de los años y que no tienen en principio otra salida clara. Nunca le he puesto muchas ganas a eso de intentar publicar, por mis ambivalencias respecto de la explotación comercial de la literatura, pero lo cierto es que esos depósitos enormes de mis cuadernos deben airearse de vez en cuando para que todo ese material no acabe convirtiéndose en más rancio de lo que ya es. La pieza que traigo aquí es algo en sí mismo insólito dentro de mi producción literaria, pues se trata de una obra de teatro breve, que escribí en un tiempo en el que estuve bastante metido en el mundo teatral, y con el fin de que fuera representada en una de las salas de microteatro que tanto auge tuvieron en Madrid en esos días. Mi amistad con diversas amigas actrices, como María de Rada y Noelia Iglesias, es el punto de partida para elaborar, entre los tres, un pequeño montaje que finalmente no llegó a puerto. Con María antes y con Noelia después llegué a trabajar en otros proyectos y quién sabe si, especialmente ahora que dispondré de más tiempo, pueda retomarse esa actividad. Para dar, pues, a conocer un texto que en mi opinión no carece de mérito, y que no deseo que se pierda definitivamente en el olvido, me valgo de este canal de difusión, poniendo en pausa de este modo las nuevas creaciones, que se retomarán en breve, tanto en lo que se refiere a los laberintos como a cualesquiera otros temas y formatos. Y quizás entre los y las lectores y lectoras haya alguien que encuentre que este texto, que no es más que una parte pequeña de lo que significa un espectáculo teatral, puede ser susceptible de representación y acabar así teniendo una verdadera vida en las tablas. Nada me haría más feliz.]



Personajes:

María

La Otra

 

En el centro de la escena, una estructura que evoca un peep-show o el locutorio de una prisión, que también es el de un convento, o acaso una simple mesa con dos sillas enfrentadas y una lámina de vidrio en medio que es al mismo tiempo un espejo.

Del lado de la luz, a la derecha de los espectadores, un pequeño attrezo compuesto por un florero, un cuadro anodino o una jarra con agua. Del lado de la sombra, ningún objeto, salvo un grueso álbum de fotos apoyado en la mesa y un flexo, apagado.

La comunicación entre los personajes se realiza mediante algún tipo de dispositivo. Quizás un micrófono que hay que accionar por turnos, de tal modo que las voces, especialmente la de La Otra suene metálica y distante. Quizás un teléfono que hay que descolgar y mantener en la oreja mientras se produce la conversación.

También puede prescindirse de todo, contar apenas con una mesa en la que la lámina de vidrio o el espejo son sólo convenidos por los gestos de las actrices. En esa disposición de puro enfrentamiento, acaso nos sirvamos de un reloj de ajedrez, de esos que hay que pulsar cada vez que la jugada se ha consumado, y en el que dos tiempos paralelos corren en dos esferas distintas, una de cada lado de la línea de sombra.

Al fondo del escenario, una cortina negra.

 

Cuando la obra comienza, La Otra ya se encuentra sentada en su silla, en penumbra. El lado de la derecha está iluminado con una luz plana, muy blanca, una luz de consulta médica. Cuando se encienda el flexo, en el lado de la izquierda la luz será más tenue, más amarilla, luz de interior.

 

La Otra y María deben tener edades semejantes, pero no tienen por qué ser físicamente parecidas. Las dos van vestidas de un modo muy sencillo, con una camiseta y unos vaqueros. La camiseta de La Otra es blanca, porque está en el lado de la sombra. La de María es negra, porque está en el lado de la luz. Cada una lleva la ropa que destaca sobre su fondo.

 

María entra por su lado del escenario, como viniendo del exterior de la sala. Puede llevar un bolso, un foulard u otros objetos que indican que viene de la calle. Se los quita, los deja aparte y se sienta. Se mira al espejo, y se arregla levemente el pelo y la pintura de los labios, en silencio.

La primera en hablar, siempre con un tono dulce, es La Otra.

 

La Otra.― Hola, María.

María.― Hola.

La Otra.― Hacía mucho tiempo que no venías. Tenía muchas ganas de verte.

María (Mucho más seca que La Otra, pero en un tono que quiere ser cordial) ― Sí, he estado muy liada.

La Otra.― Claro.

María.― Es verdad.

La Otra.― No tienes por qué justificarte. Puedes venir cuando quieras, ya lo sabes. Siempre me alegra mucho verte.

María.― No me estoy justificando. (Intenta evitar sonar airada, hace una pequeña pausa.) Te he mandado fotos.

La Otra.― Sí, las tengo aquí. Las he colocado en el álbum. Son preciosas.

María.― Te hubiera mandado más, pero es verdad que se me ha ido complicando todo...

La Otra.― Son suficientes, no te preocupes.

María.― No me preocupo.

La Otra.― ¿Qué te ocurre, María? ¿Por qué estás así?

María.― ¿Cómo estoy?

La Otra.― Agitada, incómoda. Pareces a disgusto.

María.― No, no estoy a disgusto. (Pausa.) No sé, tenía ganas de venir, de verdad, a mí también me gusta venir a conversar contigo, pero, al mismo tiempo...

La Otra.― Te daba apuro.

María.― Sí.

La Otra.― Te daba miedo.

María.― No, miedo no. (Pausa.) Sí, supongo que sí, me daba miedo.

La Otra.― No te preocupes, eso acaba pasando siempre. Al principio os resulta muy fácil venir, pero poco a poco os vais sumergiendo en vuestras vidas, en vuestros afanes, y ya no encontráis un hueco, va pasando el tiempo, cada vez es más difícil. Le pasa a todo el mundo. Nos cogéis miedo.

María.― No, pero no es por ti. A ti no te tengo miedo.

La Otra.― No tienes por qué. Nos conocemos desde siempre.

María.― Es verdad.

La Otra.― Me acuerdo mucho de cuando eras pequeña. Eras una niña preciosa. Cuando tu padre te traía aquí y te dejaba en la puerta corrías a sentarte en la silla. Casi tenías que trepar a ella y luego las piernas te colgaban y no dejabas de moverlas. Eras tan inquieta. ¿Te acuerdas?

María (Más dulce, evocando.).― Claro.

