domingo, 18 de agosto de 2024

El número Barbette



Où étais-tu donc avant d’entrer en piste? Tristement épars dans tes gestes quotidiens, tu n’existais pas.

JEAN GENET, Le funambule


1.

Los enfermos de vértigo siempre nos enamoramos de la trapecista. Sentimos el tacto de la cuerda del trapecio mientras se desliza el pie por él para acabar enganchado en el travesaño, y participamos en el suspiro colectivo cuando, una vez más, la gravedad es vencida por la geometría. Tememos por ella, y crispamos el gesto, tensamos los músculos del cuello en esa cabeza girada a una altura que nosotros no podríamos habitar. A veces se produce el vuelo, de un trapecio a otro, quizás a unas manos que esperan. Son vuelos cortos, parabólicos, porque, finalmente, la pesantez nos encadena, pero en esos segundos se nos pierde un latido y se nos hace fácil pensar en un pájaro que simplemente renunciara a huir, a perforar con su pico afilado la lona del circo, un pájaro que consagrara su vida a la demostración matemática de un teorema, amparado por una primaria ingeniería de cabos y listones y escaleras de nudos. Un pájaro, en suma, que nos obligara a reconocer su coincidencia taxonómica con los ángeles, ésos que nos visitaron en nuestros sueños más tempranos.

2.

Los enfermos de vértigo sabemos que existe una mano poderosísima que nos puede empujar por encima de cualquier barandilla, que hay vientos inesperados que nos arrancan las cosas de las manos y las precipitan al abismo. Sabemos que la extraplomada puede acontecer en cualquier momento, que la resultante de las fuerzas puede virar hacia una vertical enconada en la que ya no habrá resistencia posible. Los enfermos de vértigo sabemos que esa mano que nos empuja y ese viento que nos despoja somos nosotros mismos y hemos soñado las suficientes veces con la caída como para no poder pretendernos inocentes. En todo caso, procuramos no ponernos a prueba y nos asomamos sólo de lejos, mantenemos la cabeza exageradamente erguida cuando cruzamos un puente y no nos prodigamos en espectáculos circenses que involucren una ofensa a las leyes establecidas.

3.

Pero, de igual modo, los enfermos de vértigo acabamos enamorándonos siempre de la trapecista. Nos queremos aguerridos detectives de film noir acorralados por una femme fatale, o, peor aún, ornitólogos sin escrúpulos que enarbolan sus prismáticos y fantasean con gloriosas taxidermias. Lo que en realidad somos (quién no lo es) es niños asustados, que aprendieron el miedo antes que cualquier otra cosa, y ni siquiera se cayeron de la litera de arriba nunca, y no porque hubiera en ella barandillas, sino porque nos acurrucábamos contra la pared, y nos condenamos a una quietud de amortajados mientras en ese dormir acechaban todo tipo de trayectorias de derrota, y aún hoy soñamos con movimientos peligrosos que no podemos dejar de ejecutar y con inesperados ataques de gente que se parece tanto a nosotros.

4.

Lo que admiramos tanto de la trapecista no son, me parece, sus alas de ángel o su figura esbelta casi indiscernible en la lejanía infinita de la región aérea en que habita. Ni siquiera estamos muy seguros de si nos gusta el número, o si la ejecución se ajusta con perfección a los cánones del arte de la cetrería. No: lo que admiramos de la trapecista es probablemente el que todo tiene lugar en el ámbito inmisericorde de la Física, que nada se debe a intervención angélica alguna, que no hay espectros ni ectoplasmas en esta séance. Nos subyuga el sudor que inevitablemente empapa la ajustada malla, el ácido láctico que va construyendo sus cristalitos, la tirantez de los músculos de la espalda. En definitiva: el hecho, no de que pueda caer, sino de que no pueda volar. 

5.

Por eso esperamos del lado de la red, una red que hemos contribuido a tejer como si nos dispusiéramos a fletar una nave (acaso la Argos) para la pesca de sirenas. Esa geometría de nudos se pretende espejo de la geometría intrazable de las trayectorias. La caída sería (es, pues a veces la caída tiene lugar) un paso al otro lado, un desmontar el caballo de las dimensiones. Genet decía de su funámbulo que muere cada vez que sube la escalera, y que la danza la ejecuta en ese otro ámbito en el que el cuerpo deviene glorioso. Por eso, mientras sostenemos con nuestros propios brazos, desde el graderío, a la trapecista, mientras nos desearíamos red nosotros mismos para asegurar que de ningún modo el suelo se va a cobrar su pieza, tendemos a olvidar que no, que ninguna muerte se ha producido, que no ha habido crisálida alguna, que esa mariposa que se balancea entre los focos, sigue agarrándose de sus propios tendones. Y es entonces cuando se nos escapa el grito de miedo o de alivio.

