lunes, 18 de agosto de 2025

El mal

  


And yet when I looked upon that ugly idol in the glass, I was conscious of no repugnance, rather of a leap of welcome. This, too, was myself.

ROBERT LOUIS STEVENSON, Strange case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde


1.

La irrupción del cine al final del siglo XIX cambia de muchas maneras nuestra vida, y expande nuestras posibilidades artísticas y las emociones que como espectadores podemos obtener de esa experiencia única de enfrentarse con la imagen en movimiento artificialmente generada y reproducida. Pero tiene, al menos, un efecto secundario no necesariamente muy positivo, en la compleja relación que mantiene con la literatura: una vez un relato o una historia de ficción se ha filmado, especialmente si se ha convertido en un motivo recurrente, como el que aquí nos va a ocupar, ya nos es imposible acceder a la fuente literaria original con la virginidad que requiere toda primera lectura, por lo que la emoción que obtengamos vendrá mediatizada por el hábito adquirido de contemplar esas películas que usan los personajes, la trama o siquiera la mitología de la narración en cuestión.

 

2.

Strange case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde (sin el the inicial) apareció publicado en Londres el 9 de enero de 1886, en la casa Longman. El relato había sido compuesto con inusitada velocidad y en circunstancias peculiares, a las que nos referiremos más adelante, en el otoño de 1885. El éxito obtenido fue apabullante, convirtiéndose en un best seller a un lado y otro del Atlántico y dando lugar ipso facto a adaptaciones teatrales, como una en Broadway a cargo de Richard Mansfield, que provocó furor, y a la que pudo asistir el propio Stevenson apenas unos meses después de publicada su obra. Faltaba muy poco para que naciera el cine y, cuando lo hizo, y casi podríamos decir que de un modo metafísicamente apropiado, se empezaron a rodar películas a partir de la historia original de Stevenson, pero en muchas ocasiones tomando como punto de partida las adaptaciones teatrales y alejándose en general de la trama del cuento, para ir apoyándose de algún modo unas en las anteriores y generando su propia panoplia de efectos y temas recurrentes, no siempre congruentes ni con la estructura ni con el alcance de la historia original.

 

3.

Así, no menos de una decena de films mudos sobre la conocida criatura doble vieron la luz, hasta culminar con la producción de 1920 en la que el doctor y su particular sosias fueron interpretados por John Barrymore. Entre los talkies las más destacadas fueron la dirigida por Ruben Mamoulian en 1931, con Fredric March en el rol principal y su remake de 1941, dirigido por Victor Fleming y con una destacada terna de protagonistas: Spencer Tracy como el doctor y su sombra y una extraña pareja de acompañantes femeninas, Lana Turner e Ingrid Bergman, con el decidido propósito de establecer una dualidad entre ellas también, la mujer de los bajos fondos y la distinguida prometida del doctor. Curiosamente, fue Bergman la mala y Turner, tan femme fatale habitualmente, la buena. De esa película cabe señalar una escena onírica de Jekyll (que es también Hyde, no lo olvidemos) conduciendo un carruaje tirado por sus dos partenaires. Luego, el número de adaptaciones ya es legión, incluyendo todo tipo de variantes, como la feminización de Hyde en la bastante bizarra e interesante Dr. Jekyll and sister Hyde, de 1971, versiones paródicas como la de Abbott y Costello o rendiciones bastante ajustadas del original, que sin embargo aparecen paradójicamente con todos los nombres cambiados, como la muy destacable Le testament du Docteur Cordelier, de Jean Renoir (1959). Casi se podría decir que hay todo un subgénero jekylliano dentro del cine de terror y sería casi imposible recorrer todas las propuestas realizadas.

 

4.

Sin embargo, como ya he venido mencionando, y de un modo muy similar a lo que ocurre con otras dos obras fundamentales de la literatura de ese mismo periodo, Frankenstein, de Mary Shelley y Dracula, de Bram Stoker, en un momento dado la referencia original se pierde y la traslación a imágenes de las palabras del relato se desvirtúa o directamente se hace fantasmal. Así, y sin entrar mucho en detalles, aspectos fundamentales como la estricta masculinidad de la historia tal como la narra Stevenson (donde nos encontramos con un grupo de bachelors sin relaciones femeninas conocidas, lo que ha hecho a muchos críticos apuntar a los tintes homosexuales más o menos ocultos que podrían estar en la base de la doble vida de Jekyll, que le lleva a crear a Hyde) desaparecen ante la necesidad comercial, especialmente en Hollywood, de incorporar una relación amorosa más o menos convencional entre los protagonistas. Mucho más importante, quizás, es el hecho de que en el relato de Stevenson no se sabe que Jekyll es Hyde y viceversa (spoiler alert, pero a estas alturas…) hasta el final. El suspense que se construye en el camino hacia una revelación ya póstuma, que tiene lugar con la lectura de un testimonio dejado por Jekyll, se pierde desde el momento en que, en las producciones cinematográficas, el efectismo que se busca con las imágenes de la transformación de uno en otro (con aciertos mayores o menores a lo largo de la evolución de los medios técnicos) es directamente el punto fuerte de las películas, así que, frecuentemente ya desde el comienzo del metraje hemos visto que el hombre y la bestia son el mismo y que basta con ingerir un brebaje para provocar tan espectacular metamorfosis.

 

5.

Este estado de cosas, probablemente inevitable, pero que no deja de ser en algunos aspectos insatisfactorio, ya le llevó a Jorge Luis Borges, tan amante de Stevenson y a la sazón escritor de no pocas reseñas cinematográficas en los 40 para la revista Sur entre otras, a protestar amargamente en su comentario justamente al film de Victor Fleming:

Hollywood, por tercera vez, ha difamado a Robert Louis Stevenson. Esta difamación se titula El hombre y la bestia: la ha perpetrado Victor Fleming, que repite con aciaga fidelidad los errores estéticos y morales de la versión (de la perversión) de Mamoulian.

Esa nota fue publicada en el número 87 de Sur, correspondiente a diciembre de 1941 y acabó siendo reproducida también en ediciones posteriores de Discusión. Borges se refiere justamente a lo temprano de la revelación de la relación, podríamos decir que más que íntima, entre Jekyll y Hyde y también a la burda representación de ambos aspectos de la personalidad del famoso doctor, en la que se olvida, como tantas veces ocurre, que el Jekyll original no es ni mucho menos un ser angélico, sino que justamente es una mezcla del Bien y el Mal (signifiquen lo que quieran esos palabros, y más en la época victoriana), de la que Hyde vendría a ser un precipitado de los componentes obscuros, lo que, entre otras cosas, justifica que su tamaño sea menor que el de su antecesor.

 

6.

Conviene, pues, recular, si queremos ser coherentes con nuestro planteamiento inicial, y resumir ahora brevemente el relato de Stevenson, ignorando los desarrollos escénicos y fílmicos posteriores. Está construido en buena medida como una yuxtaposición de testimonios y documentos, no de un modo diferente al de Dracula, partiendo de un suceso en principio más bien trivial, como el que un tal Enfield presencia en un Londres propicio en medida más bien inverosímil a todo tipo de encuentros casuales entre los protagonistas. Un personaje que se describe desde el principio como repulsivo y simiesco atropella a una niña que deambulaba en la madrugada neblinosa de la capital británica. No muestra compasión alguna, sigue su camino de extraños andares. Recriminado por Enfield y otros transeúntes, se ve forzado a compensar económicamente a la víctima, para lo cual traspasa una puerta, de la que tiene la llave, en un edificio sin ventanas. Utterson, un abogado al que Enfield relata la historia, se da cuenta entonces de que ese edificio pertenece en realidad a la casa de su amigo, el notable investigador Henry Jekyll, concretamente a su laboratorio, que aprovecha el espacio que el anterior poseedor del inmueble destinó a su teatro anatómico. Ese conocimiento produce la inquietud de Utterson, que ya había sido despertada por el extraño testamento de Jekyll, que tiene depositado en su caja fuerte y donde se lega toda la fortuna del doctor, tanto en caso de muerte como de desaparición a un tal Edward Hyde.

