sábado, 16 de marzo de 2024

El sexto día

 


...but I could not help but feeling the utter hopelessness of hope itself

EDGAR ALLAN POE, M.S. found in a bottle

But my heart's in the wind

Where the clouds are like headlines

On a new front page sky,

My tears are salt water

And the moon's full and high

TOM WAITS, Shiver me timbers

1.

En 1833 el Baltimore Saturday Visiter convocó un premio, dotado con la suma de 50 dólares para el mejor cuento y 25 dólares para el mejor poema. El joven Edgar Allan Poe, que a la sazón tenía veinticuatro años, remitió un conjunto de varios relatos bajo el título de Tales of the Folio Club, entre los que se encontraba M.S. found in a Bottle, que sería a la postre el ganador, entre grandes elogios de los convocantes: These tales are eminently distinguished by a wild, vigorous, and poetic imagination, a rich style, a fertile invention, and varied and curious learning.

 

2.

Entre las influencias que se han querido advertir, el relato presenta ecos de la Rima del viejo marinero, de Coleridge, y de historias de navegaciones y naufragios, singularmente la atribuida al inefable Symmes (cuyo nombre rima, y no es por puro azar, con Pym) y publicada bajo seudónimo y como una crónica real, Symzonia. Symmes era el gran propagandista de la teoría de la tierra hueca, que postulaba aberturas navegables por los polos y hasta cinco esferas concéntricas en la gran cebolla sobre cuya superficie nos erguíamos, ignorantes de la flora, la fauna y hasta las humanidades alternativas que abundan en los territorios del interior.

 

3.

Hay quien incluso considera paródico el relato, que utilizaría toda la parafernalia de las aventuras náuticas y la consabida mitología de Holandeses Errantes, tormentas inverosímiles y naufragios desastrosos. Lo cierto es que todo eso no es relevante, pues aún hoy, casi doscientos años después, el cuento sigue sorprendiendo por su misterio, por el ominoso sucederse de imágenes que contiene. Fue uno de los primeros cuentos de Poe que leí, en mi infancia, en aquella benemérita colección RTV que los más viejos del lugar recordarán. Lo recorrí de nuevo en la traducción de Cortázar, en aquellos dos tomos de Alianza Editorial que atesoré como una de mis posesiones más preciadas, luego en inglés, en un tomo de gran formato que recopilaba todos los relatos y poemas del virginiano. Después, otras veces más, en otras ediciones de la Penguin, la última de las cuales ostenta el título, que sólo desentona a medias en este caso, de The Science Fiction of Edgar Allan Poe.

 

4.

La materia del relato se deja resumir con simplicidad. Un narrador innominado sobrevive a un desastroso golpe de mar en el navío en el que navega, que se lleva por delante a toda la tripulación, dejando maltrecho el barco. Sólo un viejo sueco comparte su ¿fortuna? y ambos tratan de gobernar el rumbo decididamente a la deriva entre tempestades apocalípticas que conducen a la nave desde una trayectoria en principio sin grandes complicaciones en esa región del planeta que recibe el poético nombre de Islas de la Sonda hacia el sur, desaforada, desbocadamente hacia el sur, más al sur que ninguna expedición registrada hasta el momento.

 

5.

Hasta ahí, inmersos en tecnicismos del arte de navegar de los que se jactaba Poe, que había surcado los mares con el nombre de Perry, estamos todavía en el lado de aquí del asombro. Todo lo que narra Poe, incluso los hechos más banales, adquiere casi como por hábito una obscuridad insondable, pero esto no ha hecho más que empezar. Nos toca doblar el quicio del cuento. Y ese quicio se dobla en una de las frases más sorprendentes que cabe leer, y que pasó desapercibida para mí hasta no hace tanto. Tras navegar cinco días y cinco noches, cae al atardecer un sol moribundo, que apenas conseguía teñir todo de un brillo opaco as if all its rays were polarized, y llega la quinta noche que ya no tendrá sucesora. La obscuridad permanece y nuestro narrador lo registra así en su inverosímil diario, el documento que ha confiado al azar de las botellas que surcan los océanos, como aquella en la que Cortázar introdujo un mensaje post-mortem a Glenda:

We waited in vain for the arrival of the sixth day — that day to me has not arrived — to the Swede, never did arrive.

 

6.

