...but I could not help but feeling
the utter hopelessness of hope itself
EDGAR
ALLAN POE, M.S. found in a bottle
But my heart's in the wind
Where the clouds are like
headlines
On a new front page sky,
My tears are salt water
And the moon's full and high
TOM
WAITS, Shiver me timbers
1.
En
1833 el Baltimore Saturday Visiter
convocó un premio, dotado con la suma de 50 dólares para el mejor cuento y 25
dólares para el mejor poema. El joven Edgar Allan Poe, que a la sazón tenía
veinticuatro años, remitió un conjunto de varios relatos bajo el título de Tales of the Folio Club, entre los que
se encontraba M.S. found in a Bottle,
que sería a la postre el ganador, entre grandes elogios de los convocantes: These tales are eminently distinguished by a
wild, vigorous, and poetic imagination, a rich style, a fertile invention, and
varied and curious learning.
2.
Entre
las influencias que se han querido advertir, el relato presenta ecos de la Rima del viejo marinero, de Coleridge, y
de historias de navegaciones y naufragios, singularmente la atribuida al
inefable Symmes (cuyo nombre rima, y no es por puro azar, con Pym) y publicada bajo seudónimo y como
una crónica real, Symzonia. Symmes
era el gran propagandista de la teoría de la tierra hueca, que postulaba
aberturas navegables por los polos y hasta cinco esferas concéntricas en la
gran cebolla sobre cuya superficie nos erguíamos, ignorantes de la flora, la
fauna y hasta las humanidades alternativas que abundan en los territorios del
interior.
3.
Hay
quien incluso considera paródico el relato, que utilizaría toda la parafernalia
de las aventuras náuticas y la consabida mitología de Holandeses Errantes,
tormentas inverosímiles y naufragios desastrosos. Lo cierto es que todo eso no
es relevante, pues aún hoy, casi doscientos años después, el cuento sigue
sorprendiendo por su misterio, por el
ominoso sucederse de imágenes que contiene. Fue uno de los primeros cuentos de
Poe que leí, en mi infancia, en aquella benemérita colección RTV que los más
viejos del lugar recordarán. Lo recorrí de nuevo en la traducción de Cortázar,
en aquellos dos tomos de Alianza Editorial que atesoré como una de mis
posesiones más preciadas, luego en inglés, en un tomo de gran formato que
recopilaba todos los relatos y poemas del virginiano. Después, otras veces más,
en otras ediciones de la Penguin, la última de las cuales ostenta el título,
que sólo desentona a medias en este caso, de The Science Fiction of Edgar Allan Poe.
4.
La
materia del relato se deja resumir con simplicidad. Un narrador innominado
sobrevive a un desastroso golpe de mar en el navío en el que navega, que se
lleva por delante a toda la tripulación, dejando maltrecho el barco. Sólo un
viejo sueco comparte su ¿fortuna? y ambos tratan de gobernar el rumbo
decididamente a la deriva entre tempestades apocalípticas que conducen a la
nave desde una trayectoria en principio sin grandes complicaciones en esa
región del planeta que recibe el poético nombre de Islas de la Sonda hacia el
sur, desaforada, desbocadamente hacia el sur, más al sur que ninguna expedición
registrada hasta el momento.
5.
Hasta
ahí, inmersos en tecnicismos del arte de navegar de los que se jactaba Poe, que
había surcado los mares con el nombre de Perry, estamos todavía en el lado de
aquí del asombro. Todo lo que narra Poe, incluso los hechos más banales,
adquiere casi como por hábito una obscuridad insondable, pero esto no ha hecho
más que empezar. Nos toca doblar el quicio del cuento. Y ese quicio se dobla en
una de las frases más sorprendentes que cabe leer, y que pasó desapercibida
para mí hasta no hace tanto. Tras navegar cinco días y cinco noches, cae al
atardecer un sol moribundo, que apenas conseguía teñir todo de un brillo opaco as if all its rays were polarized, y
llega la quinta noche que ya no tendrá sucesora. La obscuridad permanece y
nuestro narrador lo registra así en su inverosímil diario, el documento que ha
confiado al azar de las botellas que surcan los océanos, como aquella en la que
Cortázar introdujo un mensaje post-mortem a Glenda:
We
waited in vain for the arrival of the sixth day — that day to me has not
arrived — to the Swede, never did arrive.
