martes, 16 de septiembre de 2025

Humildemente


En su torreón sobre el río Neckar, Hölderlin balbucea.

Tiene sesenta y tres años y el aliento corto.

Es enero en Tubinga. Hace frío.

–Pallaksch, pallaksch–. También la lengua tirita.

CHANTAL MAILLARD, La herida en la lengua

A los cuarenta años Hölderlin encuentra aconsejable, es decir, lleno de tacto, perder su razón humana.

ROBERT WALSER, Prosa de cumpleaños

Was bleibt aber, stiften die Dichter.

FRIEDRICH HÖLDERLIN, Andenken

 

1.

El 20, Lenz atravesó las montañas. Así comienza una de las piezas de mayor influencia en la literatura alemana. Se trata de Lenz, del malogrado Georg Büchner. La muerte temprana de éste, a los 24 años, dejó inconcluso lo que parecía ser el proyecto de una nouvelle sobre un episodio de la vida del escritor dieciochesco Jakob Michael Reinhard Lenz, miembro del Sturm und Drang y amigo de Goethe. A pesar de su carácter fragmentario y su brevedad, la belleza y la modernidad, si cabe hablar en esos términos, del texto de Büchner, en el que comenzó a trabajar en 1835 y que fue publicado póstumamente en 1839 (Büchner murió en Zürich en febrero de 1837), lo han convertido en un clásico de la literatura mundial. Su entrada en materia es especialmente memorable, pues no sólo se nos ubica in medias res, sino que nada se ha dicho de quién es Lenz, por más de que se parte de que se trata de una figura conocida, ni a qué mes o año corresponde ese veinte. Sólo después sabremos que será de enero y 1778, cuando empecemos a investigar tanto la pieza de Büchner como la personalidad de Lenz.

 

2.

El texto original, al que es preciso acudir para aquilatar mejor el alcance de la obra, comienza Der 20. ging Lenz durch’s Gebirg. La traducción anterior es mía, y no necesariamente es la más precisa. La edición que manejo, la de Trotta de la magra pero decisiva Obra completa de Büchner (ya veterana, pues apareció en 1992 y más o menos por ahí me hice con ella) propone: El 20, Lenz pasó por la sierra. En todo caso, la peripecia vital de Lenz quiere que en ese invierno de 1778, aquejado por una profunda crisis, abandonara Winterthur, en Suiza, y se dirigiera a pie a Waldersbach, en la Alsacia, donde habitaba el pastor protestante Johann Friedrich Oberlin, quien le acogió durante poco menos de un mes, mientras la salud mental de Lenz se deterioraba seriamente. Lo que se narra en el texto de Büchner son esos días, a partir del diario de Oberlin y otros testimonios, con un estilo que muchas veces nos suena walseriano, aunque, claro, es al contrario: Walser y muchos otros autores, no sólo germanoparlantes, bebieron de esta crónica o relato, de esta narración de un derrumbamiento, llena de extraña belleza.

 

3.

Lenz es un caminante, como lo fue Walser, que recorre paisajes montañosos, a veces en condiciones meteorológicas realmente adversas. Es un predicador él mismo, y se narra cómo intenta, infructuosamente (es obvio), resucitar a una niña, en una escena que recuerda poderosamente Ordet de Dreyer. Los intentos de suicidio se suceden, la estabilidad mental está muy quebrantada, y sin embargo estamos en presencia de un escritor de renombre, de alguien muy gentil y bien educado, que es admitido en el hogar de Oberlin, quien le cuida y le trata de acercar a Dios. No resulta. Lenz tiene que proseguir camino: ¿No oye usted nada, no oye esa espantosa voz que grita por todo el horizonte, una voz a la que suele darse el nombre de silencio? Desde que estoy en este silencioso valle, siempre la oigo, no me deja dormir. Vuelve, pues, a Strasbourg con un terrible vacío en él. Ya no sentía angustia ni deseos, su existencia le era una inevitable carga. Y entonces termina la obra de Büchner con una frase tan memorable como la inicial y tan compleja de traducir como aquella: So lebte er hin. Es decir: y así siguió viviendo. El hin da la idea del movimiento hacia adelante. Así transcurrió su vida se traduce en la edición de Trotta (la traductora fue Carmen Gauger). Una vida llena de otras crisis y derrumbamientos y traslados que duró hasta 1792, cuando murió en Moscú.

 

4.

Lenz, pues, es una obra de algún modo (doblemente, incluso) terminal, aunque eso no podía saberse cuando se comenzó a escribir, pues quien la comienza a escribir es un joven dramaturgo, que ya ha alumbrado algunas obras que le harán famoso y que siguen siendo muy vigentes, como La muerte de Danton, Leonce y Lena o, especialmente, Woyzeck. Es un ejemplar único, pues no hay otro fragmento narrativo de esas características en lo que dejó Büchner al morir. Es una obra magnética, un verdadero capolavoro, que tiene además ese sabor incomparable de todas las obras de los genios muertos tempranamente: está preñada de unas potencialidades que nunca se desarrollaron, muestra lo que pudieron ser las obras que no se llegaron a hacer. En mi caso, además, más allá de todo eso, Lenz, que, aunque, como ya he dicho, hace una buena treintena de años que entré en contacto con Büchner, no he leído con la atención que merece hasta ahora, resuena con otra figura de la máxima relevancia, uno de los pocos que puede optar con legitimidad al trono del poeta más importante de la historia (si tal trono tuviera sentido, en una disciplina que, menos mal, no se basa en la competencia): Friedrich Hölderlin.

 

5.

Cuando Büchner escribe Lenz, Hölderlin todavía vive, si bien esto, como veremos ahora, habría que matizarlo adecuadamente. El gran escritor suabo, que había nacido en 1770, estudiado Teología en Tubinga, donde compartió habitación con Hegel y Schelling (nada menos), compuesto algunos de los poemas más memorables de toda la literatura y una obra imperecedera como el Hiperión, llevaba ya  por entonces mucho tiempo recogido en la vivienda del carpintero Ernst Zimmer, en Tubinga, junto al Neckar, en una construcción encabalgada sobre la muralla que ahora se llama, inevitablemente, la Hölderlinturm, la torre de Hölderlin. Fue en 1807 cuando, proveniente de una clínica de Ferdinand Autenrieth, donde su estado mental acabó por deteriorarse del todo, tomó posesión de su modesta habitación con vistas al río, de donde no saldría ya hasta su muerte en 1843.

 

6.