6.

Parecería, pues, que la magia exige una descorporeización, el nacimiento de una nueva especie, el abandono de algunas rémoras, de las que despojarse como de unos pendientes o de un anillo, pero no, la magia acaece justamente en el aquí y el ahora, con esas duras ligaduras, con esa tiranía de las coordenadas espaciotemporales. Los dos ámbitos son sólo apariencia. Nosotros, aplastados en la butaca, simplemente somos cobardes, y estamos permanentemente en la habitación llamada miedo, bien sujetos por una red que no necesita de maromas. Ella, en el lado de la luz, es una de nosotros, y su triunfo se debe exclusivamente a que sabe (ella lo sabe) que no es un ángel.

7.

No hay lugar posible de encuentro, por supuesto, para el enfermo de vértigo y la trapecista. El suelo es un hilo demasiado ancho y el funámbulo tropieza con torpeza a cada paso. El abrazo que nos damos al acabar el ejercicio, el beso que lanzamos hacia el trapecio, yerran en su disparo. Sí, la vemos deslizarse por la cuerda que alguien sujeta de abajo, abandonar el tenderete, inclinarse tantas veces entre los vítores, envolverse en la bata de seda, pisando con las puntas de los pies por la arena y el serrín. La vemos alejarse hacia los camerinos y es posible tocar con timidez a esa puerta, con unos nudillos de animal que apenas repta, hasta que ella nos abra y nos sonría. Pero la trapecista, mientras, sigue en su ejercicio infinito, surcando unos ámbitos en los que nosotros somos apenas el eco, apenas un rumor que podría provocar una peligrosa distracción.

8.

Oh, hay mucha gente enferma de vértigo y no es preciso siquiera acercarse a las trapecistas. Podemos compartir el gesto forzado de la cabeza girada hacia arriba, el olor acre de las jaulas de los animales al pasar, el sonido destemplado de la banda, los gritos de otros niños ante la pantomima. Podemos ni siquiera pisar el circo, olvidar que existen las trapecistas, ignorar el hecho de que hay columpios vacíos que se balancean toda la noche, que a cada momento se alzan carpas y los operarios tensan los hilos. Podemos mirar a otro lado cuando vemos los carteles en las paredes, podemos recordar de repente que hace ya tanto tiempo que dejamos de ir al circo, que hace ya tanto tiempo que no tenemos diez, doce años, que hace tanto tiempo que ya no actúa Pinito del Oro.

9.

Los enfermos de vértigo siempre se enamoran de las trapecistas, pensaría acaso Jean Cocteau en los cabarets, en el Cirque Medrano del París de los años 20, mientras contemplaba arrobado a Barbette, ejecutando el número que él inmortalizó en un artículo de la Nouvelle Revue Française de 1926. Barbette era la sensación del momento y lo era, no tanto por lo arriesgado de su performance, sino por su extraña elegancia, por la riqueza de su indumentaria, por una combinación innatural de fuerza y delicadeza. Funámbula y trapecista, aclamada al acabar su actuación, obligada a saludar una y otra vez, especialmente en el momento en el que ante el oooh de quienes aún no estaban en el secreto, se despojaba de su peluca y se mostraba como lo que era, o por lo menos lo que era en tierra, en ese segmento de su actuación: un hombre. Cocteau lo describe apropiadamente: Barbette hacía de hombre cuando dejaba de ser la trapecista, ya con los pies asentados en la arena del anillo. Porque lo que era Barbette en realidad, hace cien años, estaba lejos de poder clasificarse en los tacaños términos de una dicotomía.

10.