6.
La
fuerza de esa frase, que me viene subyugando hace años, radica, me parece en la
convivencia de dos tiempos verbales. Estamos entrando en el umbral de una noche
perpetua, de una noche irreversible. Pero el narrador aún escudriña con sus
ojos cada vez más agotados el horizonte, en busca de quién sabe qué faro del
fin del mundo. A él le corresponde el pretérito
perfecto: el sexto día no ha llegado,
y ese no llegar no concluye nunca, persevera en su inexistencia. Estamos
instalados en esa espera que ya es pura inercia, anclados en la quinta noche, que se extiende como la
negrura del mar de obsidiana. Para el viejo sueco, no obstante, la espera terminó,
y eso lo señala el indefinido: el
sexto día no llegó para él, y como no llegó ya no llegará, puesto que es él el
que no está más, el que no podrá pronunciar esa frase en presente. El sueco ha de
morir en la quinta noche, dejando al narrador solo ya en su barco extrañamente
naufragado: un barco destrozado que sigue, sin embargo, avanzando hacia ese
borgiano Sur donde los destinos nos alcanzan.
7.
Traduce
Cortázar:
Esperamos
en vano la llegada del sexto día; para mí ese día no ha llegado, y para el
sueco no llegó jamás.
El
barco avanza en su líquida montaña rusa
oscilando entre alturas como las del coleridgiano Albatros y profundidades como
las que acogen al Kraken. Y entonces, en una de esas simas, aparece, como en la
azotea de un rascacielos de agua, un barco completamente negro, enorme, que va
a alcanzar al que nos conduce. Sí, el choque es inevitable, y es justo ahí cuando
el quicio del relato se dobla, cuando los verbos se ponen en presente: en una
extraña pirueta nuestro narrador se ve trasladado,
como por la inmensa mano del Poseidón más sádico, al otro barco, al barco de los muertos, de los errantes interminables,
a un barco cuyo hermano pequeño es la barca que conduce a Riva al cazador
Gracchus. La vida eterna tiene estas cosas.
8.
No
es posible siempre saber con toda certeza si somos nosotros los fantasmas o son
ellos. Nos paseamos por la cubierta del barco inadvertidos, como aquel otro náufrago de la isla de Morel.
Nuestros compañeros de travesía, que no parecen ser capaces de notar nuestra
presencia, son las personas más viejas que pueda concebirse. La propia madera
de la que está hecho el navío parece corresponder a eras geológicas
ancestrales, y por todos los rincones se arrumban cartas de navegación echadas
a perder, instrumentos científicos oxidados
y obsoletos, como si estuviéramos en la Melencolia
I de Dürer. Dos universos paralelos extrañamente coincidentes, dos lados de
la pared del acuario. El narrador tiene tiempo para escribir, nos va compartiendo
su extrañeza. Mientras, una sola certidumbre: el barco no se para, sigue
avanzando, a velocidad vertiginosa, arrastrado por no se sabe qué corriente,
hacia el sur, hacia el Sur, hacia el agujero que hay en el Polo, hacia ese
gigantesco anfiteatro.
9.
Borges,
en El Aleph incorpora, famosamente,
una postdata del futuro, un futuro
que es posterior a la redacción del cuento, pero que se convierte en pasado con
la rutina a la que estamos acostumbrados, derelictos al cabo en esa corriente que llamamos tiempo. Poe, en
una de las reediciones del Manuscrito
hallado en la botella mira a cámara y nos regala también su postdata de
1845. Dice en ella que no conoció los
mapas de Mercator —con qué infinita capacidad de sugerencia sonaba eso en
los oídos del niño que yo era, enamorado de los atlas— hasta después de haber
publicado por primera vez el relato —cita erróneamente,
y acaso de forma voluntaria, para
quitarle años al precoz vencedor del certamen, el año 1831 y no el 1833— y
que sólo entonces comprobó como en esos mapas los polos son remolinos a los que
se vierten los océanos. Junto a ese gran sumidero una inmensa roca negra. El
monolito, acaso, de esa otra navegación desbocada, la de 2001: A Space Oddyssey, en la que el penúltimo Dave Bowman
contempla al último Dave Bowman inconcebiblemente
envejecido.
