En su torreón sobre el río Neckar,
Hölderlin balbucea.
Tiene sesenta y tres años y el
aliento corto.
Es enero en Tubinga. Hace frío.
–Pallaksch, pallaksch–.
También
la lengua tirita.
CHANTAL MAILLARD, La herida en
la lengua
A los cuarenta años Hölderlin
encuentra aconsejable, es decir, lleno de tacto, perder su razón humana.
ROBERT WALSER, Prosa de cumpleaños
Was bleibt aber, stiften die
Dichter.
FRIEDRICH HÖLDERLIN, Andenken
1.
El 20, Lenz
atravesó las montañas.
Así comienza una de las piezas de mayor influencia en la literatura alemana. Se
trata de Lenz, del malogrado Georg Büchner. La muerte temprana de éste,
a los 24 años, dejó inconcluso lo que parecía ser el proyecto de una nouvelle
sobre un episodio de la vida del escritor dieciochesco Jakob Michael
Reinhard Lenz, miembro del Sturm und Drang y amigo de Goethe. A pesar de
su carácter fragmentario y su brevedad, la belleza y la modernidad, si
cabe hablar en esos términos, del texto de Büchner, en el que comenzó a trabajar
en 1835 y que fue publicado póstumamente en 1839 (Büchner murió en Zürich en febrero
de 1837), lo han convertido en un clásico de la literatura mundial. Su entrada
en materia es especialmente memorable, pues no sólo se nos ubica in
medias res, sino que nada se ha dicho de quién es Lenz, por más de que se
parte de que se trata de una figura conocida, ni a qué mes o año corresponde
ese veinte. Sólo después sabremos que será de enero y 1778, cuando empecemos
a investigar tanto la pieza de Büchner como la personalidad de Lenz.
2.
El texto original,
al que es preciso acudir para aquilatar mejor el alcance de la obra, comienza Der
20. ging Lenz durch’s Gebirg. La traducción anterior es mía, y no
necesariamente es la más precisa. La edición que manejo, la de Trotta de la
magra pero decisiva Obra completa de Büchner (ya veterana, pues apareció
en 1992 y más o menos por ahí me hice con ella) propone: El 20, Lenz pasó
por la sierra. En todo caso, la peripecia vital de Lenz quiere que en ese invierno
de 1778, aquejado por una profunda crisis, abandonara Winterthur, en Suiza, y
se dirigiera a pie a Waldersbach, en la Alsacia, donde habitaba el
pastor protestante Johann Friedrich Oberlin, quien le acogió durante poco menos de un mes, mientras la salud mental de Lenz se deterioraba seriamente. Lo
que se narra en el texto de Büchner son esos días, a partir del diario de Oberlin
y otros testimonios, con un estilo que muchas veces nos suena walseriano,
aunque, claro, es al contrario: Walser y muchos otros autores, no sólo
germanoparlantes, bebieron de esta crónica o relato, de esta narración de un derrumbamiento,
llena de extraña belleza.
3.
Lenz es un caminante, como lo fue Walser, que recorre paisajes montañosos, a veces en condiciones meteorológicas realmente adversas. Es un predicador él mismo, y se narra cómo intenta, infructuosamente (es obvio), resucitar a una niña, en una escena que recuerda poderosamente Ordet de Dreyer. Los intentos de suicidio se suceden, la estabilidad mental está muy quebrantada, y sin embargo estamos en presencia de un escritor de renombre, de alguien muy gentil y bien educado, que es admitido en el hogar de Oberlin, quien le cuida y le trata de acercar a Dios. No resulta. Lenz tiene que proseguir camino: ¿No oye usted nada, no oye esa espantosa voz que grita por todo el horizonte, una voz a la que suele darse el nombre de silencio? Desde que estoy en este silencioso valle, siempre la oigo, no me deja dormir. Vuelve, pues, a Strasbourg con un terrible vacío en él. Ya no sentía angustia ni deseos, su existencia le era una inevitable carga. Y entonces termina la obra de Büchner con una frase tan memorable como la inicial y tan compleja de traducir como aquella: So lebte er hin. Es decir: y así siguió viviendo. El hin da la idea del movimiento hacia adelante. Así transcurrió su vida se traduce en la edición de Trotta (la traductora fue Carmen Gauger). Una vida llena de otras crisis y derrumbamientos y traslados que duró hasta 1792, cuando murió en Moscú.
4.