La Otra.― Te quedabas mirando muy fijamente al espejo, sin moverte, como intentando abrir un agujero en él con tu mirada. A muchos niños les cuesta aprender a ver el otro lado, pero tú lo supiste hacer desde el principio. ¡Y cuánto te gustaba hablar conmigo! Me contabas todas tus cosas. Eras una niña encantadora.

María.― Hace mucho tiempo de eso.

La Otra.― Tu padre te traía casi todas las semanas, y cuando volvía a buscarte, después de haber terminado él en su cuarto, no querías irte. Éramos buenas amigas.

María.― Cuando mi padre me despertaba para ir al colegio no había modo de levantarme. Era muy perezosa. Pero venir aquí me gustaba, me levantaba de un salto.

La Otra.― Siempre venías con esos vestiditos. Y las trenzas. (Se ríe.)

María (riéndose también).― ¡Sí, las trenzas! ¡Madre mía, qué batalla con las trenzas! (Las dos siguen riéndose, cada vez en un tono más amistoso.)

La Otra.― A muchos niños no les gusta venir a ver a su muerte, no la entienden, no saben qué hacer, se aburren. Y cuando se hacen mayores y ya no les traen sus padres dejan de venir.

María.― A mi hermano no le gustaba. Muchas veces se ponía tan pesado que mi padre le dejaba en casa y nos veníamos solos.

La Otra.― Sí, eso pasa muchas veces. Visitar a tu muerte es como visitar a una tía mayor que vive en un piso viejo que huele raro, o como cuando luego uno tiene que ir con un par de compañeros de la oficina a ver a otro al hospital, porque ha tenido un accidente o le han operado de apendicitis.

María.― Y le llevas bombones. O una tarjetita.

La Otra.― Ponte bueno.

María.― Que te mejores. (Se ríen otra vez.)

La Otra.― Sí, son cosas que uno sabe que debe hacer y hace, sin más preguntas, sin excesivo placer o enojo. Pero con nosotras era distinto.

María.― Sí, es verdad.

La Otra.― Me contabas de tus novios.

María.― Calla, calla.

La Otra.― Y de tus viajes. Me traías fotos preciosas.

María.― Siempre te he traído fotos. Y cuando no he podido venir te las he mandado. (Algo más seria.)

La Otra.― Claro que sí. Son cosas que hay que hacer. Todos lo sabemos.

María.― Por eso.

La Otra.― Tu padre te educó bien, no te preocupes. Siempre fuiste muy formal. Tu álbum es estupendo.

María.― ¿Le quedan aún muchas páginas?

La Otra (repentinamente seria).― Sabes que no debes preguntarme esas cosas.

María.― ¿Por qué?

La Otra.― María, lo sabes perfectamente. (Severa.) Parece mentira.

María.― Me parece injusto. Me parece injusto que tú seas la que conserva el álbum, la que guarda mis fotos. La que llena esas páginas.

La Otra.― El álbum es para ti. Yo lo guardo aquí, lo cuido, aquí no se estropea.

María.― Y no me dejas tocarlo, como cuando mi padre no me dejaba que cogiera aquella enciclopedia de la estantería, porque decía que la estropeaba con mis dedos manchados de chocolate.

La Otra.― ¡Cuánto te gustaba el chocolate! (El tono ha vuelto a suavizarse.)

María.― Me sigue gustando. Pero ya no lo como.

La Otra.― Un día te sacaste un bombón del bolsillo del abriguito aquel que tenías, y con mucho misterio le quitaste el papel de plata y me lo ofreciste.

María.― Y tú no lo cogiste.

La Otra.― Claro.

María.― ¿Nunca has probado el chocolate?

La Otra.― ¡Qué cosas tienes, María! ¡Claro que no!

María.― Es algo que nunca he entendido.

La Otra.― ¿El qué? ¿El que no coma bombones?

María.― No. El que no comas. El que no respires. El que no te muevas. El que estés siempre ahí, sentada, en la penumbra, esperándome, mirando el álbum. El que no hagas otra cosa, el que todo lo que haces y lo que eres dependa de mí.

La Otra.― María, no es justo que me hables así.

María.― ¡Es verdad! ¡Es verdad! (Cada vez más airada.) Al principio eras como una amiga misteriosa, como mi fantasma particular. Cuando hablaba con las otras niñas del colegio,  las visitas a su muerte les parecían pesadas. Muchas ni siquiera iban a verla nunca, sus padres no eran creyentes. Pero a mí me contabas historias maravillosas.

La Otra.― Eras tú la que contabas historias maravillosas. Era a ti a la que se le ocurrían. Yo sólo te escuchaba,

María (Repentinamente perpleja.).― ¿Sí? ¿Es verdad eso? No lo recuerdo así.

La Otra.― Claro que sí. Yo escribía esas historias en el álbum. Están todas aquí. Seguro que ya no te acuerdas de ellas.

María.― Me acuerdo de una. Era de una niña que estaba siempre muerta de frío porque vivía en una cueva donde nunca lucía el sol.

La Otra.― Esa niña era yo. Estabas contando mi historia.

María.― Tú nunca fuiste una niña. Siempre tuviste el mismo aspecto. Tú nunca cambias.

La Otra.― Siempre tengo el mismo aspecto, pero no tengo la misma edad. Yo era una niña cuando tú eras una niña. Nací contigo y me iré contigo. Somos gemelas. (La dulzura de su voz se ha ido convirtiendo en tristeza. Se para un momento. Recobra fuerzas, se recompone, adopta de nuevo el tono inicial, más animoso.) Soy tu memoria, tu compañera. A mí no se me olvida nada, todo está a salvo aquí.

María.― En el álbum.

La Otra.― Claro. En el álbum.

María.― ¿Cuántas páginas le quedan al álbum?

La Otra.― María...

María.― Tienes que decírmelo, por favor. Es muy importante.

La Otra.― No puedo, María. No debo. Tú no debes saber esas cosas. Para eso estoy yo. Estate tranquila, no pienses en el álbum, no pienses en la última página. Ese pensamiento te paraliza como la mirada de una Gorgona. Sé lo que me digo. Hay otros a los que les ha pasado. Hay muertes descuidadas que han revelado sin querer sus secretos. Y la vida se hace entonces imposible. Tú tienes que vivir.

María.― Vivir... (Con un tono de desesperación o hastío.)