 

7.

Ahí arranca la parte más detectivesca del relato. Utterson se da cuenta de que ese ominoso caballero de la madrugada anterior no puede ser sino el mismísimo Mr. Hyde, que tiene, por tanto, derecho de entrada a la casa de Jekyll. Los detalles de la trama no son aquí relevantes y, de hecho, una de las recriminaciones que se suele hacer a Stevenson es que justamente esos detalles resultan más o menos difusos. Si, como se ve al final, Hyde es el epítome del mal, al menos del mal contenido en el cuerpo y el alma de Jekyll, no queda claro de qué manera ejerce ese mal, más allá de insinuaciones que tienen que ver con bajos fondos, garitos de mala nota y perversiones sexuales de tintes sádicos. A la larga, no obstante, Hyde acaba cometiendo un asesinato y una testigo accidental lo identifica. Poco a poco la verdad va saliendo a la luz, pero no antes de que Jekyll desaparezca, Hyde aparezca muerto tras haber ingerido un veneno en el laboratorio de Jekyll y dos documentos sucesivos nos muestren finalmente que, en efecto, Jekyll ha desarrollado una portentosa droga que ha producido a Hyde y que ese proceso, que estaba controlado al principio, acabó por hacerse ingobernable, hasta llevar al dúo a una muerte inevitable.

 

8.

Como se ve, pues, si no hubiéramos visto cientos de veces la transformación más o menos imaginativa en términos visuales de Jekyll en Hyde, lo que tendríamos sería una historia en la que hay un personaje abominable relacionado de un modo obscuro con un miembro destacado de la comunidad londinense. El relato en sí es muy recomendable, se deja leer con facilidad y contiene momentos muy destacables. Nabokov, que va a reclamar algunos párrafos más adelante el foco de esta entrada, se refirió a él como minor masterwork y le consagró un estudio extremadamente atinado. Me quedo con algunos momentos y algunas sugerencias, sin poder alargarme más ahora. Así, de manera consistente, aunque Jekyll, exclusivamente desde el punto de vista moral deplora las acciones de Hyde, encuentra satisfactorias las sensaciones corporales que tiene en su fase-Hyde: una extrema vitalidad, un desprecio por el riesgo o el peligro, una disposición a realizar su voluntad sin pararse en barras. Hyde, además, es joven, y lleno de apetitos cuya consumación no difiere ni oculta, como sí lo tiene que hacer el muy victoriano Jekyll. La relación entre ambos, al menos al principio es, pues, de una eficiente alternancia, y sólo más adelante el miedo de ambos, uno por la perspectiva de no poder revertir más el proceso y acabar siendo sólo Hyde, y otro, el criminal, por la más prosaica razón de no querer acabar en el patíbulo, va complicando las cosas hasta un punto de no retorno.

 

9.

En ese sentido, me parece que convendría fijarse muy bien justamente en el papel fundamental que juegan los espejos en el relato. Hace ya algunos años, dentro de esas investigaciones variadísimas, interminables y, con bastante probabilidad, ay, ya definitivamente inconclusas que fui emprendiendo dentro del territorio de la historia de la Óptica o, por mejor decir, de la interacción de la Óptica con la cultura en sus muchos ámbitos, empecé a redactar un artículo sobre ese particular. Apunto sólo dos datos aquí. Cuando se produce la primera transformación, sorpresiva incluso para el científico que había encontrado, por no se sabe qué razonamientos teóricos, la fórmula química de su preparado, Jekyll se siente diferente, se siente Hyde, sabe que algo ha pasado, tiene una sensación corporal completamente inusitada (y placentera, como se ha visto), pero no tiene un espejo a mano en el laboratorio. Tiene que salir, cruzar el patio, a riesgo de ser visto por los sirvientes, para llegar a su dormitorio, donde dispone de un cheval glass, un espejo de cuerpo entero, frente al cual tiene lugar el reconocimiento. This, too, was myself. Que vale tanto como el Iste ego sum de Narciso encorvado sobre el estanque y fascinado por la visión de su propio rostro.

 

10.

Esa especie de conocimiento especular se reproduce en cierto modo al final, y ése sería mi segundo dato de entre la vasta colección de ellos que aquí se podría citar. Jekyll no se suicida. A esas alturas del cuento, es un personaje debilitado y anulado, incapaz de contener el afloramiento de Hyde apenas cierra sus ojos. Se empeña en la redacción de su memoria final, en los últimos segundos antes de la transformación definitiva, que ya no será reversible, pues no dispone de los componentes de la fórmula original (una extraña e indeterminada impureza en una de las sales es la responsable del éxito de la operación, y ya no puede conseguirla). Entonces, le deja a Hyde que sea él quien se mate. Es decir, Narciso ha sacado del agua a su imagen y ahora es la imagen la que se ha convertido en el objeto y, de este lado del espejo, tiene que ser ella la que decida lo que hacer con su vida, que ya es sólo suya. Jekyll ya no verá su muerte en el espejo que trasladó al laboratorio, será Hyde, y sólo Hyde quien se contemple morir cuando ingiera el cianuro, minutos antes de la irrupción de Utterson y los otros. Jekyll se despide sin saber lo que va a ocurrir y firma, por última vez, con su nombre ese documento póstumo. Jekyll no ha sido capaz de poner fin a su vida y, por lo tanto, de algún modo, es inmortal, su muerte ya no puede tener lugar.

 

11.

Es significativo, justamente, en ese sentido, que Jekyll, en las últimas páginas del relato, se refiera a la motivación de Hyde para seguir transigiendo a las transformaciones de vuelta (pues en todo momento, la realización del proceso ha de partir de un gesto voluntario de los protagonistas, no hay un tiempo de reversión, es necesario tragar el bebedizo): es justamente el miedo a ser apresado y condenado lo que lo lleva a buscar refugio en el santuario más perfecto posible, la disolución en el cuerpo de Jekyll, de reputación intachable. Y es así como lo formula Stevenson: his terror of the gallows drove him continually to commit temporary suicide (subrayado mío). Ese suicidio voluntario, recurrente y reversible de Hyde es la base del cuento, y me parece un hallazgo en el que no se hace suficiente hincapié, volcado como está el relato hacia el lado-Jekyll, quien tiene la palabra (junto con sus amigos, todos bachelors, respetados profesionales, de conducta intachable al menos en las apariencias, y posición extremadamente acomodada). Esta otra lectura, una de las muchas imaginables, nos llevaría a la posibilidad de considerar el punto de vista de la Criatura, llamada a la vida sin que ella lo pidiera, pero rabiosamente deseosa de seguir en esa vida ejerciendo su papel, justamente el papel para el que fue creada: el de alguien sin empatía alguna y sin ningún escrúpulo moral.

 

12.