La vida de Hölderlin, pues, se divide, como con un cuchillo, en dos mitades. En sus primeros 36 años le vemos ganándose la vida mal que bien como preceptor de los vástagos de las casas nobles, renuente siempre a ejercer de pastor o párroco, como deseaba su madre, viajero, la mayor parte de las veces a pie en trayectos inverosímiles, participando del nacimiento del Idealismo Absoluto que asociamos a Hegel, concibiendo hermosas utopías en busca de la Belleza de los griegos, enamorándose de la mujer de su jefe, Susette Gontard y convirtiéndola en la inmortal Diótima, a la que mata, no obstante, en la segunda parte de Hiperión, por lo cual le pide disculpas a Susette en una carta. Es un hombre guapo, una personalidad brillante, pero hay en él un germen de perpetua insatisfacción, y no deja de constatar cómo sus ideales tropiezan con la dura realidad hasta convertirse en puras utopías inalcanzables. Todo eso le rompe. O, tal vez, tan sólo hubiera en él también desde siempre una predisposición física, un desarreglo que acaso hoy las autoridades médicas calificarían de esquizofrenia. Como fuere, desde el frustrado intento de trabajar en Burdeos en 1802, como preceptor del cónsul de la ciudad libre de Hamburgo allí, con el dramático retorno a pie durante más de mil kilómetros hasta la casa de su madre en Nürtingen, justo en el momento en el que llega la noticia de la muerte real de Diótima, es decir, de Susette, la razón de Hölderlin no se recupera ya.

 

7.

Y entonces comienza la otra vida de Hölderlin, la otra mitad. Incoherente en sus expresiones verbales, él, que ha cincelado versos admirables, proclive a la deambulación, sometido a altibajos anímicos, abandonado en su aspecto físico, después de haber sido siempre tan celoso de su elegancia, los años de intensísima actividad y tensión mental conducen a un periodo de reclusión voluntaria y apacible entre la familia de Zimmer, que lo cuidaba y lo atendía como a uno más del grupo familiar, a las caminatas más breves por el camino de ronda de la muralla, a algunas excursiones acompañado de estudiantes locales que le veneraban, a tocar el piano, él, que había sido un experto, de manera monótona y a veces insoportable, a envejecer, a perder los dientes, a aceptar, de algún modo, la derrota, si derrota era… y a escribir.

 

8.

Sí, durante ese larguísimo periodo de la locura, sea lo que sea lo que se quiere definir con ese término, Hölderlin siguió escribiendo. Poemas breves, muchas veces formularios, alejados de la monumentalidad y el riesgo de alguna de sus grandes obras anteriores, pero siempre con notas de magia verbal, siempre con esa atención por la naturaleza. Poemas que entregaba a veces a sus visitantes, que veían cómo los componía allí mismo poco menos que a petición (¿Sobre qué desea que escriba? ¿Grecia, la primavera, el espíritu del tiempo?) y que acabaron constituyendo un corpus sui generis dentro de la obra de Hölderlin, y fueron publicados a veces como Poemas póstumos o de la época final o, más simplemente, Poemas de la locura.

 

9.

Así, como Poemas de la locura, en traducción de Txaro Santoro y José María Álvarez, se editaron en la benemérita colección Hiperión de poesía (que toma el nombre de la obra de Hölderlin y el logo de la silueta del poeta) en 1978. Yo dispongo de la quinta edición de la obra, la de 1988, así que es de suponer que por esa fecha, 1988 ó 1989, me hice con ella, aún en la primera mitad de mi veintena. De hecho, creo que podría reconstruir más o menos el momento: en la caseta de Hiperión de la Feria del Libro de Madrid (hoy ya no existe la librería Hiperión, que estaba junto a la Puerta de Alcalá, uno de esos lugares donde fui feliz tantas veces y que se van perdiendo como lágrimas en la lluvia). Hiperión propiamente dicha, una obra de una importancia difícil de exagerar, a la que no me podré dedicar en esta entrada, fue el primer libro de Hölderlin que compré, de eso estoy casi seguro. Éste fue el segundo. Es posible que los comprara los dos a un tiempo. Conociéndome, me es muy difícil no acercarme a algo que se llama de la locura, siempre ha sido así y por aquí ya se va viendo la nómina de poetas locos y locas, por infame nombre, que forman parte de mi Panteón particular. Así, paradójicamente, lo primero que leí del Hölderlin-poeta fueron, no sus grandes textos, sino esas extrañas floraciones póstumas.

 

10.

De hecho, ese carácter póstumo se les puede adjudicar no sólo por la mera circunstancia de que fueron publicados tras la muerte del autor, sino porque éste, desde los comienzos de su segunda vida, renegó o jugó a renegar (sobre la locura de Hölderlin habría mucho que hablar, y sobre su capacidad histriónica, especialmente en el trato con los visitantes de entonces) de su propio nombre, declarando que él ya no era Hölderlin, que ya no se llamaba así. Hasta el punto, y eso es algo que recuerdo con claridad que me impactó desde el momento en que abrí el libro azul con la imagen última del poeta envejecido en la portada, de que los poemas están firmados por otra gente, y además fechados en fechas imposibles. Nos encontramos, así, con un hecho metapoético o metaliterario de extraña potencia: avant la lettre, la destrucción mental del gran poeta Friedrich Hölderlin, autor de El archipiélago o Patmos (que quedó inconclusa) o tantas otras obras, llevó al alumbramiento de ciertos heterónimos definitivos que eran quienes pergeñaban, en ese juego tan real o tan performático del habitante del torreón junto al Neckar, esos poemas que se llaman repetitivamente El invierno o El verano o La primavera.

 

11.

De todos esos hijos o sucesores o máscaras de Hölderlin, el más habitual es Scardanelli. Scardanelli firma un Verano el 24 de mayo de 1778, una fecha en la que el poeta ya extinto Friedrich Hölderlin habría tenido 8 años. Lo firma, probablemente, en el año real (si hay tal cosa) de 1839. Scardanelli firma otro Verano también el 24 de mayo, pero de 1758, antes del nacimiento de Hölderlin, y ese poema, claro, es de una época semejante al anterior. Con igual soltura puede firmar Scardanelli un Invierno el 24 de abril (otra vez el 24, se repite todo el tiempo) de 1849, esto es, en el futuro: Hölderlin murió en 1843. Este juego con las fechas y las identidades es fascinante, y así me lo pareció desde el principio. Desde el principio, yo fui un lector asiduo y rendido del poeta maldito Scardanelli, que tuvo una relación difícil de definir con el maestro de poetas Friedrich Hölderlin, autor del Hiperión, que recorrí y recorro con veneración. Son dos. Son muchos. Son todos. Como todos lo somos. Pero no nos adelantemos.

 

12.

Scardanelli tiene, ay, la cara del desdentado Hölderlin, y a él se le adjudican las excentricidades que acaso exageraron los cronistas de la época, como Waiblinger. Le imaginamos sentado en su habitación del primer piso de la Hölderlinturm, que acaso debería llamarse Torre de Scardanelli, escandiendo los versos con la izquierda y trazándolos aún con buena mano derecha sobre el papel que nunca le escatimó Zimmer. Mientras Büchner escribía su crónica de Lenz, de menos de un mes decisivo de la vida de Lenz, quien era su coetáneo era Scardanelli. Hölderlin había sido golpeado por Apolo, había retornado de Burdeos esquelético y pálido como un cadáver, había ido prendiendo alfileres a su razón durante mucho tiempo hasta que un día dijo, como dijo de algún modo Lenz, ya está, ya fue, ya vale y pasó a ser otro, a ser el que era ya definitivamente, en la casa del carpintero Ernst Zimmer, en Tubinga, o Tübingen si queremos usar el nombre original. Y siguió escribiendo.