Man Ray ha documentado en fotografías que se han convertido en legendarias la metamorfosis de Barbette en su camerino. La ropa hecha a medida, el maquillaje, ante un espejo que colabora en esa maniobra de distracción. No se trata de una actuación, ni siquiera de un juego o de un engaño: es un investirse, como para una ceremonia sagrada. Se trata de acceder a una condición propiamente angélica, en una androginia que no tiene nada de representación, sino de condición necesaria para devenir lo que el destino ha querido que se deba ser: trapecista. Una cicatriz sobre el labio, resultado de las caídas de los primeros tiempos, una dentadura desigual. El escote que revela la inexistencia de pechos de mujer. Detalles sin importancia: la construcción es la de una máquina nueva, en la que Cocteau confiesa intentar encontrar el truco, como el del jugador de ajedrez de Maelzel, que Edgar Poe desenmascaró.

11.

Sa solitude es celle d’Œdipe, d’un œuf de Chirico au primer plan d’une ville, un jour d’éclipse, dice Jean Cocteau de Barbette. Pronto a edificar mitologías, a dejarse encandilar por figuras liminales, él, que bebería los vientos y glosaría la gloria de Panamá Al Brown, que nos dejó un repertorio de gestos histriónicos y poemas inolvidables en muchos géneros, sabe que en la contemplación de la actuación de una trapecista uno está inevitablemente inmerso en el reino de los sueños, que lo que tiene lugar lo hace lejísimos, en el ámbito que genera un telescopio puesto del revés, ese ámbito que conocimos tan bien de niños. Sabe que Jeckyll es Hyde y que Hyde, para volver a ser Jeckyll, tendrá, no sólo que quitarse las plumas, sino volver a aprender qué era ser Jeckyll, aceptar la caída a los subterráneos que habitamos.

12.

A estas alturas, datos como el que Barbette haya nacido en Texas en los últimos años del siglo XIX, que su verdadero nombre fuera tan peregrino como Vander Clyde Broadway (el apellido se cambiaría, en el segundo matrimonio de su madre, por otro que parece aún más inverosímil: Loving), que viviera hasta 1973, que, a resultas de las caídas o de la enfermedad, fuera víctima de dolores crónicos desde los años 30, que primero le obligaron a dejar las actuaciones y en última instancia le condujeron al suicidio, que su andar se hiciera, según nos cuenta Steegmuller, el biógrafo de Cocteau, que entrevistó a Barbette en 1966, espasmódico, que su torso se mantuviera rígido, son cuestiones poco relevantes, información útil sólo para quienes deban escribir un tratado o una pieza periodística. Claro que Barbette envejeció, murió y gozó de una fama más bien efímera, claro que se mantuvo dignamente como instructor y coreógrafo de números aéreos en los principales circos de Estados Unidos, como el Ringling o el Barnum, claro que su homosexualidad, su descarado travestismo, su ambiguo estatus, fueron a la vez el pasaporte para los dorados círculos en los que se movían los esnobs, la nobleza moderna como la vizcondesa de Noailles o los dandies como Cocteau y la carga que hubo de sobrellevar en una larga sucesión de décadas en una Texas que probablemente no disfrutaría tanto con sus plumas y sus mallas. Pero todo eso es irrelevante, porque eso son cosas que pasan de este lado de la gravedad y sólo nos incumben a los enfermos de vértigo.

13.

Barbette, al parecer, actuó por primera vez vestida de mujer porque fue contratada como substituta en The Alfaretta Sisters, a la muerte inesperada de una de las hermanas. Ver evolucionar en el trapecio a una mujer resultaba más espectacular y la Alfaretta superviviente le propuso a Vander ese ejercicio de transformismo. Con el correr de los años, ya en su madurez, Barbette fue contratado en la película de Billy Wilder Some like it hot (es decir, Con faldas y a lo loco) como coach para enseñar a Tony Curtis y Jack Lemmon cómo devenir de un modo convincente Josephine y Geraldine (bueno, Daphne). Barbette consideró que Tony Curtis tenía un gran potencial para la transformación (cosa evidente para cualquiera que vea la película), pero que Jack Lemmon era una caso perdido, a pesar de lo cual, su desternillante interpretación de Daphne le valió una nominación al Óscar, que perdió ante el muy masculino Charlton Heston. Nadie es perfecto.

14.