La fuerza de esa frase, que me viene subyugando hace años, radica, me parece en la convivencia de dos tiempos verbales. Estamos entrando en el umbral de una noche perpetua, de una noche irreversible. Pero el narrador aún escudriña con sus ojos cada vez más agotados el horizonte, en busca de quién sabe qué faro del fin del mundo. A él le corresponde el pretérito perfecto: el sexto día no ha llegado, y ese no llegar no concluye nunca, persevera en su inexistencia. Estamos instalados en esa espera que ya es pura inercia, anclados en la quinta noche, que se extiende como la negrura del mar de obsidiana. Para el viejo sueco, no obstante, la espera terminó, y eso lo señala el indefinido: el sexto día no llegó para él, y como no llegó ya no llegará, puesto que es él el que no está más, el que no podrá pronunciar esa frase en presente. El sueco ha de morir en la quinta noche, dejando al narrador solo ya en su barco extrañamente naufragado: un barco destrozado que sigue, sin embargo, avanzando hacia ese borgiano Sur donde los destinos nos alcanzan.

 

7.

Traduce Cortázar:

Esperamos en vano la llegada del sexto día; para mí ese día no ha llegado, y para el sueco no llegó jamás.

El barco avanza en su líquida montaña rusa oscilando entre alturas como las del coleridgiano Albatros y profundidades como las que acogen al Kraken. Y entonces, en una de esas simas, aparece, como en la azotea de un rascacielos de agua, un barco completamente negro, enorme, que va a alcanzar al que nos conduce. Sí, el choque es inevitable, y es justo ahí cuando el quicio del relato se dobla, cuando los verbos se ponen en presente: en una extraña pirueta nuestro narrador se ve trasladado, como por la inmensa mano del Poseidón más sádico, al otro barco, al barco de los muertos, de los errantes interminables, a un barco cuyo hermano pequeño es la barca que conduce a Riva al cazador Gracchus. La vida eterna tiene estas cosas.

 

8.

No es posible siempre saber con toda certeza si somos nosotros los fantasmas o son ellos. Nos paseamos por la cubierta del barco inadvertidos, como aquel otro náufrago de la isla de Morel. Nuestros compañeros de travesía, que no parecen ser capaces de notar nuestra presencia, son las personas más viejas que pueda concebirse. La propia madera de la que está hecho el navío parece corresponder a eras geológicas ancestrales, y por todos los rincones se arrumban cartas de navegación echadas a perder, instrumentos científicos oxidados y obsoletos, como si estuviéramos en la Melencolia I de Dürer. Dos universos paralelos extrañamente coincidentes, dos lados de la pared del acuario. El narrador tiene tiempo para escribir, nos va compartiendo su extrañeza. Mientras, una sola certidumbre: el barco no se para, sigue avanzando, a velocidad vertiginosa, arrastrado por no se sabe qué corriente, hacia el sur, hacia el Sur, hacia el agujero que hay en el Polo, hacia ese gigantesco anfiteatro.

 

9.

Borges, en El Aleph incorpora, famosamente, una postdata del futuro, un futuro que es posterior a la redacción del cuento, pero que se convierte en pasado con la rutina a la que estamos acostumbrados, derelictos al cabo en esa corriente que llamamos tiempo. Poe, en una de las reediciones del Manuscrito hallado en la botella mira a cámara y nos regala también su postdata de 1845. Dice en ella que no conoció los mapas de Mercator —con qué infinita capacidad de sugerencia sonaba eso en los oídos del niño que yo era, enamorado de los atlas— hasta después de haber publicado por primera vez el relato —cita erróneamente, y acaso de forma voluntaria, para quitarle años al precoz vencedor del certamen, el año 1831 y no el 1833— y que sólo entonces comprobó como en esos mapas los polos son remolinos a los que se vierten los océanos. Junto a ese gran sumidero una inmensa roca negra. El monolito, acaso, de esa otra navegación desbocada, la de 2001: A Space Oddyssey, en la que el penúltimo Dave Bowman contempla al último Dave Bowman inconcebiblemente envejecido.

 

10.