 

13.

Cuando Scardanelli firma un poema siempre usa la misma fórmula: Mit Unterthänigkeit, Scardanelli. Untertänigkeit (en la ortografía alemana actual se ha perdido la h) vendría a ser algo como humildad, pero también sumisión, obediencia… Es algo como su seguro servidor. A los visitantes, de hecho, Hölderlin les otorgaba títulos como Su Majestad o Su Santidad. En general, no obstante, lo normal es traducir la rúbrica de Scardanelli como humildemente. Es un envoi de un poeta que se toma como alguien de rango ínfimo a un señor que le ha pedido un poema. Scardanelli es humilde, es sumiso, o al menos así se presenta: golpeado por el rayo, derribado, acogido, tranquilo en su demencia que apenas le brinda algunos momentos de desasosiego y hasta furia, deja transcurrir sus días como las aguas del Neckar que tiene bajo su ventana. Humildemente, Scardanelli. La última frase, no ya de un poema, sino de la vida del poeta entre los poetas. Un epitafio. So lebt er hin.

 

14.

Tübingen tiene una de las universidades más antiguas de Alemania, fue fundada en 1477 y es un centro académico del más alto nivel. En esa universidad, en abril de 2006, se celebró un congreso denominado Europtrode, dedicado a los sensores ópticos, en el que tomé parte, junto con mis compañeros del grupo de investigación, con una comunicación oral y un póster sobre los sensores de fibra óptica basados en resonancia de plasmones superficiales, nuestra principal línea. Eso me permitió visitar por primera y única vez hasta el momento (aunque he pensado muchas veces en volver) la bella Tubinga. No sé cuántos de los científicos de toda Europa asistentes al evento, que estuvo realmente bien, eran conscientes de la existencia en Tübingen de la Hölderlinturm, o, ya puestos, de la mera existencia de Hölderlin. Yo, desde luego, sí que lo sabía y no dejé de visitar la casa del carpintero Zimmer, junto con mis compañeros del grupo. Fue un momento muy transcendente para mí. Siempre he sentido una gran conexión con Hölderlin, y con Scardanelli, y el inesperado premio de esa visita al lugar real donde se escribieron los poemas de la locura tenía un gran significado, no lejano del que pudo tener, años después, la visita al Castillo de Duino. Cuando salíamos, firmé el libro de visitas, cosa que hago cuando realmente la experiencia lo merece. Escribí: Humildemente, Scardanelli. Nada más. Ahí, también, empieza todo, porque todo empieza muchas veces.

 


15.

¿Qué empieza ahí, además de esta entrada? Bueno, firmar como Scardanelli no deja de ser un ejercicio arriesgado y hasta soberbio, muy alejado de la humildad que promete. Scardanelli es, siempre lo fue, el futuro. No ya el futuro de Hölderlin, el de todos. Scardanelli es el habitante que espera. El demente que nos sucede. Está ahí, está ahora, simplemente está obturado por el grueso ninot vigente que se llama Hölderlin o Agus. Darle paso, darle voz a Scardanelli puede ser justo, puede ser incluso necesario, pero implica reconocer la verdad: los últimos poemas (todos los poemas son los últimos) serán de la locura. Eso, si podemos seguir escribiendo, si tenemos la suerte de tener una habitación en la primera planta, una habitación de paredes redondeadas, con vistas a un río y una familia amorosa que nos cuide. Así pues, mi gesto no fue inocente, aunque eso lo pensé después. Usurpar el nombre del propietario de la casa para dejar allí el testimonio de mi efímero paso. Añadirle una fecha que era, sí, la de verdad de ese día, pero que bien podía haber sido la de un veinticuatro cualquiera, acaso de 1748 o de 2064. La apuesta era alta, y hubo que estar a la altura.

 

16.

Entonces, justamente en Duino, en mi segunda visita, la de 2014, la que resultó ya definitiva para la composición de la novela, escribí en el libro de visitas Secretamente eternos en lo No, que es un verso de Juan Eduardo Cirlot, y firmé Scardanelli, una vez más. No sé por qué, no es algo que uno pueda decidir así como así. De nuevo, me di cuenta después. Y de algún modo eso se refleja en Morgana en Duino. El narrador, que no soy yo, porque el narrador nunca es el autor, aunque el autor sea todo lo que hay en su obra, inevitablemente, escribe en un momento dado en una postal Secretamente eternos en lo No y lo firma Scardanelli y entrega esa postal al portero de noche del hotel, que seguramente es Bartleby. Y dice: la misma firma blasfema que también estampé en el libro de visitas de la casita del carpintero Zimmer en Tübingen. Y dice: Sí, Ilona, a donde nos conduce el avance del tren es al país llamado Scardanelli, al país de la locura. Ahora ya sabemos a qué atenernos.

 

17.

Uno no sabe nunca por qué escribe lo que escribe, y si lo sabe no merece la pena lo que ha escrito. En Morgana en Duino hay muchas referencias a autores, algunas más veladas que otras. Hay nombres que aparecen una y otra vez: Rilke, Kafka. Pero hay un nombre que no está: Hölderlin. Y, sin embargo, si avanzamos hasta la última página de la novela, a la última línea de la novela, el último nombre, la última palabra que aparece, es Scardanelli. Mit Untertänigkeit, / Scardanelli. Así concluye todo. Las palabras inmediatamente anteriores eran de otra de las fuentes tácitas: Gil de Biedma (envejecer, morir…). El poeta póstumo que firma la obra es el habitante legítimo del cuerpo que ahora, por quién sabe cuánto tiempo, ocupamos. Nada de esto es premeditado: todo acaece. Todo tiene su propia dinámica, su propia necesidad, nada es contingente. En 1988 ó 1989 cayó en mis manos un libro llamado Poemas de la locura. Mucho tiempo después su autor firmó mi obra.

 

18.

He recorrido toda, o casi toda, la obra de Hölderlin a lo largo de los años. He leído también buena parte de su correspondencia. Paradójicamente (o no tanto, si se tiene en cuenta la naturaleza clandestina de la relación) apenas se conservan cartas de Hölderlin a Susette Gontard, pero sí disponemos de bastantes cartas de ésta al poeta. En su momento esa correspondencia fue editada por la gran estudiosa de Hölderlin Helena Cortés Gabaudan, junto con Arturo Leyte Collado, en la editorial Hiperión (por supuesto) bajo el título de Correspondencia amorosa. La edición que tengo es la segunda, de 1998, no recuerdo en qué año la compré. En el colofón de esa edición, ingeniosamente dispuesto en forma de corazón, se nos informa de cuándo se realizó la impresión del volumen, el nº 105 de la colección de libros de Hiperión, cosa que es normal en un colofón, pero se añade, justo en la punta del corazón esta frase: Wem sonst als Dir. A quién, si no a ti. Es la frase que aparece escrita de puño y letra de Hölderlin en el ejemplar del segundo tomo de Hiperión que hizo llegar a Susette. Es una dedicatoria autógrafa que no fue impresa. A quién, si no a ti. Yo no supe del origen de la frase hasta después, asumí simplemente la autoría de Hölderlin, y la usé para mi propia dedicatoria. Así, encerré todo el texto de mi única novela entre dos espejos paralelos, enfrentados entre sí: Hölderlin estaba al principio y al final, en la dedicatoria y en la firma. Y, sin embargo, su nombre nunca aparecía.