Tras haber recorrido, siguiendo pasos de ángel, las calles de un Berlín en el blanco y negro de finales de los ochenta, aún demediado por un muro, nos topamos de repente con la figura de una voladora (pienso en los voladores del Beato Angelico, que evocó Tabucchi) en un circo pequeño y a punto del cierre por falta de recursos económicos. Se ejercita en el columpio del trapecio, ostenta unas alas de ángel más bien pobres de las que se queja, porque le parecen de gallina, y podemos oír (porque somos ángeles) sus pensamientos bilingües. Sí, es Marion, y estamos en el cielo. En el Cielo sobre Berlín, y nuestra vida ya no será igual después de ese momento.

15.

Los enfermos de vértigo siempre nos enamoramos de la trapecista. Yo, en aquel invierno de 1988, me enamoré de Solveig Dommartin, tanto como lo pudiera hacer el ángel Damiel, y acudí tres veces seguidas al Alphaville, para verla ejecutar su número, bailar en el concierto de Nick Cave, conversar en la barra de L’Esplanade, decir en su caravana del Circus Alekan la peur la peur la peur. Solveig Dommartin no era una trapecista, recibió lecciones durante pocas semanas para la película y nunca fue doblada en sus acrobacias, lo cual indica su condición innata de ave, pues la trapecista lo es desde siempre, y el que acabe subiéndose a un trapecio es meramente circunstancial. Wim Wenders también se enamoró de ella, y fue su pareja durante algunos años, y con ella construyó esa epopeya inolvidable que es Hasta el fin del mundo. Desde entonces, desde aquellos días de una juventud bastante desorientada, aún en un blanco y negro que tenía poco de celestial, he vuelto tantas veces a ese Berlín que ya es sólo de los sueños, como he vuelto tantas veces a un Berlín de cemento y asfalto en el que la Potsdamer Platz ya no es de ninguna manera un descampado donde Homero podía encontrar un viejo sillón para reposar de tantos siglos de relatos. 

16.

Barbette aparece en la primera película de Jean Cocteau, Le sang d’un poète, en una sola escena, en un palco, ataviada con un impresionante vestido de Chanel. El director de fotografía de esa película, y por lo tanto el responsable de su legendario tono onírico, es Henri Alekan. Muchos años después, Wim Wenders empezó a trabajar con Alekan, y el poeta de la luz es el responsable también de la fotografía de Der Himmel über Berlin, esa fotografía que vira del blanco y negro al color cuando caemos como ángeles y empezamos a saber cómo saben las cosas y que una armadura que nos golpea en la cabeza puede hacernos sangre y que el color de la sangre es rot. Es en honor a él que ese modesto circo trashumante en el que Marion intenta ganarse la vida junto con otros errantes, se llama Circus Alekan. En la huella que deja el circo sobre el descampado, donde estaba el ruedo de arena, esa huella en la que Marion se detiene por un momento a considerar sus opciones (acabará en el concierto de Nick Cave, luego on verrà) y que visita Damiel, ya convertido en un ser pesante que ahora comprende tan bien el mérito infinito que tiene el efímero vuelo de su trapecista comparado con el poderoso, pero sin esfuerzo, batir de sus alas de ángel, en ese redondel ya vacío que sin embargo fue el lugar del milagro, el lugar que no habrá de ser poblado hasta quién sabe qué nuevos prodigios acontezcan, es donde nos ubicamos también, seguros de estar en el centro, y alzamos la mirada.

17.

Cocteau declaró que Barbette había sido la inspiración para la Princesa de Orphée, que fue primero un drama teatral y luego una película inolvidable. Si eso es así estamos ante el umbral de otro milagro, pues quien encarnó a ese personaje decisivo fue, como es sabido, Maria Casarès, y quién sabe si, de no haber existido Barbette, Cocteau nunca hubiera creado ese rol. Los ojos verdes de Maria Casarès son grises en la paleta del blanco y negro del Orfeo coctoniano, en el que ningún color irrumpe. En El cielo sobre Berlín, los ojos verdes de Solveig Dommartin nos sonríen cuando le sonríen a Damiel - Bruno Ganz, cada uno en su taburete y ella le dice que su amor será un amor de gigantes. Un día escribí que nada me gustaría más que la muerte tuviera, cuando viniera a buscarme, los ojos verdes de la Princesa, de Maria Casarès. Son los mismos ojos de Solveig, que murió tan joven y tan de repente, a los 45 años. Sí, que la que venga a buscarnos sea la trapecista, para que se acabe el vértigo para siempre.