Si bien el tema del doble, del que este cuento es un ejemplo un poco peculiar, como vemos (no hay parecido físico, ni siquiera hay dos personas distintas, se trata más bien de la dualidad interna de un individuo que se externaliza por un procedimiento supuestamente científico) es muy recurrente en la historia de la literatura, lo cierto es que Stevenson no reconoció más antecedentes a su historia que su propia imaginación, o, por ser más exacto, la de sus brownies, criaturas del folklore escocés que le ayudaban en sus sueños a encontrar tramas para sus relatos. En un periodo de extremas dificultades de salud (una salud siempre quebrantada por afecciones pulmonares), una noche se le aparecieron algunas escenas clave de la historia, que luego redactó con gran rapidez, sólo para que Fanny, su mujer y lectora privilegiada, le manifestara su falta de entusiasmo, lo que llevó a Stevenson a quemar esa versión y escribir, de modo igualmente vertiginoso, otra más centrada en el aspecto alegórico de la lucha entre el Bien y el Mal, sea lo que sea lo que esto quiera decir. Esa lectura es la que ha ido condicionando de un modo irreversible la suerte del cuento, que se ha simplificado en demasiadas ocasiones, conduciendo a una especie de maniqueísmo primario que se lleva por delante muchas de las virtudes de su particular construcción.

 

13.

Así, el pasaje que mejor define esa orientación de la confesión de Jekyll, que se ha convertido de manera casi monopolística en la única clave de lectura, sería éste:

…that truth, by whose partial discovery I have been doomed to such a dreadful shipwreck: that man is not truly one, but truly two.

Pero eso es quedarse corto, eso es limitarnos al dos, que como bien nos dijo Federico (que ha vuelto a ser asesinado hoy mismo) en su Pequeño poema infinito, no ha sido nunca un número, porque es una angustia y su sombra. Ahí se han quedado casi todos los lectores y adaptadores, pero bastaba con seguir leyendo unas líneas para comprobar cómo Jekyll sabe que esa conclusión no es sino temporal, que responde al estado de sus conocimientos, pero que sin duda no tardarán en venir otros investigadores que le superen y demuestren, no ya la dualidad, sino la multiplicidad del alma humana, de modo que

man will be ultimately known for a mere polity of multifarious, incongruous and independent denizens

y ahí sí que estamos entrando en harina, porque lo que salta por los aires es el mero sancta sanctorum de la identidad, la idea de que en el fondo, más allá de las transformaciones que el inclemente paso del tiempo produce en nuestro cuerpo, más allá de los años que cumplimos, las cosas que aprendemos y las que olvidamos, del modo en que los afectos estallan y se extinguen, somos uno, como cantaba Roger Daltrey al comienzo de Quadrophenia, una obra que justamente quiere demostrar lo contrario: I’m one. Pero no, claro que no.

 

14.

Eso, de algún modo clandestino e inadvertido, abre a mi juicio la gran puerta a las narraciones del siglo XX y lo que va del XXI en las que justamente lo que no se puede sostener ya de ningún modo es al soberbio Yo decimonónico, encarnado en el tan seguro de sí mismo Narrador Omnisciente, desgranando la linealidad de la historia como si todo fuera tan claro. Los dobles son apenas el primer capítulo del libro, luego viene todo lo demás. Luego vienen los dobles sucesivos, los que nos van substituyendo a cada día, para ser substituidos a cada día ellos mismos. A cada segundo. Luego vienen las personalidades disjuntas, y a veces hostiles entre ellas, que acoge ese patio de Monipodio que llamamos nuestra mente. Y la hetronimia. Y, al final, la posibilidad de que el número sea simplemente un cero. Y por ahí se pasean Kafka y Pessoa y Pirandello y Beckett y tantos otros para los cuales hace tiempo que el dos no es más que una de las caras del dado infinito. Borges, como al desgaire, como de rondón, en esa notita sin aparente trascendencia de Sur hablando de una película que encuentra execrable, también, muy a su manera, nos anticipa:

Más allá de la parábola dualista de Stevenson y cerca de la Asamblea de los pájaros que compuso (en el siglo XII de nuestra era) Farid ud-din Attar, podemos concebir un film panteísta cuyos cuantiosos personajes, al fin, se resuelven en Uno, que es perdurable.

Ahí queda eso.

 

15.

Y en eso, inevitablemente, llega Nabokov. Aparte de ser uno de los mejores escritores de la historia, Nabokov fue, ya lo sabemos, un destacado lepidopterólogo (lo llegó a ser incluso profesionalmente durante un tiempo) y dedicó una gran parte de su vida a la caza y estudio de las mariposas de Europa y América. Y también, mucho más para su pesar, pero había que ganarse la vida, fue profesor de literatura en algunos colleges de los Estados Unidos, a los que había llegado huyendo de la Europa que se estaba empezando a autodestruir una vez más (cómo nos gusta hacerlo, ay), en la época de antes-de-Lolita, antes de pasar de la penuria económica a la opulencia y trasladarse a Montreux, donde acabó falleciendo mucho después. A Nabokov no le entusiasmaba la docencia, por decirlo suavemente, así que, para intentar que le fuera menos gravosa, optó por escribir una serie de textos sobre un conjunto de obras destacadas de la literatura europea y es a partir de ahí como construyó sus cursos. No llegó a preparar esas notas para la publicación, que se produjo bastante después, pero lo cierto es que en esas líneas encontramos desarrolladas con la brillantez que le caracteriza algunas de sus strong opinions sobre novelas de Joyce, Kafka, Austen, Proust, Dickens… y el Jekyll de Stevenson.

 

16.

La lectura de esas notas es extremadamente recomendable, sobre todo por hallazgos tan impagables como el paralelismo entre la dualidad Jekyll-Hyde y la estructura arquitectónica de la casa donde vive y donde tiene su laboratorio Jekyll. Estos dos ámbitos están separados y Hyde se constituye en una criatura del espacio alejado de la parte más social de la mansión. Todo esto se resume en una frase insuperable: there are corridors leading to Hyde, pasillos que nos llevan a Hyde. Quién no ha vislumbrado alguna vez esos pasillos, hacia Hyde y hacia los tantos-que-somos. Sólo ahí tenemos ya para una colección de novelas de terror. Otro aspecto muy relevante del análisis nabokoviano, que luego otros muchos autores han retomado es el que se refiere a la composición de esa dualidad Jekyll-Hyde, para el que Nabokov se vale incluso de diagramas. Así, anota que no hay dos sino tres personajes, pues, mientras Hyde es Hyde y campa a sus anchas, Jekyll sigue allí, como una especie de residuo o de halo o de presencia en la buhardilla, que observa con horror los manejos de su rozagante criatura. Stevenson apunta en su relato que Jekyll y Hyde comparten su memoria (lo que no siempre se respeta en las adaptaciones cinematográficas, por ejemplo), porque en realidad, Hyde no es ajeno o exterior a Jekyll: son el mismo. La necesidad de mostrar la corporalidad del Segundo para producir efectos en los lectores o espectadores bien podría obviarse y entonces nos estaríamos enfrentando a esos dobles sucesivos, a esa procesión de simulacros que somos. Que somos todos nosotros y en todo momento.

 

17.

Pero lo más relevante, me parece, es el modo en que Nabokov plantea la cuestión de la metamorfosis en el relato de Stevenson, ligándolo justamente con La transformación de Kafka (es en el texto dedicado a ésta donde esto se desarrolla en mayor grado) y también con El capote de Gogol, otro de sus autores de referencia. Entomólogo como es, al fin, conoce bien el penoso trayecto que conduce de la larva a la pupa y de ahí a la imago que agitará sus alas tornasoladas para provocar en nosotros ese suspiro que las mariposas históricamente han suscitado (psiqué es la mariposa y psiqué es el alma, y son innumerables las metáforas literarias, filosóficas y teológicas asociadas a ese proceso biológico más bien sórdido). No entraremos aquí en el cuento de Kafka, que, a no dudar, acabará también apareciendo, como tantas otras historias parientes de la aquí tratada. Lo que destacaré será ante todo el modo en que Nabokov aborda la cuestión (A metamorphosis is something always exciting to me) y su precisión técnica.