10.
He
vuelto a esos relatos de Poe, como a los de Cortázar, incesantemente a lo largo
de la vida. Hay algo en este manuscrito de la botella, como en aquel otro del
bolsillo, que resuena en mi interior, que me lleva a esos lugares donde estuve
preso por la Inquisición en una celda con un gran pozo sobre el que oscilaba,
en mi primera lección de Física, un péndulo afilado, o donde resolví, sin
despeinarme, un atroz crimen perpetrado por un animal en una calle que se
llamaba rue incluso en las
traducciones y de la que no supe el significado de su nombre hasta mucho
después. Luego vinieron, ya en los tomos de Alianza, Ligeia o Berenice. He
leído muchos relatos después, de muchos autores, pero me cuesta retener su
trama o sus detalles, han pasado por lo general sin dejar mucha huella. De
estos relatos de Poe o Cortázar casi podría hacer un playback como de aquellas canciones de los setenta y ochenta.
11.
Un
día, en 2018, había quedado con una amiga para ir al Teatro de la Abadía.
Llegué con mucho adelanto, como de costumbre. Siempre, desde hace años, acarreo
una libreta o cuaderno, o, cuando menos, algunas hojitas de bloc —me encantan
ésas que aún se pueden encontrar en las habitaciones de hotel, diminutas, con
su membrete, que deslizo entre las páginas de los libros que llevo conmigo—, pero
esa tarde no tenía nada donde escribir y sí una súbita urgencia de hacerlo.
Eran tiempos obscuros, mi padre entraba y salía del hospital, era difícil
escribir, difícil encontrar un momento de calma como ése que, sin programarlo, había
aparecido. Entré en una papelería, compré un cuaderno de espiral —era lo que
tenían—, de los que no usaba desde hacía mucho tiempo, me senté en una
cafetería sin encanto alguno, escribí en la portada Llegada del sexto día y fui llenando hoja tras hoja, en un arrebato
de escritura automática.
12.
Probablemente
esos poemas no son memorables, pero es sorprendente que en ese momento la idea
del sexto día, que ya me rondaba por
entonces, cristalizara de ese modo. Sin duda me sentía polizón en un enorme
barco negro que me conducía a un indeseado maelström,
a quien sabe qué abismos florecidos o minerales. Mi navegación estaba
decididamente alterada, el rumbo de derrota ya no se podía describir con
coordenada alguna. He releído ayer esos textos, esas palabras que se nos pegan a la piel como el nápalm o las caricias.
Siempre me ha sorprendido cuando el arrebato
se produce, independientemente de la calidad de sus productos. Escribo con
facilidad, pero esta escritura no es más que oficio. El état seconde que se requiere para convertirse en un simple médium, en un simple medio, y ejecutar
al dictado de númenes propicios o aciagos la tarea de amanuense, es algo que no
puede forzarse: a lo sumo, tratar de suscitar con rituales equívocos y de poder
limitado. Cuando ocurre, ocurre: el que lo probó, lo sabe.
13.
En
mi niñez envejecida celebré la inauguración del morir, soñando en la
litera de arriba mientras los otros se
preparaban para la noche del estar aún vivos.
Nuestras
palmas se enfrentan, una a cada lado del vidrio del acuario:
no
intentamos los labios, recogemos apenas
una
mirada, una respiración que escribe un leve vaho,
nos
distraemos a menudo, se nos olvida
el
lado en el que estamos,
nadamos al
revés, en nuestra exacta posición de náufragos.
Los
tiempos mutilados de nuestras conjugaciones divergentes nos alejan
interminablemente. Estamos cada uno a un lado del Polo Magnético, y sin embargo, a veces, no me preguntes
cómo, nuestras lenguas se entienden.
14.