18.

Paul Valery dijo de Barbette que era un Hércules convertido en golondrina. Raymond Radiguet, el nuevo Rimbaud, malogrado amor de Cocteau, le preguntó, según parece, a Barbette, en qué pensaba cuando pensaba, en el hilo o en el columpio, que podía caer. Ella respondió: en mis plumas. Puede que a Marion le fastidien sus plumas de gallina, pero ella sabe lo que es subvertir el mandato del tacaño Jehova: no tenemos por qué caer, no tenemos por qué habitar la caída. En 1923 Cocteau escribió a su amigo, el crítico belga Paul Collaer, que Barbette era un ángel. Ángel o no, Barbette se maquilla cada noche en el camerino, viste sus ropas hechas a medida, se encamina al centro del escenario y asciende. Y nosotros, los enfermos de vértigo, en las gradas del Cirque Medrano o del Circus Alekan, miramos con la boca abierta.

19.

En Primer sufrimiento o Primer dolor, que Max Brod tituló abusivamente Un artista del trapecio, haciendo un paralelismo con Un artista del hambre, Kafka nos muestra a un ser incapaz ya de la vida en el fondo del aire, que ha de viajar y vivir permanentemente subido a su trapecio. Mutante, creador de una nueva especie de seres aéreos para los que no habrá ya otro panorama que el de la vista de pájaro, a sus ojos seremos lo que seguramente somos: reptiles, insectos, incapaces de metamorfosis alguna, temerosos de toda crisálida, espectadores de números circenses.

20.

Los enfermos de vértigo nos enamoramos inevitablemente de la trapecista. ¿Y de quién se enamora la trapecista? ¿De los ángeles, de las palomas, de los dioses, de la lejanía, de las estrellas? La pregunta se respondió ya al principio: la trapecista está enamorada de la geometría y en ella se cumple, y por ella todo puede engarzarse en un dibujo que se sustrae al tiempo y a la pesantez, y a esa caza no puede dársele alcance más que en los sueños. Hemos tenido ya, ay, tantos sueños en los que nos hemos caído que sólo cabe ya implorar a los dioses supervivientes, si alguno queda, por un sueño en el que nos encontremos súbitamente encaramados al trapecio y el vértigo ya no tenga dominio.


jueves, 8 de agosto de 2024

Forma de la huida

Una guirnalda 


Y lo que veo, a un lado y otro, en esta fuga (rosas, restos de alas, sombra y luz) es sólo mío, recuerdo y ansia míos, presentimiento, olvido.

JUAN RAMÓN JIMÉNEZ, Espacio

 

I.

Para el río de Heráclito, somos nosotros los inconstantes. Nos ve venir, de lejos, se fija apenas mientras ejecuta su ardua tarea del fluir y luego nos pierde, a su espalda, y nos olvida pronto, pues sólo piensa en el mar.

 

II.

Cuando éramos niños, en el belén, colocábamos papel de plata para simular un río, que cruzaba un puente de arco semicircular que sólo en algunas ocasiones soportaba alguna figura encima. Era un río inmóvil y por eso su espejado era perfecto. El espejo, bien lo dijo Federico García Lorca en una de sus Suites, es la momia del manantial.

 

III.

El río existe porque es nombrado. Nombrar un transcurso es trasladar a los labios el gesto del escurrirse el agua entre los dedos. Sirve para los atlas, y en algunos casos ese nombre nos puede acompañar cuando cerramos los ojos y escuchamos un extraño ritmo de fuga, un continuo marcharse. Al mirar de nuevo, nos damos cuenta de que, como siempre, somos nosotros quienes nos hemos ido.

 

IV.

Para el río de Heráclito los inconstantes somos nosotros, por más que compongamos una cartografía y una toponimia. Nuestra pesantez nos traiciona: es justamente la memoria la que nos conduce al fondo. Y el anhelo. El río se desconoce, y por ello persevera en su estarse yendo. Sin pesar, sin esfuerzo.

 

V.

Lo cierto es que nada de esto tenía remedio ya desde el principio. El fiat lux no puede desdecirse. En ese hipódromo de caballos desbocados que un día ingenuamente llamamos Cosmos todo es un escaparse. Somos en tanto nos extinguimos. Es decir, no somos.

 

VI.