 

18.

Pero es justamente en un pasaje no incluido en la edición de las Lectures on literature donde eso se pone más claramente de manifiesto. Sólo los muy nabokovianos como yo, que además hemos invertido un capital en hacernos con una biblioteca bien nutrida de textos de y sobre el ruso, podemos localizarlo más o menos fácilmente. Está, de hecho, en un libro maravilloso, a la par que de un grosor casi orgiástico, titulado Nabokov’s butterflies que reúne todo el material imaginable producido por Nabokov relacionado con las mariposas. Si alguien tiene interés, le puedo hacer llegar el fragmento, bastante breve, por lo demás, que fue recortado. Es decisivo, y es destacable que formara parte de la discusión en el aula sobre el Jekyll, hasta el punto de que, tras una a ratos espeluznante exposición del proceso, se concluya memorablemente Let us now turn to the transformation of Jekyll into Hyde. Bienvenidos al mundo de la teratología.

 

19.

La cosa empieza fuerte: Transformation is a marvelous thing… Aunque a partir de ahí todo se va dejando meridianamente claro: though wonderful to watch, transformation from larva to pupa or from pupa to butterfly is not a particularly pleasant process for the subject involved. No, no es particularmente placentero: pasamos a ser la oruga, que empieza a experimentar un odd sense of discomfort. Una especie de desazón, de picor, que le empuja, literalmente, a deshacerse de su piel, en un proceso complejísimo que implica colgarse boca abajo e ir eliminando lo que se ha convertido en un mero exterior para que aparezca, desde dentro, el capullo de la crisálida. Ahí podemos quedarnos algunos días y también algunos años, pero entonces, de nuevo, algo ocurre, algo estalla, la pupa se rompe como se rompió la larva y poco a poco emerge otro nuevo ser que es en realidad el mismo ser en otra nueva etapa de esta saga penosísima: la mariposa, al principio no tan bella, pero poco a poco convertida en criatura grácil de los aires, o al menos eso dicen los poetas. La oruga, seguramente, no pensará lo mismo.

You will ask – what is the feeling of hatching? Oh, no doubt, there is a rush of panic to the head, a thrill of breathless and strage sensation, but the eyes see, in a flow of sunshine, the butterfly sees the word. the large and awful face of the gaping entomologist.

Sí, el pánico de la eclosión, y la presencia, ineludible, como en sus novelas, de Él, del autor, del entomólogo que observa el proceso. Hay muchos lugares en la obra de Nabokov en los que aparecen metamorfosis. Toda ella podría verse a través de ese prisma en el que la actual existencia de los seres humanos no es más que un estado larval o pupario y nos espera una psiqué que estará ya en otro lugar, y que no tendrá que someterse al tiempo de la narración ni a ningún otro. De hecho, aún en Rusia, un joven Nabokov escribió un poema que incluye un verso que se tradujo por We are the caterpillars of angels, y eso nos llevaría, claro, a la Angelica farfalla de Dante y también de Primo Levi, pero aquí la entrada ya se va a acabar y no puedo desarrollar eso: será, a lo mejor, a la siguiente.

 

20.

Concluimos, con dos notas más del estudio de Nabokov sobre el Extraño caso. La primera es, como corresponde, el final. El final de la lecture y el final de la obra y de la vida de Stevenson. Como es sabido, el escocés, en un momento dado, marchó a los mares del Sur y acabó viviendo mucho tiempo en Samoa, donde los nativos le conocían como Tusitala, el que cuenta historias. Allí, el enfermo pulmonar crónico no murió a causa de problemas respiratorios, sino de una hemorragia cerebral. La versión la da su compañera, Fanny, y se ha transmitido con algunas variantes. Nabokov, de hecho, le pone su guinda haciendo que Stevenson justamente vuelva de su bodega con una botella de vino (había apuntado antes cuánto vino hay en el relato de Jekyll y Hyde), aunque más probablemente estaba en la cocina aliñando una ensalada. Como fuere, el hecho es que Stevenson sintió algo extraño, algo inusitado, exactamente del mismo modo en que Jekyll sintió algo por primera vez cuando fue Hyde. Según cuentan, se tocó la cara, incapaz de explicar qué le había ocurrido, y dijo, según Nabokov, What, has my face changed?  Y, ahí mismo, cayó muerto. Qué falta le hubiera hecho en ese momento el cheval glass que Jekyll corrió a buscar a hurtadillas en su habitación el magno día en el que dejó de ser Uno para ser Dos, o cento milla, y que vuelve a reaparecer justamente en el momento último, vuelto al techo, no mostrando ya a nadie.

 

y 21.

La nota final es de pura perplejidad, entre otras cosas porque el detalle lo he percibido sólo en la lectura que he hecho estos días para escribir la entrada, no en las anteriores. Y, como Nabokov no es que no dé puntada sin hilo, sino que tiene hilos y madejas para tejer millones de sudarios de Príamo, conviene no pasarla por alto. En el relato de Stevenson se habla de un phial para referirse al contenedor del veneno con el que Hyde pone fin a su vida. Esa escena queda oculta para los que acuden al laboratorio, que ven ya su cuerpo muerto. Phial es vial. En una traducción al castellano que he consultado se habla de frasco. Lo podemos imaginar como un pequeño recipiente de vidrio. Las palabras exactas de Stevenson son:

…and by the crushed phial in the hand and the strong smell of kernels that hung upon the air, Utterson knew that he was looking on the body of a self-destroyer.

Y sin embargo, esto es lo que dice Nabokov cuando comenta la escena:

…and [Utterson] finds Hyde in Jekyll’s too-large clothes, dead on the floor and with the reek of the cyanide capsule he has just crushed in his teeth.

El phial se transforma en una cápsula de cianuro que Hyde ha mordido. Las lectures se escriben en los cuarenta y los primeros cincuenta. Para entonces a nadie se le podía escapar que ése es el modo de suicidio paradigmático de los jerarcas nazis. Con ese guiño, ¿Nabokov está apuntando en la dirección del Mal Absoluto, le está diciendo a Stevenson dónde hay un verdadero Hyde, para el que atropellar a niñas o matar a bastonazos a un Lord son empeños de poca monta, pudiendo llevarse por delante, de la manera más cruel y ajena a toda empatía, a millones de personas? Yo creo que sí, y me huelgo de haber podido puntuar en el juego diabólico que Nabokov propone siempre a sus buenos lectores. Pero no me jacto demasiado: todo texto nabokoviano es infinito y lo es múltiplemente, es un aleph de alephs, y la siguiente vez que lo lea encontraré otros guiños o desvíos o sugerencias. Quieran los dioses que esa siguiente vez, al menos, no haya en marcha ningún nuevo genocidio en la Tierra, que los Hydes interminables de ayer y hoy hayan acabado definitivamente despanzurrados en el suelo de un antiguo teatro anatómico para que les podamos mostrar todo el desprecio que merecen.


domingo, 3 de agosto de 2025

Los felices años


 

Il dolore, l’arresto della vita fanno apparire il tempo troppo lungo; ma gli anni se ne vanno sempre con la stessa rapidità.