 

19.

En enero de 1961, Paul Celan visitó Tübingen y la Hölderlinturm. Al día siguiente, de vuelta a París compuso un poema memorable y lleno de capas, como todos los del rumano, titulado justamente Tübingen, Jänner, es decir, Tubinga, enero. En él hay varias referencias y hasta una cita del poeta suabo y, como ocurre tantas veces en los poemas de Celan, la tensión del lenguaje es tal que acaba literalmente por romperse. Así, lo que nos queda es sólo balbucir y balbucir, siempre-, siempre- asíasí, que es como traduce Reina Palazón el muy difícil nur lallen und lallen, immer-, immer-, zuzu. Y entonces, entre paréntesis y entre comillas, como si lo dijese otro, Celan añade: (“Pallaksch. Pallaksch). Pallaksch, es, si atendemos al testimonio de Schwab, uno de los amigos de Hölderlin que escribió sobre la época de la locura, una palabra inventada que sirve tanto para decir como para decir no como para decir en realidad vale, no me importa, déjenme en paz, que es lo que Hölderlin-Scardanelli decía a menudo cuando quería zanjar la conversación. Pallaksch es la palabra final, el no sé qué que quedan balbuciendo, el producto último de la dolorosa decantación de una lengua que ya no sirve.

 

20.

Cuando Celan, el 20 de abril de 1970, acaso de madrugada, salió de su casa en el número 6 de la Avenue Émile Zola en París, para recorrer los pocos pasos que le separaban del Pont Mirabeau, desde donde se arrojó al Sena para suicidarse, dejó abierta sobre su mesa de trabajo una biografía de Hölderlin en la que había subrayado un pasaje que decía Este genio, a veces, se ensombrecía y se hundía en los amargos pozos de su corazón. Cuando, de manera completamente sorprendente para mí, Morgana en Duino ganó el Premio Complutense de Narrativa 2016, lo que implicaba su publicación, que se produjo en 2017, intenté comenzar una segunda novela, en París, donde fui ese verano de 2016 después de bastante tiempo sin haber ido. Esa novela empezaba justamente en el Pont Mirabeu, mirando el Sena. Aún no se ha escrito, puede que no se escriba nunca. Puede que la acabe Scardanelli.

 

y 21.

Robert Walser, caminante empedernido, tuvo un destino también holderliniano, pues, como saben los asiduos a este blog, acabó pasando sus años finales en el manicomio de Herisau, desde donde partía muchas veces con su amigo, el editor Carl Seelig, para realizar largas travesías por los alrededores. En el curso de una de ellas, el 16 de mayo de 1943, Walser comenta su estancia en el hospital, donde tuvo que ser internado por problemas intestinales:

Me gustó la habitación. Uno está tumbado ahí como un árbol caído, y no necesita mover ni un miembro. Todos los deseos duermen como niños cansados de jugar. Uno se siente como en un monasterio, o como en una antesala de la muerte.

Y entonces, Walser, que se sabe secretamente hermano de Hölderlin, de Scardanelli, dice:

Estoy convencido de que en los últimos treinta años de su vida Hölderlin no fue tan desdichado como lo pintan los profesores de literatura. Poder soñar en un modesto rincón sin tener que responder a continuas pretensiones no es ningún martirio. ¡Sólo la gente hace que lo sea!

Y ahí tenemos otra vía. Lenz no pudo resistir más que algunas semanas en la paz que le ofrecía Oberlin en su casa alsaciana. Celan saltó del Pont Mirabeau. Hölderlin se acomodó en su torre de Tübingen. Walser se derrumbó una Navidad sobre la nieve al lado de Herisau, donde había pasado muchos años sin escribir una línea. ¿Cuál es el destino que nos espera? El destino que espera al escritor que somos. ¿Qué poemas de la locura, acaso los más altos nunca escritos por él, aguardan pacientemente en el pecho del Scardanelli que guarda en su propio pecho? ¿Quién recibirá esos versos? ¿Quién será el Dir que de ninguna manera puede ser otra persona a quien vayan dedicados? ¿Nos será dado el destino que pide el otro firmante de Morgana, Jaime Gil de Biedma, en uno de sus últimos poemas, De vita beata?

…No leer,

no sufrir, no escribir, no pagar cuentas

y vivir como un noble arruinado

entre las ruinas de mi inteligencia.

La película sigue avanzando. On verrà.

 

Humildemente,

Scardanelli.

 


lunes, 1 de septiembre de 2025

Doblaje

 Un relato de viajes

 

[Cuadro de Isabelle Vernay-Lévêque realizado a partir de lo descrito por Georges Perec sobre el Cabinet d'amateur de Heinrich Kürz, y que figura en la portada de la edición española de la obra, publicada por Anagrama en 1989.]



Con el tiempo, la idea del doble se me hizo obsesiva. Durante muchas semanas no pude trabajar y no hacía otra cosa que repetir esa extraña fórmula esperando quizá que, por algún sortilegio, mi doble fuera a surgir del seno de la tierra.

JULIO RAMÓN RIBEYRO, Doblaje

Un soir, en entrant dans ma chambre, je m’aperçois assis sur mon lit. D’un coup de poing, j’anneantis le fantôme qui a volé mon apparence.

MICHEL LEIRIS, Nuits sans nuit, sueño del 12-13 de abril de 1923

L’auteur, un certain Lester K. Nowak, intitulait son article Art and Reflection: “Toute œuvre est le miroir d’une autre”, avançait-il dans son préamble.

GEORGES PEREC, Un cabinet d’amateur

 

1.

El día 18 de agosto, tres días antes de partir, acabé (o quizás sería más pertinente decir el que yo era entonces acabó) una entrada del blog que giraba en torno a la idea del doble, tema al que justamente esos días estaba dedicándole bastante tiempo. Acaso ese mismo día, o quizá el día anterior o el posterior, llevado de ese interés, leí un relato que aún no conocía del peruano Julio Ramón Ribeyro. El cuento se titula Doblaje, está datado en el año 1955 y fue incluido en su día en la recopilación Cuentos de circunstancias (1958), aunque yo lo leí, claro está, en el grueso tomo de los Cuentos reunidos del peruano, publicado por Alfaguara en 2024. Doblaje es un relato muy breve y su trama es sencilla. El narrador en primera persona, un pintor afincado en Londres y aficionado al ocultismo, se declara obsesionado con el tema del doble. En un tratado de esoterismo que perteneció a su padre y que procedía de la India, lee esta frase, que está en el origen de la acción del cuento: Todos tenemos un doble que vive en las antípodas. Pero encontrarlo es muy difícil porque los dobles tienden siempre a efectuar el movimiento contrario. Ahí, en esa formulación, radica el mayor mérito, la mayor originalidad del cuento de Ribeyro, que es capaz, así, de innovar un género tan manido ya como el de las historias de dobles.