Ante este estado de cosas optamos por las tablillas de arcilla, por los murales, por las fatigosas canteras, por la diminuta orfebrería, por la nostalgia. Ay, sí, por la nostalgia. Y por los poemas fotocopiados y guardados en una carpeta hasta el siguiente paso del cometa.

 

VII.

El dios, aguijoneado por el insoportable deseo, corre jadeante. Siente muy claramente la flecha en su pecho, pero no puede detenerse para arrancársela. Es demasiado tarde. Ella corre también, desesperada. A ella le aguijonea el deseo inverso, el deseo de no ser alcanzada. Cuando, finalmente, la fría mano del dios se posa su espalda, ella se transforma en planta.

 

VIII.

Sí, ella se congela en un extraño cristal blando, sus brazos abren un ramaje, entre sus piernas se enroscan los tallos. El dios retira la mano y la mira: vacía. Del otro lado de su deseo ya no hay nada, nada con que apagar la sed. Resta apenas el gesto del trenzado, la elaboración de coronas para los poetas laureados. La derrota.

 

IX.

Sí, hasta para Apolo eso está fuera del alcance. La ninfa es una náyade, su reino son las fuentes, es la hija de un río. Para el río somos nosotros los inconstantes. En las nervaduras de las recién nacidas hojas fluye la savia, son las fiestas de la clorofila. Apolo pierde. Y Dafne se alza, interminablemente intocable.

 

X.

El brazo tenso se extiende hacia adelante, querría multiplicar su longitud, desprenderse incluso del cuerpo, hacerse flecha, como la flecha que Eros lanzó a Apolo para mostrarle que el mejor arquero siempre fue él. La mano se multiplica en dedos, siempre apenas, siempre tan cerca, siempre no.

 

XI.

Toda esta palabrería es inútil, pues lo que pretende expresar lo había dejado dicho ya con prístina claridad Juan Ramón Jiménez en un poema perfecto de 1918:

Mariposa de luz,

la belleza se va cuando yo llego

a su rosa.

Corro, ciego, tras ella...

la medio cojo aquí y allá...

¡Sólo queda en mi mano

la forma de su huida!

 

XII.

Ante un poema perfecto, lo que corresponde es callarse, saborearlo, meditar a partir de él, desde su altura, para poder así volar en esas regiones del aire. Lo que no hay que hacer es escribir sobre él. Incumpliré el precepto. Al cabo, soy apenas un poeta mediocre, y un atleta de lentitud exasperante.

 

XIII.

Es justo, pues, establecer desde el principio la inutilidad del ejercicio: de lo que se trata es de registrar la fugacidad, la forma de la huida, y captar así, no ya la Voz perdida para siempre, sino su eco. La Playa del Eco no es anterior, sino posterior, a la Playa de la Voz, es la constatación de un exilio. Si llegamos a la Playa de la Voz es regresando: el movimiento es de retrogradación.

 

XIV.

La huida deja tras de sí una forma, su forma, como un molde de soledad y carencia. La lava del volcán recubre los cuerpos, que se licúan con el transcurrir de los siglos. Al emerger esa cáscara del pasado intacto de la excavación, sólo podemos apartar la vista turbados, alejarnos, ser conscientes de que nuestro amor no dura.

 

XV.

Forma de la huida, reconocimiento de un fantasma, dolorosa constatación de que todo encuentro es ya pasado, que era ese descender-de-catarata lo único que cabía registrar en su derramarse.

 

XVI.

Y la falsa congelación de la literatura, pronta a la edificación de pedestales para esas estatuas fugitivas, es sólo un ínfimo consuelo, que apela, no ya al amor o la consumación del anhelo, sino a cierta fatuidad, cierta exhibición ostentosa de la soledad, asumida bastardamente como triunfo.

 

XVII.

Sí, el río de Heráclito, el lamento por lo ido, el ubi sunt, los vislumbres, los presentimientos... todo eso es, ya sabemos, materia poética de eficiente combustión, pero lo que nos propone aquí JRJ es una metáfora casi desgarradora: ese puño a medio cerrarse, mientras la finísima tela se desliza entre los dedos. Parados ya, contemplamos la carrera de la atleta, el vuelo de la mariposa.

 

XVIII.