La Otra.― Es por eso por lo que cogéis miedo a venir aquí. Os dais cuenta de que cada vez quedan menos visitas. También dejasteis un día de ir a ver a aquella tía mayor del piso viejo. Dejasteis de ir porque, simplemente, se murió.

María.― Sí. Uno hace muchas cosas nuevas cada vez, pero en realidad lo que pasa es que va dejando de hacer cada vez más y más cosas.

La Otra.― Eso es.

María.― Cada vez las fotos se parecen más. Cada vez hay menos fotos que mandar.

La Otra.― Sí.           

María.― Pero el álbum se llena igualmente.

La Otra.― Sí, María. Se llena. Pero no pienses en ello.

María.― ¡No pienses en ello! Parece mentira...

La Otra.― ¿El qué parece mentira?

María.― Tanto que dices conocerme, tan perceptiva que dices que eres, y no te das cuenta de nada. (La tensión aumenta. María se levanta de la silla, busca algo en el bolso, lo deja otra vez. Permanece de pie.)

La Otra.― María, tranquila, por favor, siéntate. Cuéntame qué te pasa.

María.― No entiendes nada, no entiendes nada... (Se sienta. Adopta un tono muy cortante durante el parlamento, avanzando la cabeza hacia el espejo.) No tengo miedo porque queden pocas hojas en el álbum. ¡Me aterra el que queden muchas! No aguanto más, no puedo seguir así. No quiero estar más de este lado, quiero entrar ahí, quiero ser tú, quiero pasar las páginas del álbum y ver las fotos, y ver la última página, y firmar en ella, y que se acabe todo. No soporto, no soporto vivir. Estoy cansada, estoy agobiada.

La Otra (Muy compungida, intenta tocarla, avanza su mano hacia ella, pero no puede atravesar el espejo.).― María...

María.― Necesito saber qué hay ahí, qué hay del otro lado, no soporto esta angustia de la espera. No me interesa nada de lo de aquí. Estoy harta de todo, del amor, de los trabajos, del dinero, de toda esta mierda.

La Otra.― No sabes lo que dices.

María.― ¿Por qué? ¿Por qué no sé lo que digo? ¡Tú qué sabes! No tienes ni idea, no tienes ni idea de lo que es esto. A ti todo te parece dulce, bonito, te acuerdas de mis cosas de niña, de mis tonterías de adolescente, pero ya no soy así, ya no soy una niña, me han pasado muchas cosas.

La Otra.― Podías haber seguido contándomelas.

María.― ¿Para qué? Tú no me dices nada, me escuchas y repites mis palabras, como un eco, sólo tienes lo que yo pongo en ti. Es un truco muy viejo. Tú no tienes vida. No sabes nada de la vida. Joder, eres la muerte.

La Otra.― No soy la muerte, María. Soy tu muerte. (Muy dulce.) La tuya.

María (Extremadamente seca.).― Sí, mi hermana. Mi gemela. A la mierda. (Se levanta y da la espalda al espejo. Pasan unos segundos. La mirada de La Otra es muy triste. Sigue avanzando sus manos hacia María, inútilmente. María se calma, se vuelve a sentar, le habla con más ternura.) Perdona.

La Otra.― No pasa nada.

María.― De verdad, necesito saberlo. Necesito terminar con esto. Necesito encontrar un sentido a todo este lío.

La Otra.― No hay ningún sentido. La vida es así.

María.― Por eso mismo. Por eso mismo tienes que ayudarme. Dime cómo es morir. Dime cómo es estar muerta.

La Otra.― Yo no sé esas cosas. Y aunque las supiera no te las podría decir.

María.― Me da miedo. Me da tanto miedo. Pienso tantas veces en morir, pero me aterra el sufrir, el no saber qué pasará luego.

La Otra.― No tengas miedo de eso.

María.― Dímelo, dímelo, por favor.

La Otra.― Te prometo que no lo sé. Apenas he oído algunas cosas. Para mí también es un misterio.

María.― Pero es absurdo. Tú tienes que saberlo. Tú eres la muerte. Si no, ¿para qué sirve toda esta comedia?

La Otra.― No soy la muerte, María. Soy tu muerte. Soy tu pasado, tu memoria, las cosas que has vivido, las hojas que han caído de ti. Soy los días que te quedan. Soy tus viejas miradas, las canciones que te enseñaron en el colegio, soy tu primer beso. Soy los secretos que nunca contaste a nadie. Soy todo lo que va a dejar de ser cuando dejes de ser, cuando dejemos de ser. Eres tú la que has depositado todo eso en mí, yo soy tu guardiana, yo te pienso todo el tiempo, para que no te borres, para que no nos borremos. Y si dejas de venir a verme todo eso se irá perdiendo, todo se desvanecerá. Tienes que acordarte de la muerte para seguir viviendo, la muerte no es lo que te espera, es lo que te acompaña desde el principio, desde el primer día.

María.― Memento mori.

La Otra.― Claro, María, memento mori, recuerda que has de morir, recuerda que te estás muriendo, llévame contigo a todos los sitios a los que viajas, acariciame en todos los cuerpos a los que te abrazas, bébeme en cada copa, escríbeme, llena tu álbum, llenémoslo juntas. Soy tu hermana.

María.― Mi gemela.

La Otra.― Cuando el álbum esté lleno te lo mostraré, será lo último que veas. Cuando uno muere pasan ante él las imágenes de su vida. Imágenes que reconoce perfectamente pero que había olvidado. Una selección, extraña, acaso, porque hay cosas que no están aunque nos parecieron importantes, y otras que nos sorprenden, porque fueron fugaces y sin importancia aparente. Pero si están en el álbum es porque deben estar en él, no lo dudes. Te lo digo yo, yo cuido del álbum, yo lo miro y lo ordeno y sé lo que dicen esas fotos.

María.― ¿Es así como funciona?

La Otra.― Sí, es así como funciona. Y no me pidas que te diga más, ya te he dicho demasiado. (Se calla, bruscamente, después del crescendo de las últimas frases. Ambas quedan en silencio. El gesto de María se suaviza también. Cuando vuelve a hablar, casi lo hace susurrando.)

María.― ¿Sabes por qué me gustaba tanto venir aquí cuando era pequeña? Porque me imaginaba que eras mi madre.

La Otra.― ¿Tu madre?