FLEUR JAEGGY, comienzo de Le statue d’acque

 

1.

El pasado 31 de julio, es decir, hace tres días, Fleur Jaeggy ha cumplido 85 años. Me entero ese día 31 por un tweet de Kim Nguyen Baraldi. Avergonzado, me doy cuenta de que no era consciente de que Fleur Jaeggy estuviera aún viva. Más avergonzado aún, pienso que llevo mucho tiempo sin leerla y que en realidad la he leído más bien poco y además apenas sé cosas de su vida. Me pongo a averiguar esas cosas, en la magra medida que pueden averiguarse a base de Wikipedia y poco más. Descubro algún hecho sorprendente, como se verá. Me apetece releerla. Busco los libros que tengo de ella. Compro algunos más. Me sumerjo en su literatura, tantas veces calificada como gélida: precisa, cristalina, cortante como un filo, despiadada, peligrosa… renuncio a seguir asociando adjetivos, no sabría si identificarme con alguno. Entro, decididamente, en un nuevo periodo Jaeggy, de cuya navegación aún no he salido, gozosamente. Les cuento más cosas. Les cuento las cosas que me pasan cuando empiezo a releer y a reconectar obras y autores. Vuelvo a escribir en el blog después de mucho tiempo, después de no haber sacado adelante una entrada que parecía muy clara al principio y luego se fue retorciendo y encerrando en un callejón sin salida. El tema fundamental de esa entrada era Stalker, de Tarkovski. Volverá.

 

2.

El tweet (y la entrada de Instagram) de Kim incluía, como muestra de la escritura de Jaeggy, el memorable comienzo de la que, probablemente, sea su obra más destacada, I beati anni del castigo, un párrafo en el que se evoca a Robert Walser, y si aparece Walser las asociaciones se disparan. Pero no nos precipitemos. Acometido por un intensísimo deseo de releer I beati… lo busco en su correspondiente estante. Mi biblioteca hace ya tiempo que es más grande que mi casa, en una inconsistencia topológica del universo, pero por fortuna y con no poco esfuerzo y rigor, mantengo un orden suficientemente apropiado en ella como para saber que el libro estaría en la parte italiana (por más que Fleur naciera en Zürich, y fuera, al menos, trilingüe, y se formara en alemán, eligió el italiano para escribir), y que allí, como en todas las otras regiones de ese vasto laberinto de estanterías en las que se almacenan obras de ficción (las de no-ficción siguen otros criterios, pero no podemos desviarnos ahora por esos vericuetos, ya habrá tiempo de volver a la complicada vida interior de mi biblioteca), el orden es cronológico, por lo que Jaeggy viene precedida de otro de mis autores más queridos, Claudio Magris, y antecede a Roberto Calasso, del que fue compañera durante muchos años. Sí, ahí está el librito de Gli Adelphi, de portada azulgris. Lo abro. Empieza la aventura.

3.

Dado que compro libros con una avidez digna de estudio psiquiátrico y dado que además los leo, o por lo menos los comienzo, o por lo menos los hojeo, mi consumo de separadores, marcapáginas y puntos de lectura excede igualmente lo razonable. Por ello, especialmente cuando estoy de viaje, introduzco entre las páginas el ticket de compra en la librería, el recibo de la tarjeta de crédito, el billete de metro o de tren, la factura del restaurante en el que he comido mientras leía ese libro y en general toda pieza de papel de pequeño tamaño que a partir de ahí queda indisolublemente asociada a su libro-huésped, configurándose así una adecuada estratigrafía, pues esos libros, con sus pequeñas muestras arqueológicas anexas, permiten reconstruir visitas a museos, paseos por ciudades, sensaciones de exaltación o cansancio, y además resuenan con los textos que se escriben en esas mismas fechas en las libretas que igualmente acarrea el flâneur en sus trayectos. Hay, me parece, toda una ciencia posible, y seguramente necesaria, que versaría sobre el modo en que el objeto-libro se constituye en contenedor-de-tiempo, en espacio de almacenamiento de tangibles-intangibles, de un modo paralelo a lo que haría la llamada psicogeografía respecto de los lugares, especialmente de los parajes urbanos. Pero eso tampoco puede ahora desarrollarse, es necesario que focalice porque hay muchas cosas que tengo que contar sobre lo que me ha venido pasando estos últimos tres o cuatro días, y ya me estoy extendiendo demasiado.

 

4.

Abro, pues, mi ejemplar de I beati anni del castigo, del que estoy seguro de que no me he vuelto a ocupar desde mi retorno del viaje donde lo compré y de la ciudad en donde lo leí, nada más comprarlo: Torino. Y, en efecto, esa sensación queda corroborada por la aparición entre sus páginas de un resto arqueológico de primera magnitud. Se trata de una entrada de cine. Para un cine muy particular, concretamente el Cortile del Palazzo Reale turinés. La fecha permite datar la adquisición y lectura del libro (también tengo una libreta en el que están anotados esos datos, cosa que no tendría por qué ocurrir, pero a veces, sobre todo en los viajes, intento mantener una especie, no de diario, pero sí de crónica de algunos aspectos relevantes): 23 de agosto de 2017. Ese día, alle ore 22.00 en el Cortile, al aire libre, dentro de una especie de ciclo estival, pasaban nada menos que París, Texas, de Wim Wenders, de la que casualmente (pero no, nunca casualmente), me ocupaba en la entrada anterior de este blog, un poco desacostumbradamente alejada de la de hoy. Por supuesto, no recordaba haber guardado la entrada en esa especie de voluble archivo que constituyen las páginas del libro-acompañante que me llevé a cenar ese día, antes de sentarme en la obscuridad de la magnífica plaza y emocionarme una vez más con esa película-fetiche mía, sin duda en el visionado más peculiar entre los muchos que he tenido de ella.

 

5.

De hecho, la película estaba doblada al italiano. El hecho no me importó lo más mínimo, por más que no soportaría ver París, Texas (ni ninguna otra película, la verdad) más que en su versión original. Pero esa extrañeza de las voces inesperadas de Jane o de Travis (que me remitía a otra película doblada como Viaggio in Italia), en esa extraña noche turinesa, me parecía adecuada. La proyección me resultó memorable por diferentes motivos que no detallaré ahora. Ese viaje entero a Turín, que fue el primero para mí (luego volví, algún tiempo después, a retomar algunos hilos, entre otros los de la película) fue propicio, y me ofreció posibilidades literarias que no he acabado de desarrollar, y que voy difiriendo, como hago con tantos proyectos, maestro en el arte de la procrastinación como soy. El día antes de esa velada cinéfila había estado visitando la habitación de Pavese en el Albergo Roma, donde me alojaba. Ya les he contado algo de eso por aquí. Algún día, esperemos, todo aquello, y algunas otras cosas de mi segundo viaje, se reunirán en un relato, que no es, de nuevo, lo que estamos contando aquí. No se detengan, todavía hay mucho sendero serpenteante que recorrer.

 

6.