En ese pararse, en ese gesto de la boca que no es de tristeza ni de desilusión, o no lo es sólo, sino que es sobre todo de asombro, de sorpresa ante la magnitud de lo sucedido, ante la imposibilidad del suceso que ha venido acompañado de su súbito desvanecerse, esa concesión del don y su simultánea retirada, en esa, en definitiva, estatua hueca en que nos convertimos, yeso incapaz, molde vacío, está el origen de la literatura, o al menos de la parte de la literatura que a mí más me interesa.

 

XIX.

Porque lo que se ha marchado se ha marchado, pero nos ha dejado la estela, nos ha dejado una forma, y esa forma se amoneda, con más o menos acierto, en los versos, en las torpes líneas que, como éstas, quieren dar cuenta, servir de registro, de esa belleza, de ese éxtasis apenas contemplado.

 

XX.

Huida: la de la voz (o la Voz), que deja tras de sí su forma, que son las palabras. Forma, y no esencia, pues la Voz reside, al cabo, en un cuerpo, en una garganta, como una variante de una respiración ya agotada. 

 

XXI.

No cristal: apenas densidad, acúmulo, pasta de verbos. Con eso, un dique, o al menos el deseo de un recinto. Imposible, porque la nada. Imposible, porque la ausencia. Forma de la huida: esto, como siempre fue.

 

XXII.

La edad es un índice de pérdidas. Las órbitas se van agostando, las perspectivas se convierten en túneles. A ratos, el recuerdo parece prestarnos algunos tubos de pintura que aplicar a la paleta: terminan por desleírse.

 

XXIII.

En su Memorabilia, que es ese libro que empieza Este texto debe ser leído como si hubiéramos muerto todos aquellos de quien se habla (sí, todos hemos muerto), Juan Gil-Albert nos cuenta de las cosas idas, y de conversaciones y abrazos y visitas y muertes y guerra. Y nos habla de Luis Cernuda. Sí: la realidad y el deseo.

 

XXIV.

En estos confines, a los que no había de volver (los confines son Valencia, durante la Guerra Civil, y quien no habría, ay, de volver, es Cernuda), es donde Cernuda me ilustró sobre el mito de su preferencia y que era el de Apolo persiguiendo a la ninfa Dafne, que, al ser alcanzada, se convertía en otra cosa, en laurel. Ahí, en ese otra cosa, está todo.

 

XXV.

Decía Cernuda, a decir de Gil-Albert: “Al hombre se le transforma, en sus manos, todo lo que ve, lo que posee; no consigue nunca sino apresar algo distinto de lo que, anhelantemente, buscó.” Sí, el puño cerrado reteniendo codiciosamente su vacío, el molde del haber sido, la forma de la huida.

 

XXVI.

Los dioses no tuvieron más sustancia que la que tengo yo, comienza esa cumbre inalcanzable de la poesía en lengua castellana que es Espacio. Y continúa Juan Ramón: No soy presente sólo, sino fuga raudal de cabo a fin. Y escuchamos su voz como si fuera el murmullo de un río.

 

XXVII.

En la Galleria Borghese el mármol blanco de Bernini nos deslumbra. Ahí, el instante (eres tan bello, detente, pediría seguramente Fausto) en el que se da a la caza alcance, y sorprendemos a Dafne en plena metamorfosis, carne y laurel en la translúcida piedra: un ser híbrido en el que todo es un irse. Quizás ahí, en esa milésima de segundo, Apolo supo.

 

XXVIII.

Nabokov lo plantearía de otro modo. Nos miraría socarronamente, alargaría su brazo dotado del prodigioso apéndice que sólo aquí, entre los profanos, llamamos cazamariposas, y apresaría a la mariposa apenas iniciado su vuelo. Es diestro en ese arte de la cacería. Es un eficaz matarife.

 

XXIX.

Cuando ya era septuagenario, Nabokov sufrió una dura caída en una de las pendientes de los Alpes cercanas a su residencia, que exploraba, incansable, en busca de la mariposa que no, la imposible, la indescripta. Cuando fue rescatado su cazamariposas quedó allí, prendido de las ramas de un árbol. Como las liras colgadas de los árboles. La metáfora es de Nabokov, y Apolo estaría, sin duda, orgulloso de ella.

 

XXX.