 

2.

La peripecia del relato no es, en sí, decisiva y, de hecho, creo que, en otros cuentos, como el que se comentó aquí en su día (Papeles pintados), Ribeyro raya a mayor altura, pero su solvencia como narrador le permite resolver la historia adecuadamente. Acicateado por lo que ha leído, nuestro narrador se embarca impulsivamente en un viaje que le llevará a Sydney, en Australia, en las antípodas de Londres (lo que es geográficamente inexacto, pero suficientemente aproximado). Una vez allí se da cuenta de lo alocado de su objetivo, y simplemente decide pasar unos días, ya que ha realizado un viaje tan largo, recorriendo la ciudad. Entonces, se enamora. Winnie, su amada, no sabe a qué atenerse con él. La voz que narra impone también su punto de vista: hay en el comportamiento de Winnie una familiaridad que a él le extraña, pero de algún modo él va encontrando también en ese entorno, especialmente en una casa que alquila, un cierto reconocimiento, una cierta tranquilidad. Todo acaba mal, por un ataque de celos ante la sospecha de que Winnie ya ha estado con alguien en esa misma casa. Rota la relación, de vuelta en Londres, recuperada su habitación de hotel, algunos pequeños detalles le revelan que, durante su ausencia, alguien, que no puede ser él, ha sido él. La presencia de una mariposa amarilla, que es un habitante del mundo de las antípodas, pues el poseedor de la casa era un lepidopterólogo, como Nabokov, nos da, en la última línea, la clave del relato. En el viaje se ha producido una substitución, una doble substitución, y el viajero, en Sydney, ha retomado la vida que dejó en suspenso el australiano que, simultáneamente, se desplazó a Londres para vivir la vida de nuestro narrador. La sincronía perfecta ha permitido ese vaivén, que ha dejado, no obstante, algunos restos: un cuadro que estaba a medias ha sido terminado, una relación amorosa se ha roto, una mariposa ha aparecido literalmente en el otro lado del mundo.

 

3.

El relato está, sí, fechado en 1955 y, junto al dato del año se añade la ciudad en la que fue escrito: París. Ya sabemos que Ribeyro vivió largos años en la capital francesa. Hacia ella me disponía yo a ir dos, tres días después de la lectura, a revivir (el verbo es apropiado) mi semana de Morel. La mera economía en la enunciación nos obliga a ser inexactos. El que yo era el 17, el 18 o el 19 de agosto, el que leyó el cuento de Ribeyro, dio paso al que yo fui el 20 y entonces al que yo fui el 21 de agosto, ése que tuvo que madrugar para ir a Barajas a tomar un avión que le depositó en Orly algunas horas después. Y aún somos demasiado sintéticos, pues nos conformamos con una sucesión de animales de un día, que tienen un tiempo de vida semejante al de algunas mariposas, tal vez amarillas. Tendríamos que ir, quizás, al minuto o al segundo y aún así no habría motivo real para quedarnos en ninguna de esas divisiones, y poco a poco se iría abriendo paso la verdadera realidad: la absoluta liquidez de nuestro ser, que no es sino un estar siendo. Por eso asesinamos nuestras mariposas, por eso nos vemos obligados a colocarlas, infinitamente rígidas, en nuestros álbumes de insectos. Para poder nombrarnos. Para poder contarnos.

 

4.

Lleguemos, pues, a un compromiso. Digamos que el 21 de agosto yo, el que estoy escribiendo esto en la misma mesa en la que leí el cuento de Doblaje hace dos semanas, me desplacé a Barajas y tomé un avión. Aceptemos que el yo de siempre, el que vive en esta casa, el que posee este ordenador (aunque este ordenador es un portátil y eso, como se verá, plantea dificultades nuevas) concibió un viaje de retorno a París, la ejecución de un ritual que se repite cada año, y ejecutó las acciones pertinentes para llevarlo a cabo. La actuación de ese yo, que no hace falta que veamos como precario y fluido hasta la evanescencia, pues su insistente repetición de tantos años en las mismas rutinas, en las mismas localizaciones, le ha dotado a estas alturas de cierta consistencia, ese yo que soy, o sea, yo, la primera persona, me marché a París el día 21 para pasar una semana. Y ahí, justo ahí, justo en esa frase, se acaba mi historia, o se acaba la primera persona, que entra en un letargo o hibernación del que sólo se despierta, justamente, una semana después.

 

5.

Sí, es así como funciona. Por eso nos debemos dotar de espacios liminales como aeropuertos o estaciones, de rituales de paso, por eso debemos solemnizar y dificultar el proceso, ubicando hitos en un trayecto que de ninguna manera puede ser fluido, porque en esa fluencia nos perderíamos, o, por mejor decir, se perdería él, el no nato, el naciente, el Viajero, que es el protagonista de esta historia. Así, en algún momento, quizá en el traslado en autobús o en metro o en taxi al aeropuerto, o ya allí, en la cola de la facturación, o en el control de pasaportes (sí, justo ahí, en el momento en el que nuestro documento de identificación se convierte quizás así en un acta de defunción y una partida de nacimiento), o aún sentado tomando un café, o leyendo un libro (el libro que yo, es decir, el que yo era el 20 al preparar la maleta, eligió) junto a la puerta de embarque, o más probablemente ya en el avión, en ese lugar inconcebible que puede no estar en el suelo, ahí, a la vista de todos (pero todos están sufriendo la misma metamorfosis) nace el Viajero, y su parto suele ser complejo, involucra esperas, malos tratos por parte de las autoridades aeroportuarias, que se han venido multiplicando con los años, inmovilidad forzosa en asientos mal dimensionados, frío, calor, sed, turbulencias, retrasos, ascensos y descensos. Y entonces, ya en otro lugar, ya en otro país, ya interpelado en otra lengua, ya recuperando la maleta tras nuevas esperas, ya tomando otro autobús, otro metro, otro tren, cumplimos el objetivo: dejar de ser nosotros.

 

6.

No nos engañemos: el Viajero nace, después de esos dolores de parto, visiblemente disminuido, como un Hyde cualquiera, y, sobre todo al comienzo, los primeros dos días quizás, siente una fatiga muy particular, y no acaba de estar a gusto en su piel, en sus sábanas, en la mesa de la habitación de hotel que he insistido en poder tener. Hay en él como rastros de la piel perdida, hay como una hibridez un poco desasosegante, la permanencia de afanes y cuestiones que corresponden al otro, al que leyó el cuento de Ribeyro, al que preparó la maleta, al que decidió los libros para el viaje, al que puso el despertador a las seis y cuarto. Y entonces, más fácilmente de lo que parecía al principio, el Viajero renace y toma posesión de sus dominios y depone a su vez los atributos de su carácter transitorio, y cede su cuerpo al siguiente protagonista, el más extraño de todos, el más precario, el que tiene una vida más corta a la que se aferra sabiendo que sus días están contados, y que su existencia depende infinitamente de las decisiones de sus predecesores. Hablo del que vive en París, del Doppelganger al que substituyo o me substituye, al figurante en el tableau vivant de la Invención de Morel, al que deambula, acaso, por la Rue de Seine hacia el arco que da al Quai de Conti y de ahí al Pont des Arts, habitante de pleno derecho de esa toponimia que la Ciudad Luz comparte con la obscura Ciudad de nuestros sueños.