He vuelto a esos relatos de Poe, como a los de Cortázar, incesantemente a lo largo de la vida. Hay algo en este manuscrito de la botella, como en aquel otro del bolsillo, que resuena en mi interior, que me lleva a esos lugares donde estuve preso por la Inquisición en una celda con un gran pozo sobre el que oscilaba, en mi primera lección de Física, un péndulo afilado, o donde resolví, sin despeinarme, un atroz crimen perpetrado por un animal en una calle que se llamaba rue incluso en las traducciones y de la que no supe el significado de su nombre hasta mucho después. Luego vinieron, ya en los tomos de Alianza, Ligeia o Berenice. He leído muchos relatos después, de muchos autores, pero me cuesta retener su trama o sus detalles, han pasado por lo general sin dejar mucha huella. De estos relatos de Poe o Cortázar casi podría hacer un playback como de aquellas canciones de los setenta y ochenta.

 

11.

Un día, en 2018, había quedado con una amiga para ir al Teatro de la Abadía. Llegué con mucho adelanto, como de costumbre. Siempre, desde hace años, acarreo una libreta o cuaderno, o, cuando menos, algunas hojitas de bloc —me encantan ésas que aún se pueden encontrar en las habitaciones de hotel, diminutas, con su membrete, que deslizo entre las páginas de los libros que llevo conmigo—, pero esa tarde no tenía nada donde escribir y sí una súbita urgencia de hacerlo. Eran tiempos obscuros, mi padre entraba y salía del hospital, era difícil escribir, difícil encontrar un momento de calma como ése que, sin programarlo, había aparecido. Entré en una papelería, compré un cuaderno de espiral —era lo que tenían—, de los que no usaba desde hacía mucho tiempo, me senté en una cafetería sin encanto alguno, escribí en la portada Llegada del sexto día y fui llenando hoja tras hoja, en un arrebato de escritura automática.

 

12.

Probablemente esos poemas no son memorables, pero es sorprendente que en ese momento la idea del sexto día, que ya me rondaba por entonces, cristalizara de ese modo. Sin duda me sentía polizón en un enorme barco negro que me conducía a un indeseado maelström, a quien sabe qué abismos florecidos o minerales. Mi navegación estaba decididamente alterada, el rumbo de derrota ya no se podía describir con coordenada alguna. He releído ayer esos textos, esas palabras que se nos pegan a la piel como el nápalm o las caricias. Siempre me ha sorprendido cuando el arrebato se produce, independientemente de la calidad de sus productos. Escribo con facilidad, pero esta escritura no es más que oficio. El état seconde que se requiere para convertirse en un simple médium, en un simple medio, y ejecutar al dictado de númenes propicios o aciagos la tarea de amanuense, es algo que no puede forzarse: a lo sumo, tratar de suscitar con rituales equívocos y de poder limitado. Cuando ocurre, ocurre: el que lo probó, lo sabe.

 

13.

En mi niñez envejecida celebré la inauguración del morir, soñando en la litera de arriba mientras los otros se preparaban para la noche del estar aún vivos.

Nuestras palmas se enfrentan, una a cada lado del vidrio del acuario:

no intentamos los labios, recogemos apenas

una mirada, una respiración que escribe un leve vaho,

nos distraemos a menudo, se nos olvida

el lado en el que estamos,

nadamos al revés, en nuestra exacta posición de náufragos.

Los tiempos mutilados de nuestras conjugaciones divergentes nos alejan interminablemente. Estamos cada uno a un lado del Polo Magnético, y sin embargo, a veces, no me preguntes cómo, nuestras lenguas se entienden.

 

14.

Ayer tuve una de esas tardes en las que recorro mis escritos, mis abundantes, abrumadoramente abundantes escritos. Me digo que hay cosas interesantes en ellos, proyectos que no se cerraron nunca y que pueden seguir vigentes, pienso que cuando tenga tiempo podré volver a ellos, ordenarlos, pulirlos, darlos a conocer. Imagino que el narrador de Poe pensaría, a pesar de todo, a pesar de la certeza de su rumbo hacia el ya no más, que su manuscrito tendría lectores y trataba, entre los inconcebibles vaivenes de la galerna infernal, de cerrar bien las oes, de cincelar una bella caligrafía, de no equivocarse con las tildes o los puntos y coma. Yo, a la espera del sexto día, del sexto siglo, confío en tomar todavía un transbordo en el metro de los sueños que me saque del barco funeral de los Ancianos y me conduzca a un jardín nemoroso o a una terraza junto al mar en la que al atardecer nuestras copas se choquen y yo te diga here’s looking at you, kid.