María.― Sí. Murió tan pronto que apenas recordaba nada de ella, pero la echaba de menos todo el tiempo. Mi padre era estupendo y siempre estaba pendiente de mí, pero a mí me gustaba contarte las cosas que le contaría a mi madre, por eso no me quería ir cuando venía a buscarme.

La Otra (Emocionada.).― Nunca me habías dicho nada semejante.

María.― Se supone que no tenía que decirte esas cosas. Se supone que tú te dabas cuenta de todo...

La Otra.― No es así, y lo sabes... (Con lágrimas en la voz.)

María.― ¿Está mi madre en el álbum? ¿La voy a ver cuando me muera?

La Otra.― Claro. Todo el mundo ve a su madre al morir.

(Largo silencio. Ambas se secan las lágrimas, se recomponen. María se levanta, coge el bolso, se coloca el foulard.)

María.― Me marcho. Siento haberme puesto así.

La Otra.― No te preocupes. Ya sabes que no tienes que preocuparte por eso.

María.― Me gustaría darte un abrazo. Siempre he querido darte un abrazo. Meterme en el espejo, y encontrarme contigo.

La Otra.― No digas esas cosas. Ya sabes que eso no es posible.

María.― Sí, ya lo sé. Hasta luego.

La Otra.― Adiós, María. Vuelve pronto.

(María sale por su lado del escenario. La Otra se queda sentada, en silencio. Abre el álbum y empieza a pasar las páginas despacio, sonriendo al ver las fotos. Entonces, entrando del lado de la sombra, María aparece a su espalda. Viene ya sin bolso ni foulard, sólo con la camiseta y los vaqueros. Se acerca y la toca levemente en el hombro. La Otra se sobresalta, se pone en pie de un salto y la mira asombrada.)

María.― Hola.

La Otra.― ¡María! Pero... ¿qué haces aquí?

María.― Ya sabes. He encontrado el camino.

La Otra.― ¿Sabes lo que esto significa?

María.― Por supuesto. ¿Tienes miedo? (Su voz suena ahora muy firme. Es La Otra la que parece temblorosa. Sonríe levemente, con dulzura.)

La Otra.― Un poco...

María.― Ven aquí.

(Comienza a sonar la música. “The cold song”, por Klaus Nomi, por ejemplo. La Otra avanza hacia María y ambas se abrazan estrechamente, durante un tiempo muy largo, moviéndose levemente, como bailando, hasta que poco a poco La Otra empieza a derrumbarse, desmayada. María la sostiene mientras se desploma y la deposita en el suelo con cuidado. Entonces, empieza a quitarle la camiseta. Ella también se quita la suya y las intercambia. Se sienta y empieza a hojear el álbum. Se apagan las luces. La Otra se escabulle por las cortinas y aparece unos segundos después por el lado de la luz del escenario, con el bolso y el foulard. Se sienta y repite los gestos que hizo María al comienzo de la obra. Entonces, desde el lado de la sombra, María enciende el flexo.)

María.― Hola, María.

La Otra.― Hola.

(Telón.)


sábado, 7 de septiembre de 2024

Milagros secretos

Introducción a la teoría del laberinto, II



Disculpe, señor. El otro se le parece tanto, pero usted es más joven.

JORGE LUIS BORGES, Veinticinco Agosto 1983


1.

El tiempo se extravía en los corredores del Laberinto. En el servicio de caballeros, en el que las paredes están pintadas de un rojo sangre que contrasta con la blancura de lavabos y urinarios, Delbert Grady (que puede ser o no el mismo que el Charles Grady del que hablan a Jack en su entrevista de trabajo del Overlook) dice no tener memoria alguna de haber matado y descuartizado a su mujer y sus hijas, y haberse volado la cabeza después. Ante la insistencia de Torrance, que le repite que él, Grady, era el encargado (el término empleado es caretaker) del Overlook, Delbert contesta que le parece extraño, pues, le dice a Jack Torrance, you’ve always been the caretaker. I should know, sir, I’ve always been here.

2.

Como es sabido, la última secuencia de The shining es un largo zoom sobre la pared del Salón Dorado del Hotel Overlook, en donde hay colgadas 21 fotografías en un rectángulo de 3x7. El número es significativo por repetirse en muchas instancias a lo largo de la película y es uno de los items favoritos de los buscadores de significados ocultos del film, que son legión. Esas fotografías corresponden a eventos que se desarrollaron en ese salón a lo largo de los años de vida del vetusto hotel. El zoom se va cerrando conduciéndonos a la foto que está en el centro de la fila central. Poco a poco se van revelando sus detalles: un gran número de hombres y mujeres, vestidos para la ocasión, posan para inmortalizar la fiesta del 4 de julio de 1921. En primer término, también en una posición centrada, adivinamos a nuestro Jack Torrance, y cuando el zoom ha llegado a su límite podemos ya discernir perfectamente su gesto. Sonríe y alza su mano derecha, en un saludo para la posteridad. Para dejar aún más clara su presencia anacrónica en la escena, el letrero que indica la fecha está justamente sobre él. Aparentemente, sí, Jack Torrance ha sido siempre el cuidador.

3.

En el Hotel Overlook, como también ocurre en el hotel de L’année dernière à Marienbad, de la que trataremos en algún otro capítulo de esta teoría de laberintos, el tiempo puede haber sido encapsulado, o, simplemente, ser contradictorio. Hay, quizás, un eterno retorno teniendo lugar delante de nuestros ojos, y en ese atrapamiento hay un Grady, llámese Charles o Delbert, que masacra una y otra vez a su familia, y un Jack Torrance que es conminado a hacer lo mismo, pero fracasa. En esa economía infernal, Torrance sufre un suplicio circular, en el que nunca sale del hotel (como Grady, he’s always been there), y la cronología externa, la del mundo-del-otro-lado-de-la-nieve, no es más que un detalle decorativo. Entonces, de entre las muchas maneras de leer la película (y de todas esas maneras ha sido leída, y ninguna es la verdadera, porque, entonces, la película no resultaría tan interesante), hay una en la que justamente los acontecimientos que parecen normales son las ensoñaciones del atrapado en su prisión circular, los relatos que Torrance se cuenta entre giro y giro del zoótropo. La así llamada realidad cotidiana es precisamente lo fantasmal, y la cadencia temporal es apenas un requisito del relato para dejarse enunciar, una cuestión del orden de las palabras.