Lenz, pues, es una obra de algún
modo (doblemente, incluso) terminal, aunque eso no podía saberse cuando
se comenzó a escribir, pues quien la comienza a escribir es un joven dramaturgo,
que ya ha alumbrado algunas obras que le harán famoso y que siguen siendo muy
vigentes, como La muerte de Danton, Leonce y Lena o, especialmente,
Woyzeck. Es un ejemplar único, pues no hay otro fragmento narrativo de
esas características en lo que dejó Büchner al morir. Es una obra magnética, un
verdadero capolavoro, que tiene además ese sabor incomparable de todas
las obras de los genios muertos tempranamente: está preñada de unas
potencialidades que nunca se desarrollaron, muestra lo que pudieron ser las
obras que no se llegaron a hacer. En mi caso, además, más allá de todo eso, Lenz,
que, aunque, como ya he dicho, hace una buena treintena de años que entré en
contacto con Büchner, no he leído con la atención que merece hasta ahora, resuena
con otra figura de la máxima relevancia, uno de los pocos que puede optar
con legitimidad al trono del poeta más importante de la historia (si tal trono
tuviera sentido, en una disciplina que, menos mal, no se basa en la
competencia): Friedrich Hölderlin.
5.
Cuando Büchner
escribe Lenz, Hölderlin todavía vive, si bien esto, como veremos ahora,
habría que matizarlo adecuadamente. El gran escritor suabo, que había nacido en
1770, estudiado Teología en Tubinga, donde compartió habitación con Hegel y
Schelling (nada menos), compuesto algunos de los poemas más memorables de toda
la literatura y una obra imperecedera como el Hiperión, llevaba ya por entonces mucho tiempo recogido en
la vivienda del carpintero Ernst Zimmer, en Tubinga, junto al Neckar, en una
construcción encabalgada sobre la muralla que ahora se llama, inevitablemente,
la Hölderlinturm, la torre de Hölderlin. Fue en 1807 cuando, proveniente
de una clínica de Ferdinand Autenrieth, donde su estado mental acabó por deteriorarse
del todo, tomó posesión de su modesta habitación con vistas al río, de donde no
saldría ya hasta su muerte en 1843.
6.
La vida de Hölderlin,
pues, se divide, como con un cuchillo, en dos mitades. En sus primeros 36 años le
vemos ganándose la vida mal que bien como preceptor de los vástagos de las
casas nobles, renuente siempre a ejercer de pastor o párroco, como deseaba su
madre, viajero, la mayor parte de las veces a pie en trayectos inverosímiles, participando
del nacimiento del Idealismo Absoluto que asociamos a Hegel, concibiendo
hermosas utopías en busca de la Belleza de los griegos, enamorándose de la mujer
de su jefe, Susette Gontard y convirtiéndola en la inmortal Diótima,
a la que mata, no obstante, en la segunda parte de Hiperión, por lo cual
le pide disculpas a Susette en una carta. Es un hombre guapo, una personalidad
brillante, pero hay en él un germen de perpetua insatisfacción, y no deja de
constatar cómo sus ideales tropiezan con la dura realidad hasta convertirse en
puras utopías inalcanzables. Todo eso le rompe. O, tal vez, tan sólo hubiera en
él también desde siempre una predisposición física, un desarreglo que acaso hoy
las autoridades médicas calificarían de esquizofrenia. Como fuere, desde
el frustrado intento de trabajar en Burdeos en 1802, como preceptor del cónsul
de la ciudad libre de Hamburgo allí, con el dramático retorno a pie durante más
de mil kilómetros hasta la casa de su madre en Nürtingen, justo en el momento
en el que llega la noticia de la muerte real de Diótima, es decir, de
Susette, la razón de Hölderlin no se recupera ya.
7.
Y entonces comienza la
otra vida de Hölderlin, la otra mitad. Incoherente en sus expresiones
verbales, él, que ha cincelado versos admirables, proclive a la deambulación,
sometido a altibajos anímicos, abandonado en su aspecto físico, después de
haber sido siempre tan celoso de su elegancia, los años de intensísima
actividad y tensión mental conducen a un periodo de reclusión voluntaria y
apacible entre la familia de Zimmer, que lo cuidaba y lo atendía como a uno más
del grupo familiar, a las caminatas más breves por el camino de ronda de la
muralla, a algunas excursiones acompañado de estudiantes locales que le
veneraban, a tocar el piano, él, que había sido un experto, de manera monótona
y a veces insoportable, a envejecer, a perder los dientes, a aceptar, de
algún modo, la derrota, si derrota era… y a escribir.