Ayer
tuve una de esas tardes en las que recorro mis escritos, mis abundantes,
abrumadoramente abundantes escritos. Me digo que hay cosas interesantes en
ellos, proyectos que no se cerraron nunca y que pueden seguir vigentes, pienso
que cuando tenga tiempo podré volver
a ellos, ordenarlos, pulirlos, darlos a conocer. Imagino que el narrador de Poe
pensaría, a pesar de todo, a pesar de la certeza de su rumbo hacia el ya no más, que su manuscrito tendría lectores y trataba, entre los
inconcebibles vaivenes de la galerna infernal, de cerrar bien las oes, de
cincelar una bella caligrafía, de no equivocarse con las tildes o los puntos y
coma. Yo, a la espera del sexto día, del sexto siglo, confío en tomar todavía
un transbordo en el metro de los
sueños que me saque del barco funeral de los Ancianos y me conduzca a un jardín
nemoroso o a una terraza junto al mar
en la que al atardecer nuestras copas se choquen y yo te diga here’s looking at you, kid.
15.
Decía
la voz aquella de 2018, la que me dictó la hoja de ruta:
Pues
un día el mundo supo de su ser cuerpo, supo
del
vientre de la ballena, supo
del
navío que le conducía a favor de Nada,
que
le conducía al augusto Polo Magnético
de
nuestros mejores sueños: entonces
parecía
aún que cualquier día era posible, que cualquier hora
estaba
a punto de sonar en el campanario
y
que habría un largo futuro de veranos,
una
soledad florida de canciones,
unos
dedos que nos indicarían a dónde,
que
nos indicarían aquí y que sabríamos
amputar
con presteza
cuando nos
fuera requerido.
El existir medita su
corriente es el bello título de un libro de mi amado Juan
Gil-Albert. En esa cafetería intempestiva uno de mis otros, uno de los que me
habitan, meditó su corriente en un extraño paréntesis, haciendo equilibrios con
los platos en las varillas de los teatros chinos. La corriente continuó con su
labor, por supuesto. Ese cuaderno inesperado no volvió a utilizarse hasta unos
meses después, en mayo, en un viaje por tren a Pamplona. Allí escribí unas notas
sobre la voz que he transcrito en parte ya aquí, en este blog, muy al comienzo
del mismo. Esas notas hablaban de la pérdida de la voz de los que se han ido.
Yo entonces no lo sabía, pero ya había escuchado por última vez la voz de mi
padre. Murió a mi regreso de ese fin de semana, en la madrugada del lunes,
cuando el sexto día de mayo se convertía en el séptimo.
16.
En
la melancólica La grande bellezza,
una de mis películas favoritas sin duda, hay una escena en la que un viejo mago
le muestra al inefable Jep Giambardella cómo es capaz de hacer desaparecer a
una jirafa en las termas de Caracalla. El gesto del maravilloso Toni Servillo
abriendo los brazos en cruz, sosteniendo con una de sus manos su sombrero,
sonriendo con cariño, es una de las imágenes que me acompañan siempre. Es sólo un truco, Jep. Y esa frase se
recupera justamente al final del film
cuando por fin nuestro frívolo protagonista, nuestro semejante, nuestro
hermano, vuelve a escribir. Es sólo
un truco, pero justamente escribir es lo que cabe hacer en la deriva, escribir
una larga carta que introducir en la botella. Para Glenda. O para ti, ya sabes quién te digo.
17.
Escamoteos,
pues, saltos mortales de la cubierta de un barco a otro, remolinos en los que
la danza circular del derviche nos puede conducir sin esfuerzo a la antípoda,
lecturas en salas de espera, abrazos que son una vez los últimos, ese abrazo
que el superviviente de los oleajes inabarcables del Océano de Solaris le da a su padre, arrodillado, junto a la casa
de la infancia, eso, sólo eso, nada menos que eso, es el sexto día. Y el sexto
día está en la quinta noche, son la misma cosa, son el mismo tiempo, son los
dos lados del acuario, y a ratos somos el áxolotl y a ratos somos el transeúnte
del Jardin des Plantes, y es hermoso naufragar en estos mares.
18.
El sexto día es el de la plenitud de la Creación: ya está todo hecho, ya estamos todos. Luego viene el séptimo día, en el que descansamos. Altrove c’é l’altrove, io non mi occupo dell’altrove. Me pongo en pie, me acodo sobre la borda. Los Ancianos siguen pasando, sin reaccionar de ningún modo a mi presencia, como las imágenes de la isla de Morel. Y entonces, finalmente —sólo es un truco— alguien me llama por mi nombre. Me vuelvo y me pasas una copa para que brindemos. Y, como escribió alguien que también fui un día, lo que viene después el poema simplemente no sabe decirlo.