4.

Entre los postulados de la Teoría de la Relatividad Restringida uno destaca por sus consecuencias en el ordenamiento de los acontecimientos en todo relato. Es el de la imposibilidad de que ningún objeto y ninguna señal puedan viajar a una velocidad mayor que la de la luz en el vacío, c (aproximadamente 300 000 km/s). Así, si algo ocurre en cualquier lugar del universo, o si alguien me manda un mensaje, que puede ser un destello o una colección de pulsos a partir de algún código, esa información tardará lo que tarde la luz en llegar de ese punto del espacio a mí como poco. Por lo tanto, nada de lo que se origina a una distancia mayor de la que puede recorrer la luz en el vacío durante un cierto intervalo, esto es, ct, puede influirme de ningún modo. La causalidad se ve limitada por la distancia. Eso nos lleva a definir el cono de luz. Los puntos dentro de ese cono (que debe dibujarse en el tetradimensional espaciotiempo, pero que podemos visualizar con dos líneas que convergen en un vértice) están conectados causalmente con el punto que me representa a mí en el lugar que estoy ahora, en este instante presente. Los acontecimientos que se han producido, en un instante anterior (es decir, de menor t) al de ahora, pero lo suficientemente lejos como para que a la luz no le haya dado tiempo a llegar a mí son una especie de pasado paradójico: aunque su t se represente por un número inferior al de mi t actual, esos acontecimientos no pueden formar parte de la cadena causal que me ha traído aquí, ahora. El cono de luz también se proyecta hacia adelante. Lo que yo haga ahora, por ejemplo escribir esta frase, no puede ser conocido, transcurrido un segundo, más lejos de la distancia que puede recorrer la luz en ese segundo (300 000 km). Así, el sol que vemos es el de hace siete minutos y pico, y las estrellas que titilan en el cielo nocturno pueden haberse apagado hace millones de años.

5.

El cono de luz tiene una trascendencia devastadora para la cronología, pues ésta se basa en la idea de que hay un tiempo que corre ajeno a los acontecimientos y lugares y que podemos sincronizar con respecto a ese tiempo dos puntos del espaciotiempo distantes entre sí (lejos o cerca y antes o después). Pero no es así. El efecto a pequeña escala (y toda experiencia de nuestra vida cotidiana sucede a pequeña escala) es imperceptible. Así, podemos conversar y decirnos lo que estábamos haciendo en el preciso instante en el que nuestro interlocutor estaba haciendo tal o cual cosa. Ayer fotografié el cielo de Madrid con unas extrañas nubes oblicuas y paralelas. El momento quedó registrado en el móvil: 8.32 de la mañana. Alguien más, seguramente muchos más, fotografiaron escenas parecidas a horas parecidas. No tendríamos problema en ordenar esas fotos, nadie esperaría que ninguna de esas imágenes fuera de 1921: todos navegamos en el mismo barco por un tiempo aparentemente externo a nosotros, ajeno. Pero no.

6.

Dados, pues, dos puntos del espaciotiempo que no están en el mismo cono de luz, no podemos decidir cuál es anterior a cuál, ni tiene sentido hacer esa pregunta. No hay una única línea temporal, no hay un único transcurrir de los relatos. Eso no es, en el fondo, tan extraño, sólo lo es cuando nos damos cuenta de que es un hecho absoluto, incombatible. En el día a día nos ocurren, sin embargo, a pequeña escala, cosas semejantes: si lo hubiera sabido, si hubiera tenido esa pieza de información antes de obrar de un modo u otro. Si el metro no hubiera llegado tres minutos tarde y nos hubiéramos encontrado en la calle, al salir. Y esos lapsos irrecuperables del justo antes de enterarnos de una noticia devastadora, cuando aún no podíamos saber la que se nos venía encima, pero ya había pasado. Los minutos que tardaron en llamarnos del hospital para decirnos que alguien había muerto. Durante ese tiempo, esa persona, en nuestra línea temporal, estaba viva, y nuestra vida transcurría en la normalidad de compartir ese tiempo de los vivos con esa persona. Pero no, entonces ya no.

7.

¿Cómo ha funcionado, pues, la cronología hasta ahora, cómo sigue funcionando? Funciona porque compartimos relatos, porque nos asumimos en la misma cubierta de barco, trasladándonos a un horizonte siempre exactamente igual de lejano para todos, porque nuestros conos de luz se superponen casi perfectamente y la palabra noviembre sigue significando algo inteligible, y las dos y cuarto de aquí son las dos y cuarto en Trieste si descuelgo el teléfono y marco un número de allí y alguien (¿quién, a quién podría llamar yo a Trieste, sino es a mí mismo del pasado, pues we’ve always been there?) contesta. En esa cronología convencional, precaria, estamos embarcados, sí, y creemos en ella hasta el punto de pergeñar autobiografías en las que los acontecimientos se suceden ordenadamente, hasta el punto de permitirnos ignorar el hecho absolutamente palpable de que el tiempo no pasa siempre a la misma velocidad, que los instantes no se suceden como sí lo hacen las muescas que en la regla marcan los sucesivos milímetros, regularmente. Nabokov insistió tanto en esto, y hasta le consagró una parte entera de Ada or ardor a la cuestión. Quién, a estas alturas de la edad, no sabe ya de qué modo se deprecia el tiempo, de qué manera despiadada las horas van perdiendo su valor, los veranos se adelgazan, la cuenta de los años acelera exponencialmente.

8.

Sin cronología se tambalea la causalidad. Si algo no está delante ni detrás, si no está antes o después, no sabremos poner adecuadamente la etiqueta de efecto a ninguno de los sucesos. Es justamente para salvar la causalidad por lo que se postula la prohibición de señales superlumínicas, informaciones que viajan más de prisa que c. Por supuesto, la mera noción de causalidad ya se ha puesto en entredicho muchas veces (véase Hume), pero lo cierto es que no tenemos, aún no, métodos mucho mejores para contarnos las cosas, y eso incluye, por supuesto, contarnos a nosotros mismos. La entropía marca una dirección, lanza una flecha, la de nuestra descomposición. Sabemos que, como canta el bardo, nunca volveremos a ser jóvenes, y esa esclavitud, que tan bien puede representarse con la cadena con la que se sujeta a una cuerda de presos, nos impone una secuencia en el relato, un orden de las palabras, y asumimos que, por eso mismo, todo sigue un patrón, todo tiene un sentido. Pero no.