8.
Sí, durante ese
larguísimo periodo de la locura, sea lo que sea lo que se quiere definir
con ese término, Hölderlin siguió escribiendo. Poemas breves, muchas veces
formularios, alejados de la monumentalidad y el riesgo de alguna de sus grandes
obras anteriores, pero siempre con notas de magia verbal, siempre con esa
atención por la naturaleza. Poemas que entregaba a veces a sus visitantes, que
veían cómo los componía allí mismo poco menos que a petición (¿Sobre qué
desea que escriba? ¿Grecia, la primavera, el espíritu del tiempo?) y que
acabaron constituyendo un corpus sui generis dentro de la obra de
Hölderlin, y fueron publicados a veces como Poemas póstumos o de la
época final o, más simplemente, Poemas de la locura.
9.
Así, como Poemas
de la locura, en traducción de Txaro Santoro y José María Álvarez, se editaron
en la benemérita colección Hiperión de poesía (que toma el nombre de la obra de
Hölderlin y el logo de la silueta del poeta) en 1978. Yo dispongo de la
quinta edición de la obra, la de 1988, así que es de suponer que por esa fecha,
1988 ó 1989, me hice con ella, aún en la primera mitad de mi veintena. De
hecho, creo que podría reconstruir más o menos el momento: en la caseta de
Hiperión de la Feria del Libro de Madrid (hoy ya no existe la librería
Hiperión, que estaba junto a la Puerta de Alcalá, uno de esos lugares donde fui
feliz tantas veces y que se van perdiendo como lágrimas en la lluvia). Hiperión
propiamente dicha, una obra de una importancia difícil de exagerar, a la
que no me podré dedicar en esta entrada, fue el primer libro de Hölderlin que
compré, de eso estoy casi seguro. Éste fue el segundo. Es posible que los
comprara los dos a un tiempo. Conociéndome, me es muy difícil no acercarme a
algo que se llama de la locura, siempre ha sido así y por aquí ya se va
viendo la nómina de poetas locos y locas, por infame nombre, que
forman parte de mi Panteón particular. Así, paradójicamente, lo primero que leí
del Hölderlin-poeta fueron, no sus grandes textos, sino esas extrañas
floraciones póstumas.
10.
De hecho, ese
carácter póstumo se les puede adjudicar no sólo por la mera circunstancia de que
fueron publicados tras la muerte del autor, sino porque éste, desde los
comienzos de su segunda vida, renegó o jugó a renegar (sobre la locura de
Hölderlin habría mucho que hablar, y sobre su capacidad histriónica,
especialmente en el trato con los visitantes de entonces) de su propio nombre,
declarando que él ya no era Hölderlin, que ya no se llamaba así. Hasta el punto,
y eso es algo que recuerdo con claridad que me impactó desde el momento en que
abrí el libro azul con la imagen última del poeta envejecido en la portada, de
que los poemas están firmados por otra gente, y además fechados en
fechas imposibles. Nos encontramos, así, con un hecho metapoético o metaliterario
de extraña potencia: avant la lettre, la destrucción mental del gran
poeta Friedrich Hölderlin, autor de El archipiélago o Patmos (que
quedó inconclusa) o tantas otras obras, llevó al alumbramiento de ciertos heterónimos
definitivos que eran quienes pergeñaban, en ese juego tan real o tan performático
del habitante del torreón junto al Neckar, esos poemas que se llaman
repetitivamente El invierno o El verano o La primavera.
11.
De todos esos hijos
o sucesores o máscaras de Hölderlin, el más habitual es Scardanelli.
Scardanelli firma un Verano el 24 de mayo de 1778, una fecha en la que
el poeta ya extinto Friedrich Hölderlin habría tenido 8 años. Lo firma,
probablemente, en el año real (si hay tal cosa) de 1839. Scardanelli
firma otro Verano también el 24 de mayo, pero de 1758, antes del
nacimiento de Hölderlin, y ese poema, claro, es de una época semejante al anterior.
Con igual soltura puede firmar Scardanelli un Invierno el 24 de abril (otra
vez el 24, se repite todo el tiempo) de 1849, esto es, en el futuro:
Hölderlin murió en 1843. Este juego con las fechas y las identidades es
fascinante, y así me lo pareció desde el principio. Desde el principio, yo fui
un lector asiduo y rendido del poeta maldito Scardanelli, que tuvo una relación
difícil de definir con el maestro de poetas Friedrich Hölderlin, autor del Hiperión,
que recorrí y recorro con veneración. Son dos. Son muchos. Son todos. Como
todos lo somos. Pero no nos adelantemos.