 

15.

Decía la voz aquella de 2018, la que me dictó la hoja de ruta:

Pues un día el mundo supo de su ser cuerpo, supo

del vientre de la ballena, supo

del navío que le conducía a favor de Nada,

que le conducía al augusto Polo Magnético

de nuestros mejores sueños: entonces

parecía aún que cualquier día era posible, que cualquier hora

estaba a punto de sonar en el campanario

y que habría un largo futuro de veranos,

una soledad florida de canciones,

unos dedos que nos indicarían a dónde,

que nos indicarían aquí y que sabríamos

amputar con presteza

cuando nos fuera requerido.

El existir medita su corriente es el bello título de un libro de mi amado Juan Gil-Albert. En esa cafetería intempestiva uno de mis otros, uno de los que me habitan, meditó su corriente en un extraño paréntesis, haciendo equilibrios con los platos en las varillas de los teatros chinos. La corriente continuó con su labor, por supuesto. Ese cuaderno inesperado no volvió a utilizarse hasta unos meses después, en mayo, en un viaje por tren a Pamplona. Allí escribí unas notas sobre la voz que he transcrito en parte ya aquí, en este blog, muy al comienzo del mismo. Esas notas hablaban de la pérdida de la voz de los que se han ido. Yo entonces no lo sabía, pero ya había escuchado por última vez la voz de mi padre. Murió a mi regreso de ese fin de semana, en la madrugada del lunes, cuando el sexto día de mayo se convertía en el séptimo.

 

16.

En la melancólica La grande bellezza, una de mis películas favoritas sin duda, hay una escena en la que un viejo mago le muestra al inefable Jep Giambardella cómo es capaz de hacer desaparecer a una jirafa en las termas de Caracalla. El gesto del maravilloso Toni Servillo abriendo los brazos en cruz, sosteniendo con una de sus manos su sombrero, sonriendo con cariño, es una de las imágenes que me acompañan siempre. Es sólo un truco, Jep. Y esa frase se recupera justamente al final del film cuando por fin nuestro frívolo protagonista, nuestro semejante, nuestro hermano, vuelve a escribir. Es sólo un truco, pero justamente escribir es lo que cabe hacer en la deriva, escribir una larga carta que introducir en la botella. Para Glenda. O para ti, ya sabes quién te digo.

 

17.

Escamoteos, pues, saltos mortales de la cubierta de un barco a otro, remolinos en los que la danza circular del derviche nos puede conducir sin esfuerzo a la antípoda, lecturas en salas de espera, abrazos que son una vez los últimos, ese abrazo que el superviviente de los oleajes inabarcables del Océano de Solaris le da a su padre, arrodillado, junto a la casa de la infancia, eso, sólo eso, nada menos que eso, es el sexto día. Y el sexto día está en la quinta noche, son la misma cosa, son el mismo tiempo, son los dos lados del acuario, y a ratos somos el áxolotl y a ratos somos el transeúnte del Jardin des Plantes, y es hermoso naufragar en estos mares.

 

18.

El sexto día es el de la plenitud de la Creación: ya está todo hecho, ya estamos todos. Luego viene el séptimo día, en el que descansamos. Altrove c’é l’altrove, io non mi occupo dell’altrove. Me pongo en pie, me acodo sobre la borda. Los Ancianos siguen pasando, sin reaccionar de ningún modo a mi presencia, como las imágenes de la isla de Morel. Y entonces, finalmente —sólo es un truco— alguien me llama por mi nombre. Me vuelvo y me pasas una copa para que brindemos. Y, como escribió alguien que también fui un día, lo que viene después el poema simplemente no sabe decirlo.

domingo, 10 de marzo de 2024

Los bulevares periféricos

 


Est-on vraiment sûr que les paroles que deux personnes ont échangées lors de leur première rencontre se soient dissipées dans le néant, comme si elles n’avaient jamais éte prononcées?

PATRICK MODIANO, L’horizon

 

I.

En la desbocada primera novela de Patrick Modiano, La place de l’étoile, aparece la que sin duda es una de las frases más alucinantes que se hayan podido escribir: Vous n’écoulerez jamais vos stocks de kaléidoscopes.

 

II.