Como una entrada de cine tan particular como ésa tiene un componente muy alto de magdalena proustiana, mi memoria recuperó las circunstancias en las que por primera vez me adentré de la mano de Fleur en los pasillos del Bausler Institut, donde nuestra narradora, que no puede estar muy alejada de la propia autora, pero a la que no haríamos bien en identificar así por completo (un caveat que siempre conviene incluir) nos habla de esos bellos años del castigo, de esos reinos de disciplina de los internados para señoritas de buena familia en la Suiza de los cincuenta, y de la complejidad jerárquica y sentimental de las asociaciones que se producen allí, entre adolescentes de diferente procedencia y lengua. La fascinación por Frédérique, criatura angélica pero letal, se va desgranando, hasta llegar a un finale desolado y a la vez dolorosamente justo, el de una desposesión que se muestra excepcionalmente bien en el episodio del reencuentro fugaz en la Cinémathèque parisina con la visita al apartamento desnudo de una Frédérique ya plenamente instalada en su caminata hacia los lugares donde ya no se la puede acompañar. Esa crónica de la malafelicità de esos años, reconocidos como los mejores, pero transcurridos en un espacio coercitivo, en una geometría de disciplina y deseos costosamente aherrojados, nos regala, además, otras figuras inolvidables (esa aparición de la ya no tan pequeña Marion esmaltada de negro en la fiesta de Micheline, esa conversación con la madre de Frédérique) y nos muestra una particular danza de la muerte en la que una fisiognomica da morgue se asienta en el rostro de las educandas y el gesto de tocar un brazo puede calificarse de anatómico.

 

7.

Sí, ya lo habrán notado, he releído I beati anni del castigo hace dos días, de una sentada y completamente fascinado, y bajo ese hechizo nace esta entrada y reanudo así mi presencia en el blog. Les podría decir muchas más cosas, y también de otras obras de la suiza que he recorrido o he empezado a recorrer estos días, pero siempre me he considerado poco diestro en la reseña y en última instancia he intentado mantener una cierta reserva sobre la mera conveniencia de escribir sobre un libro otra cosa que no fuera una mera invitación a su lectura. Lean, pues, a Jaeggy. Un catador tan exquisito como Enrique Vila-Matas ha declarado en muchas ocasiones su admiración por la escritora. Dice, por ejemplo, Vila-Matas en Educando mujeres correctas, incluida en Impón tu suerte:

Fleur Jaeggy va siempre a lo esencial y, como si tuviera bien aprendida la involuntaria lección de Kafka, consigue muchas veces en una sola página, y a veces en una sola línea, que se haga visible de golpe, a modo de repentina revelación, la estructura desnuda de la verdad.

En otro lugar, Vila-Matas habla del momento en que abrió por primera vez un libro de esta escritora que es tan peligrosa, que fue justamente Los felices años del castigo y se sorprendió de su comienzo, ese párrafo en el que aparece Walser que fue justamente el elegido por Kim en sus mensajes celebratorios. Nadie ignora la importancia de Walser en la obra de Vila-Matas. Así pues, nuestra cadena de asociaciones nos obliga ya sin más demora a decir algunas cosas de ese escritor tan sumamente personal, también suizo (de la ciudad bilingüe de Biel/Bienne) que no cabe, ni de lejos, en una entrada de blog como ésta y a lo mejor no cabe siquiera en un blog entero.

8.

Copio aquí, pues, el tantas veces mencionado comienzo de I beati anni. Como no tengo la edición traducida al castellano, lo tomo directamente del texto incluido en el Instagram de Baraldi. La traductora es Juana Bignozzi.

A los catorce años yo era alumna de un internado de Appenzell. Lugares por los que Robert Walser había dado muchos paseos cuando estaba en el manicomio, en Herisau, no lejos de nuestro instituto. Murió en la nieve. Hay fotografías que muestran sus huellas y la posición del cuerpo en la nieve. Nosotras no conocíamos al escritor. Ni siquiera nuestra profesora de literatura lo conocía. A veces pienso que es hermoso morir así, después de un paseo, dejarse caer en un sepulcro natural, en la nieve de Appenzell, después de casi treinta años de manicomio en Herisau. Es una verdadera lástima que no hubiésemos conocido la existencia de Walser, habríamos recogido una flor para él. También Kant, antes de morir, se conmovió cuando una desconocida le ofreció una rosa. En Appenzell no se puede dejar de pasear. Si se miran las pequeñas ventanas con franjas blancas y las laboriosas e incandescentes flores en los balcones, se advierte un remanso tropical, una lujuria sofrenada, se tiene la impresión de que dentro sucede algo serenamente tenebroso y un poco enfermizo. Una Arcadia de la enfermedad. Podría parecer que allí dentro hay paz e idilio de muerte, en la pureza. Una exultación de cal y flores. Fuera de las ventanas el paisaje nos reclama; no es un espejismo, es un Zwang, se decía en el colegio, una imposición

En efecto, durante la larga estancia de Walser en el manicomio de Herisau, que visité en 2022 y del que hablé ya en otra entrada, el escritor, gran caminante, acompañado por lo general por el editor Carl Seelig, hacía excursiones por los alrededores, en muchas ocasiones por el cantón de Appenzell. La presencia de Walser en esas primeras líneas de la novela no es, de ningún modo, casual. De hecho, podría decirse que en este comienzo se ponen ya de manifiesto muchas de las líneas fundamentales del texto, por lo demás breve, que va a seguir. Esa Arcadia de la enfermedad, como aquel sanatorio igualmente suizo de La montaña mágica, de Thomas Mann. Esa lujuria sofrenada, ese algo serenamente tenebroso que ocurre dentro… Es, sin duda, un comienzo memorable. Y, además, presenta como debe, dándoles toda la importancia que merecen, a las dos verdaderas protagonistas del libro, en última instancia: la Locura y la Muerte.

 



9.

Como esta entrada, al igual que ocurre muy a menudo en este blog, no es tanto de crítica literaria como de desahogo personal, no se trata aquí de hablar de Walser sino de mí (perdónenme la inmodestia, que justamente es una de las señas de identidad, me temo, de todo lo aquí incluido) y mi vida con Walser. De entre los muchos capítulos que podría contener esa obra en marcha (pues con Walser tengo, inevitablemente un movimiento de flujo y reflujo que me sumerge en su magma, del que salgo dando bocanadas de aire, para luego volver a hundirme placenteramente en esa literatura hormigueante y magistral) citaré apenas uno, que justamente tiene que ver con la gelidez de Jaeggy y esa muerte en la nieve del escritor de Biel. Cuando en 2022 me embarqué en un periplo que recorrió buena parte de la Confederación Helvética en una especie de tour funeral, que incluía un nutrido número de visitas a cementerios y tumbas (Borges, Nabokov, Rilke, justamente Walser, entre otros) fui, ya he dicho, a Herisau, donde descansan los restos de Walser y donde aún hoy existe el Sanatorio del que partió para encontrar justamente su muerte el 25 de diciembre de 1956. Se puede recorrer ese camino final, como una cierta atracción turística, conduce al bosque próximo al Sanatorio. Yo no lo hice. Si lo hubiera hecho, mis pisadas se habrían de algún modo superpuesto a las huellas que dejaron los pies de Walser esa mañana sobre la nieve que cubría todo el territorio.

 


10.