12.
Scardanelli tiene,
ay, la cara del desdentado Hölderlin, y a él se le adjudican las excentricidades
que acaso exageraron los cronistas de la época, como Waiblinger. Le imaginamos
sentado en su habitación del primer piso de la Hölderlinturm, que acaso
debería llamarse Torre de Scardanelli, escandiendo los versos con
la izquierda y trazándolos aún con buena mano derecha sobre el papel que nunca
le escatimó Zimmer. Mientras Büchner escribía su crónica de Lenz, de
menos de un mes decisivo de la vida de Lenz, quien era su coetáneo era
Scardanelli. Hölderlin había sido golpeado por Apolo, había retornado de
Burdeos esquelético y pálido como un cadáver, había ido prendiendo alfileres a
su razón durante mucho tiempo hasta que un día dijo, como dijo de algún modo Lenz,
ya está, ya fue, ya vale y pasó a ser otro, a ser el que era ya
definitivamente, en la casa del carpintero Ernst Zimmer, en Tubinga, o Tübingen
si queremos usar el nombre original. Y siguió escribiendo.
13.
Cuando Scardanelli
firma un poema siempre usa la misma fórmula: Mit Unterthänigkeit, Scardanelli.
Untertänigkeit (en la ortografía alemana actual se ha perdido la h)
vendría a ser algo como humildad, pero también sumisión, obediencia…
Es algo como su seguro servidor. A los visitantes, de hecho, Hölderlin les
otorgaba títulos como Su Majestad o Su Santidad. En general, no
obstante, lo normal es traducir la rúbrica de Scardanelli como humildemente.
Es un envoi de un poeta que se toma como alguien de rango ínfimo a un
señor que le ha pedido un poema. Scardanelli es humilde, es sumiso,
o al menos así se presenta: golpeado por el rayo, derribado, acogido, tranquilo
en su demencia que apenas le brinda algunos momentos de desasosiego y hasta
furia, deja transcurrir sus días como las aguas del Neckar que tiene bajo su
ventana. Humildemente, Scardanelli. La última frase, no ya de un poema,
sino de la vida del poeta entre los poetas. Un epitafio. So lebt er hin.
14.
Tübingen tiene una
de las universidades más antiguas de Alemania, fue fundada en 1477 y es un
centro académico del más alto nivel. En esa universidad, en abril de 2006, se
celebró un congreso denominado Europtrode, dedicado a los sensores
ópticos, en el que tomé parte, junto con mis compañeros del grupo de
investigación, con una comunicación oral y un póster sobre los sensores de
fibra óptica basados en resonancia de plasmones superficiales, nuestra
principal línea. Eso me permitió visitar por primera y única vez hasta el
momento (aunque he pensado muchas veces en volver) la bella Tubinga. No sé
cuántos de los científicos de toda Europa asistentes al evento, que estuvo
realmente bien, eran conscientes de la existencia en Tübingen de la Hölderlinturm,
o, ya puestos, de la mera existencia de Hölderlin. Yo, desde luego, sí que lo
sabía y no dejé de visitar la casa del carpintero Zimmer, junto con mis
compañeros del grupo. Fue un momento muy transcendente para mí. Siempre he
sentido una gran conexión con Hölderlin, y con Scardanelli, y el inesperado
premio de esa visita al lugar real donde se escribieron los poemas de la
locura tenía un gran significado, no lejano del que pudo tener, años después,
la visita al Castillo de Duino. Cuando salíamos, firmé el libro de visitas,
cosa que hago cuando realmente la experiencia lo merece. Escribí: Humildemente,
Scardanelli. Nada más. Ahí, también, empieza todo, porque todo empieza
muchas veces.
15.
¿Qué empieza ahí,
además de esta entrada? Bueno, firmar como Scardanelli no deja de ser un ejercicio
arriesgado y hasta soberbio, muy alejado de la humildad que promete.
Scardanelli es, siempre lo fue, el futuro. No ya el futuro de Hölderlin,
el de todos. Scardanelli es el habitante que espera. El demente que nos sucede.