9.

En última instancia, el garante de la cronología, el procurador de sentido, sería el Gran Relojero, el que lleva la cuenta, el que vigila para que ninguna de sus figuras se desvanezca. Muchos han creído y hasta algunos creen todavía en el Gran Relojero, el escanciador del tiempo, ajeno él mismo al producto nocivo que segrega. Muchos piensan que las cosas ocurren en un orden porque han de ocurrir de un cierto modo, que nuestra frase como figurantes en la Gran Obra de Teatro está en el lugar apropiado para el correcto desarrollo de la trama, que nuestro mutis por el foro es apenas un artificio, y que detrás de la cortina de las bambalinas está el notiempo del Gran Relojero esperándonos, y nosotros, que estamos hechos de tiempo, seguiremos, en una paradoja informulable, existiendo para siempre pero siendo los que somos, hechos de tiempo y fuera de tiempo. Mucha gente ha creído y aún cree eso. Pero no.

10.

Lo cierto es esto: nos morimos. No merece la pena insistir sobre un hecho tan banal. Lo que hagamos hasta morirnos no nos permitirá contradecir ese enunciado. La cronología, la causalidad, la entropía, el relato, sólo son formas de contarnos eso que ya sabemos. Es, de hecho, algo tan obvio que resulta aburrido. También resulta angustioso, al menos a mucha gente, y mucha gente inventa Relojeros. Pero, al hacerlo, legitiman justamente la cronología, apuntalan la linealidad del transcurso, confieren un sentido de avance a los instantes, plantean una Parusía que se aloja en un futuro que se vive como inevitable, un futuro que se cree existente. Trampas en el solitario, pasatiempos. Mientras, en todas las relojerías de todos los planetas de todos los universos, la maquinaria dice una cosa sola: tic tic tic. La dice con una insistencia férrea. No merece la pena contradecirla. 

11.

Pero, si de lo que se trata es del relato, si el tiempo deja de ser eso tan fatigosamente exacto de nuestro devenir-no, de nuestro camino inexorable hasta el final, si el tiempo pasa a ser el de las conjugaciones verbales, el de los capítulos del libro, entonces hay juego. Y el juego es lo que nos salva siempre.

12.

De entre los laberintos considerados por Borges, el unidimensional es el más arduo. El tiempo que avanza, la cronología que se sucede a sí misma, es ese laberinto. La constricción es justamente: no te salgas de la línea. Es un laberinto para funámbulos, y a los lados lo que se abre es la negrura del ya no. No hay modo de retroceder, no hay modo de abordar las viejas bifurcaciones y cambiarnos de hilo. No hay modo, tampoco de saber lo que espera, lo que hay en el delante-de-la-cuerda, pues avanzamos entre la niebla. El paso es vacilante, la larga barra que sostenemos en la mano para ayudarnos en nuestro precario equilibrio es la única perpendicular que podemos concebir. El tren sigue sus raíles: ¿estás en el tren conmigo?

13.

Sí, sí estás en el tren conmigo, somos los habitantes del tren bala. Estás algunos vagones detrás, pero podemos vernos en el vagón de cafetería, o mandarnos mensajes que apenas tardan unos microsegundos en llegar. Ven, entonces, vamos a hacer una cosa. Vamos a olvidarnos del tren, vamos a ignorar su avance, vamos a no fijarnos demasiado en los cambios de nuestros semblantes, en las arrugas, en el brillo que va perdiendo la piel. Vamos a ignorar la cronología y construir un tiempo nulo en el que lo único que transcurra sea el relato. Para eso los seres humanos inventaron el arte. A veces funciona.

14.

El artificio puede ser sencillo. Borges escribe un relato, que ha resultado seminal desde entonces, que ha marcado un antes y un después, que da en titular Tlön, Uqbar, Orbius Tertius. El relato se publica por primera vez en la revista Sur en el número de mayo de 1940. El texto tiene dos partes y una especie de epílogo que se titula Postdata de 1947. Es decir, una postdata del futuro, en la que el narrador-Borges (pero es un Borges del futuro) nos cuenta lo que ha pasado entre 1940, su pasado, que es el presente de los lectores de Sur y el presente del narrador-Borges (que no es el Borges que escribe el relato en 1940, siendo éste su conjetural sucesor, del que él es un antepasado, como somos antepasados de nosotros mismos cuando nos recordamos) y 1947, el futuro de esos lectores argentinos del año en que en Europa la Segunda Guerra Mundial estaba prendiendo ya de manera ingobernable. En ese 1947 la Tierra está siendo ya Tlön. En la Tierra que no es Tlön, la nuestra, pero eso no lo puede saber todavía el Borges escritor de 1940, en 1947 se llorarán millones y millones de muertos y se sabrán cosas de la humanidad que aún hoy nos ponen los pelos de punta. La línea temporal del relato, que acepta la posibilidad de una cronología, puesto que establece la suya, poniéndoles nombre (es decir, número) a los años, es, por la mera enunciación de las palabras, ya otra. El relato se ha convertido (no, claro, pero permitámonos la licencia) en un cuento de ciencia-ficción. Los lectores de Sur y de la inmediatamente posterior Antología de la literatura fantástica de Borges, Bioy y Silvina Ocampo (también de 1940, pero de finales de año, donde el relato fue incluido) estaban contemplando un guiño, estaban siendo invitados, en el vagón de cafetería del expreso de 1940, a introducirse en otro tiempo, a burlar el rígido laberinto unidimensional tomando un desvío, abriendo un callejón, inaugurando una perpendicular, aceptando una bifurcación.

15.