 

7.

Por lo tanto, hay trampa en esto, hay truco. Porque el que escribe soy yo, el monótono yo de siempre, el viejo que vive en Madrid desde siempre. Así, soy, en el mejor de los casos, un ejecutor testamentario, y en el peor (y siempre es el peor) un impostor, porque al hablar de lo ocurrido lo hago del lado de acá, ya que nos hemos puesto cortazarianos, y el lado de acá está lleno de tics, vicios, cobardías y una fatiga que no es la del cambio de piel, sino la fatiga que lleva instalada en los huesos desde hace ya tanto. Pero eso pasa siempre. Por eso la literatura siempre es mentira, y la literatura es incompatible con la vida, es lo contrario de vivir. Lo que ocurre, y eso ya lo hemos discutido bastante por aquí, es que, para ciertos seres como yo, es decir, como yo, o Yo, si quieren, y por cierto también para el Viajero, en eso no es diferente, ese modo de no vivir es el único modo de vivir posible. Ésa es la excusa, eso es lo que nos permite recurrir a las notas en la libreta Leuchtturm, repasar los libros que se han comprado (abundantes hasta la demencia) y las cosas que se han anotado en ellos, recuperar algunos indicios, objetos, mirar fotos, recurrir al archivo de la memoria del Otro, del que también somos dueños, por más que usurpadores, y pergeñar así una cierta crónica, un cierto informe, más que nada para que la Desmemoria, que es algo que constituye al yo en igual medida que la Memoria que lo funda, no acabe por llevarse más de lo que le corresponde, ya que ante todo viajamos, ante todo transigimos a la metamorfosis, para densificar el tiempo, para convertir en melaza ese hilillo de agua que no deja de descender hacia el Nunca.

 

8.

Éstos son, pues, los santos del viaje (santos llamaba Unamuno a los cromos en Recuerdos de niñez y de mocedad, y también figuras y vistas). O al menos una selección de ellos, hecha un poco al descuido, y dejando correr la pluma, o los dedos por el teclado, que es como yo (ese yo que soy casi siempre) escribo estas entradas. El Viajero acaso apostillaría, o incluso se rebelaría ante el atrevimiento de desvelar sus andanzas (y no hablemos del Doppelganger parisino, que siempre ha llevado muy mal su dependencia absoluta de este ser ajado y pretencioso que soy). Da lo mismo, la literatura siempre es a posteriori. Sólo en los extraños instantes de la iluminación mística nos anticipamos, o, para ser más exacto, nos marchamos del Aquí y el Ahora a un notiempo que es la tierra que nos prometieron las musas cuando empezamos, tan niños, a juntar letras.

 

9.

La primera tarde, después de la visita obligada (estamos hablando de los rituales del Viajero) a L’écume des pages, donde ya cayeron algunos libros, me dirijo (se dirige él, pero es mejor que no sigamos por ahí, porque nos perderemos: yo ahora es él) a otra de la lista de librerías imprescindibles que está, por lo demás, en el barrio, a unos pasos del hotel, que es el mismo de los últimos cuatro años. Ahí es donde vive el Doble. Esa librería es Compagnie (en los días sucesivos, no lo detallaré, compré muchos otros libros, y visité mis otras librerías y algunas más: Joseph Gibert, la Gallimard de Raspail, Tschann, La Procure, Les Traversées…). Tengo algunas compras ya prefijadas, llevo días y semanas en Madrid pensando en autores y libros. Encuentro algunos. Entonces, hojeo otros en las mesas. Hay uno de la colección L’imaginaire de Gallimard, no es en absoluto una novedad. El autor ha andado rondando por mi cabeza, asociado a Raymond Roussel, uno de los protagonistas del viaje cuyo santo, sin embargo, no aparecerá por aquí (ya habrá tiempo en alguna entrada futura): Michel Leiris. El libro se titula Nuits sans Nuit et quelques jours sans jour, y es un diario de sueños.

 

10.

El Viajero tiene al menos dos privilegios que yo no poseo, por más que fatigue las librerías madrileñas con un empeño digno de mejor causa. El primero es que no se las sabe ya, puede sorprenderse por una mesa de novedades, puede hojear autores que no esperaba, encontrar frases que le llamen la atención, comprar libros que no conocía. El segundo de esos privilegios es que a él le pasan cosas. El Viajero es un ser, sí, efímero y frágil, como la mariposa amarilla que es, pero por eso mismo está abierto a otras corrientes de aire, ha dejado atrás la inmovilidad de la crisálida y sus pesadas reflexiones, la vida rastrera de la oruga, tan alejada del vuelo, tan angustiada ante la aparición de los pájaros. Es al Viajero y sólo a él al que le corresponde, en tanto oficiante del rito, abrir un libro al azar por una página al azar y leer la descripción de un sueño suyo. Es decir, de un sueño de Leiris que es igual a sus sueños. Un sueño de hace cien años. He abierto desde entonces varias veces el volumen, nunca ha vuelto a abrirse por esa página, la 45. Tampoco ahora, que lo abro para copiarlo aquí.

 

11.

No hago una transcripción completa, y además lo traduzco con mi siempre dudosa capacidad de traducir el francés. Comienza en un paisaje que me es muy familiar, que ha sido un paisaje recurrente en mis sueños desde siempre: Viajes, ferrocarriles. Antes de abandonar París, o pasando por París, me he citado con mi madre en, por ejemplo, la estación de Amsterdam. Es decir, y esto es algo decisivo, porque constituye uno de los hechos diferenciales de mis sueños más interesantes: hay un antes, la acción del sueño comienza in medias res y se sabe de dónde se viene. Leiris, de hecho, lo hace explícito: en el sueño me parece recordar un sueño antiguo, que se me presenta como un precedente a la situación presente. En ese sueño, que dentro de la vida del soñador (otro de esas entidades-mariposa de nuestra larga familia del estar siendo) es el pasado inmediato a ese presente del ser-en-el-sueño, es decir, de su vida, Leiris dice haber olvidado su maleta en otro tren. Como conoce en qué compartimento se la dejó espero el tren siguiente con la certeza de que la recuperaré en el compartimento correspondiente, y termina, rotundamente, ce qui arriva, en effet, es decir, lo que tenía que ocurrir acaba ocurriendo, porque el soñador disfruta de una cierta precognición, como también dispone de una memoria que le permite situar este sueño en una sucesión de sueños que se desarrollan en esa Estación del mundo onírico, donde las cosas se pierden y se recuperan, porque nosotros, es decir, los que estamos del lado de acá, o quién sabe si es el lado de allá, o de arriba o de abajo, somos los guionistas de ese sueño, y a veces nos permitimos hacernos pequeñas trampas en el solitario.