Hay fotos que muestran esas pisadas y también el cuerpo muerto y también, puede que incluso más ominosamente, las pisadas conduciéndonos a un vacío final, a una ausencia del cuerpo ya retirado. La muerte sucedió de manera repentina, y podemos pensar que fue indolora. Walser se desplomó sobre la nieve, quedando tendido boca arriba, con el brazo izquierdo extendido y el derecho recogido sobre su pecho. El cuerpo describe una perpendicular respecto de la línea de las huellas. Separado, no muy cerca, el sombrero parece colocar un punto sobre la i del cadáver escrita en la página en blanco de la nieve con la tinta obscura del traje. La corbata está perfectamente anudada. A partir de esas imágenes, el artista Thomas Hirschhorn realizó en 2020 una instalación denominada Robert Walser-Modell en el Robert Walser Zentrum de Berna. Yo no pude ver esa instalación, porque sólo visité ese Zentrum en 2022, en otra de esas paradas de mi viaje suizo. Pero sí me hice allí con un folleto muy interesante que he vuelto a hojear para escribir esto. Con materiales sencillos (cajas, tablero de contrachapado, borriquetas), se muestra en la pequeña habitación de ese centro (que está en un segundo piso, alberga una bella biblioteca walseriana, es atendido por personal extremadamente amable y mantiene una instalación de ese estilo: la que yo vi era otra, también interesante, sobre los paseos de Seelig y Walser) una representación en pendiente de una ladera que contiene las huellas y el cuerpo del escritor, una especia de versión tridimensional de la secuencia de las cuatro fotos que se publicaron en 1980 y que he descrito más arriba.

 

11.

Estuve en Bern y en Biel/Bienne antes de estar en Herisau. Leía además, al mismo tiempo, en los trayectos de tren, Doctor Pasavento de Vila-Matas, que incluía un recorrido esencialmente paralelo al mío. No recuerdo haber pensado en ese viaje en Fleur Jaeggy. Ni siquiera cuando estuve una vez más en Zürich. Me parece una omisión inaceptable. De algún modo, Jaeggy para mí era una italiana de la Italia septentrional, donde la había conocido. Eso también ocurre: también de algún modo uno acaba ubicando los autores en los lugares en donde se producen las lecturas de sus libros. Pero, hace tres días, cuando se dispara el proceso de recuperación de Jaeggy, todo ocurre como debe: Vila-Matas y Walser están prestos para comparecer y formar parte de la constelación así suscitada. Constelación efímera, como todas, pero al mismo tiempo indestructible en su flexibilidad y versatilidad, pues todo conecta con todo, especialmente cuando todo está resonando en frecuencias semejantes. Éste es, pues, el segundo acorde de la melodía, o el segundo conjunto de pisadas.

 

12.

El tercero es igualmente inevitable, forma parte de la paleta de resonancias ya bien consolidada en mí. Walser me lleva a Sebald. Además de su magistral obra novelística, la producción ensayística de Sebald es extremadamente destacable, especialmente en lo que se refiere a sus estudios sobre autores en lengua alemana. La traducción al castellano de esos ensayos no es tan completa como sería deseable. En 2005 Anagrama publicó, bajo el título de Pútrida Patria, una selección, proveniente de dos colecciones diferentes, Unheimliche Heimat, cuyo juego de palabras pretende traducir el título castellano y Logis in einem Landhaus, un título que es precisamente una expresión extraída del maravilloso Kleist en Thun de Walser. Es en esta segunda colección donde se incluye el texto Le promeneur solitaire. Zur Erinnerung an Robert Walser, que, sin embargo, no fue seleccionado para Pútrida Patria. Sí existió, por fortuna, una publicación exenta del ensayo sobre Walser (ninguna de las colecciones originales de Sebald ha sido vertida al castellano en su totalidad) a cargo de la Editorial Siruela, en 2007, en la serie menor (es un libro de muy pequeño tamaño) de su Biblioteca de Ensayo. Es un libro ahora mismo difícil de conseguir, por decirlo suavemente. Lo cual es lamentable, pues es un texto fundamental y de lectura extremadamente placentera.

 


13.

Cuando ya había leído mucho de Walser y todo lo que se podía leer de Sebald (incluyendo la opción de leer en otros idiomas, como el inglés, el francés o el alemán, lo que no estaba traducido al castellano), me encapriché notablemente con el librito de Siruela y me puse a buscarlo. En ese momento (estamos en 2020, como se verá), fatigando Iberlibro y otras webs semejantes, supe que, inesperadamente, sí se podía conseguir un ejemplar a un precio razonable en una librería de Barcelona, Taifa Llibres, en Gràcia, en el Carrer de Verdi. Eso también cuadraba. He visitado Barcelona con regularidad a lo largo de los años y hay algunas zonas de la ciudad que he ido haciendo más mías por diferentes motivos. Justamente esa calle, justamente a la altura de esa librería es un lugar relevante para mí. La propia librería solía estar entre aquellas a las que no dejaba de acudir si el tiempo de mi estancia me lo permitía. Me fui para allá, pues, y compré, sí, el librito. Lo leí con gran interés. No me animé a subrayarlo siquiera, porque, a pesar de su aspecto modesto, lo cierto es que se ha convertido en una obra rara. Me parece un estudio acertadísimo de Sebald en el que él mismo, y la figura de su abuelo, que fue decisiva en su infancia y al que asocia, por su aspecto físico y por otras causas, al propio Walser, también aparecen. Se lo recomiendo, si pueden conseguirlo. Si no, intenten en otros idiomas. O montemos de una vez esa editorial que recupere los textos perdidos. Si hay algún editor en la sala, que se ponga a ello. Aunque a saber cuál será el lío con los derechos… Pero me desvío.

 

14.

Como soy tan disciplinado como lo eran las pupilas del Bausler Institut (no lejos resuena también el Instituto Benjamenta de Walser, claro), sigo mi cadena de asociaciones o mi proceso de engranado de constelaciones, y busco en la estantería alemana el pequeño ejemplar de Siruela. Lo abro. Contiene también tickets, restos arqueológicos. El resguardo de la tarjeta de crédito me sitúa la compra. 7 de marzo de 2020. Parecería una fecha inocente, pero no lo es, ni mucho menos. Ese 7 de marzo, que era sábado, pertenece al fin de semana de antes, ya me entienden. A lo largo de la semana siguiente la idea del confinamiento se fue estableciendo como inevitable. Yo todavía trabajé normalmente el lunes 9, pero ya el martes 10 sólo fui a recoger las cosas, porque la Facultad se iba a cerrar. El 11 todavía me junté con amigas para ver al Liverpool contra el Atleti, que fue el último partido con público en las gradas durante muchos años. Celebré los goles de Llorente y Morata, me abracé alborozado por la remontada. El virus todavía parecía ser algo conjetural, éramos incapaces de calibrar la que se nos veía encima. El 12 salí a desayunar a una cafetería del barrio. Luego me metí en mi casa y ya no pude salir más. Como todos ustedes, por supuesto. Imagino que ustedes también tendrán una memoria tan definida como la mía de aquellos días tan extrañamente surrealistas que se convirtieron en seguida en un periodo pavoroso. El paseante que yo también soy quedó encerrado en su particular sanatorio unipersonal en el que, al menos, estaba acompañado por una biblioteca enorme, cuya última adquisición era un librito de portada en dos tonos de verde que se llamaba El paseante solitario. En recuerdo de Robert Walser.

 

15.

Cuando se desató la pandemia, mi padre ya había muerto, pero mi madre, sumida en la profundidad ya inaccesible de su Alzheimer, permanecía en la Residencia donde llevaba ya viviendo muchos años. El 7 de marzo, el día que compré en Taifa el libro de Sebald sobre Walser, también fui a otras librerías, por supuesto, como siempre hago cuando estoy en Barcelona (ahora tengo una nueva La Central que me está esperando para cuando encuentre una ocasión propicia para ir). Es justamente en La Central del Raval donde recibo una llamada de la Residencia. Me dicen que todo va bien, pero que ya han decidido cerrar la Residencia ante la posibilidad de los contagios y de ese modo los familiares no podremos visitar a los ancianos hasta nueva orden. Me doy por enterado. Llevo unos días muy preocupado por ese tema. Los primeros casos en las residencias madrileñas ya han comenzado a producirse. Lo que vino después fue, ya se sabe, algo criminal. Mi madre no se vio afectada, ni tampoco su Residencia, sobre todo por la profesionalidad impresionante de todo su personal. Pero hubo miles de personas que murieron en las peores condiciones posibles debido a las decisiones de las autoridades de la Comunidad de Madrid, cuya actuación ha resultado, hasta el día de hoy, impune. Los días, pues, se fueron obscureciendo. En ese clima de miedo es cuando entra el libro de Sebald sobre Walser en mi casa. Ése es su particular ex libris, esas líneas temblorosas constituyen su registro de entrada.