Está ahí, está ahora, simplemente está obturado por el grueso ninot vigente
que se llama Hölderlin o Agus. Darle paso, darle voz a Scardanelli puede ser
justo, puede ser incluso necesario, pero implica reconocer la verdad: los
últimos poemas (todos los poemas son los últimos) serán de la locura. Eso, si podemos
seguir escribiendo, si tenemos la suerte de tener una habitación en la primera
planta, una habitación de paredes redondeadas, con vistas a un río y una
familia amorosa que nos cuide. Así pues, mi gesto no fue inocente, aunque
eso lo pensé después. Usurpar el nombre del propietario de la casa para
dejar allí el testimonio de mi efímero paso. Añadirle una fecha que era, sí, la de verdad de ese día, pero que bien podía haber sido la de un veinticuatro cualquiera,
acaso de 1748 o de 2064. La apuesta era alta, y hubo que estar a la altura.
16.
Entonces, justamente
en Duino, en mi segunda visita, la de 2014, la que resultó ya definitiva
para la composición de la novela, escribí en el libro de visitas Secretamente
eternos en lo No, que es un verso de Juan Eduardo Cirlot, y firmé Scardanelli,
una vez más. No sé por qué, no es algo que uno pueda decidir así como así. De
nuevo, me di cuenta después. Y de algún modo eso se refleja en Morgana en
Duino. El narrador, que no soy yo, porque el narrador nunca es el autor,
aunque el autor sea todo lo que hay en su obra, inevitablemente, escribe en un
momento dado en una postal Secretamente eternos en lo No y lo firma Scardanelli
y entrega esa postal al portero de noche del hotel, que seguramente es Bartleby.
Y dice: la misma firma blasfema que también estampé en el libro de visitas
de la casita del carpintero Zimmer en Tübingen. Y dice: Sí, Ilona, a
donde nos conduce el avance del tren es al país llamado Scardanelli, al país de
la locura. Ahora ya sabemos a qué atenernos.
17.
Uno no sabe nunca
por qué escribe lo que escribe, y si lo sabe no merece la pena lo que ha escrito.
En Morgana en Duino hay muchas referencias a autores, algunas más
veladas que otras. Hay nombres que aparecen una y otra vez: Rilke, Kafka. Pero
hay un nombre que no está: Hölderlin. Y, sin embargo, si avanzamos
hasta la última página de la novela, a la última línea de la novela, el último
nombre, la última palabra que aparece, es Scardanelli. Mit Untertänigkeit, /
Scardanelli. Así concluye todo. Las palabras inmediatamente anteriores eran
de otra de las fuentes tácitas: Gil de Biedma (envejecer, morir…). El poeta
póstumo que firma la obra es el habitante legítimo del cuerpo que ahora, por
quién sabe cuánto tiempo, ocupamos. Nada de esto es premeditado: todo acaece.
Todo tiene su propia dinámica, su propia necesidad, nada es contingente. En
1988 ó 1989 cayó en mis manos un libro llamado Poemas de la locura. Mucho
tiempo después su autor firmó mi obra.
18.
He recorrido toda, o
casi toda, la obra de Hölderlin a lo largo de los años. He leído también buena parte
de su correspondencia. Paradójicamente (o no tanto, si se tiene en cuenta la
naturaleza clandestina de la relación) apenas se conservan cartas de Hölderlin
a Susette Gontard, pero sí disponemos de bastantes cartas de ésta al poeta. En
su momento esa correspondencia fue editada por la gran estudiosa de Hölderlin Helena
Cortés Gabaudan, junto con Arturo Leyte Collado, en la editorial Hiperión (por
supuesto) bajo el título de Correspondencia amorosa. La edición que
tengo es la segunda, de 1998, no recuerdo en qué año la compré. En el colofón
de esa edición, ingeniosamente dispuesto en forma de corazón, se
nos informa de cuándo se realizó la impresión del volumen, el nº 105 de la
colección de libros de Hiperión, cosa que es normal en un colofón, pero se
añade, justo en la punta del corazón esta frase: Wem sonst als Dir. A
quién, si no a ti. Es la frase que aparece escrita de puño y letra de Hölderlin
en el ejemplar del segundo tomo de Hiperión que hizo llegar a Susette.
Es una dedicatoria autógrafa que no fue impresa. A quién, si no a ti. Yo
no supe del origen de la frase hasta después, asumí simplemente la autoría de
Hölderlin, y la usé para mi propia dedicatoria. Así, encerré todo el
texto de mi única novela entre dos espejos paralelos, enfrentados entre sí:
Hölderlin estaba al principio y al final, en la dedicatoria y en la firma. Y,
sin embargo, su nombre nunca aparecía.
19.