 

12.

Trenes, sueños con pasado, capacidad de anticipación, cosas que se pierden y acaban por recuperarse justo ya en el límite de la vigilia, o tal vez no, pero igualmente uno se despierta y se dice: era un sueño, no has perdido ninguna maleta, ni te has dejado el coche aparcado en una calle que no recuerdas, ni se ha marchado el avión mientras tú no acababas de organizar un equipaje demencialmente escurridizo, ni te has extraviado una vez más por esa parte de la Ciudad que conoces pero en la que recuerdas haberte perdido, ni, no, tampoco eso era cierto, te has besado con Ella, ni tus padres están vivos otra vez, ni esos poemas que tan claramente viste, mecanografiados en un montón de folios bien ordenados, existen de este lado, del lado de acá o de allá o de dónde sea al que has vuelto, porque eres yo, Je, eres tú, eres el vígil, eres el que debe darse la vuelta cuanto antes para respirar de una buena vez. Ese sueño es el de Leiris, y fue al día siguiente un sueño de Henri Michaux, un autor al que recorrí con avidez hasta que se convirtió en uno de esos escritores marcados por mis lecturas hospitalarias en los meses en los que mi padre tuvo que transitar el doloroso sendero hacia su muerte. El diario de sueños de Michaux tenía también trenes. Era más elaborado, menos directo que el de Leiris y extrañamente me era desconocido, a mí, que dispongo ya de una buena quincena de libros de Michaux en mi biblioteca y, por eso, cuando me lo topé (cuando se lo topó el Viajero, que es al que le pasan las cosas) en Gallimard de Raspail al día siguiente acepté el guiño y supe que eso sería lo primero que contaría en la entrada que escribiría (pero no ya el Viajero, que escribiría yo, aunque al fin y al cabo él y yo compartimos futuro), que ese sería el primer santo del álbum.

 

13.

Como se ve, todo se dispone bajo la estética de la mise en abyme, que me es tan cara. Eso se hizo ya del todo evidente cuando el Viajero (que estrictamente no lo había leído todavía, pero yo sí, yo lo había leído de corrido y conteniendo la respiración y estallando de puro goce, en castellano, cuando lo compré un día, así, de improviso, en el Thyssen de Madrid) se compró (en L’écume des pages, justo antes del libro de Leiris, pero no lo empezó a leer, o releer o lo que fuera, hasta la mañana siguiente) Un cabinet d’amateur, de Georges Perec, que justamente me faltaba tener en francés. Esa obrita, una de las últimas de su autor, es una maquinaria endiablada, una extraña joya que casi, en abyme, reproduce la geometría de La vie mode d’emploi a una escala de miniaturista, elevando si cabe la apuesta aún más. Hablamos de un cuadro (imaginario, claro, pero quién se pondrá a establecer fronteras en el planeta llamado Perec) que representa justamente un gabinete de aficionado, una colección particular de pinturas, un género frecuente en ciertos periodos, especialmente en el arte flamenco. A partir de la idea de ese cuadro-hecho-de-cuadros, Perec saca de su chistera la familia entera de conejos, y algún tiranosaurio, como diciendo: ahí os dejo eso, yo ya me voy marchando. Y es una pena, porque soy tan joven y aún tengo tantas otras chisteras llenas de animales inconcebibles…

 

14.

Heinrich Kürz se llama el pintor que representa la colección del industrial norteamericano de origen alemán Hermann Raffke. Como cabe esperar de Perec, los guiños son infinitos (he descubierto, de hecho, uno espectacular en esta última lectura, que no revelaré, pues es un secreto de iniciado…) y el juego es por momentos hilarante. Pero lo más relevante para este pequeño informe es el hecho de que, en el cuadro de Kürz, entre otras muchas obras, se incluye a ese mismo cuadro, lo que genera, claro, la mise en abyme paradigmática de los espejos enfrentados, pues dentro de ese cuadro que está en el cuadro está otra vez el cuadro y dentro de ése otra vez está el cuadro y cada vez esos cuadros son más pequeños, acaban por ser diminutos, pero la pericia de Kürz hace que los detalles puedan seguir distinguiéndose y entonces (otra vuelta de tuerca) uno aprecia que la reproducción no es exacta, que el pintor introduce, voluntariamente, pequeñas variantes, y además todo eso está inmerso en otro nivel superior en el que el cuadro está en una exposición acompañado de los cuadros reales que en él se representan, y su dueño, orgulloso, se sitúa frente a él, y se ve a sí mismo representado en él, y acaba por hacer que en su mausoleo se le entierre frente a él y todo esto no es sino una pequeña, pequeñísima parte de los misterios gozosos que encierra esa obrita de menos de un centenar de páginas, un pequeño milagro que nos revela, por si aún no estábamos convencidos, que Perec es otra liga.

 

15.

Es abusivo, pues, no ya comprarse libros sin mesura, sino comprarse libros que ya se tienen, y además ponerse a leer justamente esos libros en vez de otros, en París, y es ya casi un gesto de exhibicionista hacerlo en el Café de la Mairie, en la Place de Saint Sulpice, esa atalaya donde Perec se instaló para pergeñar su Tentative d’épuisement, pero éstas son las cosas que hace el Viajero y a él le salen bien. Así pues, en dos días ya habíamos pasado de los dobles a los sueños, a los abismos y a los juegos matemáticos y literarios, y eso ya justificaba el viaje y elevaba directamente al éxtasis al Viajero, que, por otro lado, baqueteado como está ya por muchas aventuras no siempre exitosas, tampoco le pide tanto a sus periplos. Por eso, el que esa noche, en el hotel, en su portátil, que es un objeto, pues, transdimensional, porque es este mismo que uso para la crónica, pero él, o una réplica suya, también estuvo hace unos días en el hotel de París conectado con un HDMI que previsoramente yo incluyo en el equipaje siempre para que el Viajero pueda ver en la televisión de la habitación lo que él quiera, esa noche, digo, con ese portátil, que es éste, de entre todas las películas posibles eligiera, una vez más (en los hoteles, al final, acabo siempre poniéndome las mismas películas, son como fetiches del Viajero) Vértigo.

 

16.

Vértigo, de la que podría decir tantas cosas que agotaría no ya el espacio disponible de la entrada, que ya va siendo escaso (en el 20 paramos, como siempre), sino libros enteros (y a lo mejor alguna vez escribo uno) trae de vuelta al doble, y a la mise-en-abyme, y a la révenante, y a la espiral, y al vértigo (el vértigo de los puentes, de las torres de las catedrales), y tantas otras cosas que rimaban bien con lo que ya estaba pasando, pero eso el Doppelganger lo halla por instinto, sin pensar, y por eso tengo que desvestirme de mí y dejarle mi lugar, para que desenrede mis madejas y me regale las perlas que encuentra donde yo no veo sino ostras. Cerradas. Vértigo se acompañó al día siguiente (las señales se encadenaban ya vertiginosamente) en Tschann con un libro titulado Vertiges y una ostentosa espiral en su faja que versaba… sobre Borges (aunque luego no tanto). Y con Borges ya viene todo. Si añadimos a Nabokov, que también me acompañaba desde Madrid (estoy releyendo Despair, acaso por tercera o cuarta vez, cosa de los dobles, ya les contaré), ya estábamos todos. Las claves de lectura de la ciudad del flâneur van así cambiando, y el Luxembourg, o el Sena, o el Panthéon, o la Tour de Saint Jacques y hasta la mismísima Tour Eiffel se ven de otro modo cuando uno piensa en que ese paseo a ninguna parte es compartido con Madeleine, porque dos personas pueden también errar juntas sin rumbo.