En los almacenes, pues, se agolpan, acaso envueltos en cajas de vivos colores, decenas, cientos de caleidoscopios, pero, es sabido, el mercado de caleidoscopios está a la baja. Y eso permite calibrar hasta qué punto nuestra sociedad es desdichada.

 

III.

No habrá forma de dar salida a esos stocks de caleidoscopios que acumulan polvo en quién sabe qué nave industrial de la periferia fractal de una ciudad monstruosa. En su inmovilidad, congelada, la disposición de las fichas que se ha convertido en eterna. Otros mundos esperan en la rotación imposible. No hay manos suficientes para girar tanto tubo.

 

IV.

Es bien cierto que el comentario es sarcástico, que todo es una gran broma y que carecemos aún de la profundidad, de la mesura del tono que sólo nos alcanzará, si es el caso, con la madurez. Pero hemos tenido caleidoscopios durante la infancia. Aún tenemos alguno, otros se han ido rompiendo, perdiendo, escondiéndose en trasteros y mudanzas. Y conocemos las leyes de la Óptica.

 

V.

En L’herbe des nuits el narrador es interrogado en una oficina del Quai des Gesvres. Se da cuenta entonces de que se encontraba quizás en el punto exacto donde Gérard de Nerval se había colgado. La rue de la Vieille Lanterne ha sido sepultada por las nuevas construcciones, pero si se descendiera a los sótanos de este inmueble se descubriría, al fondo de uno de ellos, un trecho de la calle de la Vieja Linterna. Sí, así es todo: subterráneo.

 

VI.

El tiempo es poroso. Tarda uno en descubrirlo, pero Modiano lo sabe, y nosotros lo sabemos ahora ya también. Es un conocimiento inútil, pues no hay modo de localizar esos poros, se abren de repente, en cualquier rincón de la hora, pero son diminutos, no puede uno descender por ellos con qué cuerda de palabras. Si acaso, al despiste, a uno se le pueden caer las llaves dentro. O, poniendo el oído, puede escuchar viejas canciones que parecen salir de un gramófono. Se han dado casos de gente que intenta horadar la malla con agujas de coser, o con cuchillos. Pero todo es angosto.

 

VII.

Hay, sin embargo, modos. El más sencillo, pero igualmente arbitrario y desoladoramente imprevisible, es el sueño. Claro que cuando uno sueña está inevitablemente del lado de abajo y oye resonar sobre su cabeza las pisadas del vivir, cuyo eco se expande sobre ese hueco del estar dormido. Lo decoramos como podemos, con nuestros viejos juguetes. Y sobre su pavimento trazamos, con la tiza de entonces, una rejilla de calles que se parece tanto a los circuitos ciclistas donde jugábamos a las chapas.

 

VIII.

Hay otros modos, pero son aún más difíciles de dominar, y apenas puede uno ponerse en una disposición de extrema receptividad y rogar a los dioses que habitan en los intersticios, y que son bellos como insectos, que nos sea concedido el vislumbre. La música funciona, dicen, pero lo cierto es que la música apenas abre algunos espejos, pues ella misma se basa en el ritornelo y en la trampa. Y luego están los dedos, pero quién se acuerda ya de los dedos.

 

IX.

Deambular, en todo caso, agotar el mapa, dejar caer las miguitas del transcurso, repetirse en voz baja las letanías de las estaciones de metro, es un buen método para conjurar las bifurcaciones, para descubrir las puertas del tiempo perpendicular. Es así: la geometría es congruente, la topología es sedosa, de repente la perspectiva es compartida por dos ciudades distantes, por dos ciudades anteriores. Entonces es como saltar a la vía de al lado, es como ser trasladado al barco que viaja hacia el Polo Magnético.

 

X.

Hay otros tiempos igualmente disciplinados en su sucederse, tiempos paralelos que se ven desde las otras miradas. Podemos hablar de ellos: hace ya veinte años, fue anteayer, te espero mañana. Y cada uno se marcha a su casa con su larga cola de tiempo, arrastrando sonrisas, dolores y muchas hojas de calendario. A veces parece que algo rima. Sí, pero de qué sirve.

 

XI.