Ante la fuga raudal caben soluciones, satisfactorias en la medida que calman nuestra sed de infinito. El coleccionismo, el álbum, la disección, la taxidermia, la enciclopedia, la literatura. La mariposa de luz estará siempre apagada, pues hemos tenido que congelar su vuelo, pero a ratos, a ciertas horas del día, en algunos ángulos de luz, la extraña iridiscencia de sus alas nos permitirá revivir, fugazmente, siempre fugazmente, aquello.

 

XXXI.

En Speak, memory, Nabokov habla de una mariposa muy rara que se le escapó en su adolescencia en Rusia y que acabó atrapando, décadas después, y en el otro lado del mundo, en una de sus expediciones por Norteamérica. No otra mariposa de la misma especie: la misma mariposa. La que había huido.

 

XXXII.

Sí, caben algunas soluciones. Encerrarse en una habitación protegida del ruido, adoptar un horario de vampiro, escribir contra reloj, porque al fondo está la muerte, escribir como un poseso miles de páginas, a contratiempo, mientras, sardónico, el Tiempo y los acontecimientos (guerras, muerte, siempre ellos) se van colando entre las páginas. Y así hasta el último suspiro.

 

XXXIV.

Claro que para eso hay que ser Proust. Y entonces, si hay suerte, uno puede recuperar el tiempo que andaba buscando y coronar así la guirnalda: Le Temps retrouvé. Un bonito catálogo de fugas. Mariposas intermitentes que nos guiñan sus diminutos ojos: sirve, sabes que sirve. Sí, sí sirve.

 

XXXV.

Eso es, entonces, el escalofrío. El viento que produce la huida de las cosas. Eso es lo que hay que transcribir en la página.

 

XXXVI.

Una vez estuviste enfrente. Mi mano se topó con la forma de tu huida. Desde entonces te busco. No para alcanzarte: apenas para que me sea dado contemplar una vez más tu vuelo, tu marcharte. Para alimentar así la hoguera de la ausencia, con cuyo humo hago señales.

 

XXXVII.

Y por eso te convoco y espero, prescribo rituales arbitrarios e inanes, reitero gestos que son puro cansancio, como éste.

 

XXXVIII.

He renunciado hace mucho al cazamariposas. He trenzado sus cuerdas para convertirlo en lira. Siempre fui mal cazador, y me enredé cada vez que quise esculpir. Aspiro sólo a otro vuelo de la mariposa de luz. Aspiro a que se marche y me deje su estela. Aspiro a describir lo que fue, que se parecía tanto a lo que quisimos, desde un después que ya no será otra cosa que nunca.

 

XXXIX.

Para el río de Heráclito, los inconstantes somos nosotros. I’m much too fast to take that test, canta Bowie en Changes. Así, la mariposa no nos percibe más que como una sombra, una mancha de color, una variación del aire. Demasiado rápida para entender el juego de las estatuas que ejecutamos cuando pasa el tren.

 

XL.

Es preciso imaginarse a Sísifo feliz. Es preciso pensar que fuimos afortunados.

 

XLI.

Las cosas que no ocurren lo hacen incesantemente, perseveran en su conatus, inquebrantables. El anhelo nos entorpece, nubla la mirada, y el vuelo se nos escapa, acorta nuestros brazos y los dedos se quedan tan lejos. No hay que esperar, hay que estar preparados.

 

XLII.

Hace muchos años comencé un blog, el primero de todos, y le puse como nombre Persecución del faro. En nuestra singladura, el faro huye de nuestra incapaz inmovilidad. Era falsa su solidez, la isla en que se asentaba era porosa. El mar que cabalgábamos era, sin embargo, puro engrudo.

 

XLIII.

La luz se marcha. Eso es todo lo que hace la luz: irse. Y nada se marcha tan rápido como ella. No puede evitarlo. El fotón no tiene masa en reposo.

 

XLIV.

Es preciso pensar que fuimos afortunados. Hay rosas en las que nunca se ha posado una mariposa de luz. Hay infinitos lugares del Cosmos en fuga que ni siquiera tienen rosas. Y en su vuelo, inalcanzable, la mariposa escapó, sí, pero primero se acercó a nosotros, tanto que su resplandor nos cegó. Y entonces dio la vuelta y nos mostró la belleza de su huida. Fuimos afortunados.

 

XLV.

Y esto es cuanto sé decir de las mariposas.