 

17.

Chartres entonces, pero Chartres no puede contarse aquí tampoco, da para demasiado. Era mi tercera visita, y, como ocurre siempre cuando uno (o él, o quien sea) retorna a un lugar, el lugar no puede ser ya el mismo, porque uno ya no lo es. Y más cosas, más lugares sagrados, y otros que lo son igualmente, pero no lo habían sido hasta ahora, se han incorporado. Así, perequianamente, la manzana de casas del 17éme arrondissement que cortaría diagonalmente la rue Simon-Crubellier, en cuyo número 11 tiene lugar la múltiple peripecia de La vie mode d’emploi. O la iglesia de Sainte-Marie-des-Batignolles, donde Andreas, el Santo Bebedor, de Joseph Roth, no acaba de ir para depositar su ofrenda ante la estatua de Santa Teresa de Lissieux. Todos mis paseos por París están, inevitablemente, teñidos de literatura.

 

18.

También volví al Cementerio de Montparnasse, donde fui aquella Navidad de 2022 en la que el blog justamente estaba por nacer (y volví a repetir, porque la repetición es el signo del ritual, y por lo tanto de mis retornos a París, el café de la rue de la Gaité donde escribí las notas que figuran en la segunda entrada de este Pálido juego, ya lejana en el tiempo). Allí visité a Julio Cortázar, entre algunos amigos más: la tumba de Baudelaire con su lápida sempiternamente cubierta de besos, sin los de Angélica esta vez, o la de César Vallejo, en donde alguien había dejado unas gafitas, o la de Cioran, que tiene un buzón donde se puede mandar correspondencia de ultratumba para el difunto, o la de Beckett, o la de Éric Rohmer, que fue decisivo, para bien o para mal, en mi educación sentimental de cinéfilo juvenil de los ochenta. Si buscan por el blog verán que ya les he contado cosas parecidas (lo tienen fácil: en el listado de categorías o de palabras clave que aparece a la derecha en la versión PC cliqueen París). Ahora, para evitar que la lápida de Cortázar se ensucie o quede cubierta por billetitos de metro y otras pequeñas ofrendas, se ha colocado como un árbol en miniatura con unas pincitas para colgar en esas ramas los mensajes. El Viajero cumplió escrupulosamente con la ceremonia: sacó su billete de Métro, escribió en él Entonces había juego, que es la frase que abre todos los juegos y que viene de un relato en el que alguien acaba arrojándose, como Madeleine, y firmó con mi nombre y con la fecha del día. En París, entre otras cosas, uno visita a sus muertos.

 

19.

Y sus muertos pueden no tener que ver con París y ni siquiera estar muertos al comienzo del viaje. Verónica Echegui se nos murió como el rayo y justo un poco después cayó Eusebio Poncela. El Viajero, que lee esas noticias en la pantalla de su móvil o de su portátil, él, que antes buscaba con avidez El País por los quioscos de todas las ciudades del mundo, y lo conseguía, hasta en Shanghái, se entera de estas cosas y las incorpora a su relato. Y decide, entonces, que esa noche, en la pantalla en la que ha visto Vértigo, y poco más, porque está muy cansado por la noche y además lee y escribe y entonces directamente se duerme, va a poner Arrebato, que es otra de sus (y mis) películas sagradas. Y entonces, porque el destino tiene estas cosas, el círculo acaba por cerrarse, porque ahí tenemos de nuevo el doble y la mise en abyme y el amour fou y la muerte y hay un vampiro cinematográfico que es el ojo de una cámara y es también una jeringuilla y uno se da cuenta de cuánto ha admirado, ha querido, a Eusebio Poncela a lo largo de su carrera (por La ley del deseo, que es mi película favorita de Almodóvar, y eso es mucho decir, y por Martín (Hache) y por Intacto y por tantas más) y cómo todas esas películas recurrentes puntúan el transcurso por mi vida, y cómo nos hemos hecho tan viejos repitiendo esas cosas, pero es justamente esas cosas a las que cabe aferrarse, como a esa colcha o sábana a la que se agarra Eusebio, o José Sirgado, en el último plano, con los ojos vendados, mientras el tic tic tic del disparador de la máquina le conduce a la deflagración final, y el Viajero recuerda, con los ojos empapados en lágrimas, incómodo porque no le gusta ver la televisión tumbado en la cama y cansado de un día de muchos kilómetros andados y muchas líneas escritas y leídas, cuánto me gusta el cine, y cuánto le apetecería que, como le ocurre a Sirgado, al cine le gustara yo también.

 

20.

El veinte. Acabamos este memorial que se añade a los anteriores de mis semanas de Morel en París. Esto sirve, aunque no sea para nada más, para eso: para dejar constancia, para poder no olvidar, o, sí, olvidar (la memoria del Viajero es inestable) pero acabar recordando lo que se ha escrito. Perec sabe bien que para eso es para lo que se escribe, en última instancia. Me dejo cosas y gente, como Christian Bobin, y la extraña constelación que se reúne en torno a él y que estoy empezando a conocer: Lydie Dattas, Alexandre Romanès, Jean Grosjean, Jean Marie Kerwich, Jacques Reda, Dominique Pagnier… de casi todos he comprado libros. También, la enésima reaparición de Nerval, que reclama ya desde hace mucho mi atención para que le escriba, para que escriba algo, que no es una entrada en el blog, algo más grande, sobre él. Hay que acabar, hay que mandar esto al ciberespacio para que empiece a generar sus propios ecos, para que la mise en abyme se complique aún más, para seguir añadiendo capas a los sueños y las historias, para que todos los que somos, en todas las antípodas imaginarias, se conecten y sean consumados en esa conexión. Cierro, pues, les dejo un último mandato (un último ruego, no estoy en posición de imponerles nada): el de Pedro a Sirgado cuando, pasando las páginas del álbum de cromos (Unamuno diría santos) de Las minas del rey Salomón pronuncia las palabras mágicas (Pausa, Arrebato) y señala con su dedo al cromo con más colores y le dice ¡mira! En ese ¡mira! está toda la magia y la poesía del cine y en la mirada de Poncela, que se abisma en la contemplación de su propia infancia, acaba por encerrarse, en un último rizo, en un último bucle, en una última vuelta de tuerca, toda la arquitectura efímera del Viaje, todo el bagaje del Viajero, que no ha tenido que facturar, sino dejar simplemente en la habitación donde vive el Doppelganger, hasta su próxima visita, que esperemos que se llame abril y Angélica Liddell en el Odéon.