En enero de
1961, Paul Celan visitó Tübingen y la Hölderlinturm. Al día siguiente,
de vuelta a París compuso un poema memorable y lleno de capas, como
todos los del rumano, titulado justamente Tübingen, Jänner, es decir, Tubinga,
enero. En él hay varias referencias y hasta una cita del poeta suabo y,
como ocurre tantas veces en los poemas de Celan, la tensión del lenguaje es
tal que acaba literalmente por romperse. Así, lo que nos queda es sólo balbucir
y balbucir, siempre-, siempre- asíasí, que es como traduce Reina Palazón el
muy difícil nur lallen und lallen, immer-, immer-, zuzu. Y entonces, entre
paréntesis y entre comillas, como si lo dijese otro, Celan añade: (“Pallaksch.
Pallaksch”). Pallaksch, es, si atendemos al testimonio de Schwab,
uno de los amigos de Hölderlin que escribió sobre la época de la locura, una
palabra inventada que sirve tanto para decir sí como para decir no como
para decir en realidad vale, no me importa, déjenme en paz, que es lo
que Hölderlin-Scardanelli decía a menudo cuando quería zanjar la conversación. Pallaksch
es la palabra final, el no sé qué que quedan balbuciendo, el
producto último de la dolorosa decantación de una lengua que ya no sirve.
20.
Cuando Celan, el 20
de abril de 1970, acaso de madrugada, salió de su casa en el número 6 de la
Avenue Émile Zola en París, para recorrer los pocos pasos que le separaban del
Pont Mirabeau, desde donde se arrojó al Sena para suicidarse, dejó abierta
sobre su mesa de trabajo una biografía de Hölderlin en la que había subrayado
un pasaje que decía Este genio, a veces, se ensombrecía y se hundía en los
amargos pozos de su corazón. Cuando, de manera completamente sorprendente
para mí, Morgana en Duino ganó el Premio Complutense de Narrativa 2016,
lo que implicaba su publicación, que se produjo en 2017, intenté comenzar una
segunda novela, en París, donde fui ese verano de 2016 después de bastante
tiempo sin haber ido. Esa novela empezaba justamente en el Pont Mirabeu, mirando el
Sena. Aún no se ha escrito, puede que no se escriba nunca. Puede que la acabe
Scardanelli.
y 21.
Robert Walser,
caminante empedernido, tuvo un destino también holderliniano, pues, como saben
los asiduos a este blog, acabó pasando sus años finales en el manicomio
de Herisau, desde donde partía muchas veces con su amigo, el editor Carl Seelig,
para realizar largas travesías por los alrededores. En el curso de una de
ellas, el 16 de mayo de 1943, Walser comenta su estancia en el hospital, donde
tuvo que ser internado por problemas intestinales:
Me
gustó la habitación. Uno está tumbado ahí como un árbol caído, y no necesita
mover ni un miembro. Todos los deseos duermen como niños cansados de jugar. Uno
se siente como en un monasterio, o como en una antesala de la muerte.
Y entonces, Walser,
que se sabe secretamente hermano de Hölderlin, de Scardanelli, dice:
Estoy
convencido de que en los últimos treinta años de su vida Hölderlin no fue tan
desdichado como lo pintan los profesores de literatura. Poder soñar en un
modesto rincón sin tener que responder a continuas pretensiones no es ningún
martirio. ¡Sólo la gente hace que lo sea!
Y ahí tenemos otra
vía. Lenz no pudo resistir más que algunas semanas en la paz que le ofrecía
Oberlin en su casa alsaciana. Celan saltó del Pont Mirabeau. Hölderlin se
acomodó en su torre de Tübingen. Walser se derrumbó una Navidad sobre la nieve
al lado de Herisau, donde había pasado muchos años sin escribir una línea.
¿Cuál es el destino que nos espera? El destino que espera al escritor que
somos. ¿Qué poemas de la locura, acaso los más altos nunca escritos por él,
aguardan pacientemente en el pecho del Scardanelli que guarda en su propio
pecho? ¿Quién recibirá esos versos? ¿Quién será el Dir que de ninguna manera
puede ser otra persona a quien vayan dedicados? ¿Nos será dado el destino que
pide el otro firmante de Morgana, Jaime Gil de Biedma, en uno de
sus últimos poemas, De vita beata?
…No leer,
no sufrir, no
escribir, no pagar cuentas
y vivir como un
noble arruinado
entre las
ruinas de mi inteligencia.
La película sigue
avanzando. On verrà.
Humildemente,
Scardanelli.