 

16.

Siempre llevo papel para poder escribir lo que me viene a la cabeza cuando paseo por la ciudad, en cualquier momento. Frases, ideas. A veces también uso la grabadora del móvil. Si llevo el bolso o estoy sentado en el hotel, tengo cuadernos, libretas Leuchtturm. Pero a veces son simplemente hojitas pequeñas que coloco entre las páginas del libro que indefectiblemente me acompaña en todos mis desplazamientos, en el bolsillo o en la mano. Luego, ya en casa o en el lugar que esté, transcribo esas notas a vuelapluma en el cuaderno vigente en el momento. Entonces cancelo con una raya diagonal el texto que ya he pasado y no destruyo la hojita, sino que la coloco, con otras cientos de ellas, en una caja. No es infrecuente que a veces alguna de esas hojitas se quede despistada en el libro en el que fue colocada, y que los textos que contiene no hayan sido aún transcritos. Esos textos, por tanto, se transforman en algo así como insectos alojados en ámbar, o como esos animales, a veces enormes como mamuts, que permanecen miles y miles de años congelados. Congelados como en la atmósfera glacial de los libros de Jaeggy, bajo las nieves que recorren interminablemente las pisadas vacías de Walser.

 

17.

En mi librito de Sebald sobre Walser había, increíblemente, una de esas hojas perdidas. No corresponde, me parece, al 7 de marzo de 2020, debe de ser posterior. Ese libro lo he paseado en más ocasiones. No puedo datar, de todos modos, el texto, y es muy peculiar, porque no parece estar conectado con ningún proyecto en concreto de los muchos que desarrollo interminablemente. Lo transcribo aquí, como muestra de ese hasard objectif que es el verdadero tema de esta entrada:

Caronte extiende las cartas de navegación, que otros llaman Mapas del Suplicio, pues existe sin duda una cartografía del tormento, una ingeniería de la recurrencia y la ruina.

En la traducción al inglés de I beati anni del castigo se ha preferido (inadecuadamente, a mi juicio) el término discipline en vez de castigo. La traducción francesa sí mantiene châtiment. Suplicio podría haber sido una opción, sobre todo si lo ligamos a esa mitología que incluye tormentos, otro buen término, basados en la recurrencia como el de Sísifo. Esta nota está completamente desconectada, eso sí que puedo asegurarlo, de Fleur Jaeggy, de la que, como ya he dicho, mea culpa, me he acordado poco estos años. Ha aparecido de un modo sólo muy tenuemente conectado con ella, a partir del juego de asociaciones que aquí he descrito. Ha aparecido literalmente minutos antes de ponerme a escribir la entrada, siempre un poco sin red, como es mi costumbre. Pero, como se ve, la concluye perfectamente, cierra el círculo. La constelación ya está completa, con esos hilitos invisibles que atan una estrella a otra. Haría bien Caronte en incluirla en sus cartas de navegación.

 

18.

Al final, pues, y bien inesperadamente también, esta entrada es una extraña melliza de la anterior. Empieza en París, Texas, y acaba en Sebald. Es decir: estamos todavía (y siempre) en el Nocturama. Hay una explicación sencilla para estas coincidencias: la obsesión. Vuelvo una y otra vez a los mismos lugares, a los mismos nombres, a las mismas obras. Cuando no encuentro esas resonancias, no sé qué escribir aquí. Este blog se basa justamente en esos hallazgos, en esas correlaciones, en esas, sí, recurrencias. Es un registro de todo eso, es mi particular Mapa de los Suplicios, suplicios frecuentemente gozosos como el de hoy, que me permiten escribir con vértigo, sin saber muy bien lo que va a salir, abierto a las revelaciones, valiente ante los callejones sin salida y las trampas. Como un stalker, ese stalker que me espera para la siguiente salida, o para una salida que a lo mejor tarda en producirse más tiempo, pero que acabará inevitablemente teniendo lugar. Son buenos tiempos para la lírica para mí. No hay que moverse mucho, no hay que hacer ruido, para que los ecos y los armónicos de esas resonancias no se pierdan. Ni uno.

 


19.

Éste va a ser el último eco de hoy. He comenzado diciendo que me enterado de cosas muy curiosas de Fleur Jaeggy. La que más me ha impresionado es que, a veces bajo el pseudónimo de Carlotta Wieck, Fleur fue letrista de Franco Battiato. Mi amor y mi admiración por Battiato no pueden ser más grandes, como no ignora, por ejemplo, alguna otra cofrade como Lara López, la maravillosa locutora de RNE y Radio 3, que nos ha dejado algunos programas impagables sobre Il Nostro en Músicas Posibles (programa de absoluta referencia que, sin embargo, continúa su travesía por el desierto y ha pasado a estar presente sólo ya en la web, sin lugar en la parrilla), y con la que he podido compartir mi entusiasmo por el siciliano. Un entusiasmo que, una vez más, no puedo detallar aquí, pues requeriría de su propia entrada, que tal vez tendrá, cuando la resonancia me obligue. No sabía, no, de esa conexión Jaeggy-Battiato, que se produce a lo largo del tiempo en varios temas y álbumes. Era lo que me faltaba para alimentar esta fascinación que siento ahora mismo por la suiza. Una fascinación que también pasará, sin duda, para dar lugar a otras y volver renovada un tiempo después, en esta especie de carrusel de mis afectos en el que voy montado, intentando con esta circularidad despistar un poco al tiempo y hacer que estos años, ya, ay, finales del castigo, sigan siendo beati.

 

20.

Una de las canciones en las que intervino Fleur Jaeggy es Shakleton. Sic, pues el nombre del explorador polar Shackleton está en el álbum Gommalacca mal transcrito. Hay una versión en vivo más corta, pero el tema original se extiende por más de ocho minutos. En él Jaeggy lee unos versos suyos en alemán que comienzan por Stille Dämmerung, tranquilo ocaso y que repiten muchas veces Sage mich warum, dime por qué. No te calles, por favor, dime por qué. La entrada, una vez más, se hace sola. La glacial Jaeggy acaba apareciendo en una canción que narra una cattastrofe psicocosmica, la del naufragio y posterior rescate de los miembros de la expedición de Shackleton. En este calor infernal del agosto madrileño se agradecen estos improvisados paseos polares de flâneur antártico. En I beati anni del castigo, Fleur Jaeggy nos recuerda que, a veces, una cierta glacialidad también revela sentimientos. Definitivamente, el bucle está cerrado. He construido, pues, una burbuja en la que me he encerrado con algunos de mis protectores. Y suena la música. Es mi canción favorita de Franco Battiato, La cura, y en ella, efectivamente, Franco me dice que avrà cura di me, porque sono un essere speciale. Y yo me acuerdo de aquel día, la única vez que lo he visto en concierto, en las Noches del Botánico en Madrid y, como entonces, se me saltan las lágrimas. Feliz cumpleaños, Fleur, y por muchos años.