No, de lo que se habla aquí es de acceder a los procesos no interrumpidos, recuperar inquietudes y expectativas. Un joven sale de la Universidad y recorre el mismo camino cada tarde. No tiene aún veinte años. Lleva un libro de Canetti. Alguien le dice: “¿lees a Canetti?”. Canetti está aún vivo entonces. Cuando muera, algunos años después, decretará que una parte substancial de su legado deberá permanecer oculta, secreta, en la Biblioteca de Zürich, hasta treinta años después de su muerte. Ya han pasado treinta años de su muerte. El estudiante lleva mucho esperando. Tiene sesenta años. Ay, qué será de su legado, de sus cuadernos, qué sótanos los acogerán, que manos póstumas los recorrerán, quizás, con mimo.

 

XII.

Así funciona todo. Pilotitos encendidos en un gran panel de la guardarropía consabida de las series de ciencia ficción de la infancia. En la central térmica del corazón, fugas que van consumiendo una potencia que ahora se necesitaría tanto. Una mañana en la que parecía que todo estaba por hacer. Cuadernos empezados, y nunca terminados. Agendas con teléfonos de siete cifras. La inminencia del milagro, o de la catástrofe. Todo ahí, intacto, no bifurcado, sino detenido, estático, extático, a la espera de alguien que sepa bucear. Quién supiera.

 

XIII.

Cuando el avión desciende, todavía no ha pasado nada de lo que iba a pasar. Una vez se formuló así: si volvemos... Hemos vuelto, gastados, por algún lado se esconden esos simulacros, recorren nuestros dobles incansables (éramos más jóvenes, más fuertes, más tristes, con más ganas) la ciudad que se fue colando en los sueños, que se fue mezclando con la Ciudad. Hemos vuelto. Ya tenemos plano. Ya no nos perdemos. Pero no encontramos las puertas que dan a los transbordos inesperados. Hemos agotado todas las líneas del metro y la estación aquella de los besos no llega.

 

XIV.

A medida que las estaciones se sucedían, yo remontaba el curso del tiempo. Así Modiano. Hay otro método, hay otra posibilidad: escribir. Es cierto que eso significa renunciar al espacio, renunciar a los cuerpos. Es cierto que no deja de ser encender fantasmagorías. Pero nada me impide decir: estoy llegando, dime dónde me esperas. Nada me impide decir: todavía no ha ocurrido, todo está por estrenar. Paseemos un rato más, no dejemos que se nos caiga al suelo esta vez. Lo he hecho: lo sigo haciendo. La avenida se agota, el tiempo ya no se sostiene, la línea se comba. O empiezo a trazar mis agujeros de gusano o en breve todo habrá terminado.

 

XV.

J’écris ces pages pour trouver des lignes de fuite et m’échapper par les brèches du temps, dice, escribe Modiano. Líneas de fuga, brechas: eso es. Sueño, texto, metro, ciudad, todo es lo mismo. Si reproducimos el itinerario (y lo hacemos obsesivamente, porque estamos convencidos de que en algún punto de ese trayecto perdimos algo irreparable) entramos en el tiempo-otro, y nos podrán salir al paso losquefuimos, losqueeran, estaremos otra vez juntos. Abre el mapa. No, ése no, el nuestro, el de la Ciudad que compartimos. Cierra los ojos, apunta al azar una esquina cualquiera, un café. Los cafés siempre funcionan. Ahí estamos. Míranos, no hemos cambiado nada.

 

XVI.

Al comienzo de su Memorabilia, ya lo sabemos, Juan Gil-Albert dice que es preciso que leamos estas líneas como si todos los que aparecemos en ella estuviéramos ya muertos. La advertencia es innecesaria: siempre hemos muerto. Siempre hemos sido substituidos. Los que aparecemos en ellas ya no somos los que las escribimos. Pero los que hemos muerto somos nosotros, tantas veces. Ellos son inmortales.

 

XVII.

Recorro cuadernos, casi siempre negros, agendas, carpetas y archivos que arrastro desde hace una eternidad de ordenadores. Me encuentro, nos encontramos. Me veo escribiendo A partir de ahora todo será más neto, más nítido, pero más estrecho. Han pasado diez años. Sí, todo es angosto, pero cada vez hay que moverse menos. En última instancia, en el quicio de la asíntota, apenas se necesita el espacio para que un dedo pulse un botón. O unos labios lancen un beso.

 

XVIII.