Ese juego no es, por supuesto, original de Borges, y es la base de cualquier relato de anticipación de los que se vienen escribiendo casi desde los comienzos de la literatura. La genialidad de Borges, el momento en que el guiño se convierte propiamente en lo que llamaríamos un abismo intersticial, es cuando se hace empezar la Postdata de 1947 del número de mayo de 1940 de la revista Sur con estas palabras: Reproduzco el artículo anterior tal como apareció en el número 68 de Sur –tapas verde jade, mayo de 1940– sin otra excisión que algunas metáforas y que una especie de resumen burlón que ahora resulta frívolo. Han ocurrido tantas cosas desde la fecha... (subrayados míos). Es decir, esa postdata está escrita en el futuro, en un futuro en el que el artículo de Sur de 1940 es el pasado y ha sido modificado. Pero está impresa, está publicada, en ese mismo número de Sur del pasado. Así, con un par de trucos gramaticales: un verbo en pretérito indefinido, un adverbio temporal, hemos roto el tiempo, hemos realizado el futuro, hemos abierto un vórtice, hemos pegado un salto en la cuerda del funámbulo y hemos echado a volar.

16.

Ese juego de Borges, que remeda, como ocurre en otras muchas partes del relato, efectivamente, un artículo filológico, ahora nos pasa desparcibido, porque somos el futuro lejano. Nuestro 2024 está mucho más adelante que cualquier 1940 ó 1947. Y no ha habido una corrección que fuera añadiéndose cuando los años de nuestra cronología (la real, diríamos, pero ya sabemos lo que nos espera si es real y única) fueron avanzando. Y sin embargo, Borges corrigió la Postdata para la segunda publicación del relato, en su Antología de la literatura fantástica, para preservar la mise-en-abyme. Así, la postdata empieza allí: Reproduzco el artículo anterior tal como apareció en la Antología de la literatura fantástica, Editorial Sudamericana, 1940, sin otra excisión, etc. El lector de la antología en 1940 estaba leyendo un documento del futuro que se refería a sí mismo en una imposible mixtura de tiempos, a la vez como un texto ya pasado al que se añade una coda y el mismo texto pero incluyendo la coda. Un objeto imposible.

17.

El texto de la Antología resultó el definitivo. Cuando Tlön, Uqbar, Orbius Tertius fue incluido en el volumen El jardín de los senderos que se bifurcan, en 1941, no se corrigió la Postdata para decir que se reproducía el texto tal como salía en el libro en el que se estaba leyendo. Es decir, el abismo intersticial se cerraba, salvo para los lectores avisados que se dieran cuenta del pespunte. Luego, El jardín fue incluido en Ficciones en 1944, y allí Tlön siguió con la postdata que hace referencia a la Antología de la literatura fantástica, que ya está en el pasado de los lectores de Ficciones. La postdata, sin embargo, sigue estando en el futuro de 1944, aunque más cercano, apenas a tres años vista. Pero, lo que es más importante, es que la redacción original de las dos primeras partes del relato de 1940 se pretendían contemporáneas a los hechos narrados. El Onceno Tomo de la Enciclopedia se había encontrado poco antes de la crónica del narrador-Borges. El año 1944, en la línea abierta por la Postdata, ya corresponde al mundo que se está convirtiendo en Tlön. Es más, es justamente en 1944 (pero Borges no podía saber en 1940 que existiría un libro llamado Ficciones y que se publicaría en 1944) cuando se exhuman los cuarenta volúmenes de la Primera Enciclopedia de Tlön. La mise-en-abyme se complica por momentos. Y entonces se produce el salto definitivo, se dobla el quicio irreversible: llega 1947 y, a partir de ahí, todos los lectores del cuento leemos la Postdata como si estuviera escrita en el pasado. En otro pasado, es cierto, en otra línea temporal, fuera de un cono-de-luz propio de la narración que nos excluye de ese mundo que, para bien o para mal, ya es Tlön.

18.

¿Deberíamos proveer a los lectores de Borges del siglo XXI con una nota al pie o una nueva Postdata que diera cuenta del hecho de que los futuros de entonces son los pasados de ahora, de que hay una autorreferencia circular muy peligrosa en la primera y la segunda versión del relato? No sé si deberíamos, pero lo que sí es cierto es que la potencia brutal del texto se incrementa notablemente cuando reparamos en esos hechos. Borges y Bioy discuten al comienzo de Tlön, Uqbar, Orbius Tertius sobre una obra en la que, por debajo de una trama aparentemente clara, ciertos indicios, ciertos elementos, permitieran a algunos lectores, a muy pocos lectores, descubrir otra realidad, atroz o banal. Estos son también indicios que pasan desapercibidos, y lo son ahora pero no podían serlo, al menos del mismo modo, cuando el relato se escribió y se publicó. A menos que convengamos en que Borges está fuera del tiempo y siempre ha sido el encargado. Que puede ser. 

19.

Hay, al menos, dos relatos (hay bastantes textos más, pero no podemos ser exhaustivos aquí) en los que Borges juega a un juego parecido. En ambos, ya publicados muy tardíamente, al final de su vida, la peripecia es la misma: un Borges mayor encuentra a un Borges más joven y hay un diálogo entre ellos. En El otro, incluido en El libro de arena, 1975 (el relato se habría escrito en 1972), cada Borges está sentado en un banco frente a un río (el río de Heráclito). Uno está hacia 1919 en Ginebra, y el río es el Ródano. El otro está muchos años después, en 1969, en Boston, frente al Charles. El Borges mayor sabe lo que le va a pasar al Borges más joven: el futuro de él es su pasado. Estamos en un sueño, pero ¿quién sueña? O tal vez ha ocurrido y se ha preferido olvidar. El futuro del joven incluye otra Guerra Mundial, y la ceguera. Algo así es el tiempo cuando uno está atrapado en el laberinto unidimensional de la cronología. El viejo recuerda al joven: sabe lo que le pasa, lo que le pasó, lo que le pasará. El joven apenas puede vislumbrar al viejo, postularlo, inventarlo, imaginar las things to come. Salvo en el relato, porque el tiempo de los sueños no es coherente, es decir, no es una cadena que nos aherroja, y en él todos los conos se astillan, se abren como un abanico, se entremezclan obscenamente.

20.