Leo, en una carpeta que no abría hace mucho: Cuando pienso en ti se produce un extraño silencio en mi interior, un silencio pleno de inquietudes, con fugaces resplandores de tristeza. Es el silencio de las cosas idas, de las librerías desaparecidas, de los cines cerrados, el silencio de una ciudad que ya no es, salvo cuando la recorremos en los sueños, en los sueños donde encuentro los poemas que hablan de ti, los poemas que escucho en este silencio de la larga noche de tu ausencia, de la noche obscura del alma. Estamos en barrios distintos, tú, yo, Modiano, todas sus amadas perdidas o muertas, todos sus embrollos del mercado negro y de la Ocupación, pero la Ciudad es la misma.

 

XIX.

El tiempo pasa y convierte a los abrazos en arqueología, a los besos en monedas fenicias. Hay en ellas rostros grabados, desgastados, apenas ya discernibles. Las excavaciones son demasiado profundas, la fatiga nos vence, renunciamos a esos tesoros. Pero un día un terremoto subvierte los estratos. Un día una filtración milenaria de agua abre un socavón, revela las catacumbas. Y nos ponemos a jugar como niños con las baratijas del menaje fúnebre. No, nada se pierde. Y no hay que buscar la perpendicular, simplemente hay que hacerse a un lado de la cinta transportadora, dejar de correr como posesos, abrir una puerta metálica en el andén, llegar a la estación espejo, coger el metro levógiro.

 

XX.

Todo ha transcurrido ya y aquellos temores no sirvieron de nada. Los dolores de entonces son apenas ya anotaciones. Fuimos demasiado cobardes, todo acaba bien al final. Todo relato es un recuento de extinciones. El único tema filosófico verdaderamente serio es la evanescencia.

 

XXI.

Modiano: después de haber escrito estas páginas, me digo que hay un medio, justamente, de luchar contra el olvido. Es ir a ciertas zonas de París a las que no hemos retornado desde hace treinta, cuarenta años y pasar una tarde, como si se hiciera guardia. Sí, hay que ir a ciertas zonas de París y hacer guardia. En París los agujeros del tiempo son más grandes, y nosotros somos más pequeños.

 

XXII.

Los desastres que nos quitaron el sueño nunca ocurrieron. Las galernas no llegaron a desatarse. Los días fueron cayendo, martilleándonos el cráneo sin otro ruido que el de los relojes. Un día era 2024. Alguien, con su llave, abrirá la cripta de los manuscritos silenciados. Una sucesión de jóvenes, de adultos, de viejos, una sucesión que comparte nombre y apellidos, ha leído a Canetti todos estos años, y de repente sueña con nuevas ediciones. Ay, quién encontrara un día un sótano imposible lleno de obras de Sebald.

 

XXIII.

En cualquier caso, a pesar de que las explosiones no reventaron las paredes de vidrio del acuario, a que las averías se arreglaron con algo de fontanería y el aturdimiento que va trayendo el cansancio, es verdad que la catástrofe sobreviene igualmente, este apocalipsis lentísimo del estar vivo. Sordo, desapercibido, irreparable, el Gran Proceso nos lleva de la mano al ángulo muerto, desde donde las lucecitas de los pequeños procesos no interrumpidos del pasado, aún con sabor a ilusiones, no pueden verse. Pero queda la música.

 

XXIV.

Te propongo una cosa: volvamos a vernos. Aquí o allí, en este tiempo o en el pasado. De este lado del sueño o del otro. Pongámonos un pasamontañas, vistámonos como espías de cine mudo. Avancemos sigilosos, agotemos las líneas del metro, crucemos los bulevares periféricos. Asaltemos la fábrica de caleidoscopios. Girémoslos interminablemente, busquemos la combinación aquella, propicia. Repartamos caleidoscopios por la ciudad, que nadie se quede sin figuras de colores. Y hagámonos los remolones cuando el despertador suene: ya hemos madrugado demasiado.

 

XXV.

Ventanas que dejamos abiertas por pura inadvertencia, luces que dejaste prendidas, paisajes a la espera, eclipses de luna, órbitas desperdiciadas, vértigos de las manecillas, cenizas que nos sobrevivieron, polvo enamorado, choques de trenes. Le destin insiste quelquefois. Y en su caída, la roca de Sísifo enciende, cada vez, una vela.