El otro relato es Veinticinco, agosto, 1983 (o, a veces, 25, agosto, 1983, y hasta Agosto 25, 1983). Aquí el Borges joven acaba de cumplir el día anterior 61 años, es el 25 de agosto de 1960, y retorna a un lugar especial, una quinta de Adrogué donde una vez Borges intentó quitarse la vida con un revólver que no se animó a disparar, allá por los años treinta. En ese lugar el Borges de 1983 está viviendo su última noche, su último sueño, porque se ha matado, porque ha consumado ese suicidio. La conversación, de nuevo, versa sobre lo que va a ocurrir y lo que ha ocurrido y cómo, de algún modo, son la misma cosa, pues ¿quién de los dos sueña, de quién es este sueño? Pero, una vez más, el abismo intersticial se nos escapa a los lectores de 2024 (he cometido un acto fallido y he escrito 2014...), puesto que el relato está escrito probablemente en 1977, y se publica por primera vez en La Nación en 1983, pero el 27 de marzo, una fecha anterior a la del título. Es decir, Borges lo ha vuelto a hacer: 1983 es su futuro cuando escribe el cuento, y lo es también para los lectores que lo leen cuando aparece. Ya no lo es cuando se incluye en la recopilación La memoria de Shakespeare, que es de 1989. Borges habla de su próxima muerte, que, claro, no se produjo ese 25 de agosto de 1983, sino el catorce de junio de 1986, y no por su propia mano. Al parecer, cuando concluyó por primera vez que debería matarse (aunque el intento de suicidio es posterior) fue el 25 de agosto de 1934, el día siguiente a su 35 cumpleaños (Borges nació en 1899, como Nabokov). La fecha del título es el día siguiente a su 84 cumpleaños, que aún estaba a siete años vista cuando el relato se escribió.

21.

Ya había leído Agosto 25 en la recopilación de La memoria de Shakespeare, publicada por Alianza. Pero lo volví a encontrar en unas circunstancias muy peculiares. En la Semana Santa de 2018, poco más de un mes antes de la muerte de mi padre, que es un punto de inflexión indudable en mi vida, pasé unos días en León. Allí, en una librería de viejo que ya no existe, encontré, no un tomo de la Enciclopedia de Tlön, pero sí un libro muy preciado: la edición de Veinticinco Agosto 1983 y otros cuentos de la colección de La biblioteca de Babel de Ediciones Siruela, una colección que conocerán bien los bibliófilos, pues sus ejemplares son exquisitos y difíciles de encontrar. Éste estaba en perfecto estado y a un precio muy razonable. Lo adquirí, por supuesto, y me puse a leerlo en una terraza. Anoté algunas cosas en la Leuchtturm de turno, y así puedo saber qué fecha era: el 27 de marzo, es decir, 35 años exactos desde la publicación del relato en La Nación. Esos 35 años del Borges que decide que ha de suicidarse. Si, como parece, el intento de suicidio en Adrogué tuvo lugar en 1935, habían pasado 83 años hasta el día en que yo abrí mi flamante ejemplar. Juegos numerológicos paralelos a los 21 y los 42 de The shining. La edición de Siruela es justamente de 1983, pero de noviembre, posterior a la fecha del título, pero casi coetánea.

22.

En un momento dado, el Borges sesentón que ha llegado al hotel en el que se encuentra el otro (ha visto en el libro de registro su propio nombre), asumido su papel de personaje en un nuevo cuento de dobles como el de Stevenson, le dice a su otro: Sabía que esto te iba a ocurrir. Aquí mismo hace años, en una de las pieza de abajo, iniciamos el borrador de la historia de este suicidio. Borges sabe (piensa) que Borges acabaría repitiendo esa escena interminable de su suicidio, por más que la quinta de Adrogué ya no exista más (pero estamos en el sueño). El Borges viejo concuerda con él, pero apostilla: En aquel borrador yo había sacado un pasaje de ida para Adrogué, y ya en el hotel Las Delicias (Delicias es el nombre de la estación de metro que cojo, o cogía, cada día) había subido a la pieza 19, la más apartada de todas. Ahí me había suicidado. Los tiempos verbales, son de nuevo, la llave de salida del laberinto: el pluscuamperfecto (¿cómo hablar de la propia muerte en pasado?). Entonces el primer Borges replica: Por eso estoy aquí. Pero el otro, el Borges definitivo, el que ya ha renunciado a todo futuro y de ese modo ha descubierto la verdadera salida del laberinto unidimensional, le dice, aterradoramente: ¿Aquí? Siempre estamos aquí. Ese aquí es la casa de Maipú, donde vive Borges, todos los Borges, desde siempre, donde le sueña al otro. You’ve always been the caretaker.


23.

Hay cosas que no podemos deshacer, pero sí podemos contarnos de otro modo. Hay un avance para el que parece que el adjetivo inexorable fue específicamente acuñado, pero hay montones de puertas laterales en ese corredor estrechísimo que se abren a las perpendiculares de los relatos. A veces hay bucles, pequeños retrocesos, eternos retornos, milagros inesperados. En otro relato borgiano, presente en Ficciones, El milagro secreto, un escritor, un escritor como yo, que va a ser ejecutado, pide que se le conceda un año, un año para concluir su gran obra. El milagro le es concedido. En el momento de la detonación las balas del pelotón de fusilamiento quedan suspendidas en el aire. Allí, inmóvil, de pie, comienza a tallar los cláusulas de su orfebrería interior. La última palabra enciende el cronómetro de nuevo y Jaroslav Hladík cae derribado por la descarga.

 


23.

Los milagros pueden ser crueles, como sabemos los lectores de Solaris, pero creo que aceptaría un don así, un desacompasamiento de los tiempos, el acceso a un cuartito lateral del gran Palacio del Devenir en donde me diera tiempo a escribir todo lo que deseo, todo lo que llevo en el corazón y la cabeza. Aunque fuera para mí, aunque nadie lo leyera, como nadie leyó la obra de Hladík. Desengancharse del tren, hacerse a un lado, colonizar la inmensidad de una celda en la que las perpendiculares brotasen incesantes. Pero ya no es posible, puesto que la apuesta era de veras, y el funámbulo ya ha avanzado, sin retorno alguno, a las regiones donde la niebla empieza a hacerse menos espesa. El tren entra en los últimos apeaderos. No, no hay escapatoria del laberinto unidimensional. Pero entonces me vuelvo y te digo: ¿te ha gustado mi historia? Cuéntame tú una, tenemos tiempo de sobra. Y nos besamos, porque los besos sólo pueden darse dentro del cono de luz, son como pequeñas llamaradas que uno dibuja como crucecitas en el diagrama de las dos líneas que convergen y luego divergen. Y pensamos es tan bueno que siempre hayamos estado aquí, es tan bueno que hayamos sido siempre los cuidadores. Y tú empiezas a contar tu relato.